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El Fantasma de la Ópera (traducido)
El Fantasma de la Ópera (traducido)
El Fantasma de la Ópera (traducido)
Libro electrónico305 páginas4 horas

El Fantasma de la Ópera (traducido)

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- Esta edición es única;
- La traducción es completamente original y se realizó para el Ale. Mar. SAS;
- Todos los derechos reservados.
El Fantasma de la Ópera es una obra de ficción gótica del autor francés Gaston Leroux. Narra la historia de la ópera del Palais Garnier, que se cree está encantada por un fantasma. Una noche, una joven soprano, Christine Daae, sorprende a todos con su actuación, y el Fantasma de la Ópera se obsesiona con ella. Los responsables de la ópera reciben una carta en la que se solicita que Christine protagonice la producción de Fausto. La carta es ignorada, con terribles consecuencias. El Fantasma secuestra a Christine y se revela como un hombre desfigurado (Erik) que se ha construido una guarida en la ópera, con pasadizos ocultos.
IdiomaEspañol
EditorialALEMAR S.A.S.
Fecha de lanzamiento17 ago 2023
ISBN9791222600307
El Fantasma de la Ópera (traducido)
Autor

Gaston Leroux

Gaston Leroux (1868-1927) was a French journalist and writer of detective fiction. Born in Paris, Leroux attended school in Normandy before returning to his home city to complete a degree in law. After squandering his inheritance, he began working as a court reporter and theater critic to avoid bankruptcy. As a journalist, Leroux earned a reputation as a leading international correspondent, particularly for his reporting on the 1905 Russian Revolution. In 1907, Leroux switched careers in order to become a professional fiction writer, focusing predominately on novels that could be turned into film scripts. With such novels as The Mystery of the Yellow Room (1908), Leroux established himself as a leading figure in detective fiction, eventually earning himself the title of Chevalier in the Legion of Honor, France’s highest award for merit. The Phantom of the Opera (1910), his most famous work, has been adapted countless times for theater, television, and film, most notably by Andrew Lloyd Webber in his 1986 musical of the same name.

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    El Fantasma de la Ópera (traducido) - Gaston Leroux

    Contenido

    Prólogo

    Capítulo 1. ¿Es el fantasma?

    Capítulo 2. La nueva Margarita

    Capítulo 3. La razón misteriosa

    Capítulo 4. Recuadro 5

    Capítulo 5. El violín encantado El violín encantado

    Capítulo 6. Una visita a la Caja Cinco

    Capítulo 7. Fausto y lo que siguió

    Capítulo 8. El misterioso Brougham

    Capítulo 9. En el baile de máscaras

    Capítulo 10. Olvida el nombre de la voz del hombre

    Capítulo 11. Por encima de las puertas-trampa

    Capítulo 12. La lira de Apolo

    Capítulo 13. Un golpe maestro del amante de la puerta trampa

    Capítulo 14. La singular actitud de un imperdible

    Capítulo 15. ¡Christine! ¡Christine!

    Capítulo 16. Asombrosas revelaciones de Mme. Giry sobre sus relaciones personales con el Fantasma de la Ópera.

    Capítulo 17. De nuevo el pasador de seguridad

    Capítulo 18. El comisario, el vizconde y el persa

    Capítulo 19. El vizconde y el persa

    Capítulo 20. En los sótanos de la Ópera

    Capítulo 21. Interesantes e instructivas peripecias de un persa en los sótanos de la ópera

    Capítulo 22. En la cámara de tortura

    Capítulo 23. Comienzan las torturas

    Capítulo 24. ¡Barriles!... ¡Barriles!... ¿Algún barril para vender?

    Capítulo 25. El escorpión o el saltamontes: ¿Cuál?

    Capítulo 26. El fin de la historia de amor del fantasma

    Epílogo

    El Fantasma de la Ópera

    Gaston Leroux

    Prólogo

    En la que el autor de esta singular obra informa al lector de cómo adquirió la certeza de que el fantasma de la ópera existía realmente

    El fantasma de la Ópera existía realmente. No era, como se creyó durante mucho tiempo, una criatura de la imaginación de los artistas, de la superstición de los directores, o un producto de los cerebros absurdos e impresionables de las jóvenes del ballet, de sus madres, de los taquilleros, de los guardarropa o del conserje. Sí, existía en carne y hueso, aunque asumía la apariencia completa de un verdadero fantasma; es decir, de una sombra espectral.

