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El Secreto de la Catedral
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Libro electrónico371 páginas5 horas

El Secreto de la Catedral

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El Secreto de la Catedral

Desde la antigüedad existían hermandades de constructores, que eran los únicos que conocían el arte de la construcción. En Roma fueron llamados "Caementarius", en Francia "Macons", en Inglaterra "Freemasons" y en Alemania "Freimaurer". Estas logias transmitían sus conocimientos, como secretos inviolables, entre los hermanos. Pero, además, eran hombres muy instruidos, que contribuían al desarrollo de la cultura en un momento en que esta estaba por los suelos.

Ellos eran los únicos capacitados para construir iglesias, palacios, castillos y puentes, por lo que gozaban de privilegios especiales, recibían muy buena paga por su trabajo, tenían derecho a viajar por los países de Europa, a reunirse en sesiones secretas y no pagaban impuestos, ni al estado, ni a la Iglesia. Sabemos muy poco de ellos, porque dejaron pocos testimonios escritos o, tal vez, porque la Iglesia los destruyó, por ser de pensamiento muy liberal. Durante la Edad Media fueron ellos, quienes levantaron las magníficas catedrales de estilo gótico, que perduran hasta nuestros días.

En esta novela un francmasón de origen alemán llega a trabajar en la construcción de la catedral de Burgos y decide dejar su historia para la posteridad. Así conocemos, tanto la forma cómo enfrentaban su trabajo, como su vida personal y sus relaciones con los representantes del poder terrenal y divino.

IdiomaEspañol
EditorialErwin
Fecha de lanzamiento14 jul 2023
ISBN9798223522478
El Secreto de la Catedral
Autor

E. R. Ramdohr

Nació el año 1952 en Santiago en el seno de una familia de clase media con un padre abogado y una madre corredora de propiedades. Cursó la enseñanza primaria y secundaria en el Colegio Alemán de Santiago.  Desde muy chico fue un asiduo lector, tanto en español como en alemán. Estudió luego, desde 1971, en la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Chile, obteniendo el año 1978 el título de arquitecto. Se casó el año 1975 a los 22 años con María Soledad Silva, con quien permanece casado desde esa fecha, habiendo tenido 5 hijos a los que educó en colegios de habla alemana. Con su esposa formaron el año 1979 la Empresa Constructora Ramcon Limitada, la que dirigió hasta el año 2015. Para ponerse al día con las tecnologías aprendió, primero, programación computacional, más tarde dibujo asistido por computador (autocad) y finalmente la versión más moderna de los sistemas BIM, Revit. También hizo cursos de administración de empresas y negocio inmobiliario. Desde los tiempos colegiales siempre tuvo habilidad para la escritura, tanto como para la redacción de ensayos. El año 2005, tardíamente, se decidió emplear su capacidad para escribir una novela, la que sería precursora de otras tantas que tiene escritas hasta esta fecha. El año 2015 decidió cerrar su empresa y dedicarse exclusivamente a su tarea como escritor. Con tal motivo se incorporó al taller literario de Gonzalo Contreras, siendo ésta la segunda experiencia de este tipo, después de haber estado antes con Carla Guelfenbein. El año 2016 hizo en la Facultad de Letras de la Universidad Diego Portales un Diplomado en Escritura Creativa, graduándose con nota 7. Además, hizo un curso virtual de Lectura Profesional dictado por la Asociación de Escritores de España. Habiéndose interesado en la novela histórica, el escritor ha hecho exhaustivas investigaciones en torno a la historia de Chile y ha participado en dos seminarios dictados por la Universidad San Sebastián relativos a los tiempos de la Colonia y de la Independencia.

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    El Secreto de la Catedral - E. R. Ramdohr

    E. R. Ramdohr

    EL SECRETO DE LA CATEDRAL

    Masones construyen en Burgos

    A.D. 1221

    Novela Histórica

    PRÓLOGO

    Hace poco tiempo tuve la suerte que cayera en mis manos un libro escrito en el siglo XIX por el masón alemán J. G. Findel, el cual está referido a la historia de la masonería moderna, tal como la conocemos hoy, aquella que apareció en el siglo XVIII.

    En su parte preliminar informa, con mucho conocimiento de causa y muy bien documentado sobre las logias de los ‘masones operativos’ que habían vivido en el tiempo de las catedrales góticas en Europa y que tenían prácticamente el monopolio en la erección de dichos templos.

