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RODOLFO, el Puente Cuba del Béisbol
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RODOLFO, el Puente Cuba del Béisbol
Libro electrónico484 páginas7 horas

RODOLFO, el Puente Cuba del Béisbol

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RODOLFO, el Puente Cuba del Béisbol engrosa el catálogo de Ediciones Loynaz en una línea que ha cultivado casi desde los tiempos de su fundación, la temática deportiva. Oscar se codea con colegas que al béisbol han aportado pasión como Félix Julio Alfonso, Juan Antonio Martínez de Osaba y el inefable Ismael Sené. Cumple el autor con un concepto suscrito por Miguel Barnet al fundamentar el alcance de toda literatura testimonial que se respete: "El libro trasciende al libro; trasciende al hecho de ser un objeto, con una escritura que se lee por entretenimiento, o por búsqueda de conocimientos, o por cualquier otra razón. Se convierte en un talismán de comunicación entre los seres humanos y ahí es donde adquiere su sentido de utilidad y se completa su mensaje".
IdiomaEspañol
EditorialRUTH
Fecha de lanzamiento15 jul 2023
ISBN9789592198012
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    RODOLFO, el Puente Cuba del Béisbol - Óscar Sánchez Serra

    RODOLFO, el Puente           Cuba del Béisbol

    olympia

    RODOLFO, el Puente        Cuba del Béisbol

    Oscar Sánchez Serra

    logo-loynaz

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

    Edición: Vivian González González

    Imagen de cubierta: Choco

    Diseño de cubierta: Brenda Fonticoba

    Diseño digital: Yorjan Domínguez Cordero

    © Oscar Sánchez Serra, 2023

    © Sobre la presente edición:

    Ediciones Loynaz, 2023

    ISBN 9789592198012

    Ediciones Loynaz

    Calle Maceo no. 211, esquina a Alameda; Pinar del Río, Cuba.

    E-mail: loynaz@pinarte.cult.cu

    -epub 2.0-

    A mis hijos y a mi esposa.

    A la familia de Rodolfo Puente Zamora, por este privilegio.

    A Miriam, hacedora y gestora de esta historia.

    Al béisbol, por la magia de unirnos; a los peloteros.

    A él, Ranse, que no lo leyó, porque no le hacía falta; lo escribió conmigo.

    Índice

    Prólogo

    La jefa

    La huella fue más profunda que la herida

    A mí me gusta la pelota más que los helados

    Él es el béisbol hecho un ser humano

    El misterioso y salvador toque en la puerta

    En la pelota no se puede ser manco de vista

    Profesor Juan Ealo: misión cumplida

    Es una pena que ese muchacho sea profesional

    Todavía lo estoy esperando

    La fiesta del equipo campeón mundial de 1961

    Tú lo que eras tremendo pesa´o

    Tenía más de cinco herramientas

    El último inning del mundial de 1970

    Pancho y su jonrón con las bases llenas

    Los tres mosqueteros

    ¿Por qué no te haces árbitro?

    Dobleplay

    El héroe invisible y Roberto Clemente

    Desde Colón y bajo la yagruma

    Al cielo de la pelota se llega por una escalera grande y otra chiquita

    La jugada salomónica en casa de Marlene y Dagoberto

    Estos héroes están hechos de carne y hueso. No son perfectos, son seres humanos

    Donde se juega pelota, no sale yerba

    El 21 de la esquina caliente y un maestro detrás del home

    El gol de Otsuka

    Parecía un zurdo al revés

    Cortina, Mariano Rivera y ¿Puente lanzador?

    Es una persona de pocas palabras, pero de palabras muy valiosas

    El jabao Puente con arreos y careta de catcher

    Nos quedamos con Cheíto

    En nombre de los hijos, el padre

    Puente en la cámara habanera de Shaolin

    El todos estrellas del Jabaíto Puente

    La amistad empieza con un jit y termina con un jonrón

    Y en eso llegó el doctor

    ¡Sabroso!

