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Una noche el río pasó
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Libro electrónico1277 páginas20 horas

Una noche el río pasó

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Una noche el río pasó trata los acontecimientos previos, los propios y las resultas de la que fue una de las más épicas y decisivas batallas de la Guerra Civil española. Los sucesos históricos anteriores, los ciento quince días de enfrentamiento en tierras catalanas y aragonesas y sus consecuencias.
Tratado desde el punto de vista del bando nacional y del bando republicano, la obra incluye el papel de la mujer a lo largo de un extenso periodo de nuestra historia que cedió de manera implacable, o eso es lo que pareció, el protagonismo a los hombres.
Una narración que nos traslada a las vivencias de los que intervinieron en la Batalla del Ebro, las causas que les llevaron a empuñar un arma en defensa de uno u otro bando, las experiencias de aquellos días entre el 25 de julio y el 16 de noviembre de 1938 y cómo todo ello definió el futuro de los supervivientes…
¿De dónde salieron los moros de Franco? ¿Lucharon todos por los ideales que creían? ¿Hubo paz, piedad y perdón? ¿Se salvó realmente alguien de aquella Batalla, de aquella maldita guerra? ¿Hubo víctimas colaterales?... Una noche el río pasó trata de dar luz a estas preguntas y a otras que surgen como consecuencia del conflicto fratricida que asoló nuestro país entre 1936 y 1939.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 oct 2023
ISBN9788411815796
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    Una noche el río pasó - Manuel S. García Melero

    1500.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Manuel S. García Melero

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-579-6

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A Almudena Grandes y Jorge M. Reverte,

    in memoriam.

    PRÓLOGO

    Miguel Ors Montenegro¹

    Director de la Cátedra Pedro Ibarra. Universidad Miguel Hernández

    1. La Historia de la Guerra Civil

    El 18 de julio de 1936 un grupo de presuntos patriotas, civiles y sobre todo militares, alentó un golpe de Estado que, al no imponerse en buena parte de España, propició una guerra civil de casi mil días y la mayor catástrofe de nuestra historia contemporánea. Con cifras de Julián Casanova, uno de los mejores especialistas del conflicto, fueron unos 600 000 los muertos por la guerra, además de las 150 000 víctimas de la represión franquista, de las 50 000 víctimas por la represión en zona republicana y los 450 000 exiliados de 1939 (entre ellos 170 000 niños, mujeres y ancianos). En 1939, cuando Franco celebró su victoria militar, España se había convertido en un inmenso campo de concentración con medio millón de presos políticos.

    Si citamos a algunos de los grandes nombres de la historiografía sobre la Guerra Civil, la guerra fue «un tajo asestado a la convivencia de la sociedad española» (Manuel Tuñón de Lara, 1985), «el punto crítico del siglo XX» (Julio Aróstegui, 1996), «una cesura traumática para la sociedad española» (Walter Bernecker, 1996), «la condensación de todos los debates políticos de la primera mitad del siglo XX» (Santos Juliá, 1998), «la culminación de una serie de accidentadas luchas entre las fuerzas de la reforma y las de la reacción» (Paul Preston, 2000) o ni una «gesta heroica ni una locura trágica» (Enrique Moradiellos, 2003).

    Semejante barbarie ha propiciado una enorme producción bibliográfica, ensayística y literaria, como no podía ser de otra manera. La hispanista Helen Graham calculó en más de 20 000 libros los escritos sobre la Guerra Civil. Hoy, muchísimos pueblos españoles tienen publicada su particular monografía sobre aquel trienio terrible y no es descabellado pensar que lleguemos al centenario del conflicto, en 2036, con 50 000 libros. Todos ellos necesarios porque, entre otras muchas características, la guerra que, sin comérselo ni bebérselo, se tragaron 25 millones de españoles fue muy provinciana, especialmente donde no se impusieron los militares rebeldes. También aprendimos gracias a Ronald Fraser que es mucho más recomendable padecer la guerra en un lugar pequeño, donde los fascistas han compartido sin remedio equipo de fútbol con los comunistas, que allá donde nadie se conoce. El mismo historiador inglés, autor del clásico Recuérdalo tú y recuérdalo a otros, historia oral de la Guerra Civil española (1979) nos descubrió el concepto de «lealtad geográfica», es decir, levantar el puño o levantar el brazo por razones de mera supervivencia.

    La guerra creó dos grupos «culpables» en cada zona (curas y burgueses en zona republicana y obreros e intelectuales con carné de sindicato o partido de izquierdas en la parte rebelde). Hubo infinidad de víctimas inofensivas —cuando se asesina a un anciano—, víctimas incidentales —estar en el lugar equivocado— y, desde luego, una exhibición de crueldad por todas partes, siempre por parte de señores —y alguna señora— de la guerra, de manera que nos encontramos en cualquier lugar a delatores, torturadores y auténticos criminales de guerra. Pocos en número, pero presentes en todas partes. Como explicó Helen Graham, «formas ritualizadas de violencia con un componente inherentemente religioso en la violencia anticlerical y, en definitiva, una matanza de civiles a manos de otros civiles». Hasta un poeta como José María Pemán utilizó el término exterminio para los «enemigos de España» en agosto de 1936. Ellos fueron los «nacionales», con lo que los otros dejaban de ser hasta españoles. El historiador italiano Gabriele Ranzato se refirió a los «baños de sangre» o a las «espantosas masacres» como las víctimas de Madrid (8815), Sevilla (8000), Zaragoza (6029), Huelva (5455), Granada (5048) y así hasta cualquier lugar de la geografía española.

    Uno de los más prestigiosos historiadores europeos de nuestro tiempo, Antony Beevor, distinguía de esta manera las represiones de ambos bandos. Así, respecto a la España republicana:

    «Las características fundamentales de la violencia en la zona republicana fueron el descontrol, la corta duración del proceso y la casi inmediata intervención de las autoridades republicanas y de los dirigentes de los partidos para intentar detener la locura homicida. El grueso de las matanzas descontroladas tuvo lugar en los meses de agosto y septiembre, para desaparecer casi por completo a principios de 1937, cuando la violencia legal se impuso al terror caliente (…) En total, el número de víctimas del terror en zona republicana durante el golpe de Estado y la guerra civil sería de unas 38 000 personas, casi la mitad de ellas asesinadas en Madrid (8815) y Cataluña (8352) durante el verano y el otoño de 1936 (…) comprender el papel que desempeñó la represión no es tanto el número exacto o aproximado de las víctimas como su naturaleza, radicalmente distinta en cada bando».

    Y la naturaleza de la represión en el territorio ocupado por los rebeldes:

    «La naturaleza de la represión nacional no tuvo nada que ver con la de la violencia en zona republicana. En primer lugar, hay que tener presente que la idea de hacer limpieza formaba parte de los planes golpistas (…). Lo expresó muy bien uno de los jefes de prensa de Franco, el capitán Gonzalo de Aguilera, en la entrevista que le hizo el periodista norteamericano John Whitaker; hay que matar, matar y matar a todos los rojos, exterminar un tercio de la población masculina y limpiar el país de proletarios. Es decir, que la represión que llevaron a cabo los nacionales no fue tanto consecuencia de los enfrentamientos como uno de los requisitos del golpe de Estado (…) la represión franquista durante la guerra y la posguerra podría situarse alrededor de las 200 000 víctimas, cifra que no desacreditaría de todos los cálculos del general Gonzalo Queipo de Llano y Sierra, cuando juró por mi palabra de honor y de caballero que por cada víctima que hagáis, he de hacer lo menos diez».