    En él se menciona cómo esos profesionales de la construcción formaban parte de una gran confraternidad que se extendía por toda la Europa occidental, cómo preservaban su arte en secreto y cómo se trasladaban de un país a otro para participar en las monumentales obras.

    En ese contexto, revela que, en la construcción de la catedral de Burgos, España, participaron masones de origen alemán, lo que me motivó a escribir esta novela, para dar a conocer a mis lectores cómo se desarrollaba una obra de esa naturaleza y cuál era la función que estos cumplían.

    En mi larga investigación en múltiples fuentes, pude observar que muchos de quienes han escrito sobre esta materia, no han sido conocedores del rubro, por lo que se han transmitido errores garrafales que, aparentemente, nadie ha cuestionado. Como ejemplo puedo mencionar un dibujo de un hombre acarreando solo una gran piedra, que podría pesar no menos de 200 kilos, algo imposible. Gracias a que soy arquitecto titulado y que tuve por casi 40 años una empresa constructora, he podido comprender con mayor fidelidad aquella información.

    He sido totalmente fiel a la información recibida y a los sucesos históricos de aquel tiempo, que involucran al rey Fernando III el Santo, su mujer, Beatriz de Suabia y al hijo de ambos, quien fuera el destacadísimo rey Alfonso X el Sabio.

    El Autor

    [Todos los nombres de personajes y obras escritos en itálica son auténticos]

    = EL PAÍS =

    La caída de una estatua de la catedral de Burgos, evidencia su deterioro

    La Junta adopta medidas de urgencia

    MIGUEL CALVO

    Burgos – SAB 13 AGO 1994 - 00:00 CEST

    La estatua, una figura de San Lorenzo del siglo XVII, cayó al suelo desde una altura de unos 40 metros, hacia las 19.30 horas del pasado viernes. Estaba adosada al cuerpo de la torre a través de una peana, mediante un mecanismo de hierro y plomo reforzado con yeso. La caída al suelo de una estatua de piedra, de, dos metros de altura y 400 kilos de beso[sic], desde la fachada de la torre norte de la catedral de Burgos, ha puesto en evidencia el deterioro que sufre este templo gótico. El consejero de Cultura de la Junta de Castilla y León, Emilio Zapatero, anunció ayer la adopción de medidas urgentes para evitar nuevos desprendimientos.

    La estatua, una figura de San Lorenzo del siglo XVII, cayó al suelo desde una altura de unos 40 metros, hacia las 19.30 horas del pasado viernes. Estaba adosada al cuerpo de, la torre a través de una peana, mediante un mecanismo de hierro y plomo reforzado con yeso. Los técnicos de la Junta de Castilla y León realizaron ayer una primer a inspección ocular, dificultada por el acceso a estos elementos de piedra. La próxima semana se colocarán andamios en toda la fachada principal para estudiar el grado de deterioro de las estatuas y otros elementos ornamentales, que, servirá además de protección.

    ***

    EL CORREO DE BURGOS

    Cuando San Lorenzo salvó la Catedral

    El próximo lunes 12 de agosto se cumplen 25 años de la caída de la imagen de san Lorenzo de la torre norte de la seo. Este suceso, que conmocionó a la ciudad, supuso un punto de inflexión en la restauración del templo burgalés.

    Alberto Marroquín

    5 de agosto de 2019, 7:30

    El tiempo, con el desgaste de su lentitud, fue marchitando la rosa de piedra. Sin apenas darse cuenta decenas de generaciones de burgaleses han coexistido con un cuerpo vivo en constante transformación en el corazón del centro histórico. Y los años no pasan en balde ni para la robusta piedra caliza de Hontoria, ese magnífico material que compone el armazón de la Catedral y algunos de los edificios más emblemáticos de la ciudad."

    …tuvo que ser la caída en pleno verano de una escultura de más de 300 kilos de peso la que salvara de la ruina a la Catedral de Burgos. El arzobispo Santiago Martínez Acebes, el presidente del Cabildo, Ramón del Hoyo, y el mítico —en esta ocasión no es gratuito el epíteto— sacristán Julián Pérez no ocultaron su enorme desazón y advirtieron que aquella desgracia era una señal del cielo. O un grito de dolor que emergía desde lo más profundo del alma del templo capitalino.

