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La crisis de la autoridad
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Libro electrónico242 páginas3 horas

La crisis de la autoridad

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¿Qué es la autoridad? ¿Está realmente en crisis? ¿Es la desobediencia a la autoridad formal un instrumento de cambio? ¿Es posible asumir otros tipos de autoridad distinta a la tradicional?
En pleno siglo XXI, la autoridad tradicional ha sido desplazada por otras formas de poder y liderazgo basadas en la popularidad, la influencia en redes sociales, el descrédito de las instituciones y el control de la información en manos de gigantes tecnológicos. El actual desprestigio de los poderes públicos se debe en gran medida al desgaste del propio sistema democrático, pero también a la irrupción de partidos antisistema que han encontrado en el ataque sistemático a las instituciones una forma de hacer política que da réditos electorales. Un juego peligroso al que también se suman los partidos tradicionales, contribuyendo así al asfixiante clima social. A su vez, este cuestionamiento conduce a la devaluación de otras formas no políticas de autoridad, como las que rigen el vínculo educativo entre padres e hijos, o entre maestros y alumnos, o el vínculo entre el rigor de la ciencia y la conjura online del disparate.
Tras el éxito de Así funciona la Justicia, la magistrada Natalia Velilla analiza con rigor y claridad la relación que hoy mantiene nuestra sociedad con la autoridad y nos invita a revertir las dinámicas que amenazan la estabilidad democrática. Porque la alternativa a la democracia ya la conocemos y no es una opción.
La crítica ha dicho...
«Así funciona la Justicia constituye un discurso estimulante, instructivo y enriquecedor para cualquier persona. Con este segundo libro, Velilla demuestra que tiene un potente discurso intelectual». Javier Gomá
IdiomaEspañol
EditorialArpa
Fecha de lanzamiento6 sept 2023
ISBN9788419558367
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    La crisis de la autoridad - Natalia Velilla

    1

    LOS CONCEPTOS DE AUTORIDAD

    «Sospecho que la crisis del mundo actual es en primer término política, y que la famosa decadencia de Occidente consiste sobre todo en la declinación de la trinidad romana religión, tradición y autoridad».

    HANNAH ARENDT

    ¿Autoridad o autoritarismo?

    Como decíamos, la autoridad, ahora y siempre, está en crisis. Se cuestiona a los padres, a los dirigentes políticos, a los profesores, a los médicos, a los policías y a los militares. Se ha perdido el respeto al superior porque la autoridad tiene «mala prensa» y se considera razonable oponerse a ella. Las razones de la crisis hay que buscarlas en el cambio de modelo social, en las nuevas tecnologías y en la búsqueda intencionada del desprestigio de los agentes de autoridad como forma de cambiar el sistema. Ahora bien, que la autoridad esté en crisis no significa que no haya un sometimiento a ella, si bien no de la misma forma en la que se hacía en el pasado; por un lado, se han sustituido unas autoridades por otras, y, por otro, las autoridades tradicionales son ejercidas de forma distinta, en algún caso de forma decadente.

    Hay que preguntarse en primer lugar si la convivencia es posible sin la existencia de una autoridad legítima. Únicamente mediante la aceptación de un líder jerárquicamente superior por parte de los gobernados, con sometimiento a su mandato bajo amenaza de sanción, es posible mantener el orden y garantizar los derechos de todos.

    Thomas Hobbes, en su Leviatán (1651), ya analizaba la naturaleza del hombre como ser social, necesitado de un Estado (una autoridad, en definitiva) que lo dirija. Partía de la premisa de que el ser humano era malo por naturaleza, por lo que sin la existencia de un poder superior que lo administre y coarte su libertad no podría obtener la seguridad y la paz imprescindibles para la vida en comunidad. Por ello, a fin de garantizar la seguridad y acabar con la «guerra de todos contra todos», movido por las pasiones naturales de cada individuo, surgía el Estado como suma de las libertades individuales que llegan a un acuerdo, renunciando a ciertos derechos por el bien común. El ser humano, por tanto, cede parte de su libertad en aras de obtener mayor seguridad.