    Con palabras de Santos Juliá (1999): «Lo que ocurrió fue desde luego lucha de clases por las armas, en la que alguien podía morir por cubrirse la cabeza con un sombrero o calzarse con alpargatas los pies, pero no fue en menor medida guerra de religión, de nacionalismos enfrentados, guerra entre dictadura militar y democracia republicana, entre revolución y contrarrevolución, entre fascismo y comunismo».

    Enrique Moradiellos, autor de una de las mejores síntesis sobre la guerra, resaltó la importancia de «las tres erres» políticas que dominaron la Europa de entreguerras entre 1919 y 1939, con tres grandes proyectos políticos: reformista, revolucionario y reaccionario.

    En definitiva, unos pocos españoles tomaron el peor camino posible y llevaron a todo un pueblo al mayor de los desastres. Y no era la única solución posible. Al mismo tiempo, en Francia, con un gobierno de Frente Popular y con un socialista —y judío— al frente, Léon Blum, la izquierda y la derecha francesas, a través de organizaciones patronales y obreras, firmaron un pacto en agosto de 1936, los célebres Acuerdos de Matignon, similares a los que en España se firmaron con los llamados Pactos de la Moncloa, solo que en 1977. Por eso produce perplejidad que en nuestros días siga habiendo españoles que sigan considerando inevitable aquella guerra. Como una pequeña contrariedad que nos evitó mayores desastres. Así que seguimos viviendo en un país agrío, cainita y desagradable, donde la política amable sigue siendo una quimera.

    2. La novela de Manuel García Melero

    Dicho lo anterior, es un placer prologar la novela que Manuel García Melero ha escrito sobre la Guerra Civil y sobre la batalla del Ebro, una de las humanamente más brutales de la contienda. A mi amigo Manu lo conozco desde hace años y es un escritor por encima de cualquier otra circunstancia. Siendo un autor joven, convencido estoy que no dejará de escribir mientras viva. Y a su manera, la más recomendable de todas: leyendo, o devorando más bien, la bibliografía más amplia y selecta en relación al tema escogido (para esta novela, por ejemplo, Paul Preston, Gabriel Jackson, Antony Beevor, Jorge M. Reverte, Gerald Brenan, por citar solo las lecturas esenciales). Y recorriendo previamente los lugares por donde transcurre un relato de enfrentamientos bélicos.

    Como es característico de su producción literaria, Una noche el río pasó es una novela coral con docenas de protagonistas absolutamente verosímiles que se cruzan una y otra vez a lo largo de la trama. Esta novela es, además, especialmente relevante para Manuel García Melero porque la llevaba pensada desde el mismo momento en que comenzó a escribir, por lo que ha cumplido su más importante deseo literario. El lector se encontrará con un sinfín de personajes reales (Casares Quiroga, Azaña, Franco, Queipo de Llano, Fal Conde, Companys, Mola, Yagüe, Carmen Polo —de visita a Elche—, Líster, Durruti, Negrín y un largo etcétera). Igualmente, se describen con sentido común y con precisión de historiador, sucesos como los asesinatos del teniente Castillo y de José Calvo Sotelo, los bombardeos de Madrid, el mayo de 1937 en Barcelona, el «paz, piedad y perdón» de Azaña o los 13 puntos de Negrín, por citar solo los más relevantes.

    Una novela sobre la batalla del Ebro, pasajes de la Guerra Civil, algunos de los episodios que la desencadenaron y otros sobre sus consecuencias que trasciende la lucha de bandos que significó para ilustrarnos sobre las diversas tipologías de personas que en ella se vieron envueltos: desde militares a pobres críos, pasando por los llamados moros de Franco, revolucionarios entusiastas, liberales convencidos, pobres diablos que se vieron inmersos en una situación que les sobrepasó, intervencionismo nazi y fascista, las Brigadas Internacionales… Relaciones de amor prohibido, los traumas causados por los horrores de la guerra, deserciones, venganzas personales, persecuciones, ignorancia, ignominia, vencedores y vencidos, el papel de la mujer, la intolerancia y, sobre todo, la sensación de que estos episodios de nuestra historia contemporánea han dejado una honda y terrible herida que nos está costando cerrar y no hacen del todo inverosímil que alguna vez estos hechos se puedan volver, desgraciadamente, a repetir. Todo ello traído con el máximo rigor histórico y con una sensibilidad que no dejará indiferente al lector.

    Soy consciente del inmenso esfuerzo de documentación que ha realizado el autor, su decencia a la hora de interpretar hechos históricos complejos y su capacidad para construir un relato, más bien una inteligente reflexión histórica, sobre un tiempo maldito. Tratándose de un joven licenciado en Derecho nacido en 1979 en Elche, no me cabe otra cosa que felicitarle, desearle mucha suerte y, sobre todo, el disfrute de una vocación imperecedera.

    AGRADECIMIENTOS

    Esta obra jamás hubiese sido posible sin que se hubiesen producido dos fenómenos casuales, ¿causales?, que incitaron su desarrollo y su final consecución: el regalo que un día me hizo mi mujer de un libro sobre documentos de la Guerra Civil en el que me llamó poderosamente la atención el desarrollo de esta increíble y determinante batalla y el órdago que lanzó mi hermana María Teresa de a ver si algún día era capaz de escribir algo relacionado con este nuestro conflicto que no fuera excesivamente tendencioso y se me vieran mis colorados colores. La primera centró mi ámbito de actuación y mi estudio sobre este episodio tan apasionante y tan emotivo de nuestra contemporánea historia, la segunda me lanzó un reto que no sé si he conseguido superar, pues al final uno es lo que es y difícilmente eso se puede, ni se quiere, evitar. Vaya mi primer agradecimiento hacia ellas, quienes, además, han sido las primeras en tener acceso a la obra y me han ayudado a darle forma y corregir algunos de los errores que contenía.

    Gracias a Miguel A. López Morales, quien me puso tras la pista de los moros de Franco y con el que he aprendido tanto sobre las Guerras de África y su importancia decisiva en el conflicto fratricida que se libró en nuestro país entre 1936 y 1939. Gracias también por acompañarme en toda esta locura, en el espacio y en el tiempo. Compañero, amigo, nos vemos pronto en el Rif.

    Gracias por la supervisión de los detalles históricos, por las anécdotas de Carmen Polo en Elche, por darme acceso a los archivos, por su amistad y por todo el material aportado a Miguel Ors Montenegro y a nuestro amigo común Antonio Ripoll. Con ellos y con su aliento todo ha sido mucho más sencillo.

    Gracias a Eduardo Boix por su enorme apoyo en mi aventura literaria. No te merezco, Edu…

    Gracias, siempre, a mis padres, porque sin todo lo que ellos han luchado y lo que se han sacrificado por mí y por darme una educación, nada de esto hubiese sido posible. Ellos también fueron protagonistas de la Posguerra y tuvieron que luchar mucho para salir adelante.

    Especial agradecimiento a Pedro Sanz, del espacio La Trinxera en Corbera d’Ebre, que nos enseñó, en el viaje que realizamos Miguel Morales y yo a las zonas de la Batalla en octubre de 2020, todo el material del que allí dispone y nos contó una y mil anécdotas de todo lo que aconteció en aquellas tierras más de ochenta años atrás, abriéndome un abanico de posibilidades e ideas que han sido, de algún modo, plasmadas en estas páginas.