    Amado Maestri en el Latinoamericano

    Desde tropicana de cuba, la fidelidad

    El profe

    La caldosa de Eva

    El nombre dura más que el hombre

    Uyuyui, qué veo…, jonrón cuando suena el Charangón

    Reencuentro sobre El Puente Cuba del Béisbol

    Testimonio gráfico

    PRÓLOGO

    Varias razones concurren y se evidencian en este libro disfrutable, necesario y aleccionador. Cualquier aficionado al béisbol diría que vale lo que pesa la leyenda que habita en sus páginas. ¿Quién vacilaría a la hora de otorgar esa categoría mítica a un pelotero de la talla de Rodolfo Puente Zamora? ¿Quién no sabe, háyalo visto jugar o no, de su indiscutible nombradía como uno de los más respetados, seguidos y admirados jugadores entre los tantísimos protagonistas del deporte que nos identifica y define?

    Abundantes elementos estaban a la mano de Oscar Sánchez para llevar a cabo el ejercicio escritural. Memoria y estadísticas, recursos imprescindibles. Más no se trataba de recrear ―y menos de reproducir― una compilación de los números registrados por Puente en Series Nacionales y torneos internacionales; ni de armar una semblanza biográfica; ni de limitarse a desplegar las respuestas a un cuestionario por muy exhaustivo y abarcador que este sea; ni de recoger criterios entre compañeros de juego, entrenadores, familiares, cronistas y aficionados. Todo ello, sin dudas, encierra valores y permitiría redondear la idea de lo que fue y es Puente para el béisbol cubano.

    Pero Oscar, desde un inicio, fue siempre por más. Lo suyo, bien distante de la narrativa del biopic y de las tentaciones hagiográficas que asaltan de vez en cuando a los cronistas, transita por la óptica, la concepción y el oficio de un escritor interesado en abordar las más diversas aristas de la vida y las huellas del protagonista y poner a disposición del lector una imagen integradora e integral. Eso solamente se consigue a partir de una madura y consciente perspectiva literaria.

    Una de las jugadas mejor pensadas del escritor consiste en convocar, en torno a la celebración de las siete décadas de vida de Puente, a las voces de quienes tuvieron que ver, de un modo u otro, con su carrera, no solo para ponderar esta, sino sobre todo a fin de dar testimonio del ser humano. Anécdotas y vivencias que se despliegan en el tiempo y en los espacios donde se desempeñó. El simbolismo del escenario no escapará al lector avisado: el Estadio Latinoamericano de La Habana, el diamante de la barriada del Cerro, testigo del crecimiento del jugador ante los ojos de la afición. Como un relampagueante double play, el autor nos mete en el saco de una narración en la que la progresión dramática se basa en la supuesta armazón de un documental, con alter ego incluido. 

    No cometeré la imprudencia de citar nombres ni de glosar opiniones; sería un crimen arruinar el placer de la lectura y la sorpresa de las revelaciones. Más no me resisto a adelantar el juicio emitido por Rey Vicente Anglada, grande entre los grandes, sobre su amigo y coequipero: Yo vivo para la pelota, no hay nada en mi vida que no pase por ella, y tuve la suerte de encontrarme con él como compañero de combinación. Y digo suerte porque jugar con el hombre que en ese momento ya llevaba casi diez años en el equipo nacional, sin que nadie le hiciera sombra, fue un privilegio. Puente, que también vive para la pelota, asume de igual modo como un enorme privilegio haber compartido con hombres como él, directivos y jugadores, en el terreno y los dogouts, en duros entrenamientos y giras interminables a lo largo y ancho de la isla y fuera de esta, momentos de gloria que sobrepasan reveses y caídas. Unos y otros alientan lo que el dinámico zurdo matancero Wilfredo Sánchez sostiene como misión: Tenemos que contar las cosas que hicimos, no para vanagloriarnos, sino para continuar aportando a este deporte que tanto queremos.

