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C.R.I.M.E.N.
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Libro electrónico478 páginas6 horas

C.R.I.M.E.N.

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Crímenes hay en todas partes, pero nunca tan perversos e implacables como los narrados en este libro. Estas son 86 historias recopiladas de diferentes partes del mundo, trazadas por escritores osados, capaces de sumergirse en lo más hondo del mundo criminal con tal de darle verosimilitud a sus relatos.

 

En estas páginas conviven los casos más intrincados, con las motivaciones más arraigadas, los procedimientos mejor maquinados y la fuerza de la justicia, que puede flaquear, fallar e incluso perder el horizonte.

Este no es un lugar bonito. Bienvenido al inframundo.

 

«Muy pocos de nosotros somos lo que parecemos»

-Agatha Christie

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 sept 2023
ISBN9798223259916
C.R.I.M.E.N.

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    C.R.I.M.E.N. - RubinEditorial

    Cáscara negra

    (Cuento ganador del Premio Rubin al Mejor Cuento 2023)

    Leticia D’Albenzio

    ––––––––

    Rallo el queso a mano sobre un táper grande, mientras miro los azulejos celestes de la cocina. No miro ni mi mano, que sube y baja a ritmo lento, ni el rallador. Miro las manchas de grasa salpicadas en los azulejos, tratando de descifrar algún criterio que las distribuya. Recién ahora que la manga de la bata de plush se interpone entre el queso y el rallador, me doy cuenta de que aún no me cambié y de que bajé al chino a hacer las compras con la ropa de cama.

    «¿Vas a comer?», le fui a preguntar al cuarto cuando volví. Los sábados, nosotras solemos almorzar fideos. Mercedes me miró con la expresión desconcertada, guardó silencio unos segundos y después me repitió que se quería separar. Me quedé parada frente a ella con la mente en blanco. «Todavía no se le pasó», pensé. «Ella siempre me dice lo mismo cuando se enoja», me consolé, como lo había hecho antes de bajar al chino y regresar a la cocina. Antes de agarrar el único cuchillo grande que tenemos, para sacarle la cáscara al queso.

    Ahora mi mano sube y baja frotando el rallador más rápido. Tengo la muñeca rígida, me parece que llevo horas haciendo el mismo movimiento, entre los resoplidos monótonos que vienen desde el cuarto. «Hoy la voy a pasar todo el día así, no me molestes», me dijo Mercedes antes de encerrarse. Me llené de angustia y bronca, pero también me pregunté cómo podía revertir la situación. Otro fin de semana en el que me obliga a esforzarme para compensar su enojo y que estemos bien. Sin embargo, no me puedo mentir: esta vez fue distinto, no me habló como por impulso, me habló tranquila, con honestidad, parecía estar midiendo cada palabra.

    —¿Vas a comer? —le vuelvo a gritar y me quedo a la espera de su voz, con la mano que sostiene el queso paralizada. Dejo de escuchar el silbido acompasado que sonaba hasta recién y espero que, ya despierta, me responda. Pero no lo hace ni a los dos ni a los diez segundos, así que vuelvo a mi tarea, tragando saliva espesa. «Veneno, sos un veneno», murmuró mientras discutíamos. Y ahora que sus palabras vuelven otra vez a mi cabeza, rallo el queso frenéticamente hasta que lo suelto de un impulso sobre el táper: acabo de lastimarme los dedos y las uñas se me levantaron con el filo del rallador.

    Meto la mano bajo la canilla. El agua fría se escurre entre mis dedos y se tiñe de rojo, como si estuviera derritiendo una acuarela. Ahora que tengo los dedos limpios, veo la piel de las yemas sobresalida y las uñas quebradas, el corte parece superficial pero el ardor es intenso. Se me escapa un insulto y no sé si es por la lastimadura o por las palabras de Mercedes. Hago un gemido que a lo mejor es exagerado.