    Muchísimas gracias a José Domínguez y a todos los visitantes y seguidores de la página tetuanrecuerdos.webcindario.com, quien me proporcionó una serie de datos de la capital del Protectorado Español en Marruecos que me permitieron ambientar algunos de los sucesos que se producen en esa localidad. Va aquí mi prometida y merecida mención.

    Gracias Yolanda por tus traducciones al zuriqués, por todo lo que me ayudaste a situar a Joan Martí y por ponerme en contacto con Miguel Soto Reverté y su esposa Merche, a los que también quiero agradecer su participación en este libro y el recibimiento que nos dieron a Miguel Morales y servidor en su casa de Denia el pasado mes de septiembre de 2021.

    Gracias a todos aquellos que me habéis animado en esta aventura. Os he sentido como nunca: Pascual Candela, Jorge Company, Álex Arrazola, Luís Pérez Bernad, Pedro Medina, José Javier Pérez (Pepote), Álex García Fisio, Alfonso Lorente, Ángel Cruz (mi medio hermano), Antonio Hernández, Andrés Bru, Benja Ugeda, Carlos, Cristian 5.0, Curro, Daniel García, Daniel Martínez, Diego Miralles, Enrique Martínez, Felipe Martínez, Iván Ortega, José David Muñoz, José Manuel Rodríguez (Carrús forever), José Hernández, Juan Carlos Mago J, Juan Morales, Primico JuanCar, Luís Aranda (espero que nos enseñes el Rif), mi cuñado sevillano Manu, Marc Ferrer, Mariano Sempere, José Miguel Masanet (espero haber estado a la altura, camarada), Matías Martín, Miguel Muñoz, Profe Miguelón, Mike Manitas, Tonio Morales, Octavio, Pedro Vidal, Pepe Miras KMF, al Perla (José Manuel), al alcalde de Albatera (Quinto), Sergio Orts, Samuel Maciá, a mi suegro Vicente, a mi cuñado Vicente, a mi cuñado José Luís, Tóbal, primo Tomás Melero, Toni Clement, Valentín García, sobrinos Christian y Joaquín…

    Quiero dedicar la parte III de esta novela a todas las mujeres, sin excepción, y especialmente a todas aquellas que, de una u otra manera, habéis formado parte de mi vida, pues de todas vosotras he tenido la oportunidad, el orgullo y el placer de aprender todo lo bueno que sé. Espero seguir haciéndolo durante muchísimos años. Muchas gracias a todas: a mis señoritas Maribel, Carmen, Susi, Asun, a mis maestras Rosario, Lola, María José (DEP), Manuela, Hortensia, a mis profesoras de la Universidad, a Silvia, María, Elisabeth, Laura, Eva María, Trini, Marigel, Andrea, Casi, Nadia, Rocío, Olga, Irene, Vicky, Rosario, Vanesa, Reme, Noemí, Lourdes, Mari Carmen, Natalia, Pilar, Erika, Pilar Nuria, Xandra, Ana, Ángela, Lidia, Inma, Liber, Noelia, Aure, Toñi, Manoli, Loles, Charo, Chispa, Conchi, Cristina, Cris, María José, Eliane, Enya, Esther, Gema, Nena, Loli, María José, Mari, Mónica, Pascualita, Esmeralda, Susi, Ángeles, Elvira, Aurelia, a mis cuñadas Yolanda y Celia, a mis sobrinas Lucía y Sofía, a mi suegra Amparo, a mis hermanas Mercedes y María Teresa y muy especial y sentidamente a las cuatro mujeres más importantes de mi vida, de las que llevo aprendiendo más de cuarenta años y los que me quedan…: mi madre, Mercedes Melero; mi mujer, Silvia Alejandra; y mis dos hijas, Alejandra y Helena.

    PARTE I

    EL BANDO NACIONAL

    LIBRO 1

    INTRODUCCIÓN

    PARTE I: EL BANDO NACIONAL

    LIBRO 1: INTRODUCCIÓN

    Barcelona, 13 de julio de 1936

    La tarde comienza a languidecer sobre la Ciudad Condal y el calor se hace bastante más soportable. Las tímidas y dispersas nubes no amenazan la fuerte tormenta que se está comenzando a desatar sobre el país. Ricard Freixa se adentra en Rambla de Catalunya encaminándose hacia su habitual cita de los lunes, que en este día ha quedado fijada de unos meses para acá. Pero nada parece normal. Nervioso va mirando a uno y otro lado de la calle. Se siente observado, aunque realmente cada cual va a lo suyo. Todo el mundo conoce ya la noticia y el que más y el que menos se teme lo peor. Va por la acera, elegante como siempre con su traje beige de lino y su camisa del mismo material perfectamente planchada y con los cuellos y las mangas recién almidonadas. Hoy lleva unos sencillos zapatos de dos colores, a juego con el atuendo, bien lustrados, de los que no podrían permitirse la gran mayoría de los barceloneses con los que se va cruzando. En sentido contrario un grupo de obreros se va acercando. No puede evitar que se le forme un nudo en el estómago al ver que uno de ellos lleva un pañuelo con los colores de la CNT anudado a la muñeca y a otro le sobresale del cinto la culata de un revólver. Va tan embotado que ni capacidad tiene para plantearse el volver sobre sus pasos. Además, sería un gran error porque seguramente llamaría su atención. Ni siquiera se atreve a bajarse el ala del sombrero para ocultar ligeramente su rostro. Afortunadamente pasan de largo y ni se fijan en él. Esos hijos de puta se han pasado, hostia. ¡Se han pasado! Se siente aliviado, aunque todavía le dura la flojera en las piernas. Gracias a Dios el momento no le ha provocado exceso de sudoración y los efectos del Acqua di Parma que tanto embriagaba, como una vez le reconoció el hombre con el que ahora se iba a ver, no se habían visto afectados. No obstante, no iba a ser esta una velada normal. Hoy no llevaba su bloc de notas ni su estilográfica, ni ningún libro nuevo de poemas para comentar. Apenas se encuentra a unos metros de su destino y no se ha dado ni cuenta de que él ya le espera allí con su habitual sonrisa, sus pantalones ajados, sus botas de trabajo raídas y con las punteras golpeadas, su tosca camisa de manga corta y su boina gris, que suele llevar tanto en invierno como en verano.

    Joan Martí espera a la puerta del Zúrich la llegada de su amigo. Normalmente suele ser al revés, ya que tiene que pasar por su casa después del trabajo y adecentarse un poco para coger luego el tranvía que le lleva desde Roquetes hasta allí. Pero hoy todo es muy convulso y les han dejado salir antes de la fábrica por miedo a nuevos disturbios, cada vez más frecuentes, al encararse los del sindicato con uno de los patronos. No se han enzarzado de milagro y afortunadamente ni la seguridad ni la policía han tenido que intervenir. En el ambiente se respira sed de revanchismo y el odio se podría cortar entre determinados cruces de miradas. Al fondo aparece la silueta inconfundible de Ricard, con ese porte tan varonil y ese traje claro impecable que resalta el canela bronceado de su evocadora piel. Viene como atribulado, pues ni siquiera atiende a los sutiles aspavientos con los que Joan trata de llamar su atención a modo de saludo.

