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El armario de los filósofos
El armario de los filósofos
El armario de los filósofos
Libro electrónico260 páginas5 horas

El armario de los filósofos

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"¿Puede ser la vestimenta una categoría fundamental para el pensamiento?
Centrándose en escenas de sugerente coexistencia entre moda y filosofía,
Ángel Álvarez problematiza la actitud «filosófica» acerca de la moda, el
vestido y la apariencia física para confeccionar una narrativa que teje el
hilo perdido entre moda y filosofía moderna. De la continuidad conceptual
entre vestimenta, cuerpo y pensamiento en la filosofía contemporánea
hasta las luchas reivindicatorias del tiempo presente, El armario de los
filósofos sostiene una relación originaria entre el vestir y el pensar: nos
arropa con la idea de que el cuerpo que piensa debe reflexionar sobre los
alcances de un cuerpo que viste; alcances que, como veremos a lo largo
de estas páginas, termina por constituir una condición de posibilidad y un
lugar privilegiado para el pensamiento."
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 ago 2023
ISBN9789566203322
El armario de los filósofos

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    El armario de los filósofos - Ángel Octavio Álvarez Solís

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    Registro de la Propiedad Intelectual Nº 2023-A-5759

    ISBN: 978-956-6203-31-5

    ISBN digital: 978-956-6203-32-2

    Imagen de portada: Sylvia Palacios Whitman, Negatives, 1980. Fotografía de Nathaniel Tileston, © The Estate of Nathaniel Tileston.

    Diseño de portada: Paula Lobiano

    Corrección y diagramación: Antonio Leiva

    © ediciones / metales pesados

    © Ángel Octavio Álvarez Solís

    E mail: ediciones@metalespesados.cl

    www.metalespesados.cl

    Madrid 1998 - Santiago Centro

    Teléfono: (56-2) 26328926

    Santiago de Chile, julio de 2023

    Impreso por Salesianos Impresores S.A.

    Diagramación digital: Paula Lobiano Barría

    Índice

    Prólogo

    I. El vestido de los modernos

    El sastre melancólico

    Paleontología de la moda

    Teología del vestido

    El armario de los filósofos

    La razón vestimentaria

    El abrigo de Marx

    II. Las prendas de lo contemporáneo

    Poéticas de lo nuevo

    Fisiología del vestido

    Espacios de aparición

    Queering the clothes

    Tratado de la izquierda elegante

    El comunismo de los estilos

    Bibliografía

    Agradecimientos

    A Ingrid, por embarcarte conmigo de múltiples formas

    A nuestra Eirene, por la risa que nos regaló futuro

    Prólogo

    La imagen física de los filósofos no siempre coincide con la vestidura de su pensamiento. Diógenes de Laercio relató, acerca de Diógenes el Cínico, que para pertenecer a la secta del perro bastaba con portar un bolso de cuero, un abrigo blasonado y un bastón: un zurrón, un tabardo y un cayado. Previamente, un siglo antes, el vestido del filósofo seguía siendo un objeto de disputa filosófica. Máximo de Tiro, el neoplatónico que intentó convencer a la juventud acerca de la continuidad entre poesía y filosofía, pronunció varias disertaciones en la Roma del emperador Cómodo. Aunque solo se conservan cuarenta, las disertaciones exponen los temas más variados, como la vida buena, el sueño, el honor de los dioses y la ropa de los filósofos. Máximo de Tiro cuenta que la imitación de la vestimenta de los filósofos era tan común en los discípulos y aprendices de sabio, que rápidamente comenzó a ser una moda entre las elites romanas. No se equivocó en su juicio: la moda y la filosofía no son mutuamente excluyentes. Los filósofos pueden tener buena apariencia física y la filosofía puede ser un objeto de moda. Sin embargo, el filósofo neoplatónico alertó a los jóvenes de la época que no es suficiente tener la imagen de filósofo para ser un filósofo. No basta caminar con bastón para ser un Diógenes, vestir de púrpura para calcular como Pitágoras, portar un escudo militar para narrar como Jenofonte, ni emular a un pordiosero para ser un Sócrates; por el contrario, para parecer filósofo se necesita ser filósofo.