    Cuando empecé a hurgar en los archivos de la Academia Nacional de Música, me sorprendieron de inmediato las sorprendentes coincidencias entre los fenómenos atribuidos al fantasma y la tragedia más extraordinaria y fantástica que jamás haya conmovido a las clases altas de París; y pronto concebí la idea de que esta tragedia podría explicarse razonablemente por los fenómenos en cuestión. Los hechos no se remontan a más de treinta años atrás; y no sería difícil encontrar en la actualidad, en el vestíbulo del ballet, ancianos de la más alta respetabilidad, hombres en cuya palabra se pudiera confiar absolutamente, que recordaran como si hubieran sucedido ayer las misteriosas y dramáticas condiciones que asistieron al rapto de Christine Daae, a la desaparición del vizconde de Chagny y a la muerte de su hermano mayor, el conde Philippe, cuyo cadáver fue encontrado en la orilla del lago que existe en los sótanos inferiores de la Ópera, del lado de la calle Scribe. Pero ninguno de aquellos testigos había pensado hasta aquel día que hubiera razón alguna para relacionar la figura más o menos legendaria del fantasma de la Ópera con aquella terrible historia.

    La verdad tardaba en entrar en mi mente, desconcertada por una investigación que a cada momento se complicaba con sucesos que, a primera vista, podían considerarse sobrehumanos; y más de una vez estuve a punto de abandonar una tarea en la que me agotaba en la búsqueda desesperada de una imagen vana. Por fin, recibí la prueba de que mis presentimientos no me habían engañado, y fui recompensado por todos mis esfuerzos el día en que adquirí la certeza de que el fantasma de la Ópera era algo más que una mera sombra.

    Aquel día, había pasado largas horas sobre Las memorias de un gerente, la obra ligera y frívola del demasiado escéptico Moncharmin, que, durante su mandato en la Ópera, no entendía nada del misterioso comportamiento del fantasma y que se burlaba de él todo lo que podía en el mismo momento en que se convertía en la primera víctima de la curiosa operación financiera que se desarrollaba en el interior del sobre mágico.

    Acababa de salir de la biblioteca, desesperado, cuando me encontré con el encantador director de actores de nuestra Academia Nacional, que estaba charlando en un rellano con un ancianito vivaracho y bien peinado, a quien me presentó alegremente. El director estaba al corriente de mis investigaciones y de mi empeño, aunque infructuoso, por descubrir el paradero del juez instructor del famoso caso Chagny, M. Faure. Nadie sabía qué había sido de él, ni vivo ni muerto; y aquí estaba, de vuelta de Canadá, donde había pasado quince años, y lo primero que había hecho, a su regreso a París, fue presentarse en la secretaría de la Ópera y pedir un asiento libre. El ancianito era el mismísimo señor Faure.

    Pasamos juntos buena parte de la velada y me contó todo el caso Chagny tal como él lo había entendido en aquel momento. Estaba obligado a concluir a favor de la locura del vizconde y de la muerte accidental del hermano mayor, por falta de pruebas en contrario; pero, no obstante, estaba persuadido de que había tenido lugar una terrible tragedia entre los dos hermanos en relación con Christine Daae. No pudo decirme qué había sido de Christine ni del vizconde. Cuando mencioné el fantasma, sólo se rió. A él también le habían hablado de las curiosas manifestaciones que parecían apuntar a la existencia de un ser anormal, residente en uno de los rincones más misteriosos de la Ópera, y conocía la historia del sobre; pero nunca había visto en él nada digno de su atención como magistrado encargado del caso Chagny, y era tanto como escuchar la declaración de un testigo que compareció por su propia voluntad y declaró que se había encontrado a menudo con el fantasma. Este testigo no era otro que el hombre a quien todo París llamaba el Persa y que era bien conocido por todos los abonados a la Ópera. El magistrado lo tomó por un vidente.

    Me interesó inmensamente esta historia del persa. Quería, si aún estaba a tiempo, encontrar a este valioso y excéntrico testigo. Mi suerte empezó a mejorar y lo descubrí en su pequeño piso de la Rue de Rivoli, donde vivía desde entonces y donde murió cinco meses después de mi visita. Al principio me sentí inclinado a sospechar; pero cuando el persa me contó, con candor infantil, todo lo que sabía sobre el fantasma y me entregó las pruebas de su existencia -incluida la extraña correspondencia de Christine Daae- para que hiciera con ellas lo que quisiera, ya no pude dudar. No, el fantasma no era un mito.