    El ambiente es muy concurrido en el entorno de la Plaza de Catalunya. Numerosos corrillos de hombres de toda clase fumando se arremolinan a un lado y al otro de la confluencia de las principales calles de la ciudad y dentro de la propia glorieta y alrededores de sus fuentes. Más que un lunes estival cualquiera, parece un día grande. Tampoco el tráfico, superior al habitual en estas fechas, es demasiado normal. Dos hombres de muy distinto estrato social se encuentran a las puertas del Café Zúrich y se saludan efusivamente. Parece como si no se hubiesen visto en años, aunque tan solo ha pasado una semana desde el último encuentro. El que luce el traje conduce al otro al interior, donde se va a sentir más seguro. Ninguno de los dos ha prestado atención al bullicio que unos metros más allá se ha unido a todo el furor vespertino de este cruce de caminos cuando han apostado allí mismo un gran paquete de diarios recién impresos que un niño ataviado con pantalones cortos, camisa de cuadros y zapatos con las suelas despegadas ha comenzado a repartir voz en cuello:

    —¡Extra, extra! ¡Asesinato en Madrid, asesinato en Madrid!

    Apenas se habían sentado los dos a la mesa y ya salía el chiquillo con las arcas llenas. Los diarios se habían esfumado y en todos los corrillos se hundían las cabezas en busca de las primeras noticias, reacciones y opiniones acerca del gran acontecimiento que marcaba la jornada.

    La actitud de Ricard desconcertó a Joan, aunque bien cierto era que no se respiraba la tranquilidad de otras veces en la terraza y seguramente era por eso que le había empujado hacia el interior del café. No, no era eso, o al menos no solo eso. Su amigo estaba alterado, con algo dentro que debía soltar. Se lo había notado desde que se habían saludado hacía tan solo unos segundos y le había visto los ojos brillar mientras se miraban fijamente y le apretaba los hombros con más fuerza de lo habitual. A estas alturas estaba claro que no iban a discutir sobre la poesía de Josep Carner y Juan Ramón Jiménez, tal y como habían quedado el lunes anterior tras desgranar a Joaquim Ruyra y Joan Maragall. Tampoco Joan llevaba su libreta y su lápiz para tomar notas.

    Los dos acababan de dejar sus sombreros sobre la mesa. Sus pelos brillaban por motivos bien distintos: el negro pelo de Ricard, echado hacia atrás, por el fijador y el castaño caramelizado de Joan por una cierta acumulación de grasa y suciedad, ya que no estaba a su alcance el lujo de poder lavarse el cabello todos los días.

    —Va, Ricard, ¿qué te pasa? —rompió el hielo el más joven de los dos muchachos mientras el otro miraba a un lado y al otro escudriñando el local con cierto agobio.

    —¡Hostias, Joan! ¿No estás al tanto de lo que ha pasado en Madrid?

    —¡Claro! No se habla de otra cosa hoy. La han liado buena los tuyos.

    —No me jodas. Esto se está poniendo feo.

    —¿Hemos venido a hablar hoy de política? —bromeó Joan, inquieto al ver el rostro desencajado de Ricard.

    —Me marcho —soltó a bocajarro el joven Freixa descolocando por completo a su interlocutor, que quedó absolutamente paralizado al comprobar que las bromas habían cesado súbitamente.

    —¡No puede ser! —protestó casi infantilmente mientras se le formaba un gran nudo en la garganta dificultándole el habla y la respiración.

    —Esto se está yendo de madre, Joan. Ya sabes la posición que ocupa mi padre y la relación que tiene con los carlistas y los círculos de poder de derechas tanto aquí en Barcelona como en otros lugares de España. Ha recibido amenazas y ahora sí que hay un temor real a que esto pase a mayores. Hay mucha tensión y esto va a explotar de un momento a otro.

    —¡Pero si el que luchó en esas guerras fue tu abuelo! —volvió a patalear.

    —Nos vamos a Navarra. Esta misma noche, en cuanto regrese a casa. Lo tenemos ya decidido. Allí mi padre tiene algunas propiedades y muchos contactos que le garantizan que en aquellos lares la situación está controlada para que podamos residir sin peligro. Estaremos más tranquilos y protegidos.

    La alegría con la que Joan había recibido a su amigo se tornaba en un hondo desazón. Le hubiese gustado discutir los razonamientos y darle a Ricard argumentos para que meditase la decisión con sus familiares, pero era consciente de que la realidad era muy convulsa y nada ni nadie estaba absolutamente a salvo bajo este clima de crispación que prometía saltar por los aires tras los acontecimientos de la madrugada pasada. El padre de Ricard, miembro de la alta burguesía financiera barcelonesa, de orígenes carlistas y, por ende, monárquico, ultracatólico y marcadamente conservador, además de ser uno de los promotores del semanario Reacción y de financiar directamente al grupo de requetés de Montserrat, del que formaba parte el amigo de su hijo, Ferran, y que ya estaba predispuesto para la guerra tal y como había anunciado el propio Fal Conde, era un blanco perfecto para posibles represalias de los cada vez más organizados y preparados para la acción grupos paramilitares anarquistas y comunistas. Ya había sido amenazado en varias ocasiones y era uno de los muchos blancos sobre los que se situaban los puntos de mira de las cada vez más inmediatas escaramuzas que se estaban preparando. Joan, miembro activo del Partido Socialista de Catalunya, bien sabía que esto era así y que el nombre de Julián Freixa había pasado, sobrecogiéndole el ánimo y el espíritu, varias veces por sus manos. Sin duda Navarra era una plaza más segura que el hervidero en el que se estaba convirtiendo Barcelona. Sobre la mesa los dos cafés con leche intactos habían dejado de humear. Por los ventanales del Zúrich se veía un continuo transitar de viandantes. La gente sentada a las mesas de la terraza, incluidos el grupo de atletas estadounidenses que habían venido a participar en las Olimpiadas Populares, parecían ajenos a todo, a la hostilidad, al desasosiego y a la profunda angustia de dos jóvenes cuya obligada separación debilitaba sus corazones.

    —Quédate aquí conmigo. —Joan Martí hacía este ofrecimiento sincero tras una breve meditación en los segundos que habían quedado en silencio y en contra de lo que muchas veces habían hablado y dado por asumido que terminaría por suceder—. Yo puedo protegerte.

    Las manos de Ricard se deslizan sutilmente por la mesa al encuentro de las del otro muchacho. Afortunadamente nadie está pendiente de la escena, absortos en sus conversaciones y sus cuitas, quedando esta en el ámbito exclusivo de los jóvenes. Fluye un sentimiento puro entre los dos. La suave y cuidada piel aterciopelada del burgués se posa sobre la nudosa y trabajada del obrero. A pesar de esos pequeños matices que provocan hondos abismos en el mundo, el calor que desprenden los cuerpos y la aceleración con la que los corazones celebran el momento y ese hormigueo que recorre las columnas vertebrales de los actores es prácticamente idéntico. Ricard mira hacia el techo para tratar de evitar que las lágrimas le resbalen por la cara, se muerde el labio y suspira profundamente hasta que sus ojos se encuentran con los de un Joan que le mira fijamente esperando en vano la respuesta que él desea oír, organizando fugazmente en su cabeza cómo podría ser todo si pudieran estar juntos para siempre.

    —No puede ser, Joan. —Le suelta suavemente las manos tras apretárselas con fuerza y a la vez con la máxima ternura—. Yo no soy como tú. No estoy integrado en la política, ni creo que lo esté nunca, pero no soy capaz de renunciar a lo que soy, a mis lujos, a mis trajes, a mis cuidados, a mi posición… Sé que contigo estaría bien, pero hasta cuándo podría aguantar el clandestinaje, a quiénes tendría que convencer de ser lo que no soy. No, querido amigo, está decidido, muy a mi pesar. Algo muy gordo se está cerniendo sobre este país y puede que sea inminente. Tú sabes que en esta ciudad ya no estamos seguros.