    Si de contar hablamos, y de la activación de la memoria, no puedo renunciar a la evocación de un pasaje que como aficionado jamás olvidaré: el inesperado y fabuloso squeeze play con el que Puente le dio un vuelco decisivo al partido contra Puerto Rico en el Mundial de La Habana de 1973. En aquella atrevida jugada se condensa una virtud subrayada por el profesor José M. Cortina, toda una cátedra del arte de lanzar: La observación constante, en el béisbol, es de suma importancia. Todos los bateadores no se manifiestan igual en cada momento. Hay algunos que son muy buenos en lanzamientos de rompimiento; otros, con la bola rápida; existen quienes no tienen buenos promedios y, sin embargo, son peligrosos con hombres en posición anotadora.

    Como tampoco paso por alto la sinceridad de Puente al confesar lo que sintió al despedirse del béisbol activo: En 1983 fue el último año en que jugué y la última competencia fue la Selectiva de ese calendario. El primero que sabe que se están perdiendo las facultades es el propio pelotero. Yo me di cuenta que había bolas a las que siempre le llegaba con facilidad, y que ya no podía alcanzarlas. El nombre dura más que el hombre.

    Verdad a medias esta última. En el caso de Puente, el hombre trasciende al nombre y ello se respira en cada una de las líneas del libro, que va a la raíz y asciende por las rutas de sentimientos y convicciones que colocan justo al hombre en su centro: la familia, una abuela que parece salida de un cuento de Rulfo o una novela de García Márquez, la madre que sigue paso a paso su salida al mundo, el padre recto que sabe ser brújula y compañero; el romance eterno con Miriam, y esos amigos, de diverso talante, que al margen del deporte lo arropan y quieren. Un Puente único e indivisible entre el jugador excepcional y el director de novenas, entre el federativo consagrado y el consultor técnico, entre la entrega, la modestia y el deber.

    Del centro a los contextos deviene otro los aspectos atendibles de la obra escrita por Oscar Sánchez. Quien quiera tomar el pulso a las coordenadas y los avatares que rodearon el despegue de la pelota en la etapa revolucionaria, tiene aquí un material de primera mano.

    RODOLFO, el Puente Cuba del Béisbol engrosa el catálogo de Ediciones Loynaz en una línea que ha cultivado casi desde los tiempos de su fundación, la temática deportiva. Oscar se codea con colegas que al béisbol han aportado pasión como Félix Julio Alfonso, Juan Antonio Martínez de Osaba y el inefable Ismael Sené. 

    Cumple el autor con un concepto suscrito por Miguel Barnet al fundamentar el alcance de toda literatura testimonial que se respete: El libro trasciende al libro; trasciende al hecho de ser un objeto, con una escritura que se lee por entretenimiento, o por búsqueda de conocimientos, o por cualquier otra razón. Se convierte en un talismán de comunicación entre los seres humanos y ahí es donde adquiere su sentido de utilidad y se completa su mensaje.

    PEDRO DE LA HOZ

    Febrero de 2023 

    LA JEFA

    Ella había dicho que sus nietos Rodolfito y Cari serían los más famosos de la familia. Y aunque al varón la fama le da vértigo y hasta le cuesta hablar, pues toca cada palabra con su alma limpia, para no dañarla con su verbo, lo cierto es que Josefa Betancourt Bera tuvo razón en su profecía. Los dos habían nacido en su cama en un mes de octubre, y aquel hecho no solo motivó a la abuela a predecir el futuro de los niños, sino que se iba a quedar con ellos, cual ángel de la guarda y resolutiva con su presencia, en cada paso de sus vidas. Ninguno de los dos estuvo solo, y cuando nada parecía tener solución, ella indicaba el camino.