    Eran cerca de las 8 de tarde cuando la escultura del santo nacido en Huesca se desprendió de la torre norte y se desplomó al vacío, golpeando en su caída un pináculo y afectando al tejado de la capilla de Santa Tecla. Hasta el día siguiente muchos burgaleses no conocieron la noticia.

    La repercusión social y mediática que obtuvo la imagen de san Lorenzo fracturada en mil pedazos en el suelo de la plaza de Santa María hizo que el Ayuntamiento, la Junta de Castilla y León y el Ministerio de Cultura aunaran esfuerzos con el Cabildo y el arzobispado para poner en marcha la curación total de una de las grandes joyas del gótico europeo. También hay que reseñar que varias entidades privadas se unieron a la causa en el programa de mecenazgo, especialmente algunos bancos y cajas de ahorro.

    "Tras varios años de trabajo y estudio, se presentó en 1997 el Plan Director de la Catedral de Burgos, que fue elaborado por los arquitectos Félix Adrián Díez y José Manuel Álvarez Cuesta. A partir de este documento, y gracias a la extraordinaria labor de cientos de personas y varias empresas de restauración durante más de dos décadas, se ha devuelto la luz al principal templo de la Caput Castellae.

    ***

    1

    Ese viernes de agosto de 2020, Martín había despertado malhumorado por el insoportable calor de la noche burgalesa. Se había dado cien vueltas en la cama y la proximidad de Susana lo incomodaba. Por tal motivo se había ido a dormir a la sala sobre el diván.

    El joven arquitecto solo había bebido una taza de café negro esa mañana y luego había cogido el coche para llegar hasta el centro histórico de la ciudad. Aparcó donde siempre y caminó los doscientos metros hasta la catedral. Antes de entrar en ella, tal como lo hacía todos los días, se detuvo en su caminar, tan pronto pudo ver toda la majestuosidad que irradiaban los dos torreones rematados con las agujas construidas por Johan de Colonia en el siglo XV. Qué suerte he tenido de conseguir este curro, pensó.

    Bastó que llegara a las enormes puertas del templo, para que se le acercara, con cara intrigante, su amigo Roberto, el capataz de limpieza y aseo, vestido, como siempre, con el infame uniforme de trabajo con mono, zapatones de seguridad y chaleco reflectante. Por muy delgada que fuera la tela, en esos días de verano la tenida era insoportable.

    —Ven a ver algo que te va a llamar la atención —le dijo muy agitado, mientras enfilaba hacia la escala, que permitía llegar a la altura del andamiaje, montado en el costado oeste del transepto norte.

    Martín lo seguía desganado, ¿qué podía ser tan sorprendente?, se preguntaba, mientras Roberto ya se estaba encaramando por la tortuosa escala de hierro cincado para subir los altos peldaños hasta la plataforma instalada para revisar, reparar y limpiar los vetustos muros de piedra caliza. Llegado arriba, caminó rápido, sorteando la manguera de vapor y al operario que la sostenía. A dos metros de la columna mayor del crucero se detuvo, levantando el brazo.

    —Mira aquí —le dijo a su superior, mostrándole con el dedo una piedra cuadrada de más o menos 30 por 30 centímetros ubicada a metro y medio de altura sobre el andamio. Tenía una cruz marcada con un lápiz de carpintería.

    Martín observó con detención y no vio nada raro en ella, la consideró igual a todas las que la rodeaban.

    —Golpéala —dijo Roberto.

    Se acercó y la golpeó con el nudillo de su dedo medio. Se sorprendió. Golpeó la piedra del lado, era muy distinto el sonido.

    —Parece hueco —le dijo a Roberto—, ¿quién lo descubrió?

    —Mohamed la golpeó por casualidad con la manguera y le pareció extraño.

    —¿Intentaron sacarla?

    —No, Martín, te estábamos esperando para ello.

    —Ve a buscar un cincel delgado, una llana y un martillo, te espero aquí —le dijo, mientras observaba a Mohamed, seis metros más allá, aplicando vapor para limpiar los sillares

    ¹.

    Roberto tardó unos minutos en volver y Martín sentía que la curiosidad lo carcomía por dentro. Tres veces golpeó la piedra, tratando de adivinar qué podría haber en su interior. ¿Oro, reliquias?

    —Ya —dijo Roberto a sus espaldas—, muévete un poco.

    Se giró y se corrió para que este pudiera acercarse a la piedra. Insertó el cincel en la juntura y lo golpeó con el martillo. Saltó afuera una fina arenilla gris. Siguió con el mismo proceso en los cuatro lados y luego hizo palanca con la llana en uno de los costados.