    —¿Por qué dices eso? ¿Sabes alguna cosa? —De repente el muchacho dio un respingo y no pudo evitar adoptar una actitud despierta e inquisitiva propia de su activismo.

    —Joan, por favor, he venido a despedirme de ti. No juegues conmigo a los comisarios políticos.

    —Tienes razón, Ricard. Lo siento.

    —No hace falta —prosiguió— que te diga que lo de Castillo tendrá consecuencias más pronto que tarde y que en el ambiente se huele que nadie quiere quedarse de brazos cruzados. Los bandos ya están configurados, solo falta esperar a que alguno dé el paso definitivo.

    El joven burgués hace una señal al camarero y deposita una cantidad de dinero más que suficiente encima de la mesa para dar cuenta de las consumiciones. Los dos jóvenes recogen sus sombreros y se ponen en pie en disposición de abandonar el café. Todavía el obrero trata, en un último intento, de disuadir al amigo:

    —Sabes que yo te protegería, que conmigo no sufrirías ningún daño…

    —Joan. —Le pone la mano en el hombro y le mira con cierta compasión—. Eso es algo que no puedes prometer. Algún día podrían ordenarte que fueses contra mí por mi condición y no podrías negarte sin salir muy perjudicado, y lo sabes. Esto funciona así en tu mundo y en el mío.

    —Sería incapaz de hacerte daño. —Le temblaba el labio inferior y una neblina acuosa le enturbiaba la vista. Se limpió la cara con el antebrazo y aquellas dos almas rotas fueron saliendo del local.

    —Si tienes algún modo de escribirme sin comprometerte, sabes dónde encontrarme.

    —Nos buscamos en cuanto todo esto pase.

    —Suerte, amigo.

    Joan se queda mirando la silueta de Ricard, que se va alejando por donde vino, hasta que desaparece. Este no se dará la vuelta en ningún momento porque quiere recordar a su amigo con la última sonrisa que le esbozó al despedirse y porque no quiere que vea como un reguero de lágrimas surca su rostro. En tan solo un par de horas, con todo listo y preparado, y la noche comenzando a acechar sobre la Ciudad Condal, partirá rumbo a Navarra junto a su familia. Con el mayor de los sigilos su padre ha empacado las pertenencias de más valor y los enseres personales y los ha mandado en un par de camiones al destino a media tarde. Tras una cena frugal han ido descendiendo uno a uno, con pausas entre ellos de un par de minutos para tratar de no llamar demasiado la atención entre el vecindario, y se han ido subiendo a la furgoneta que les ha prestado un conocido empresario para viajar más desapercibidos. Será un largo e incómodo desplazamiento, con la fortuna de no toparse con ningún control que les arruinase la huida, pero los Freixa se pondrán a salvo de lo que ya llega de manera inexorable e imparable.

    Al día siguiente la noticia escampa como la pólvora: un nuevo asesinato en Madrid se convierte en una respuesta que acelera el movimiento de los engranajes de una maquinaria que ya está absolutamente engrasada y lista para la acción. Nuevos disturbios en la fábrica acortan la jornada laboral de Joan, que aprovecha para pasar por el domicilio ya vacío de Ricard. Cuando llega respira aliviado y, a pesar de su reconocido y sincero ateísmo, mira al cielo agradecido. La puerta es un reguero de astillas, lo poco que queda de la vivienda está patas arriba. En las paredes consignas, símbolos de la CNT y amenazas e insultos contra los Freixa, los terratenientes y las clases burguesas y acomodadas. Han desvalijado y saqueado todo. El muchacho abandona el lugar cuando cree oír algunas voces y risotadas que parecen provenir del interior. Barcelona y el resto de las grandes ciudades españolas comienzan a echar humo y, en cierto modo, a levantar las primeras trincheras. Joan Martí emprende el camino hacia su hogar. Algo dentro de sí le dice que Ricard está a salvo y que ya habrá llegado a su destino. A pesar de su incredulidad, vuelve a mirar al cielo y piensa: Así sea.

    Dar el Kebdani, Cabila de Beni Said, Protectorado

    Español de Marruecos, 26 de julio de 1936

    El joven muchacho maldecía bajo el abrasador sol de justicia la dureza de una tierra que parecía cada vez más yerma. La azada prácticamente rebotaba contra el suelo. Llevaban ya buen rato cayendo sobre la compacta superficie sus enormes gotas de sudor, rápidamente absorbidas por un terreno absolutamente necesitado, desolado y devastado por los dos anteriores años de sequía y lo que parecía se iba a convertir en un tercer azote complicado de digerir para la población rifeña. Aquel alfeñique desgarbado, largo y delgado como un espárrago, con la piel tostada, sin camiseta, pantalón corto atado a la cintura con un no menos andrajoso cordel y babuchas de cuero desgastadas, su más preciado tesoro, se mostraba no obstante hábil y resistente con la herramienta y su inquebrantable y frío rostro no daba apenas muestra de cansancio pese al ya largo rato, ni más ni menos que desde el primer rezo, que llevaba allí luchando baldíamente contra los elementos. A tan solo unos metros, ahora a sus espaldas, la casa, tosca construcción de piedras, adobe y vigas de madera con techo precario que años atrás ayudara a concluir junto a su tío y que han tenido que apuntalar y remodelar en varias ocasiones para que no se les venga encima. Sentada junto a la puerta, sobre el ancho escalón natural formado a la entrada, a la sombra de un toldo casero de palmas secas elaborado por su propio hijo, la madre, moviendo su tronco hacia adelante y hacia atrás. A un costado de la construcción el abrevadero de la mula, el valor más preciado de la familia, al igual que el chico, de carnes secas y aspecto endeble, pero fuerte y tozuda cual las de su condición. Ni el animal ni el cada vez más anciano tío se encuentran ahora mismo en la choza, pues han acudido al pueblo a tratar de vender algunas de las pocas pertenencias con algo de valor que les quedan. Han sobrevivido medianamente bien hasta ahora, pero la pequeña fortuna del viejo se ha ido agotando y ya apenas se cosecha nada en estas tierras, ya de por sí pobres, como sus habitantes, acuciadas ahora con severidad por el clima.

    La madre clava la mirada en la lejana columna de polvo que parece acercarse y comienza a emitir sonidos guturales hasta que capta la atención del chaval. Es de lo poco que puede hacer esta desgraciada que no articula palabra y apenas solo puede mover algunos miembros de su cuerpo y dar pequeños y torpes paseos de vez en cuando. Un leve movimiento de cuello cuando el joven se percata y dirige su mirada hacia ella es suficiente para hacerle girarse hacia la nube que efectivamente se acerca a una buena velocidad. Obviamente no es el hermano de su padre, pues la mula jamás alcanzó esos bríos. Son tres hombres a caballo. Una vez más cerca comprueba que dos de ellos van armados, lo que hace que su corazón palpite frenéticamente y viejos recuerdos acudan a su mente. La madre se mantiene tranquila. No podrá expresarlo, pero cualquier cosa que se traigan entre manos esos tres no podrá ser peor de lo que ya pesa sobre sus hombros. Ya están aquí. Los dos hombres armados se quedan unos metros atrás, a la defensiva, y el que se adelanta es el mayor de los tres. El chico se ha acercado a la puerta y ahora está próximo a la madre. Es un venerable señor bien vestido con chilaba y turbante blancos inmaculados y una perfectamente cuidada barba que cubre su rostro serio de mirada triste. Sobre el pecho algunas medallas y distinciones que llaman la atención del chaval.