    Fefita enviudó muy joven, no obstante, ya con diez hijos, cinco hembras y cinco varones, que nacieron de su amor con Wenceslao Modesto Zamora. Una amalgama de colores caribeños esbozaba su geografía humana. Su pelo se adelantó a los años y, precozmente, aparecieron las blancas canas, para que al caer sobre sus hombros sirvieran como corona a esa piel mestiza que contrastaba con unos ojos verdes de profunda mirada, y de monumento a lo hermoso, lo cual siempre llevó con sencillez plena y fidelidad a la devoción por su esposo. No se volvió a casar ni se le conoció romance alguno. Aquella beldad hacía una rara y, sin embargo, perfecta química con un carácter que fundió la nobleza y la firmeza en un solo ser. Muy admirada por esa belleza, ella, sin duda, era la Jefa.

    Ninguno de sus hijos y nietos la tuteaban. El ejemplo empezaba desde la cuna, y ese atributo respaldó el cariño y el respeto que le profesaban la familia y los vecinos. Llevaba en su sangre la estirpe indómita de los que nacen en la ciudad cubana de Santiago de Cuba; era hija de mambí, por lo que el sentimiento de independencia lo traía muy adentro, y tenía también descendencia canaria, por parte de su madre.

    En los prolegómenos de 1952, Cuba ya vivía bajo el régimen de Fulgencio Batista, llegado al poder tras un golpe de Estado, el 10 de marzo de ese año, hecho que lo condujo a los cargos de primer ministro y de presidente provisional, hasta sentarse en la silla presidencial tras las espurias elecciones de 1954, en las cuales hasta los muertos aparecieron como votantes. Poco después, el 30 de noviembre de 1956, la urbe santiaguera se levantó a las órdenes del joven Frank País, para apoyar el desembarco de un yate, de nombre selfies, en el que Fidel Castro comandaba a 81 hombres dispuestos a liberar del yugo batistiano a la mayor de las Antillas. Ese día, en la carretera de Cuavitas, donde se encontraba la casa de Josefa, los militares persiguieron y detuvieron a varios muchachos, mientras entraban en las viviendas para llevarse presos a los hombres. En su sedienta búsqueda, llegaron a su puerta. Ella los esperaba resuelta, y se atravesó en el umbral.

    —Esta es una casa decente. ¡De aquí no se llevan a nadie! —exclamó.

    El oficial miró su rostro y quedó perplejo, anonadado. No sabía si por su atractivo o por la manera en que los encaraba, a él y a sus guardias. Lo que sí conocía era que en ese lugar se practicaba el espiritismo y que aquella señora convocaba a los espíritus de la felicidad. El militar pidió excusas y mandó a retirar sus efectivos.

    Aquel hogar era muy respetado y, aunque la principal cualidad de la familia era la generosidad, un cierto misterio lo rondaba: la creencia en la supervivencia del alma, después de la muerte física, y la posibilidad de comunicarse con esa aura, casual o deliberadamente, por evocaciones o de forma natural. Y la soldadesca, supersticiosa y de bajo nivel cultural, salió espantada de allí; le temían más a la abuela de Rodolfito y Cari que a los espíritus.

    En su práctica solo mediaba un vaso de cristal lleno de agua, y a quienes allí asistían les hablaba del presente y del futuro; conversaba con las almas de los familiares de esas personas y alertaba a todo el que iba a visitarla de los traspiés que la vida podía ponerle por delante. Tenía muchos admiradores, lo mismo entre la gente de dinero que entre los pobres. En su casa funcionó, por muchos años, un templo que conducía con su esposo, en el cual se daban cita muchos cultores del espiritismo, como la familia Puente Pi.

    Era una mujer con mucha suerte, por lo que no pocos conocidos comenzaron a asociarlos acontecimientos que sucedían —por beneficios del azar—con sus encuentros con los espíritus, como si estos le advirtieran qué sendero tomar. Pero se encargó ella misma de destruir esos mitos, porque tenía muy claro que su práctica estaba presidida por los buenos pensamientos y por los sentimientos más puros, esos en los que los evocados confían y se sienten en un ambiente honesto y pacífico.

    No había asomo de lucro en aquellas sesiones. Las personas que acudían a verla, para mediar entre ellos y las almas de sus seres queridos, encontraron siempre, en el saloncito de diálogos, un remanso de tranquilidad en el que una mesa, cuatro sillas y un estante de madera con enseres domésticos eran los únicos testigos.