    —¿Qué pasó? —la escucho gritar desde la habitación y me sorprendo de que Mercedes aún caiga en mis manejos, al mismo tiempo que me alegra que, a pesar de todo, se preocupe por mí. Pero cualquier cosa que le diga la va a tranquilizar, por eso sólo emito otros sonidos de queja, esperando a que ella se levante y venga a la cocina, impaciente por saber si estoy bien. Pero eso no ocurre y vuelvo a escuchar sus ronquidos suaves como hace un momento.

    Entonces grito: —Me lastimé, ¿podés venir?

    Me quedo a la espera de su respuesta mientras recuerdo nuestra primera cita en la plaza, cinco años atrás. Nunca había salido con una mujer. Esa tarde hacía frío y yo no dejaba de temblar. Ella me agarró una mano, me la frotó entre las suyas mirándome a los ojos y me la besó con ternura y sensualidad. «¿Vamos a mi casa?», me propuso con un susurro y después me enseñó a acariciarla sobre su sillón. El recuerdo me excita, pero me distraigo al escuchar que se abre la puerta de la habitación. Los pasos de Mercedes se acercan.

    —¿Qué pasa? —dice cuando aparece en la cocina. Está descalza y con cara de sueño, los pelos revueltos, no lleva anteojos. Me da ternura su imagen desprolija. A mí se me escapan unas lágrimas, o a lo mejor las fuerzo para conmoverla.

    —Mirá —le respondo, mostrándole la mano herida, mientras me la aprieto con la otra para sacarme más sangre de los dedos lastimados.

    —Otra vez lo mismo —dice Mercedes y hace un bufido—. ¿Para eso me llamás? —agrega, mirándome la mano con indiferencia. Se da media vuelta. Yo también giro la cabeza, aunque todavía ofreciéndole la mano para que la vea, a pesar de que ella está de espaldas, yéndose a encerrar al cuarto nuevamente.

    Observo a mi alrededor y vuelvo a ver el cuchillo sobre la mesada. El filo de metal opacado por la grasa del queso me enciende una idea. Lo agarro y camino sigilosamente tras ella con el cuchillo en alto. Pienso en qué haría sin Mercedes, qué pasaría si se fuese de verdad. Yo ni siquiera podría mantener este departamento. Y ningún otro. «Lo arreglamos», me dijo, «nos separamos, pero no te voy a dejar en banda», agregó con pesar. Me molestó que incluso en un momento así fuera considerada: le daba más formalidad a su propuesta de separarse. Una mezcla de extrañeza y resentimiento se apodera de mí mientras sigo avanzando tras ella con el cuchillo en la mano, todavía sin darme cuenta de lo que estoy por hacer. Cuando llego a estar bien cerca de su espalda, la apuñalo a la altura de los pulmones. Ella da un gemido y cae. Ya en el piso, le clavo el cuchillo dos veces más. Quedo arrodillada cerca de Mercedes, agitada por el esfuerzo de hundir y sacar el cuchillo una y otra vez. Su cuerpo, quieto, la remera destrozada teñida de un bordó espeso; veo en el perfil de su cara, en uno de sus ojos, el impacto del horror. Estoy salpicada de su sangre y manchada con la mía, por la lastimadura que me hice en los dedos. Lloro desconsoladamente y mi propia congoja me despierta de la fantasía.

    —¿Qué hacés? —me dice ella después de darse vuelta, con las manos en alto, mostrándome las palmas como si estuviera por ser asaltada o esposada por la policía. Yo titubeo—. ¿Qué hacés? — insiste con la pregunta y se echa para atrás.

    Me miro la mano lastimada cargada con el cuchillo y lo tiro, asustada por lo que pueda pensar de mí.

    —Nada, perdoname —le digo como en estado de trance. Mercedes me mira negando con la cabeza, me vuelve a dar la espalda y va hacia la habitación. Yo la sigo—. No, no —digo cuando la veo subirse a la silla para llegar a la parte alta del placar.

    Saca la valija que guardamos ahí y yo pienso en cómo retenerla, pero no sé qué hacer.

    —Te compré el queso que te gusta a vos, el de cáscara negra —le digo mientras me limpio la sangre de los dedos en la bata de plush.