    Salam Aleikum, honorable familia —saludó con voz clara y profunda desde lo alto de su blanco corcel en árabe para luego continuar en la lengua bereber, actualmente conocida como tamazigh tarifit, la lengua de los habitantes de un Rif que todavía no había sido demasiado arabizado.

    Aleikum Salam. —El muchacho supo responder en árabe, siendo esta fórmula, algunas palabras más y frases sueltas oídas a su tío de la lectura del Corán y de algunos formalismos del rezo de lo poco que conocía de esa lengua. Ahora ya no se encontraba nervioso. La curiosidad de la visita había adquirido más peso, pues intuía saber ante quien estaba y jamás había estado tan cerca de persona de tan alta dignidad, ni sabía exactamente qué podría hacer tan venerable sujeto en tan insignificante lugar.

    —Joven y bravo soldado de Allah —comenzó zalamero su discurso aquel hombre poderoso de verbo fácil y firme determinación, a pesar de su carácter cohibido²—. ¿Sabes quién soy?

    —Sí, señor. —El chico, que había mantenido la cabeza gacha desde que se saludaron, la alzó, ahora nuevamente inquieto, no por estar preocupado por la situación, sino por no saber bien cómo comportarse correctamente en estos casos, para responder con ciertas dudas—. Es usted el soberano caíd de nuestras tierras Amar Uchen.

    El joven había oído hablar del caíd de Beni Said a su tío, el cual se refería a él como el magnífico, el omnipotente, el enviado de Allah, el magnánimo o el extraordinario. Al ver a aquel hombre vestido de un blanco impoluto encima de aquel majestuoso animal, recordó estos epítetos de su tío y, acertando de pleno, no fue capaz de pensar que la persona que tenía ante él pudiese ser otra. El distinguido hombre sonrió complacido, orgulloso de que la gente de su cabila le reconociese a su paso, mostrándole respeto y rindiéndole pleitesía. Sin bajar del caballo continuó con lo que había venido a hacer con la máxima premura. Ejerciendo de líder tribal, haciéndose cargo temporalmente de la tarea encomendada por sus nuevos superiores y probándose en su faceta de influyente caíd, casualmente, había visto a lo lejos esta humilde hacienda y había decidido acercarse a cumplir personalmente las órdenes de reclutar a cuantos hombres en edad de luchar pudiese aportar a la causa y que en menos de un año le agradecerán incrementando la extensión de sus dominios a las cabilas de Beni Ulichek, Tafersit y Beni Tuzin nombrándole caíd coiad (caíd de caídes). Sería el pago a la leva de mil novecientas unidades de su cabila para el glorioso Movimiento Nacional, una de las cuales ahora mismo tenía frente a sí:

    —¿Viven más hombres jóvenes en este lugar?

    —Solo mi tío, señor, pero ya es anciano.

    —¿Qué edad tiene?

    —No sé bien, pero debe de rondar los setenta años.

    Demasiado mayor, pensaría el caíd, quien procuraba no reclutar a hombres de más de cuarenta y cinco o cincuenta años. El chico además parecía débil, con las carnes pegadas a los huesos y la espalda ligeramente encorvada. Pero toda pieza hace pared y estos hijos de Allah deberán sacrificarse para que los más fuertes liquiden a cuantos más mejor.

    —¿A quién corresponde esta hacienda?

    —A mi tío Ahmed el Yamiq.

    No hizo el caíd mención al tío, cuyo nombre no le dijo absolutamente nada.

    —Y tú, muchacho, ¿cómo te llamas?

    —Abdel, hijo de Youssef de Ajdir, mi señor.

    —Bien, querido Abdel, el valiente y aguerrido siervo de mis tierras, nuestro pueblo está en guerra contra el infiel, hijo mío. Necesita de gente como tú para luchar y acabar con las hordas de rojos españoles que amenazan con destruirnos y atacan sin piedad nuestra fe, alabado sea Allah.

    El muchacho no entendió mucho lo que acababa de predicarle aquel hombre cuya figura imponía encima de aquel enorme animal. Había entendido lo de la guerra y que había que luchar. La palabra españoles había provocado en él que la sangre le corriera a toda velocidad por el cuerpo y la ira le brotase desde lo más profundo de su alma. Matar a esos españoles era algo con lo que soñaba desde niño y ahora ni más ni menos que el honorable caíd se presentaba allí ante él para elegirlo, ¡a él!, para la batalla. Lo que le había sonado raro era eso de rojos, tal vez era para aludir a ellos como satánicos o demoníacos. A él, infeliz analfabeto, pero cauto y listo, la cuestión de la fe hacía ya algunos años que se la traía al pairo, pues no era capaz de concebir que un ser tan bondadoso y sabio como Allah hubiese reservado un destino tan cruel para sí y para su familia. Cumplía con sus rezos y las costumbres, pero dejó de hablarse con Allah, sin importarle las consecuencias que ello pudiese traer cuando Este le llamase a rendir cuentas. No era el único por estas tierras que había puesto a Dios en un segundo plano. No le movía el temor al Único, pero lo de matar españoles sí que era un motivo suficiente para sacar de dentro de sí un caudal de energía que estaba dispuesto a poner al servicio de la causa, fuese cual fuese esta.

    —¿Guerra contra los españoles? —preguntó el muchacho como hipnotizado.

    —Sí, hijo. Contra esos demonios rojos que no respetan ni su propia fe y que quieren acabar con todos nosotros.

    —¡Esos cerdos españoles! —El chico apretó sus manos y rompió a llorar—. Arruinaron a mi familia, caíd. Mi madre enferma, mi padre muerto, mi hermana ultrajada y mi hermano también asesinado en Ajdir. Sí, mi señor, yo quiero vengar a mi pueblo y matar españoles con mis propias manos.

    Amar Uchen se percató de las motivaciones del chaval. No eran muy distintas a las de las gentes de las tierras del Rif: el odio al invasor y la extrema pobreza en la que se vivía, muy por encima de la motivación religiosa. Ya había lidiado con casos parecidos. Sabía que aquí el rencor y las ansias no provenían de la fe, sino por esas dos situaciones: el trágico trauma que habían sufrido durante, seguramente, las guerras del Rif y, a tenor de la edad que podía tener el chico y el lugar, Ajdir, a buen seguro que durante el maldito Desembarco de Alhucemas; y por otro lado, evidente y obviamente, razón principal que estaba motivando a buena parte de su gente, y que prometía convertirse también en algo catastrófico, la situación de absoluta pobreza y las lamentables condiciones en las que estaban viviendo y cuyo futuro se presagiaba, con un nuevo año seco y tortuoso, muy poco halagüeño. Así que tuvo claro por donde reconducir su discurso, algo que se le daba notablemente bien, para minimizar el tiempo de la visita y asegurarse la participación del muchacho en la leva:

    —Bien, hijo mío, con la bendición de Allah, nuestro Señor, tendrás la oportunidad de cumplir tu cometido. Allá en España hay dos tipos de españoles: los buenos y amigos que quieren al musulmán, lo protegen y lo respetan y los sucios rojos que han venido a nuestras tierras a ocuparlas, asesinar a nuestros hombres, violar a nuestras mujeres y sembrar la semilla del diablo en nuestro pueblo. ¿Comprendes?

    El caíd seguía mirando a ese infeliz apoyado en su azada y no estaba seguro si sin ella se hubiese podido siquiera mantener en pie. Comprobó que asentía y continuó:

    —Los buenos españoles, fiel Abdel, nos dan la oportunidad de vengar nuestras afrentas en una Guerra Santa contra el rojo infiel que no respeta ni su propia religión.