    —¿Se suelta? —preguntó Martín.

    —Poco… —respondió, mientras seguía aplicando fuerza—, parece que está cediendo…, ahora…, sí, sujétala tú para que no caiga.

    Martín se aproximó y cogió la piedra, que parecía estar cediendo. Cuando la tuvo en sus manos se sorprendió, era una plancha de no más de unos cuatro centímetros de espesor. Levantó la vista y vio la oquedad oscura. Puso la piedra sobre el piso de hierro perforado y sacó el móvil del bolsillo, le encendió el foco e iluminó el interior. Parecía no haber nada allí, pero entonces vio lo que parecía ser un simple cuadernillo. Lo cogió con sumo cuidado y lo extrajo.

    Era del tamaño de los cuadernos escolares, de un pergamino parduzco con letras escritas con tinta negra, las que él no supo identificar.

    Roberto lo observaba lleno de expectación y trataba de leer, pero, por supuesto, no entendía nada.

    —Acompáñame —le dijo Martín—, lo voy a escanear en la impresora de mi oficina, después lo volvemos a poner donde estaba y entonces llamaré a don Enrique, el historiador a cargo. Qué él lo descubra.

    —¿Será nuestro secreto? —preguntó Roberto, sonriendo con sarcasmo.

    —Sí, al menos por ahora —respondió Martín.

    Los dos se encerraron en el despacho de Martín en uno de los containers, que se habían instalado en la Plaza de Santa María. La tarea no era nada fácil, ya que tenían que abrir las páginas, cuidando de que no se fuera a soltar el empaste con hilo negro. Por lo menos una hora estuvieron en ello, lo que los fue poniendo cada vez más nerviosos. Los dos se sentían como delincuentes, pero, al mismo tiempo, estaban llenos de emoción por su acto indebido. Ambos trataban de imaginar en qué consistiría su pequeño tesoro histórico. Tan pronto terminaron el escaneo de las incontables hojas, que quedaron en un solo archivo de pdf, Martín cerró el librillo, envió el archivo al correo de Roberto y luego volvieron a subir, ocultando su descubrimiento bajo la camiseta. Nadie les prestó atención.

    Una vez colocado en su sitio y repuesta la piedra en su lugar, Martín cogió su móvil y llamó a don Enrique.

    —¡No toquen nada! —le espetó este desde el otro lado de la línea—, voy de inmediato para allá.

    *

    Una hora más tarde, en presencia del arzobispo Santiago Martínez Acebes, el presidente del Cabildo, Ramón del Hoyo, el sacristán Julián Pérez, el historiador Enrique Mejías, tres periodistas de El País, El Correo de Burgos y El Mundo y, desde luego, la cámara de RTVE, Martín tuvo que hacer la parodia de, primero, golpear la piedra y su aledaña para hacer notar la diferencia y luego, retirarla, con gran dificultad.

    Los asistentes trataban de acomodarse en el estrecho andamio metálico para no perderse nada de lo que iba sucediendo. El camarógrafo de la Televisión Española era quien, con el mayor descuido, introducía su enorme cámara entre las cabezas de los demás.

    Martín se hizo a un costado, sosteniendo la piedra de más de 10 kilos, y don Enrique introdujo la mano para recoger lo que allí hubiera.

    —¡Alto, señor! —lo detuvo el arzobispo Martínez—, creo que es mi derecho, como representante de la Iglesia, coger, como primero, lo que allí se encuentre.

    —¡No, monseñor! —saltó, a su vez, el presidente del cabildo—, vos sabéis que las catedrales son patrimonio de la nación, a mí, como representante del poder civil, me corresponde.

    —Me disculparéis, señores —dijo sonriente el historiador—, no vamos a crear aquí un conflicto entre los poderes terrenal y divino, seré yo, como encargado oficial del patrimonio, quien recoja lo que sea que esté allí.

    Y continuó entonces con lo que ya había iniciado, teniendo mucho cuidado sacó, lo que no fue ningún tesoro valioso, sino un simple cuadernillo, se giró, lo sostuvo en sus manos y lo mostró a todos los demás. Hubo un gesto de desilusión en todos los rostros, en particular del arzobispo.