    Mercedes me mira desde arriba de la silla mientras sostiene la valija, y entiendo que esta vez es definitivo y que no hay vuelta atrás. Pero igual voy a la cocina, agarro una olla y la lleno de agua para ponerla a hervir.

    —En diez minutos va a estar la comida, mi amor. —A mí me parece escuchar que me dice que sí, que ahora viene. Entonces miro el trozo de queso manchado de sangre que está junto al rallador, adentro del táper, y me gustaría seguir rallándolo hasta al final, aunque es tan pequeño que ya no hay forma.

    La secuela de estar viva

    (Tercer lugar: Premio Rubin al Mejor Cuento 2023)

    Luisa María Ahumada

    ––––––––

    —Melisa todavía no llegó —me avisa fastidiada mi secretaria cuando deja los papeles sobre el escritorio.

    Recién corto una llamada con la directora de la escuela, hace una semana que no asiste a clases y Cristina, su madre, todavía no lo sabe. Seguramente cayó otra vez en la lastimosa rutina de la calle.

    —Si no viene esta vez, contratamos otra persona —le digo para tranquilizarla.

    Deseo con fuerza que Melisa no se haya olvidado de que le toca trabajar. Sólo viene a limpiar y a darme una mano con los mandados más simples, no se le puede encargar mucho. Viene con Luz, su hija de cuatro años, porque por las mañanas no tiene con quien dejarla. Pero cada vez llega más tarde o directamente falta. No sé cuánto más puedo soportar sus ataques de pánico, sus recaídas y sus desplantes. Sin embargo, me siento demasiado responsable como para dejarla ir de forma tan sencilla.

    Suena el teléfono otra vez, es del juzgado. Me consultan si quiero tomar un caso similar: una niña violada por un familiar que quedó embarazada. En cuanto escucho, los latidos del corazón se me aceleran, empiezo a sudar y me tiembla todo el cuerpo. Aviso que me siento un poco descompuesta y que más tarde me comunicaré con la jueza. Al cortar la llamada, me levanto hasta la mesa que tiene la jarra con agua y sin darme cuenta tropiezo con un cable. Voy cayendo cuando reconozco esa sensación de que ni siquiera el piso puede contenerme. Siento la dureza del golpe, mi frente choca con la punta de uno de los dos sillones que están al lado de la mesa. Apoyo la cabeza en el piso, llevo todos los rulos hacia adelante y con las manos me acaricio la nuca. Después me toco la frente, me arde como cuando se produce un corte, pero no hay sangre. Tirada en el piso, suspiro abatida. El médico fue claro. Cuando me dio la receta con las indicaciones, escribió «síndrome de burnout». Después lo subrayó dos o tres veces mientras me explicaba cómo tomar las pastillas. Ya me dijo que tengo que parar un poco y que no son vacaciones, es otro tipo de frenos el que me recomienda. «También te aconsejo salir un poco a distraerte», indicó mientras escribía recomendaciones generales en otro papel. «Ayudar a otras personas hace que pongas el foco en otro lado», agregó. Le expliqué que tenía varios casos en curso y otros que estaban esperando sentencia en esas semanas, no puedo darme el lujo de correr las fechas porque esas mujeres necesitan mi ayuda. Pero él siguió concentrado en la receta, le restó toda importancia a mi respuesta que tenía como única intención provocarlo. Quería que me dijera algo más para tener una conversación sobre lo que significa la solidaridad. Pero el médico no se metió en la discusión que yo quería tener, se refería a ese tipo de caridad que sólo es maquillaje.

    Con esfuerzo, logro levantarme del piso y servirme agua, me descubro temblando mientras la tomo, sé que es verdad que estoy enloqueciendo. Me pregunto hasta qué punto defender a estas mujeres violentadas no sigue siendo una forma de que los abusos ocurran todavía sobre mí. Tal vez tiene razón el médico, esta no es la forma más sana de arreglar mi pasado: soy víctima de mí misma. Melisa se daña con sus ataques por abstinencia o con sus intentos frustrados de ser alguien más que una adolescente con una hija de su padrastro. Yo lo hago así, me lastimo de forma elegante y diplomática. Cada una encuentra su manera de seguir castigándose.