    Llegó a entender el chico que unos españoles estaban deseando eliminar a los otros. A él le hubiese gustado aniquilarlos a todos. En esto estaba la mente cavilándole cuando el caíd pronunció el discurso con las decisivas palabras mágicas:

    —Pagarán bien los servicios prestados. —El propio caudillo de Beni Said sabía que ahora era el momento para confirmar la leva del joven. Su gente llevaba sufriendo hambruna años y no había más que mirar esa casa desvencijada, las tierras secas y esa madre enferma e hijo famélicos y necesitados para tener una prueba de lo más fehaciente. Lo cierto es que, por diversos motivos, al gobernador de Beni Said esta guerra le venía como anillo al dedo—. Nos pondremos a sus órdenes para vengar los atropellos de esos rojos impíos. Mi buen soldado Abdel, Allah guarde siempre a tu familia y tenga bien acogido en su seno a los que ya no están, si te alistas tendrás una paga con un adelanto de los dos primeros meses, recibirás comida para dejar a los tuyos y te proveerán de vestimenta y plato diario.

    El joven miró al caíd y a los dos hombres de fuerte complexión que quedaban a su espalda, unos metros más atrás. Seguía sin entender del todo la situación. No comprendía lo de ponerse a las órdenes de unos españoles para matar a los otros, a los que el caudillo no dejaba de llamar rojos. Abdel se imaginó la terrible escena de Ajdir de hacía ya casi once años, con aquellos monstruos vestidos con trajes de cola carmesí y como todo, tierra, ropas, familia se iban impregnando de esa tonalidad: el color de la sangre derramada. Fueron unos segundos en los que el hombrecillo del caballo le miró con cierta curiosidad hasta que volvió en sí. Cualquiera le decía que no al caíd, y él no iba a hacerlo, obviamente, pero es que además la oferta era absolutamente irrechazable: la posibilidad de negarse y asumir las posibles consecuencias que, sumadas a la situación precaria que ya vivían, podían por terminar de ser absolutamente devastadoras, cosa que, por otro lado, ni tan siquiera se planteaba; o la opción de salir de esta cochambre, tener una paga fija, dejar algo de dinero y comida, aprender el oficio de la guerra y poder vengar la terrible afrenta de esos sucios españoles. Además, si el principal líder del territorio señalaba tan solo a esos que llamaba rojos, quién era él para cuestionarlo. Los otros, los buenos, prometían riquezas para su familia y la gente del Rif.

    —Estos no son los perros infieles que nos mancillaron, soldado Abdel. Además, en esta Yihad estarás acompañado de muchos hermanos musulmanes, de otros jóvenes de Beni Said e incluso de tu lugar original. Allí, en la tierra del infiel, podréis recuperar lo que ellos se llevaron de aquí y vengar a nuestras mujeres, ¿comprendes?

    El estómago del muchacho rugió. No era la ira, sino el hambre el que protestaba, la señal definitiva para aceptar la invitación. No obstante, el chico se volvió un instante hacia la madre, en señal de respeto a la familia y al recuerdo de la memoria del difunto padre, para que esta le otorgase su bendición. La madre, que no podía hablar, se había mantenido absolutamente quieta desde la llegada de los hombres, sin articular siquiera sonido alguno. Ahora en su rostro se dibujaba una mueca de desesperación. Estaba tratando de mover su barbilla hacia adelante para dar el consentimiento al hijo y con los ojos muy abiertos intentaba indicarle que no perdiese la oportunidad de salir de este miserable lugar, honrando a la familia luchando contra el infiel. Afortunadamente el hijo lo tenía claro y, aunque sin estar seguro del todo de que eso es lo que le estaba indicando su progenitora, así también él lo interpretó, de manera acertada.

    —¿Qué tengo que hacer, mi señor?

    El caíd solicitó la asistencia de uno de sus hombres, quien se acercó raudo y solícito a la llamada de su señor. Sacó un papel del zurrón y se lo extendió al muchacho:

    —Preséntate cuanto antes con este documento en el cuartel militar de Melilla. Allí preguntas por los alistamientos, indicas que eres de la cabila del caíd Amar Uchen de Beni Said y lo entregas. Te darán la formación y marcharás al frente a cumplir con el sagrado mandato de Allah, nuestro Dios, loado sea.

    —Así lo haré.

    —Que Allah te acompañe a ti y a tu familia, joven Abdel. —El dignatario se despedía así del joven con su misión bien cumplida.

    —Y al espíritu de nuestro gran caíd —respondió lleno de orgullo el muchacho.

    Apenas llevaban unos metros recorridos cuando el caíd, sin volverse en ningún momento hacia la cochambrosa morada, envió a uno de sus hombres, que sacó de su alforja unas viejas babuchas, mucho más presentables y enteras que las que llevaba Abdel, y se las lanzó a los pies. Sin decir nada, volvió a la altura de los otros dos hombres y emprendieron su camino a galope tendido.

    El muchacho se volvió hacia la madre, se acercó a ella y la tomó de las manos. A esta todavía le quedaban en ellas algo de fuerza para ejercer una tierna presión:

    —Madre, usted sabe que tengo que ir. —Al chico se le hizo un nudo en la garganta—. Aquí ya no nos queda futuro y es una oportunidad. Es luchar contra los bastardos que nos han destrozado la vida.

    A la mujer se le escapó una lágrima mientras asentía claramente con su pesada cabeza.

    —Usted se quedará aquí con el tío y yo mandaré el dinero que me paguen y todo lo que pueda conseguir allí en España.

    La madre negaba angustiada. Movía con toda su energía la cabeza en negación. Soltó las manos de su hijo y su cuerpo tembló de arriba abajo.

    —No puedo llevarla conmigo.

    La desvalida mujer le miró fijamente, suplicante. No hacía falta que dijese nada que, efectivamente, por otro lado, no podía decir. Ella había sufrido en sus propias carnes los atropellos de la guerra: había perdido a su marido y a dos hijos, se había visto obligada, sin posibilidad alguna de negación, dado su estado y porque tampoco hubiese tenido otra elección, dada su precaria situación, a ir a vivir con el hermano de su marido, quien aplicaba a su modo y conveniencia un levirato, que no era costumbre del lugar, con hijos de por medio, beneficiándose a esta mujer sin que ella pudiese oponerse o resistirse de manera alguna, había tenido que abandonar su tierra para venir a esta que, eso sí, era igual de rifeña e igual de nefasta que la anterior. Pero ahora la misma guerra podía devolverle parte de lo que le habían robado: la liberación de ese hombre con el que estaba unida por obligación y la posibilidad de un futuro para Abdel, quien podría salir de este lugar pobre y miserable. No lo podía decir, pero sus ojos, clavados en los del chico, lo decían absolutamente todo. El muchacho se levantó con lágrimas en los ojos:

    —¡No puedo!

    Y se marchó dentro de la casa a preparar algunas cosas. Esa misma noche partiría hacia Melilla.