    —La carátula está escrita en latín, señores —dijo entonces lleno de orgullo por su conocimiento—, y es latín medieval, el que fue considerado ‘lingua franca’ en aquel tiempo. Solo logro entender la palabra caementarius, que identificaba a los masones. Más, no puedo deciros por ahora, ya que yo he aprendido latín clásico, no este, lleno de modismos godos. Algún experto tendrá que traducirlo.

    —¡Nosotros nos haremos cargo! —exclamó el arzobispo muy alterado y estiró su mano para recibir el librillo. Debe haber pensado que, fuera lo que fuera, era preferible que la Iglesia lo tuviera bajo su ojo avizor.

    —Lo siento, su Ilustrísima —lo frenó don Enrique, recogiendo rápidamente sus manos—, vos sabéis que es el Ministerio de Cultura, el que debe ocuparse de esto. Con gusto os daremos una copia del documento, la que deberá hacerse con extremo cuidado para no dañarlo.

    Roberto observaba la escena desde detrás de los otros y solo podía sonreír capciosamente, mientras ellos se disputaban un derecho que él y su jefe ya habían violado. La palabra caementarius le quedó dando vueltas.

    *

    Esa misma tarde, después de terminada la jornada, Martín y Roberto se fueron caminando hasta el Mesón del Cid, donde solían reunirse todos los viernes para beber unas cervezas y sostener largas pláticas, antes de que el primero tuviera que partir a casa donde su mujer.

    —Suerte la tuya, que sigues soltero —dijo Martín con una sonrisa tristona—, no es que me queje, pero a veces echo de menos esa libertad que tenía antes.

    —Yo no vendo mi libertad, ni por todo el oro del mundo —respondió Roberto—, el casorio no está en mis planes.

    —¿Hijos, tampoco?

    —Ni por nada, un hijo te amarra de por vida, yo quiero moverme sin barreras. Terminado este trabajo habré reunido lo suficiente para viajar a Australia.

    —Cómo te envidio —dijo Martín dándole un sorbo a su cerveza—, yo ya estoy en el calabozo, tengo mujer, hijo y deuda hipotecaria.

    —Estás clavado a la cruz, tío, tal como el Cristo en la catedral.

    —Al menos en esto me siento bienaventurado —contestó Martín, después de beber otro trago—, yo me imaginaba sentado en un taller de arquitectura, diseñando baños para edificios hasta que me permitieran trabajar en alguna fachada. Haber conseguido este curro es magistral, estar a diario en contacto con las maravillas que se construyeron a mano en aquel tiempo, me levanta el espíritu.

    —Sí, es asombroso…

    —¿Has pensado alguna vez que una de esas piedritas de los muros pesaba como 100 kilos? —dijo Martín—, ¿cuántos kilos levantas tú?

    —Treinta a lo más, lo que pesa un balde de pintura.

    —¿Viste?, ahora piensa en subir una piedra de esas hasta los 15 metros de altura.

    —Suena impresionante —sonrió Roberto, pensando por primera vez en ello.

    Los dos callaron durante un instante y bebieron de sus altos vasos de Mahou bien helada.

    —Ya, olvidémonos de eso, ¿vale? —dijo Martín—, ¿no te intriga saber qué dirá en el cuaderno que encontramos?

    —Mi papá es masón —comentó Roberto, casi como avergonzado—, no como los de aquel tiempo, los caementaruis, por supuesto, pero él dice que la Orden Masónica proviene de esos artesanos que labraban la piedra.

    —Tú te encargas entonces, mándale el archivo y pregúntale si conoce a alguien de su grupo que sepa latín.

    ***

    2

    Emeterio, don Emeterio, como lo conocían todos en el barrio, un hombre mayor, bajo, de pelo cano, cerca de los 70, eterno profesor universitario, un hombre tranquilo, que sonreía a todo el mundo, llegó ese día domingo muy alterado de vuelta a su casa.

    El día anterior había recibido una llamada, que contestó en su antiguo teléfono, no tenía móvil. ¿Para qué, si nadie lo llamaba nunca? Con el correo electrónico en su laptop le bastaba.

    —¿Hola? —dijo a la bocina negra.

    —Buenas tardes, querido hermano —le dijo Francisco, Paco, su buen amigo, le había reconocido su voz de inmediato.

    —Paquito querido —le respondió—, qué gusto de escucharte, ¿va todo bien?, ¿Martuca?

    —Bien, bien, mi querido amigo, te llamo, porque tengo en mis manos algo que te va a impactar y que puede causar tu felicidad por los próximos 30 años.