    Vuelvo a mi escritorio sin que haya disminuido esa sensación de asfixia y los temblores. Melisa no vino aún. Abro el primer cajón y debajo de la agenda está el recorte del diario con la noticia sobre la sentencia de Sergio hace tres años atrás. Veo la foto y revivo ese día. Es un caso que no puedo sacarme de encima, sigue tan vigente en mí que siempre estoy buscando la forma de ayudar a Melisa, al menos hasta hoy, que será su última oportunidad. Creo que con estas pastillas se me fueron apagando las esperanzas, que es peor que perder la fuerza. Pero la culpa me grita y siento una explosión, es un fuego que empieza a quemarlo a todo. Ahora se despierta ese dolor de cabeza insoportable, recordándome que soy yo la que me quedé callada cuando Melisa me dijo que no quería abortar, que quería tener a su hija.

    Cierro el cajón y el chirrido del riel oxidado me raspa por dentro. Me quedo con el pedazo de diario en la mano como si fuese un calmante. Observo la foto otra vez, me la acerco para notar los detalles, como lo hago siempre. En un extremo está Cristina con ese gesto en el que se desploma sobre mi hombro derecho. Puedo sentir el calor de sus lágrimas sobre mi camisa. También estoy llorando, aunque me esconda detrás de los anteojos. En la otra punta de la imagen se lo ve a Sergio con la cabeza agachada. Me acuerdo de sus pasos arrastrados perdiéndose en el vacío del pasillo, mientras un policía lo llevaba a su calabozo. Se desvanecía, estaría encerrado, pero jamás dejaría de ser un fantasma que haría temblar de miedo a Melisa por las noches como cuando se acercaba para abusarla. Ella estaba afuera de la sala, en ese pasillo de tribunales, esperando el veredicto. Recuerdo que cuando empezaron a escucharse los aplausos, me llegó un mensaje suyo. Quería saber cuántos años le habían dado a Sergio, aun sabiendo que ni una vida entera bastaría para sanar tanto daño.

    —Te llaman de la comisaría —me dice la secretaria cuando levanto el teléfono que no paraba de sonar—. Es algo de Melisa, ¿te paso la llamada?

    —Sí, tengo que atender —y noto un tono de resignación en mí que me asusta. Es nuevo.

    —Buenos días, doctora Martínez... —me saluda el policía.

    Toda la historia empezó una mañana de otoño cuando Sergio se desmayó en la obra donde estaba haciendo unas changuitas. Cuando llegó la ambulancia, se lo llevaron urgente y unas horas después llamaron a Cristina para decirle que su pareja había sufrido un ataque cardiovascular y que se había salvado de milagro. Eso dijeron los médicos. ¿Puede definirse como milagro la existencia de una persona así? Esa misma mañana que sucedió el accidente de Sergio, Melisa cumplía siete años y su mamá comentó al pasar que el hecho de que él se hubiese salvado era el mejor regalo que ella podía recibir. Era la voz del azar lanzando esas frases que marcan el destino de una persona para siempre. Las heridas están delimitadas de antemano por esa semántica de las creencias y los mandatos, después sólo le queda a la realidad caer sobre ellas para confirmar el dolor que quizás alguna vez se pueda superar. La cicatriz siempre estará allí.

    Cristina, enamorada de Sergio, les pedía a sus hijas que le tuvieran paciencia luego del accidente. Del hospital se fue directo a la casa y así se convirtió, formalmente, en el padrastro de Melisa y de su hermana dos años mayor que ella. Desde ese momento, la madre salió a trabajar más horas y las niñas se acostumbraron de repente a la presencia de un hombre que no era su padre y que sería el tutor durante las largas ausencias de Cristina. La rutina se acomodó de esa manera, aun cuando pasó el tiempo y Sergio ya estaba mejor. Él se ocupaba de todos los quehaceres domésticos, de vestir y acomodar a las niñas para el colegio, de todo lo que ellas necesitaran durante el día.

