ROMA EL PAPADO DE JULIO II
NADA HABÍA HECHO PERDER SU CARÁCTER DE GRAN CIUDAD A ROMA EN EL SIGLO XVI. De su pasado imperial solo quedaban ruinas que enardecían el espíritu de los nuevos artistas o que, sencillamente, servían ya para abastecer a los molinos alzados en la llanura del Foro que obtenían cal para las nuevas edificaciones. De poco sirvió la bula Cum Alman Nostram Urbem, con la que en 1462 Pío II inició la era de la arqueología para frenar el expolio sistemático de los viejos monumentos porque su sucesor no tardaría en derogarla.
UNA CIUDAD ABANDONADA
El Coliseo, semihundido, venía sirviendo para estabular el ganado, cuando no para dar cobijo a una población marginal entre sus gradas y vomitorios. Su revestimiento de mármol hacía años que había desaparecido para otorgar esplendor a los nuevos palacios y apenas parecía una montaña de toba y travertino sobre la que crecía la hierba.
También los arcos triunfales, que hoy tantos nos sorprenden, estaban enterrados hasta la mitad, y las huertas y fincas de los nuevos moradores se adentraban entre las ruinas de la ciudad antigua como en una prolongación más del espacio doméstico. En aquella época de feliz reencuentro con el pasado también habían sido descubiertas por casualidad las "grutas" en la colina del Esquilino, que eran en realidad las salas y cuyo estanque fue convertido en suelo público por el emperador para edificar el Coliseo.
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