    Sé que me han dicho que esta correspondencia pudo haber sido falsificada de principio a fin por un hombre cuya imaginación había sido alimentada ciertamente con los cuentos más seductores; pero afortunadamente descubrí algunos escritos de Christine fuera del famoso legajo de cartas y, al compararlos, se disiparon todas mis dudas. También indagué en la historia pasada del persa y descubrí que era un hombre recto, incapaz de inventar una historia que pudiera haber derrotado los fines de la justicia.

    Esta era, además, la opinión de las personas más serias que, en un momento u otro, estuvieron mezcladas en el caso Chagny, que eran amigos de la familia Chagny, a quienes mostré todos mis documentos y expuse todas mis deducciones. A este respecto, me gustaría publicar unas líneas que recibí del General D--:

    SIR:

    No puedo insistirle demasiado en que publique los resultados de su investigación. Recuerdo perfectamente que, unas semanas antes de la desaparición de esa gran cantante, Christine Daae, y de la tragedia que enlutó a todo el Faubourg Saint-Germain, se hablaba mucho, en el vestíbulo del ballet, del tema del fantasma; y creo que sólo dejó de hablarse de él como consecuencia del posterior asunto que tanto nos emocionó a todos. Pero, si es posible -como creo después de oírle- explicar la tragedia a través del fantasma, le ruego, señor, que vuelva a hablarnos del fantasma.

    Por muy misterioso que pueda parecer el fantasma en un principio, siempre tendrá una explicación más fácil que la tétrica historia en la que unos malévolos han intentado imaginarse el asesinato de dos hermanos que se habían adorado toda la vida.

    Créeme, etc.

    Por último, con mi fajo de papeles en la mano, recorrí una vez más los vastos dominios del fantasma, el enorme edificio que había convertido en su reino. Todo lo que vieron mis ojos, todo lo que percibió mi mente, corroboró con precisión los documentos del persa; y un maravilloso descubrimiento coronó mis trabajos de una manera muy definitiva. Se recordará que, más tarde, al excavar en la subestructura de la Ópera, antes de enterrar los registros fonográficos de la voz del artista, los obreros dejaron al descubierto un cadáver. Pues bien, enseguida pude comprobar que ese cadáver era el del fantasma de la Ópera. Hice que el director de escena comprobara esta prueba con su propia mano; y ahora me es indiferente que los periódicos pretendan que el cadáver era el de una víctima de la Comuna.

    Los desgraciados que fueron masacrados, bajo la Comuna, en los sótanos de la Ópera, no fueron enterrados en este lado; diré dónde pueden encontrarse sus esqueletos en un lugar no muy lejano de esa inmensa cripta que fue abastecida durante el asedio con toda clase de provisiones. Di con esta pista justo cuando buscaba los restos del fantasma de la Ópera, que nunca habría descubierto de no ser por la inaudita casualidad antes descrita.

    Pero volveremos al cadáver y a lo que debe hacerse con él. Por el momento, debo concluir esta introducción tan necesaria dando las gracias a M. Mifroid (que fue el comisario de policía llamado para las primeras investigaciones tras la desaparición de Christine Daae), a M. Remy, el difunto secretario, a M. Mercier, el difunto director de actores, a M. Gabriel, el difunto director del coro, y más particularmente Mme. la Baronne de Castelot-Barbezac, que fue en su día la pequeña Meg de la historia (y que no se avergüenza de ello), la estrella más encantadora de nuestro admirable cuerpo de ballet, la hija mayor de la digna Mme. Giry, ya fallecida, que tenía a su cargo el palco privado del fantasma. Todos ellos me fueron de gran ayuda y, gracias a ellos, podré reproducir ante los ojos del lector aquellas horas de puro amor y terror, en sus más mínimos detalles.

    Y sería un desagradecido si omitiera, en el umbral de esta terrible y verídica historia, dar las gracias a la actual dirección de la Ópera, que tan amablemente me ha ayudado en todas mis investigaciones, y al Sr. Messager en particular, junto con el Sr. Gabion, el director de actores, y ese hombre tan amable que es el arquitecto encargado de la conservación del edificio, que no dudó en prestarme las obras de Charles Garnier, aunque estaba casi seguro de que nunca se las devolvería. Por último, debo rendir un homenaje público a la generosidad de mi amigo y antiguo colaborador, M. J. Le Croze, que me permitió sumergirme en su espléndida biblioteca teatral y tomar prestadas las ediciones más raras de libros por los que sentía un gran aprecio.