    —¿Y la nena cómo está? —le pregunto al policía una vez que termina el relato. Quiero saber el estado de Luz antes de tomar una decisión.

    —Está estable —responde.

    La idea de estabilidad es abstracta. Lo básico para vivir son los signos vitales, ¿o qué más hace falta? Es el equilibrio un camino, una meta o un infierno. Me pregunto si la solidez de los pasos para no caer al vacío depende del sujeto o del contexto.

    Pienso una respuesta. Por primera vez en estos años, luego de mirar ese recorte del periódico, lo abollo con fuerza y lo tiro al basurero. Con el gesto grosero de mi brazo extendiéndose para dar en el tacho, siento otro tirón detrás de la nuca y el dolor de cabeza ya es total. Fuera de juego. Otra vez perdí, el destino no me deja embocar. Me miro las manos vacías, transpiradas. Con ese movimiento recuerdo que, en una de las primeras entrevistas con Cristina, cuando le pregunté por qué ella nunca había querido que Sergio se mudara a la casa antes del accidente, me respondió: «Lo que se intuye no se explica».

    —¿Pudo hablar con ella? —le pregunto finalmente al policía—. ¿Sabe si Luz se acuerda de algo de esto que me está contando? Cuando lo digo entiendo el valor de la memoria. Las nenas no recordaban el principio, ni Melisa ni su hermana podían señalar el inicio de los abusos de Sergio. Tampoco entendían los motivos por los que le gustaba más Melisa. «Vamos a cambiar a la muñequita al final, así vos te vas a jugar afuera y yo me ocupo de dejarla bien bonita», se acuerdan de que solía decirles. Desde niña, Melisa era más menuda que su hermana y eso, aparentemente, le hacía hervir la perversidad a Sergio. «Se calentaba con manosear a la más chica, era su juguete favorito», dijo una vez Cristina como si hablara de nenas que no fueran sus hijas. Nadie notaba nada. Cuando ella llegaba a su casa, todo parecía estar en orden. En la escuela o en las reuniones familiares tampoco había señales de alerta y las hermanas no manifestaban molestias o incomodidades de quedarse en la casa con su padrastro. Estaban amenazadas. Callado, manipulaba la situación perfectamente.

    —Venga acá a hablar con ella y averígüelo usted misma, doctora Martínez —me responde el policía algo molesto y me da los detalles para ir a buscarla.

    No sé si puedo ir esta vez, no sé si puedo seguir enfrentándome a mi fracaso. Corto el teléfono y camino en busca de más agua. Esta vez no tropiezo, ojalá fuera así en todo. Me desplomo en el sillón y siento el sol del mediodía pegándome en la cara. Es verano y empiezo a transpirar al instante, o puede ser otro efecto del... ¿burnout? El síndrome del trabajador quemado. Lo que el médico no sabe es que tengo llagas por todo el cuerpo, se reavivaron las cenizas.

    Este calor me recuerda que Melisa detesta esta época del año y la justifico pensando que quizás esa sensación la llevó a desvariar. El verano era una tortura para ella y para su hermana. Cuando no debían ir a la escuela, Sergio tenía más tiempo para sus juegos. Al principio, él las chantajeaba con propinas o con algo que les compraba. Sergio se encargó de tomar las riendas del hogar hasta el punto de administrar el dinero de Cristina. Todo lo que ella ganaba se lo pasaba directamente a él y es lo que usaba para chantajear a las niñas. Una vez que la hermana de Melisa quiso hablar, la obligó a mirarlo mientras la abusaba si no quería que las acuchillara ahí mismo a las dos. Las amenazas fueron acrecentando con el paso del tiempo. —¿Necesitás algo? —me pregunta la secretaria que había entrado a mi oficina sin tocar la puerta, como la mayoría de las veces.