    Desarrollando esta idea, Jean-Jacques Rousseau, en El contrato social o principios de derecho político (1792), partiendo de la idea de que el hombre es un ser libre, establece la posibilidad de una reconciliación entre la naturaleza y la cultura a través de un contrato social basado en la enajenación de todas las voluntades, de forma que cada uno recupera finalmente lo entregado: si cada individuo se da a todos, no se da a nadie y no hay ningún miembro de la colectividad con mayores derechos que los demás. A través de esa voluntad general distinta a la suma de las voluntades individuales de todos y más justa que estas, que mira por el interés general, nace la legítima autoridad del Estado, a la que se someten todos los integrantes del gran contrato social.

    La premisa de la que debemos partir, por tanto, es la de que por autoridad hay que entender poder legítimo y democrático sometido al imperio de la ley. Sería tramposo asimilar el concepto de autoridad al de un líder totalitario o dictatorial.

    Conviene recordar que el anarquismo ha desechado tradicionalmente cualquier expresión de autoridad formal, al fijar el objetivo principal de esta ideología en la abolición tanto del Estado como de toda forma de gobierno, jerarquía y control de la sociedad y sustituirlo por el orden justo y natural al que tiende el ser humano por naturaleza, realizando un reparto equitativo de los bienes, sin dirigentes ni superiores. Esta ideología —con matices— considera que el denominado «pacto social» ha pervertido el orden natural de la sociedad.1 Aunque es difícil saber cuál es el seguimiento del anarquismo en Europa, el desapego de los ciudadanos a las instituciones, desgastadas en muchas ocasiones por la corrupción, permite idealizar algunas premisas anarquistas de oposición al poder y, en consecuencia, conduce a una cierta desafección por el actual sistema democrático.

    La izquierda y la derecha ideológicas se relacionan con el poder y con la autoridad de forma muy diferente. La izquierda más extrema tiende a despreciar la «autoridad» y a restarle legitimidad, asimilándola de forma imprecisa al «autoritarismo», de tal forma que cualquier expresión de jerarquía militar, policial o patronal, lejos de ser concebida como una útil forma de organización social sometida al control del Estado y al imperio de la ley, es vista como un modo de opresión y de triunfo de las élites económicas y sociales sobre la clase obrera oprimida. Se niega, así, legitimidad a cualquier autoridad. Estos sectores asumen el poder como algo natural y dado únicamente a ellos, sin considerarse autoridad —al menos formalmente—, pero ejerciendo el mando. La derecha extrema, por el contrario, siente admiración por el líder fuerte y por la autoridad militar y coercitiva. Consideran la estructura jerárquica como la única forma de mantener la seguridad y el orden contra los enemigos del Estado, justificando el uso de la violencia y minimizando el control legal y judicial de determinadas actuaciones públicas con el fin de lograr más eficacia. Sin embargo, tanto la izquierda como la derecha moderadas, con matices y coqueteos con los extremos ideológicos, aceptan la autoridad legítima resultante de las urnas y del régimen legal establecido.

    En nuestro país, asistimos en los últimos años a la búsqueda deliberada del cuestionamiento de la autoridad por parte de las nuevas opciones políticas de izquierda. Con una estrategia a largo plazo, persistente y transversal, se ha ido introduciendo en el debate público un rechazo a la clase política, a los jueces y a los agentes de la autoridad, pertenecientes todos ellos a una supuesta casta perniciosa para los ciudadanos. Se han radicalizado posturas usualmente defendidas por la izquierda buscando un nuevo orden que surja no de la mejora de lo existente, sino de la sustitución de las estructuras tradicionales por otras impuestas por estas opciones políticas y que sean afines a ellas. Un discurso cada vez más polarizado, el señalamiento del discrepante, la demonización de la prensa y la identificación de la voluntad y los intereses del pueblo y de la gente con sus propios postulados han contribuido al descrédito de todo lo que no sea la opción política proponente.