    GASTON LEROUX.

    Capítulo 1. ¿Es el fantasma?

    Era la noche en que MM. Debienne y Poligny, directores de la Ópera, ofrecían una última función de gala con motivo de su jubilación. De repente, el camerino de La Sorelli, una de las bailarinas principales, fue invadido por media docena de jóvenes damas del ballet, que habían subido del escenario después de bailar Polyeucte. Se precipitaron en medio de una gran confusión, algunas dando rienda suelta a risas forzadas y antinaturales, otras a gritos de terror. Sorelli, que deseaba estar sola un momento para repasar el discurso que iba a pronunciar ante los directivos dimisionarios, miró furiosa a su alrededor, a la multitud enloquecida y tumultuosa. Fue la pequeña Jammes -la niña de la nariz respingona, los ojos de nomeolvides, las mejillas sonrosadas y el cuello y los hombros blancos como lirios- quien dio la explicación con voz temblorosa:

    ¡Es el fantasma! Y cerró la puerta.

    El camerino de Sorelli estaba decorado con elegancia oficial y vulgar. Un pier-glass, un sofá, un tocador y uno o dos armarios proporcionaban el mobiliario necesario. En las paredes colgaban algunos grabados, reliquias de la madre, que había conocido las glorias de la antigua Ópera de la Rue le Peletier; retratos de Vestris, Gardel, Dupont, Bigottini. Pero la habitación parecía un palacio para los mocosos del cuerpo de ballet, que se alojaban en camerinos comunes donde pasaban el tiempo cantando, discutiendo, pegando a las tocadoras y peluqueras e invitándose unos a otros a copas de cassis, cerveza o incluso ron, hasta que sonaba la campana del botones.

    Sorelli era muy supersticiosa. Se estremeció cuando oyó a la pequeña Jammes hablar del fantasma, la llamó tonta del culo y luego, como era la primera en creer en los fantasmas en general y en el de la Ópera en particular, enseguida le pidió detalles:

    ¿Le has visto?

    ¡Tan claro como te veo ahora!, dijo la pequeña Jammes, cuyas piernas cedían bajo ella y se dejó caer con un gemido en una silla.

    Entonces la pequeña Giry -la niña de ojos negros como endrinas, pelo negro como la tinta, tez morena y una pobre piel estirada sobre unos pobres huesos- la pequeña Giry añadió:

    ¡Si ese es el fantasma, es muy feo!

    ¡Oh, sí! gritó el coro de bailarinas.

    Y empezaron a hablar todos juntos. El fantasma se les había aparecido bajo la forma de un caballero vestido de gala, que se había presentado de repente ante ellos en el pasillo, sin que supieran de dónde venía. Parecía haber atravesado la pared.

    ¡Pooh!, dijo uno de ellos, que más o menos había mantenido la cabeza. ¡Ves el fantasma por todas partes!

    Y era cierto. Desde hacía varios meses no se hablaba de otra cosa en la Ópera que de aquel fantasma vestido de gala que acechaba por el edificio, de arriba abajo, como una sombra, que no hablaba con nadie, al que nadie se atrevía a hablar y que desaparecía en cuanto se le veía, sin que nadie supiera cómo ni dónde. Como un verdadero fantasma, no hacía ruido al andar. La gente empezó riéndose y burlándose de este espectro vestido como un hombre de moda o un enterrador; pero la leyenda del fantasma pronto alcanzó proporciones enormes entre el cuerpo de ballet. Todas las chicas pretendían haberse encontrado con este ser sobrenatural más o menos a menudo. Y las que más se reían no eran las más tranquilas. Cuando no aparecía, delataba su presencia o su paso por accidentes, cómicos o graves, de los que la superstición general le hacía responsable. Si alguien se caía o sufría una broma pesada a manos de alguna de las otras chicas, o perdía una polvera, la culpa era enseguida del fantasma, del fantasma de la Ópera.

    Después de todo, ¿quién le había visto? En la Ópera se ven muchos hombres vestidos de gala que no son fantasmas. Pero este traje tenía una peculiaridad propia. Cubría un esqueleto. Al menos, eso decían las bailarinas. Y, por supuesto, tenía una cabeza de muerte.