    —Sí, ¿me bajás las cortinas, por favor? —le pido con voz ronca, sintiendo en el cuerpo ese cansancio que no me permite levantarme.

    —Ya estoy buscando alguien nuevo que venga a limpiar, ¿te parece bien? —me pregunta ella mientras baja la cortina.

    —Esta oscuridad es reparadora —digo en voz alta.

    —Yo creo que lo que cura es la soledad en todo caso, no la sombra —agrega antes de cerrar la puerta, y se va.

    Esas sensaciones eran las que había sentido Melisa, las mismas que compartimos muchas mujeres. Por aquellos días, había empezado a sentirse mal, se la veía triste y de a ratos malhumorada. Cristina lo notó y trató de hablar con ella, pero no lograba saber lo que le estaba pasando a su hija. Ella, mientras tanto, experimentaba cambios en su cuerpo y tenía hambre todo el día. Una vez, después del almuerzo y a escondidas de Sergio, sacó los chocolates que tenían guardados en la habitación y se los comió todos juntos. Luego, se fue a la escuela, donde comenzó a tener mareos y náuseas, pero creyó que era efecto de los dulces. Al día siguiente, volvió a comer a escondidas y tuvo vómitos en clases, así que llamaron a Sergio para que fuera a buscarla. Melisa contó que hicieron el camino de regreso a la casa sin decirse nada y que cuando su mamá llegó de trabajar, le avisó que la habían llamado de la escuela. Le explicó que sacaría unos turnos médicos para saber lo que le estaba pasando. Y así fue.

    A los días, Melisa estaba en el consultorio junto a Sergio, porque su mamá trabajaba en ese horario. Cuando la doctora puso el aparato sobre el estómago de la niña, los latidos hicieron eco en el silencio de la sala. «¿Tenés novio?», le preguntó. Ella negó con la cabeza y no se atrevió a mirar a su padrastro, que se mantenía callado en una de las sillas al costado de la sala. Otra vez volvieron a la casa en silencio, pensando cada uno en las posibilidades que se abrían frente al embarazo de Melisa.

    —Te llama Cristina, dice que tu celular está apagado y veo que dejaste mal colgado tu interno —dice la secretaria apareciendo por la puerta otra vez. Y un haz de luz brillante rompe mi oscuridad. —Decile que la llamo en un ratito, por favor —le pido con esa voz apagada que no reconozco.

    —Es que está desesperada, la llamaron de la policía.

    Otra vez tengo esa sensación de mudez. Esas palabras ultrajadas que ni siquiera gritando revierten la violencia del gesto. El mismo silencio de Melisa cuando su madre quiso saber sobre el padre de ese bebé que llevaba en el vientre. El mismo silencio cuando ella y yo nos quedamos solas en la oficina. «No quiero abortar», me dijo. Era una niña con el derecho a ser libre y yo ahí, mirándola, porque las palabras no me salían. «Este bebé es lo único que puede salvarme de Sergio», continuó diciendo. Me pregunté quién era yo para hablarle en ese momento en el que iba a tomar una de las decisiones más importantes de su vida. Quién debe decir eso que contribuye a que una persona elija.

    En aquel momento no estaba frente a Melisa una abogada, estaba yo actuando una escena infantil, era yo de niña tratando de escaparme del pasado irresoluble. Aquel en el que tuve que decirles a mis padres que algo extraño estaba pasándome. Fue mi cuerpo el que habló por mí, este que ahora sufre síndrome de burnout y que dijo basta. Estaba embarazada después de uno de los tantos abusos de un tío que venía de visitas durante los veranos. Lo primero que decidieron fue el aborto. Exactamente lo mismo que hicieron Sergio y Cristina. Había que detener el embarazo cuanto antes, porque el cuerpo de Melisa hablando fue la única manera de silenciar tanto dolor para ella.

    —Decile que la llamo en cinco minutos, y que no se preocupe que estoy saliendo a la comisaría para buscar a Luz —le pido a mi secretaria.