    ¿Qué condiciones cosméticas se necesitan para ser filósofo o filósofa? ¿Por qué la filosofía clásica distingue entre el ser y el parecer como si fuesen dos escalas ontológicas totalmente inconmensurables? ¿Puede la vestimenta ser una categoría fundamental para el pensamiento? La respuesta de Máximo de Tiro es precisa, aunque cargada de desgracia platónica: para ser filósofo no se necesita un cuerpo que vestir, acaso un alma que cuidar. «Hay que examinar al filósofo no por su aspecto, edad y situación, sino por su entendimiento, su discurso y la preparación de su alma, únicos criterios por los que se elige a un filósofo. Los demás aspectos que dependen de la fortuna se asemejan al vestuario de los dramas dionisíacos»¹. Máximo de Tiro olvidó que, como enseñaron los viejos sofistas, la palabra es el primer vestido del humano.

    El armario de los filósofos es un ensayo que afirma la importancia filosófica de la vestimenta. Contra la imagen platónica que otorga prioridad normativa al alma sobre el cuerpo, el ensayo sostiene que un cuerpo que viste es igual de importante que un alma que piensa. Los cuerpos son cubiertos por nombres, telas y vestidos. Un cuerpo vestido es filosóficamente relevante en la medida que pregunta acerca del modo en que el humano aparece en el mundo. Un mundo donde los animales, las plantas y minerales están vestidos de pieles, hojas y materia viva. Por tal motivo, El armario de los filósofos rechaza el puritanismo filosófico que sostiene que lo determinante de la especie humana es el pensamiento y, contracorriente, rastrea en los márgenes disciplinares las prácticas corporales y los hábitos sensibles de los filósofos, los rasgos de una filosofía de la vestimenta. El acto de vestir es un fenómeno originario. Los filósofos deben salir del armario de la razón y comenzar a pensar que son, antes que alma o intelecto, un cuerpo, un cuerpo vestido.

    El armario de los filósofos no emplea una exposición histórica ni un método filosófico exclusivo, ya que se nutre de escenas de pensamiento para ir confeccionando un argumento a favor de la relación originaria entre pensamiento y moda, entre filosofía y vestido. Antes que rastrear lo que han dicho los filósofos acerca de la moda, el ensayo problematiza la actitud «filosófica» de los filósofos respecto de la moda, el vestido y la apariencia física. Por consiguiente, el ensayo está dividido en dos partes. La primera parte, «El vestido de los modernos», cuestiona el vínculo perdido entre la moda y la filosofía moderna. La segunda parte, «Las prendas de lo contemporáneo», discute la continuidad conceptual entre la vestimenta, la moda y el cuerpo en algunas escenas de la filosofía contemporánea. La conclusión es provisoria: la filosofía de la moda es un modo de producción filosófica que incluye una teoría filosófica del tiempo presente y, al mismo tiempo, una filosofía del cuerpo vestido. La relación entre tiempo presente y cuerpo vestido es el hilo que se irá tejiendo con la ayuda de los filósofos y las filósofas que se atrevieron a hacer de la moda un objeto filosófico, riguroso y digno para el pensamiento.

    Última acotación. El libro que la lectora o el lector tiene en las manos es un libro de filosofía, pero no porque sea el comentario filológico de un autor o porque desarrolle argumentos trascendentales en favor del objeto de estudio, sino porque se trata de una voluntad de pensamiento. Una voluntad de pensamiento que no es ajena a la voluntad de forma, a la vocación de estilo. Por esta razón, la lectora o el lector están frente a un ensayo filosófico. Una escritura filosófica que considera que el ensayo es la forma que dispone la lengua americana para convertise en pensamiento universal. Una filosofía ensayística que no quiere llegar a conclusiones definitivas; antes bien, abrir preguntas insospechadas e iniciar un diálogo con los cuerpos colectivos. Por lo tanto, el ensayo no ofrece demostraciones o evidencias concluyentes, pues, como pensó Ortega, el ensayo es la ciencia sin la prueba explícita. El pensamiento es filosofía cuando es literatura en función ancilar.