    —Bromista…, ja, ja, 30 años. ¿De qué se trata?

    —Un texto del 1200, masones, ¿capisci? Mañana te espero a almorzar, haré una paella, viene Roberto, él nos podrá informar más. Por ahora te mandaré al correo un mensaje de él, disfrútalo y prepárate.

    Minutos después, cuando terminó de tomar el té de la tarde, Emeterio revisó su correo y descubrió el ya anunciado:

    Querido papá

    En circunstancias muy particulares descubrimos con mi jefe, en la Catedral de Burgos, un documento que, al parecer data de 1248 y que, probablemente puede interesarles en tu logia. Según indicó un historiador, aparece ahí la palabra ‘caementarius’, que, según él, se refería a los masones de esa época.

    Van a tener que encontrar a alguien que sepa traducirlo del latín, lo que parece difícil.

    Mantén esto en absoluto secreto, al menos por un tiempo, ya que lo copiamos sin autorización oficial.

    Te quiero

    Roberto

    Había sido en ese momento, en el cual su habitual calma había desaparecido. Había releído el correo varias veces y tratado de imaginar cómo sería el documento que se mencionaba, qué diría en él, si sería auténtico.

    —¡Dios!, que me has dejado intrigado, Paquito —se había dicho en voz alta—, ja, creerán que he enloquecido, pero, ¿qué importa?, ya no está aquí mi Carmencita, que era la única que me podía escuchar.

    *

    Y, efectivamente se había acicalado esa mañana sabatina, lleno de apuro, para ir en su viejo coche hasta Los Tomillares a la fabulosa casa de su amigo Paco. Por lo general le disgustaba tener que salir fuera del radio histórico de Burgos, conducir no le causaba ningún agrado, pero esta circunstancia tan especial lo ameritaba.

    Paco, Martuca y Roberto lo recibieron con el afecto de siempre, mal que bien, conocía a ambos desde hacía 40 años y al chico desde su nacimiento. Él tenía varios años más que Paco y había estado presente cuando lo iniciaron en su logia.

    —Apura la causa, Paquito —le dijo tan pronto se sentaron en el living y le recibió una copa de un verdejo muy helado—, estoy completamente en ascuas desde ayer.

    —Es lo que me suponía, Eme —sonrió con cierta malicia su amigo—, que estarías como un león enjaulado.

    —¿Y por qué no me mandaste el archivo ayer mismo, zopenco?

    —Porque me habría privado de verte y de observar cómo se ensancharán tus ojos cuando veas el documento.

    —Está todo en un archivo con formato pdf —dijo entonces Roberto—, todo el cuaderno.

    —Cuéntame, ¿dónde lo encontraron? —preguntó Emeterio lleno de agitación.

    Roberto se vio obligado a contar con pelo y detalle toda la circunstancia que había vivido con Martín en la catedral. Mientras hablaba, caminó hasta su dormitorio de siempre y trajo su notebook a la sala. Se sentó en el sofá grande con su padre y don Emeterio a ambos lados. La mamá había desaparecido en la cocina.

    Cuando Roberto puso en pantalla la carátula, Emeterio la observó durante largo rato y comprobó que la extraña palabra ‘caementarius’ estaba efectivamente ahí. Creyó identificar lo que podría haberse entendido como el nombre del autor:

    Magister Caementarius Conradus de Kempten

    Annus Dei MCCXDVIII

    Burgos

    —¡Virgen Santa! —explotó Emeterio—, quiero ver más.

    Roberto le fue presentando diversas páginas, que Emeterio trataba de leer, pero que no lograba entender del todo.

    —Eso es lo que tiene el latín medieval —comentó—, los godos fueron introduciendo palabras propias, que lo deformaron mucho. Incluso se encuentran palabras moras en él.

    —Bueno, amigo —dijo Paco—, tienes una larguísima y bella tarea por delante.

    *

    Ahora, después del extendido y muy regado almuerzo, había llegado a casa expectante, se fue en el acto a su computador y abrió el correo. Sonrió, allí estaba el mensaje de Roberto con el archivo adjunto. Una vez más se introdujo en muchas de las páginas, las que solo observó durante instantes, ya que supo con certeza que tendría que recurrir a su ingenio y a diccionarios especializados para identificar esas palabras de raíz germana, que no estarían en ningún diccionario. ¡Maravilloso! Al día siguiente se daría el trabajo de imprimir todas las hojas, solo así podría revisar con su gruesa lupa todos aquellas palabras manuscritas de tiempos remotos.