    ¿Era todo esto serio? La verdad es que la idea del esqueleto surgió de la descripción del fantasma que hizo Joseph Buquet, el jefe de los tramoyistas, que había visto realmente al fantasma. Se había topado con el fantasma en la escalerita, junto a las candilejas, que lleva a los sótanos. Le había visto durante un segundo -pues el fantasma había huido- y a cualquiera que quisiera escucharle le dijo:

    Es extraordinariamente delgado y su bata cuelga de un armazón esquelético. Sus ojos son tan profundos que apenas se ven las pupilas fijas. Sólo se ven dos grandes agujeros negros, como en el cráneo de un muerto. Su piel, que se extiende sobre sus huesos como el parche de un tambor, no es blanca, sino de un amarillo repugnante. Su nariz es tan poco digna de mención que no se puede ver de perfil; y la ausencia de esa nariz es algo horrible de mirar. Todo el pelo que tiene son tres o cuatro largos mechones oscuros en la frente y detrás de las orejas.

    El jefe de los tramoyistas era un hombre serio, sobrio, firme y muy lento para imaginar cosas. Sus palabras fueron recibidas con interés y asombro; y pronto hubo otras personas que dijeron que también habían conocido a un hombre vestido de gala con una cabeza de muerte sobre los hombros. Los hombres sensatos que se enteraron de la historia empezaron por decir que Joseph Buquet había sido víctima de una broma de uno de sus ayudantes. Y luego, uno tras otro, se sucedieron una serie de incidentes tan curiosos y tan inexplicables que los más sagaces empezaron a inquietarse.

    Por ejemplo, un bombero es un tipo valiente. No teme a nada, y menos al fuego. Pues bien, el bombero en cuestión, que había ido a hacer una ronda de inspección en los sótanos y que, al parecer, se había aventurado un poco más lejos de lo habitual, reapareció de repente en escena, pálido, asustado, tembloroso, con los ojos saliéndosele de la cabeza, y prácticamente desmayado en brazos de la orgullosa madre del pequeño Jammes.1 ¿Y por qué? Porque había visto venir hacia él, a la altura de su cabeza, pero sin cuerpo unido a ella, ¡una cabeza de fuego! Y, como ya he dicho, un bombero no teme al fuego.

    El bombero se llamaba Pampin.

    El cuerpo de baile quedó consternado. A primera vista, esta cabeza de fuego no se correspondía en absoluto con la descripción del fantasma hecha por Joseph Buquet. Pero las jóvenes pronto se convencieron de que el fantasma tenía varias cabezas, que cambiaba a su antojo. Y, por supuesto, enseguida se imaginaron que corrían el mayor peligro. Una vez un bombero no dudó en desmayarse, los líderes y las muchachas de primera y segunda fila por igual tenían muchas excusas para el susto que les hacía acelerar el paso al pasar por algún rincón oscuro o pasillo mal iluminado. La misma Sorelli, al día siguiente de la aventura del bombero, colocó una herradura sobre la mesa delante del palco del portero, que todo el que entraba en la Ópera como no fuera espectador debía tocar antes de pisar el primer peldaño de la escalera. Esta herradura no fue inventada por mí, como tampoco lo ha sido, por desgracia, ninguna otra parte de esta historia, y todavía puede verse sobre la mesa, en el pasillo que hay frente al palco del portero, cuando se entra en la Ópera por el patio llamado de la Administración.

    Volviendo a la velada en cuestión.

    ¡Es el fantasma!, había gritado el pequeño Jammes.

    Un silencio angustioso reinaba ahora en el vestuario. Sólo se oía la respiración agitada de las chicas. Por fin, Jammes, apoyándose en la esquina más alejada de la pared, con todas las señales de verdadero terror en el rostro, susurró:

    ¡Escucha!

    A todo el mundo le pareció oír un crujido al otro lado de la puerta. No había sonido de pasos. Era como una ligera seda deslizándose sobre el panel. Luego se detuvo.

    Sorelli intentó mostrar más coraje que los demás. Se acercó a la puerta y, con voz temblorosa, preguntó:

    ¿Quién está ahí?

    Pero nadie respondió. Entonces, sintiendo que todos los ojos se posaban en ella, observando su último movimiento, hizo un esfuerzo por mostrar valor y dijo en voz muy alta:

    ¿Hay alguien detrás de la puerta?