    El sastre melancólico

    El hilo fantasma (Phantom Thread, 2017), de Paul Thomas Anderson, recuerda una verdad que los historiadores de la moda han olvidado: el sastre es el sujeto melancólico por excelencia. La melancolía del sastre, el signo de Saturno que cae bajo su sombra, reside en que, como un Sísifo que zurce una prenda en un deshilar eterno, está condenado a vestir a otros sin poder vestirse a sí mismo. Junto con su hermana Cyril, Reynolds Woodcock –el personaje principal de la película, representado por Daniel Day Lewis– es un sastre famoso, un modisto de alta costura que confecciona vestidos para la familia real, las estrellas de cine y las damas más egregias del Londres de los años cincuenta del siglo XX. Desde el inicio, la película instala un modo melancólico a partir de una sinuosa compulsión a la repetición: prolongadas escenas de tedio, la descripción de una neurosis generada por el trabajo meticuloso y calculado, la imagen de agotamiento de un artista que ya no encuentra razones suficientes ni para vivir ni para morir. Solo el trabajo lo salva porque la vida se le escapa. Reynolds no puede huir del sol negro de la melancolía sin plasmar en su trabajo la obsesión por la perfección estética. La perfección estética, una vez más, al servicio de la huida del mundo. Sin embargo, la fusión de la vida rutinaria de Reynolds con la vida monótona del sastre, una misma vida sin separación entre trabajo y existencia, cambia en el momento que conoce a Alma, una camarera fuerte y rústica, quien rápidamente se convierte en su amante y musa. En uno de los primeros diálogos del cortejo amoroso entre los personajes, encontramos uno de los misterios del hilo fantasma:

    Alma: Eres un hombre muy guapo. Debes estar rodeado de muchas mujeres hermosas. ¿Por qué no estás casado?

    Reynolds Woodcock: Hago vestidos.

    Alma: ¿No puedes casarte cuando haces vestidos?

    Reynolds Woodcock: Estoy seguro que nunca debía casarme. Soy un soltero confirmado. Soy incurable².

    El filme de P. T. Anderson, poderoso para pensar la relación entre matrimonio y veneno, o para imaginar el discurso amoroso como un tipo de pharmakón, transcurre entre el mundo de las telas y los encajes, los alfileres y los diseños dibujados bajo el confort de una taza de té de Lapsang. Aunque no es lugar para un análisis estético o sociológico de la película, lo relevante es que con independencia de la elegancia con la cual está manufacturado el filme, la obra de Anderson visibiliza algo que está presente en los primeros tratadistas sobre la moda: el vestido humano fue inventado para cubrir el pecado del mundo.

    Hace doscientos años, Charles Lamb –el ensayista inglés conocido por estimular la escritura del joven Coleridge en el Christ’s Hospital de Londres– anticipó el tópico sobre la melancolía de los sastres con un ensayo titulado On the Melancholy of Lallors (1823). En un ejercicio irónico al estilo del viejo Montaigne o del mórbido Luciano, Charles Lamb se preguntó sobre las causas dietéticas de la melancolía del sastre y cuestionó por qué, hasta el momento, ningún crítico había reparado en la melancolía profesional que acaece a los confeccionadores de ropa. La respuesta de Lamb, hiperbólica y satirizante, merece consideración absoluta:

    ¿No podría ser que la costumbre de usar ropa, que se remonta a la caída, y una cierta seriedad (por decirlo amablemente, ya que se trata de uno de los frutos más mortificantes de aquel desdichado acontecimiento), hayan sido ideadas con la intención de que quedaran grabadas en las mentes de toda esa raza de hombres a la que ha sido confiada la tarea de inventar el vestido humano, para preservar el recuerdo de la institución del vestido y servir como protesta permanente contra aquellas vanidades que habría de producir la absurda conversión de un memorial de nuestra vergüenza en un adorno de nuestras personas? Correspondiendo a esto, de alguna manera cabe señalar que se dice, en el lenguaje cabalístico de su orden, que el sastre que se sienta sobre una cueva o un sitio hueco siempre tiene ciertas regiones de melancolía abiertas bajo sus pies³.