    Siento que no puedo atender a Cristina, estoy abrumada, aunque sé que una comunicación más clara es necesaria. Todas las conversaciones de Melisa, como las mías, se hilvanan con mensajes equívocos, desde el silencio hasta las palabras fallidas. Nunca nada es suficiente para calmar el dolor de cualquier decisión: abortar o no, hablar o no, denunciar o no, seguir adelante o no. Puedo entender que en lugar de haber venido a trabajar ella decidió irse con las amigas, robar y drogarse con su hija de cuatro años al lado hasta terminar inconsciente en un hospital y Luz temblando de desconcierto en una comisaría. Solas y con miedo, todas.

    Me llamaron a mí antes que a su propia madre, porque Melisa me tiene como contacto de emergencia. Soy para ella la única persona capaz de salvarla, la misma que desde hace unas horas está pensando en renunciar a la mínima esperanza necesaria para hacerlo. Me justifico a mí misma con la certeza de que estos fueron tiempos difíciles, ni siquiera el hecho de que Sergio esté preso con condena firme alcanza para sanar. La carátula del expediente dice «abuso sexual con acceso carnal agravado en perjuicio de la menor» y nosotras sabemos que no hay justicia posible.

    El día que me dijo que no quería abortar, no estaba afirmando un deseo, estaba pidiendo auxilio. Hoy me pregunto si realmente logré ayudarla. Yo sabía que mi silencio o mis palabras iban a ser mucho más que un consejo, iban a ser su destino. Sentada frente a ella, me levanté para acercarme, me arrodillé a su lado, la tomé de las manos y no le dije nada. Ella interpretó que avalaba su decisión de no abortar, a mí fue lo primero que me salió, lo mismo que hice cuando me dijeron que yo abortaría: quedarme callada. De una u otra forma, fallé.

    Intenté ayudarla porque conozco las secuelas que quedan en el cuerpo y en la mente sin importar condición social o cultural. Suspiro y lloro con los ojos cerrados en mi despacho cubierto por las sombras. En medio de esta oscuridad se me apagan las esperanzas. Este cuerpo se me ha quedado sin fuerzas, está quemado, ya lo dijo el médico. Agarro el celular para llamar a Cristina, quiero que me acompañe a buscar a Luz hasta la comisaría, aunque siento que no puedo más, me duele todo. Tal vez sea momento de aceptar que no hay solución.

    Cuando mi celular se enciende, aparece de fondo de pantalla la foto de Luz que yo misma puse allí. Pero esta vez no alcanza, tengo la mente y el cuerpo incinerados, cada extremidad me arde. Decido que abrir la cortina y encontrarme con la luz del día echará un poco de claridad a esta situación. Muy despacio, me levanto y empiezo a destapar la ciudad, que desde el piso veinte me queda grande. El vacío me tienta y la ventana me dice que sí, que la abra y me lance al vacío. Después de todo, quizás la secuela más dura sea estar viva.

    La mujer camaleón

    Gabriela Vacca

    ––––––––

    La verdad sea dicha: no tuve un destello inusual de lucidez ni la tremenda suerte de una buena casualidad, simplemente ella me llamó porque no tenía hijos y quería dejar algo en este mundo, algún tipo de huella que atestiguara su vida, y yo para entonces tenía una (para mí, cuestionable) larga trayectoria con la escritura.

    De costumbres más bien crepusculares, cuando la luz nunca es directa, (no fue casualidad que me citara al terminar la tarde en un café estratégicamente escondido a la vuela de una cortada) tenía un caminar silencioso, casi diría que se materializó en la silla delante de mí. Se sacó el sombrero de fieltro gris y los guantes que dejó sobre la mesa. Yo tomé mi lapicera, revisé que tuviera suficiente tinta, abrí un cuaderno nuevo. Y esa tarde fría de finales de enero, sentados a una mesa apartada de un café de Madrid, la mujer camaleón me contó su historia.