    Como en un espejo, las nuevas opciones políticas de extrema derecha también apoyan su discurso en el principio de autoridad por contraposición virulenta a los postulados de la nueva izquierda. Al igual que esta, han tomado ideas tradicionalmente de la derecha, pero de forma más radical, que, en relación con la autoridad, se traducen en la defensa acérrima del ejército, la policía y todo tipo de autoridad coercitiva como única manera viable de mantener la ley y el orden. Esta posición alienta el rechazo del oponente político y en una espiral de retroalimentación la autoridad se denosta o se exacerba desde uno y otro extremo.

    Aunque cuestionar la autoridad no sea ninguna novedad, la reciente adulteración del concepto ha permitido abonar un campo contrario al sometimiento a esta, sea de la índole que sea, con ciertos flirteos con el anarquismo, alimentado también por una iconografía y una cultura populares opuestas al orden y a la sumisión al líder legítimo. Se idolatra al revolucionario, al guerrillero y al subversivo, romantizando su lucha, ocultando sus oscuridades y obviando, en muchas ocasiones, su talante totalitario. El antisistema como ejemplo que seguir frente al poder democrático, que se reputa ilegítimo.

    En las últimas décadas se ha deslizado en la literatura juvenil, la televisión y el cine la idea de que el sistema democrático está caduco, languidece y rueda hacia estructuras de gobierno semiautoritarias donde es necesaria la rebelión individual. Si bien este tipo de planteamientos pudieran servir para fomentar el espíritu crítico y permitir mirar la realidad con ojos atentos ante excesos y desviaciones de poder, en la práctica pueden nutrir el desencanto y el abandono de la defensa de una democracia que se considera enferma.

    En Los juegos del hambre (2018), trilogía escrita por Suzanne Collins y trasladada al cine mediante la saga protagonizada por Jennifer Lawrence, se narra la historia de un país imaginario denominado Panem, dividido en doce distritos gobernados desde el Capitolio —en clara referencia al poder legislativo de Estados Unidos—. Como castigo por una revuelta popular fallida, cada distrito se ve obligado a seleccionar a un chico y una chica de entre 12 y 18 años y ofrecerlos como tributo para que compitan unos contra otros a muerte, hasta que quede un solo superviviente:

    Tomar niños de nuestros distritos y forzarles a matarse los unos a los otros es la manera del Capitolio de recordarnos que estamos a su merced y la poca oportunidad que tenemos de sobrevivir ante otra rebelión.

    Una autoridad tiránica y cruel en un mundo imaginario pero cercano al nuestro donde hay tecnología, vehículos a motor y espectáculos de masas televisados. ¿Un mundo que podría ser el nuestro cuando las élites políticas alcancen el poder absoluto y nos controlen?

    Algo semejante —pero para mí más brillante desde el punto de vista narrativo— sucede en la novela El cuento de la criada (2017), de Margaret Atwood, transformada en serie de éxito por HBO Max y protagonizada por Elisabeth Moss y Joseph Fiennes. Lo perturbador de esta historia es que se desarrolla en un factible futuro distópico cercano en el tiempo, donde la tasa de natalidad cae en picado y da lugar a que un Gobierno teocrático, totalitario y fundamentalista religioso funde la denominada República de Gilead en una parte del actual territorio de Estados Unidos, en el límite con Canadá. En esta sociedad, dominada por el miedo, la opresión y la división social en castas, las mujeres son subyugadas, sin derecho prácticamente a nada, vendidas como propiedades a familias infértiles, donde el esposo una vez al mes las viola ritualmente hasta obtener un embarazo. Esta asfixiante sociedad es controlada por Los ojos, una policía secreta que vigila al pueblo en busca de signos de rebelión.