    Sin duda, la explicación de Lamb posee una implicación filosófica profunda: la melancolía del sastre es ocasionada por instituir una transgresión antropológica: la vanidad vestimentaria. Desde el Génesis, el vestir es un acto pudendo. Vestir es un acto de vanidad para cubrir el acto de la deshonra originaria. Solo se cubren los que tienen algo que esconder. Solo se visten los que tienen razones suficientes para avergonzarse de su cuerpo. Contra la impiedad de la piel desnuda, el vestido recuerda la mancilla de los primeros padres y permite decir al profeta Sofonías que la moda consiste en arropar el pecado original. Cubrirse con un atuendo extraño, portar prendas indebidas es propio de los pecadores que «visten con vestido extranjero» (Sofonías, I: 8). La moda es entonces una extrañeza teológica, un recuerdo textil de la falta originaria, una vanidad de vanidades en la que se olvida la mirada divina. La melancolía de la moda es una pasión alegre ocasionada por una acción triste. La vestimenta es el recuerdo más arcaico que dispone la humanidad para asumir que Dios los ha abandonado.

    La conjetura que hilvana este compuesto textil es que, precisamente, el rechazo filosófico por la moda y la poca preocupación conceptual por la vestimenta tiene un origen teológico. La filosofía y la teología comparten este diferendo originario porque ambos saberes piensan con cuerpos desnudos. En este sentido, la filosofía no es ajena a las consideraciones religiosas sobre la moda o el atuendo. No es extraño, por lo tanto, que la moda sea uno de los fenómenos modernos que causa mayor repulsión a la filosofía académica. La filosofía de la moda es así una derivación impura, bastarda, ilegítima. Aunque han existido algunos filósofos de la moda, un filósofo que se preocupa por un objeto como la vestimenta o la apariencia física está destinado al destierro del campo, al éxodo disciplinario, al ostracismo intelectual.

    No obstante, la antimoda es un fenómeno propiamente filosófico con profundas raíces históricas, teológicas y políticas. ¿Cuándo o dónde localizar este arcano filosófico contra la vestimenta? La escena originaria del rechazo a la moda está ubicada, como no podría ser de otra manera, en Atenas. En la ciudad marítima del pensamiento antiguo antes que la tierra santa de Jerusalén. Según anotó el maestro de retórica Claudio Eliano, Sócrates reprendió fuertemente a Jantipa, la más odiosa de las esposas según el Banquete de Jenofonte, porque no llevaba consigo la prenda acostumbrada en la Atenas del siglo V: el Himatión. No portar tal prenda era motivo de escándalo filosófico: «Xantipe desdeñando a tomar el manto de su marido para asistir a una fiesta: Tú no sales para ver, entonces, dijo Sócrates, sino para que te vean»⁴. Que Jantipa esté más preocupada por su apariencia física y menos por cumplir con los mandatos sociales de las fiestas religiosas prueba, con la distancia histórica suficiente, que la filosofía en su origen también ha sido sospechosa de la defensa cosmética de la vestimenta. Necesitamos volver a Jantipa. Necesitamos quitar los hábitos masculinos que encorsetan el pensamiento. La filosofía está cansada de vestirse con las prendas extranjeras de los demás saberes.

    Genéticamente, las razones de la antimoda están encarnadas en las entrañas de la disciplina, aunque la tesis sea recurrente: la moda es la policía de los estilos. La moda es enemiga de la singularización. La moda atenta contra la posibilidad de afirmar una existencia informe, indivisible, modelada. La moda violenta la autonomía moral de los individuos. Por esta razón, existe una correlación profunda entre la moda y la autoridad, ya que la moda funciona mediante la autorización de la tradición o por medio de la legitimidad del poder que impone un precepto vestimentario como obligatoriedad cosmética, ya sean las normas del modisto, el sastre, el diseñador o las reglas de etiqueta. La moda, históricamente, ha sido un medio de transmisión estética de la autoridad política. La moda, filosóficamente, es básicamente una forma de autoridad sin legitimidad. ¿Por qué, entonces, defender la productividad filosófica de la moda? ¿Puede la moda ser amiga del pensamiento o merece estar guardada en el armario de los filósofos?

    Contrarias a la relación entre moda y filosofía, las afinidades electivas entre moda y política no son extrañas o signos de bastardía, puesto que la autoridad estética de la moda mantiene un comportamiento similar a la autoridad política en un orden social estable: la pulsión de disponer del monopolio del tiempo. Si la autoridad política genera un sistema de obediencia jerárquico con base en una decisión o acto soberano que produce un antes y un después, la autoridad vestimentaria es capaz de fragmentar el tiempo en épocas, en escalas, en ciclos históricos medidos por el largo de las faldas. La moda y la política son tiempo controlado, pues con el mismo gesto soberano de un Ciro o de un Diocleciano, la moda establece un control de la temporalidad: regula el pasado (cristaliza la tradición), fabrica el presente (modela las tendencias) y condiciona el futuro (posibilita la novedad). La razón íntima de este control radica, precisamente, en que la moda se erige como lugar de autoridad.