    Abdel ya no regresó a sus tareas, nervioso y preparando la estrategia para huir de la destartalada casa de su tío, abandonar toda esa pobreza y dejar de lado a un hombre que siempre les había tratado con desprecio. El muchacho se para a recordar cómo, en las épocas mejores, que de bonanza tampoco se podría hablar, ese canalla de Ahmed sacaba barriga por su capacidad de mantener y sacar adelante a todos; en las duras y difíciles, como la que vivían en estos últimos años, maldiciendo como se esfumaba su escasa fortuna manteniendo a una inútil y a un gandul. El pobre Abdel se afanaba todo lo que podía en las tareas del hogar, de las que se encargaba supliendo a su madre desde que el hombre se los trajo para acá desde Ajdir hacía ya casi once años, del campo o acompañando al tío en algunas de sus visitas a los zocos de Nador, Melilla y alguna otra localidad o aldea de la zona, pero nunca era suficiente y jamás hubo para él una palabra de agradecimiento; su tío únicamente le exigía a más no poder, le insultaba y golpeaba tras el error o el simple capricho de ese malnacido, quien parecía ver en el muchacho una carga, a pesar de que sin él, y por el deterioro de las fuerzas con el paso de los años, hoy no podría hacer la mayoría de las cosas que en esta extraña y fortuita familia se hacen (cargar y descargar la mula, arar los campos, traer agua desde el pozo más cercano de Dar el Kebdani, perseguir en el zoco a los clientes para concluir el regateo…). Ese hombre no valoraba bien lo que tenía y ni mucho menos pensaba que lo iba a perder. Ahmed el Yamiq conocía, obviamente, los rumores de que el caíd estaba empezando a reclutar muchachos para no se sabía qué lucha contra no sé qué tipo de españoles que no estaban en el Rif, pero el chico, pensaba ilusamente el tío, alegaría el estado de la madre, la edad avanzada de su mentor o la escasez de predisposición física para el combate y todo quedaría exactamente igual por la magnanimidad de nuestro caíd, protegido sea por nuestro Señor Allah. Porque si bien Ahmed no tenía los setenta años que le había echado su sobrino, sí lo era que superaba los cincuenta, con un carácter cada vez más avinagrado e insoportable, además las arrugas y el castigo del duro sol y las áridas tierras del Rif le hacían parecer mayor, salvándole únicamente que todavía, y cada vez menos, su cuerpo se mantenía fuerte y tieso como para poder seguir atendiendo sus quehaceres, levantarse por las mañanas y acudir a los zocos a llevar las pocas pertenencias que aún le quedaban, algunas baratijas que había ido intercambiando y producto de contrabando que algunos contactos le proveían para vender de estraperlo a cambio de una interesante comisión. No sabía ese desgraciado hasta qué punto Abdel estaba cada vez más harto de la situación de ver como el tío se había apropiado de su madre sin que ella tuviese la opción de opinar, de no dejarle ir con él todas las veces que podría haberlo hecho para ir consiguiendo el traspaso paulatino del negocio familiar por su desconfianza, de aguantar su cada vez más repetido y arisco discurso al ver, según él decía, iban menguando sus caudales: Cada vez me cuesta más mantener a un gandul y a una inútil, eterno mantra repetido por ese gañán; hastiado de todo cuanto le rodeaba y con la terrible carga que suponía esa invalidez de la madre. ¿Qué hacer con ella? ¿Cómo dejarla allí con ese trozo de carne con ojos, bastardo?

    Cuando mediada la tarde regresó el tío del zoco, el sol comenzaba a descender. Ya era hora que esa mole de fuego dejase de castigar aquellas tierras con abrasivas temperaturas y diese algo de tregua a un campo que ya no daba abasto a mayor sequedad.

    —¿Todo bien? —le preguntó Abdel ayudándole a bajar de la mula y a descargar todas las cosas y algunas escasas vituallas.

    —¿No has hecho nada hoy, gandul, perro? —le saluda Ahmed tras mirar a su alrededor y ver la escasa zanja cavada por el chico y la azada allí plantada.

    —La tierra estaba muy dura, tío. Arreglé la casa, fui a por algo de agua y cuidé de madre.

    —¡Eres un gandul! Tú eres el que tendría que haber acabado como tu madre. —Afortunadamente hoy se quedaba ahí, pues otras veces añadía a sus hermanos o a su padre en esta o parecida frase.

    Después de unos frugales bocados y todavía más ligera conversación, el tío anunció que se marchaba a descansar:

    —¿Vienes conmigo? —le dijo a la mujer, allí apartada de la mesa de los hombres.

    —Déjeme, tío —le indicó Abdel con el corazón palpitando, pero con el temple suficiente como para no mostrarse nervioso—. Le doy algo de comer, le cuento una historia y ahora la llevo yo a acostar.

    —¿Te has vuelto orador? —A pesar de la impertinencia, afortunadamente el hombre hoy no estaba en condiciones de cumplir su papel de usurpador del lugar del hermano que había venido ejerciendo, cansado y sin ganas de hembra, y concedió—. Está bien. Pero no te acuestes tarde que mañana te vienes conmigo al zoco de Driouch. Saldremos después del primer rezo.

    —Gracias, tío. Allah sea contigo.

    Salió afuera a comprobar que las pocas pertenencias que había reunido, tan escasas que ni mirando a conciencia su tío las hubiese echado de menos, seguían escondidas en el pequeño recoveco de la parte posterior de la casa donde las había depositado y fue sigilosamente preparando la mula. Pasados unos minutos, y tras comprobar que Ahmed yacía profundamente dormido, cogió algo del dinero que tenía guardado en un frasco de cerámica sobre la alacena, lo suficiente para el trayecto. Lo hubiese cogido todo para dejar a ese maldito malnacido en la estacada, pero tuvo miedo de que les diese alcance y quiso con este gesto mostrar cierto arrepentimiento que realmente no sentía. Soltó las riendas de la mula y pausadamente la alejó de la casa lo suficiente para que no despertase al tío con algún rebuzno espontáneo. La suavidad del clima acompañaba y, aunque el sol escondido todavía dejaba alguna claridad en el horizonte, parecía que la noche iba a ser apacible para el viaje. Se acercó a la madre, allí apostada a la puerta, y la abrazó mientras esta no podría contener las lágrimas. La miró fijamente, se volvió hacia la mula, echó una ojeada al interior de la chabola y, con firme e inconsciente decisión, que ya valoraría por el camino, agarró a la mujer, la cargó en peso y la subió al animal. La ató como otras tantas veces había hecho para que los acompañase al zoco o a alguna aldea vecina, donde solían colocarla de pedigüeña aprovechando su invalidez, y emprendió la marcha sin ánimo de volver a pisar aquella tierra que no consideraba la suya, de no ver más al tío que vino a aprovecharse de su tragedia, de no regresar a la miseria y aridez de las implacables e inmisericordes tierras del Rif.

    Hotel Ritz de Barcelona, 16 de diciembre de 1932

    —… Sin embargo, no hay alegría para el ritmo. Hombre y máquina viven la esclavitud del momento. Las artistas suben al cielo sin voluntad de nube ni voluntad de Gloria…

    Debería estar deleitándose por vivir este momento único, disfrutando de las palabras del poeta, que extrañamente, tan dado como es al acercamiento a las clases más populares, ha accedido a dar esta conferencia, Nueva York en un poeta, ante ilustres autores de la talla del vanguardista Josep Vicens Foix, el crítico de arte y periodista Sebastià Gasch, el flamante Josep Maria Sagarra, uno de los hombres del momento de las letras catalanas, entre otros, y ante un grupo de selectos intelectuales, distinguidas personalidades y escogidos de la alta sociedad barcelonesa. Debería estar disfrutando del poeta, pero no consigue concentrar su atención plenamente en él. Con lo que le ha costado conseguir las invitaciones, engañando a su padre para que mediara con un conocido de los dueños del Ritz, diciéndole que se trataba de un importante acto social en lugar de la conferencia de un poeta no

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