    ¡Oh, sí, sí! Claro que la hay!, gritó aquella pequeña ciruela seca que era Meg Giry, sujetando heroicamente a Sorelli por la falda de gasa. ¡Hagas lo que hagas, no abras la puerta! Oh, Señor, ¡no abras la puerta!

    Pero Sorelli, armada con una daga que nunca la abandonaba, giró la llave e hizo retroceder la puerta, mientras las bailarinas se retiraban al camerino interior y Meg Giry suspiraba:

    ¡Madre! ¡Madre!

    Sorelli se asomó valientemente al pasadizo. Estaba vacío; una llama de gas, en su prisión de cristal, arrojaba una luz roja y sospechosa en la oscuridad circundante, sin conseguir disiparla. Y la bailarina volvió a dar un portazo, con un profundo suspiro.

    No, dijo, no hay nadie allí.

    ¡Aún así, lo vimos! declaró Jammes, volviendo con pasitos tímidos a su lugar junto a Sorelli. Debe de estar merodeando por alguna parte. No volveré a vestirme. Será mejor que bajemos todos juntos al vestíbulo, enseguida, para el discurso, y volveremos a subir juntos.

    Y la niña tocaba con reverencia el anillito de coral que llevaba como amuleto contra la mala suerte, mientras Sorelli, sigilosamente, con la punta de la uña rosada del pulgar derecho, hacía una cruz de San Andrés en el anillo de madera que adornaba el cuarto dedo de su mano izquierda. Dijo a las bailarinas:

    Vamos, niños, ¡contrólense! Me atrevo a decir que nadie ha visto nunca al fantasma.

    ¡Sí, sí, le hemos visto, le acabamos de ver!, gritaron las niñas. ¡Tenía su cabeza de muerto y su abrigo de gala, igual que cuando se le apareció a Joseph Buquet!.

    ¡Y Gabriel también lo vio!, dijo Jammes. Ayer mismo. Ayer por la tarde, a plena luz del día...

    ¿Gabriel, el maestro del coro?

    Pues sí, ¿no lo sabías?

    ¿Y llevaba puesta su ropa de vestir, a plena luz del día?

    ¿Quién? ¿Gabriel?

    ¡No, el fantasma!

    ¡Ciertamente! Gabriel mismo me lo dijo. Por eso lo conocía. Gabriel estaba en el despacho del director de escena. De pronto se abrió la puerta y entró el persa. Ya sabes que el persa tiene mal de ojo....

    ¡Oh, sí!, respondieron a coro las bailarinas, ahuyentando la mala suerte señalando con el índice y el meñique al ausente persa, mientras el segundo y el tercero se doblaban sobre la palma y se sujetaban con el pulgar.

    Y ya sabes lo supersticioso que es Gabriel, continuó Jammes. Sin embargo, siempre es educado. Cuando se encuentra con el persa, se limita a meter la mano en el bolsillo y tocar sus llaves. Pues bien, en el momento en que el persa apareció en el umbral de la puerta, Gabriel dio un salto desde su silla hasta la cerradura del armario, ¡para tocar el hierro! Al hacerlo, rompió toda una falda de su gabán en un clavo. Apresurándose a salir de la habitación, se golpeó la frente contra un perchero y se dio un tremendo chichón; luego, dando un brusco paso atrás, se despellejó el brazo con el biombo, cerca del piano; intentó apoyarse en el piano, pero la tapa le cayó sobre las manos y le aplastó los dedos; salió corriendo del despacho como un loco, resbaló en la escalera y bajó todo el primer tramo de espaldas. Yo pasaba por allí con mi madre. Le recogimos. Estaba cubierto de moratones y tenía la cara llena de sangre. Estábamos muertos de miedo, pero, de repente, empezó a dar gracias a la Providencia por haber salido tan barato. Luego nos contó lo que le había asustado. Había visto al fantasma detrás del persa, ¡el fantasma con la cabeza de la muerte igual que la descripción de Joseph Buquet!.

    Jammes había contado su historia muy deprisa, como si el fantasma le pisara los talones, y al terminar se había quedado sin aliento. Siguió un silencio, mientras Sorelli se pulía las uñas con gran excitación. Lo rompió la pequeña Giry, que dijo:

    Joseph Buquet haría mejor en contener su lengua.

    ¿Por qué debería morderse la lengua?, preguntó alguien.

    "Esa es la opinión de mi madre -respondió Meg, bajando la voz y mirando a su alrededor, como

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