    La palabra autoridad tiene una historia cosmética que los manuales de ciencia política tienden a omitir. De hecho, Émile Benveniste, el alumno predilecto del modesto Saussure, planteó en la década del sesenta del siglo XX que el concepto de autoridad (auctoritas) procede del verbo latino augere, que significa amplitud («aumentar», «ampliar» o «hacer crecer») y respaldo («apoyar», «auxiliar», «confirmar», «consolidar»). Con esta doble propiedad, amplitud y respaldo, la autoridad puede ser expansiva o responsiva, progresiva o estabilizadora, pues conduce a un campo semántico más generoso con el sentido estético del mundo: «creación» (auctor), «inauguración» (augurare) o «respetable» (augusto)⁵. En un registro cosmético, la moda es auctora (creación expansiva) porque la autoridad estética de la moda necesita de la autoridad política para operar en los cuerpos y, viceversa, el cuerpo político ha necesitado de la investidura de las formas estéticas de la moda para legitimar su dominio. Pensemos, por ejemplo, en el mandato cosmético establecido por Luis XIV para que todas las mujeres del reino llevasen el peinado á la Fontange; el decreto real de Carlos III de Inglaterra en el que obligó a que el jubón fuese sustituido por el atuendo «persa»⁶, o la recomendación humanista de Giovanni Della Casa –el Galateo (1538), uno de los primeros manuales de etiqueta modernos– para no provocar la rabia de la autoridad política con la transgresión vestimentaria de los estamentos:

    Bien vestido debe ir cada uno según su condición y según su edad, por lo que si actúa de otra forma parece que se desprecie a la gente. Y no solo los indumentarios deben ser de paños finos, sino que el hombre debe esforzarse por adecuarse a todo lo que pueda la indumentaria de los demás ciudadanos y adaptarse a las costumbres⁷.

    Es más, hasta el siglo XIX la autoridad de la moda dependió directamente de la autoridad política. La moda decimonónica fue un instrumento cosmético para expandir el poder político y, por consiguiente, la aparición de la burguesía como clase emergente no solo introdujo el lenguaje de los derechos, sino que modificó sustancialmente la relación entre moda y poder. La moda comenzó a perder estatus aristocrático, jerarquía, distinción. Actualmente, este proceso social de simbolización vestimentaria cambió de manera acelerada debido a que la regulación del estilo ya no es exclusiva de las formas políticas de validación estética; por el contrario, la política depende cada vez más de la estética y la moda es, a todas luces, un asunto político. Si la política contemporánea es esclava de la moda es porque la lógica política depende de la capacidad de aparición cosmética⁸. La moda, la estética y la política son así extensiones de la experiencia común de las democracias posliberales.

    En contraste con el vínculo sensible entre moda y política, la moda ha sido históricamente denostada por su cercanía con el lujo. Ya en la Historia natural de Plinio, el viejo militar condenó al lujo por su carácter depredativo: «Aquel que por primera vez se puso un anillo de oro en la mano cometió el crimen más funesto contra la sociedad»⁹, y filósofos políticos de la talla de Leo Strauss denunciaron a la vestimenta y los objetos suntuosos como objetos sin politicidad alguna: «Todos sabemos que comprar una camisa, a diferencia de emitir un voto, no es por sí mismo un acto político»¹⁰. Si Plinio en Roma y Strauss en Chicago estuvieron en condiciones de lucidez para distinguir la política del lujo es precisamente porque intuyen que el lujo forma parte inevitable de los espacios de aparición política. Para evitar confundir al verdadero político del portador suntuoso, la enseñanza de ambos estoicos es que el lujo no debe evaluarse con la mirilla del ethos o con la beligerancia de las almas puritanas, sino con el traje de la filosofía platónica: el lujo como una sustancia verdadera, sin engaño, sin imitación, sin falsificación. Para que funcione políticamente, el lujo debe ser autenticidad pura, nunca una impostura de clase, pues el plebeyo, al igual que el aristócrata, tiene el mismo derecho a la belleza. Por lo tanto, el lujo es

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