    ***

    3

    Mientras daba cuenta de un buen desayuno, la impresora de sobremesa expulsaba, una tras otra, las páginas del archivo. Entonces, tan pronto terminó de beber el café, Emeterio ordenó las hojas y luego se acomodó en su silla habitual para comenzar a trabajar cuanto antes. Junto a su notebook había depositado un grueso diccionario de términos germánicos, el diccionario latín-español y su enorme lupa. Entonces, con sigilo, como si hubiera estado haciendo algo prohibido, revisó desde arriba hasta abajo la página de portada y comenzó a teclear en un archivo de Word:

    TESTIMONIO DE MI VIDA

    COMO MAESTRO MASÓN PERTENECIENTE A LA

    LOGIA DE SANTA MARÍA DE BURGOS

    Magister Caementarius Conradus de Kempten

    Annus Dei MCCXXV

    Burgos

    Enseguida pasó a la página siguiente y siguió traduciendo. Cada vez que se encontraba con dificultades, abría sus gruesos almanaques o consultaba en el internet. Así, paso a paso, con mucha lentitud, fue avanzando en la traducción:

    -- INTRODUCTIO --

    Dios, Creador de todas las cosas, dame la gracia de rogarte bien, después hazme digno de ser escuchado y, por último, líbrame, Dios, de incurrir en errores involuntarios.

    Algunos años antes de morir, mi suegro y hermano de logia, Gottfried von Bingen, me sugirió dejar este testimonio, para que nuestros descendientes puedan saber cómo se desenvolvieron nuestras vidas ofrendadas a nuestro Señor y cumpliendo sin claudicar su voluntad de construir en esta, nuestra Tierra, la gran casa de Dios.

    —Conrad, querido hermano —me dijo él un día, después de haber agradecido el pan nuestro de cada día—, tú fuiste favorecido por Jesucristo con el don de la palabra, lo que no es corriente en nuestro medio. No obstante que las reglas de nuestra orden nos obligan a mantener el secreto sobre nuestros conocimientos y nuestra actividad consagrada al Señor, no nos obliga a callar respecto de nuestras vidas.

    —No sé a dónde vas con tus palabras, Gottfried —le respondí intrigado.

    —Tú nos has dado muestras de tu sapiencia en el escribir, has escrito nuestras cartas al obispo y al rey, has escrito nuestros discursos para los eventos especiales, yo creo que tú deberías escribir un testimonio sobre tu vida para que los hijos de los hijos de los hijos de los miembros de nuestra hermandad sepan cómo fueron nuestras vidas.

    —¿Qué afán puede tener el contar sobre nuestras vidas, Gottfried, toda vez que las vidas de ellos serán iguales a las nuestras, siempre subordinadas a la voluntad del Señor?

    —Eso no lo podemos saber, querido Conrad, tú ves que los infieles mahometanos se introdujeron hasta las barbas mismas de los reyes de Castilla y que, con suma dificultad los han podido ir relegando. ¿Qué certeza podemos tener de que no lleguen otros apóstatas que hagan peligrar el dominio de nuestro Dios?

    —¿Tú crees, Gottfried, que pueda haber en esta tierra un poder superior al de nuestro Señor, que pueda amenazar su existencia?, ¿no te parece que esa es, en rigor, una herejía?

    —No me malinterpretes, querido hermano, tú conoces bien mi fidelidad a Jesucristo, nuestro Señor. No es eso lo que yo creo ni deseo, pero la forma cómo nosotros entendemos a Dios y lo honramos puede sufrir cambios, ve tú ahí los valdenses en Lyon, los arnaldistas, seguidores de Arnaldo de Brescia, los petro-brusianos, seguidores de Pedro de Bruys, los enricianos, de Enrique de Lausana y los albigenses o cátaros en el Languedoc. Todos ellos se dicen los únicos puros, tan así que ofenden al entendimiento y la veracidad de nuestra Sacra Iglesia Católica Romana y su representante máximo, el Papa.

    —Está bien, suegro —le dije un poco preocupado por el rumbo que estaba tomando nuestra conversación—, lo que tú me sugieres, es que escriba un testimonio sobre nuestras vidas. Me parece bien, lo haré y lo seguiré escribiendo hasta que mi vejez me lo impida,

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