    Antes de ese encuentro (por cierto, el único que tuvimos), sólo la conocía como todo el mundo, como la mujer camaleón: nadie sabía su nombre ni su procedencia. Algunos decían que era española, otros aseguraban que venía de Argentina, pero que su familia era gitana. La única certeza unánime era que se trataba de una de las mejores espías del mundo. Es más, aún hoy, que ya pasaron casi veinte años de la entrevista, a veces se me antoja que fue sólo una ficción en mi mente de escritor. Hasta que miro la foto, la única foto que permitió que nos sacáramos: un autorretrato que tomé de los dos. Yo miro directamente a la cámara y ella de costado. Hasta el atardecer la favoreció quitándole luz, por lo que su rostro resulta algo borroso. «Hay que reconocer que a veces nuestra memoria experimenta un proceso análogo al de las fotos Polaroid», decía Modiano, refiriéndose a la manera que tenemos de ir recordando algo de a poco, a medida que lo pensamos.

    Al interrogarla por su familia, me contó que todos se habían dedicado a lo mismo y, si bien ella existió porque sus padres decidieron tener un hijo, lo cierto es que nadie podía decir con certeza quién había sido. Era sólo un rumor, una sombra. Tenía cuarenta y siete años en ese entonces y ahora comprendo mejor su estado de ánimo, observando a mis hijos descubro esa sensación de continuidad que le dan a uno mismo.

    Me explicó que poseía la invaluable capacidad de cambiar completamente de aspecto según las circunstancias. Parte por herencia y parte por incasables noches de prueba y error junto a una abuela ex actriz de teatro, conocedora de las artes del camuflaje. Si me preguntan cómo era, mi respuesta inevitable será: «común». No había nada en ella que destacara, ningún atributo físico que llamara la atención: no era alta, tampoco muy baja, tenía ojos marrones y pelo castaño oscuro. Y claro, había trabajado mucho en borrar cualquier modismo o pose que la delatara.

    De su padre (y los innumerables libros que devoraba desde muy corta edad) había heredado una lengua rápida y exacta, precisa para decir lo justo. Y a su madre le debía los ojos. Unos ojos que registraban casi con detalle de escáner todo lo que veían y que parecían a veces moverse de manera independiente, memorizándolo todo.

    Su abuela, como dije, era actriz de teatro; y su abuelo, un director que murió muy joven a quien ella no llegó a conocer. Y fue justamente por ese ambiente de gente cambiante y numerosa como lo es una compañía de actores que viaja permanentemente, que sus padres casi sin querer se convirtieron en espías, por un suceso fortuito que involucraba a una pareja de actores y un noble italiano. Cuando decidieron tener un hijo, nació Margarita (claro guiño al nombre real de Mata Hari). Desde muy pequeña aprendió todo lo necesario para seguir por ese camino a pesar de las interminables discusiones: su madre se negaba a permitir que siguiera una vida de riesgos y su padre siempre tuvo claro que esa sería una decisión que ella y sólo ella debería tomar.

    Por eso a partir de los 18 años, al terminar el colegio con uno de los mejores promedios, se dedicó al espionaje. Y esto es algo que ella acentúa, su elección: «Que quede claro, no fue por una casualidad, fue una decisión personal: era lo que mejor sabía hacer».

    En el encuentro me habló de esa niñez inmersa en la dualidad: esconderse en plena vista. Nadie supondría que un actor que está sobre un escenario a quien todos ven y todos conocen se ocuparía a su vez de una profesión que requiere el más estricto de los secretismos. Me contó sobre su primera misión, en la que acompañó a su padre a una cena en casa de un embajador y de cómo ese evento selló su destino: descubrió que una de sus más fervientes admiradoras no la reconoció de cerca, ni siquiera la encontró familiar.

    Y mientras la escuchaba, yo mismo me descubrí observándola con detenimiento. Esa mujer que tenía delante de mí nada tenía que ver con la actriz que yo había visto varias veces sobre el escenario interpretando los más comprometidos personajes shakesperianos. Esta mujer podría pasar inadvertida ante mi vista, mientras la otra era imponente, con una voz de trueno que llegaba sin micrófono a cada butaca de cualquier teatro.

    Hablamos del porqué de su decisión

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