    Hay más de un tipo de libertad… Libertad para y libertad de. En los tiempos de la anarquía, había libertad para. Ahora nos dan libertad de. No la menospreciéis.

    ¿Puede protegernos de las élites la democracia? ¿Es seguro un país donde se elige a las autoridades por elección popular cuando subyace un deseo de opresión del fuerte hacia el débil, del patriarcado frente a las mujeres, de la moral religiosa frente a los valores democráticos? No obstante, en la historia de El cuento de la criada se arroja la visión de que el Estado, tal y como estaba concebido anteriormente —e incluso Canadá en el presente—, es el ideal de organización al que desea huir la protagonista, lo cual supone un refuerzo del sistema democrático.

    Hay decenas de series y películas donde se cuestiona la democracia por derivación hacia algo peor, como Gattaca (1997) —distopía de un totalitarismo genético con reminiscencias de Un mundo feliz, de Aldous Huxley (1932)—, La valla (2020) —serie española sobre un futuro imaginario donde Madrid está dividida en dos partes por una valla que separa al Gobierno totalitario y a las clases privilegiadas del resto de la población—, o la conocidísima Matrix (1999) —en un futuro dominado por las máquinas, nuestra vida es ficticia, «inventada» por la inteligencia artificial, y somos, en realidad, humanos sometidos a la tecnología para alimentarla con nuestra energía—.

    La autoridad, un concepto tan antiguo como el hombre

    La idea o concepto de autoridad ha sufrido una gran contaminación semántica, en parte favorecida por su polisemia y en parte por su manipulación política. La Real Academia Española (RAE) identifica seis acepciones de «autoridad»:

    1.   Poder que gobierna

    o ejerce el mando, de hecho o de derecho.

    2.   Potestad, facultad, legitimidad.

    3.   Prestigio y crédito que se reconocen a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia.

    4.   Persona que ejerce o posee cualquier clase de autoridad.

    5.   Solemnidad, aparato.

    6.   Texto, expresión o conjunto de expresiones de un libro o escrito, que se citan o alegan en apoyo de lo que se dice.

    Curiosamente, ninguna de las definiciones tiene una connotación negativa directa, al basarse todas ellas en el concepto jurídico de autoridad como facultad de mando o de liderazgo concedida de hecho o por derecho.

    La autoridad existe desde que el hombre es hombre y ha estado presente en todo constructo humano, ya sea político, religioso, literario o artístico. Las sociedades parten del reconocimiento de la superioridad del líder para su supervivencia, independientemente de la época y del sistema político con el que se gobiernan. Las religiones no dejan de ser actos voluntarios de sometimiento a una autoridad divina a la que adorar, con potestad para dar y quitar la vida y para castigar en el «más allá» a quienes se aparten del camino marcado. Los grupos humanos celulares también operan bajo la dirección de una autoridad: las familias, bajo la dirección de los progenitores; los empleados y obreros, por el empresario; los equipos deportivos, por las decisiones de los entrenadores y capitanes, y los alumnos, por sus profesores. La policía, el ejército o la judicatura no dejan de ser expresiones de autoridad necesarias para mantener el orden social.

    También en el arte y en la literatura la autoridad ha tenido un papel natural, bien de acompañamiento, bien como elemento central del discurso. La mitología se basa en la jerarquía de dioses y deidades, por lo general reconociendo a uno de ellos como el más poderoso. Hasta los cuentos infantiles narran historias de reyes de países lejanos, príncipes y princesas cuyos caprichosos designios son impuestos al pueblo. La Reina de Corazones en Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, o el Mago de Oz, por poner un par ejemplos, incorporan este concepto como parte del relato.

    Una interesante aproximación al principio de autoridad la encontramos en El Principito, obra publicada en 1943 por Antoine de Saint-Exupéry, y que constituye un poético viaje de la infancia hacia la interpretación del mundo de los adultos, pero visto con ojos de niño. En uno de sus capítulos, titulado «El Principito y el rey», el autor explica de forma indirecta y en pocas palabras en qué consiste la autoridad. El protagonista llega a un planeta en el que hay un único habitante, un rey sentado en su trono, lujosamente vestido con una capa y con una corona sobre su cabeza. Al ver llegar al Principito, se autoproclama su rey y comienza a darle órdenes absurdas que el visitante le discute, cambiándolas en función de las respuestas del niño. El rey acaba reconociendo que únicamente se puede ordenar a los súbditos aquello que pueden dar, y que la obediencia que le deben es consecuencia de que da órdenes razonables. En la historia, con razonamiento infantil, el Principito concluye que aquel rey se cuidaba de ser una autoridad respetada y por ello no toleraba la desobediencia, ya que era un monarca absoluto, pero, «como era muy bueno, impartía órdenes razonables».

    En este relato, Saint-Exupéry define la autoridad dando un gran rodeo. La enseñanza más importante que da es que no hay autoridad sin sociedad. ¿De qué sirve ser rey de un planeta sin habitantes? La dimensión social de la autoridad queda perfectamente explicada en el pasaje. Además, se demuestra que no sirve de nada dar órdenes sin sentido, y que el gobierno autoritario es inútil si los mandatos no pueden cumplirse. Únicamente con el empleo de la fuerza puede lograrse la obediencia hasta el límite de la posibilidad humana.

    La autoridad es, pues, una creación del hombre social para ordenar la vida en comunidad e impedir el caos.

    «Gente que manda y gente que es mandada»

    Nuestro posicionamiento ante la autoridad dependerá en buena medida del lugar que ocupemos respecto de ella, si somos líderes o si somos gobernados.

    Las dinámicas sociales podrían explicarse con la afirmación de que la mayoría opta por hacer aquello que deciden unos pocos, sin importar el tipo de grupo de que se trate. El grado de sumisión y adherencia al líder dependerá del carácter del subordinado y de sus circunstancias personales, pero no por ello deja de haber sometidos y cabecillas. Tendemos a identificar «autoridad» con «poder político», pero este es solo una de las expresiones de un concepto mucho más amplio.

    En sentido inverso, la autoridad puede ser ejercida por todos, cada uno dentro de su limitado círculo de influencia. Si bien los distintos gobernantes son quienes deciden el destino de su pueblo, también existen otras estructuras de poder inferiores y distintos grados de autoridad. Solo hay que fijarse en las jerarquías militares, eclesiásticas o empresariales, donde hay mandos absolutos, mandos intermedios y jefes, acotándose ambos extremos entre la autoridad suprema y quien carece de subordinados.

    En la familia existe una jerarquía natural entre los padres y los hijos e, incluso, entre los abuelos y el resto de quienes integran el grupo familiar. En la antigua Roma, la figura del paterfamilias era reconocida como una autoridad absoluta dentro del hogar sobre todos los miembros de la familia, los sirvientes y los esclavos. Su poder radicaba en la responsabilidad de educar a la siguiente generación de ciudadanos romanos, los que gobernarían la República en el futuro. También se acuñó el concepto de autoridad en las sociedades primitivas, aquellas en las que —en palabras de Pierre Clastres—2 no existe el Estado, es decir, aquellas que no poseen un órgano de poder político separado. Para este antropólogo francés, si bien el líder primitivo carecía de poder político, de forma natural ejercía la representación del conjunto de la tribu, que le confería la encomienda de hablar en su nombre para trazar alianzas para defenderse del enemigo. El jefe contaba con la confianza del grupo por el prestigio que poseía para el conjunto. Su opinión era tenida más en cuenta que la del resto de integrantes del clan, pero nunca imponía su criterio, puesto que la voluntad había de ser la de todos.

    No hay sociedad que no posea una autoridad de referencia. Sin

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