    A causa de esos golpes de fortuna que la acompañaron, ganó tres veces el premio de la lotería, y en una de esas ocasiones invirtió la suma en levantar la casa de la familia, en la carretera de Cuavitas, en las afueras de la urbe oriental de Cuba. Tenía tres módulos, todos con madera machihembrada. El del centro lo destinó a la vivienda, en el de la izquierda montó la barbería de Modesto, y en el de la derecha alquilaba habitaciones para contribuir al sustento. Aunque distaba de ser una mujer de clase media, a los suyos no les faltó nunca nada. Esa independencia económica le permitió ayudar a sus hijas, fundamentalmente, por eso iba con alguna frecuencia a La Habana, y en esos viajes escogía a su nieta Caridad, a quien le decía Miquinyá, para que fuera su acompañante. En la capital, se alojaba donde su hija Gloria.

    La de Cuavitas no era una mansión, pero tampoco tenía nada que envidiarle a las de la comarca. La sala grande, con muebles bellísimos, hechos por las manos de sus hijos Fornelio y Lardonares; luego el comedor, engalanado por los mismos saberes de esos carpinteros ebanistas. El piso de esos dos espacios lucía una perfecta combinación de gris y rojo, que semejaba una alfombra de grandes mosaicos. Corrían de manera paralela dos cuartos, primero el de la Jefa; y detrás del segundo, un tercero, cuya puerta daba acceso a un salón desde el cual se llegaba a la cocina. Ese era el para nada misterioso saloncito en el que Fefita efectuaba sus trances, a petición de las personas que llegaban procurando la singular conexión. Allí se hallaba el estante de madera y, sobre él, una piedra que trajeron desde Canarias, a través de la que se filtraba el agua, que corría pura y fresca para sofocar el intenso calor santiaguero. A Cari siempre le llamó la atención, pasaba ratos contemplándola y se ensimismaba con aquella rutina de purificación. Como el sitio era tan mentado por los lugareños y tan sugerente por los encuentros con el más allá, la roca también formaba parte de su hálito esotérico. Sin embargo, no había quien no se detuviera en la morada, al filo del mediodía o en las primeras horas de la tarde, cuando el sol parece hervir a la tierra, por un vaso del fresco líquido que se deslizaba por la piedra de Canarias.

    No hacía falta mucha observación para darse cuenta de que el domicilio de los Zamora Betancourt era prácticamente una pequeña empresa familiar. Detrás de la cocina, también amplia, se desplegaba el patio, adornado por árboles frutales y una extensa variedad de plantas medicinales que derrotaron todos los catarros de la familia. Al fondo, en el cierre de la propiedad, en un taller de hojalatería, uno de los hijos de Josefa, Pedro Zamora, sacaba las cajas de litros de leche para venderlas al otro lado de la carretera, donde vivía una familia de emigrantes españoles a quienes, aun sin conocer su procedencia, todos les llamaban gallegos, por esa costumbre tatuada en la cubanidad de bautizar así a cualquier español. Los venidos de Europa se dedicaban al negocio de la producción de leche, así que Perucho, el tío de Rodolfito y Cari, era su proveedor por excelencia. El productor solo tenía que cruzar la carretera, contratar el servicio y esperar por los envases. El único espacio que, aunque se levantaba también en el patio, no estaba dentro del módulo habitacional, era el baño.

    Hasta los predios de Fefita llegó una tarde la familia Puente Pi, en busca de una plática con los espíritus de sus más allegados, y fueron ellos, los evocados, los que unieron para siempre a los Puente y a los Zamora, pues a partir de aquel momento comenzó a engendrarse el amor entre Manuel y Lucinda, una de las hijas de Josefa. Seis retoños brotaron del fruto de esa unión, y uno de ellos fue el que nació en su propia cama, al igual que su prima Cari, quien llegó a este mundo en medio de una de aquellas sesiones de evocación. Según decía su propia abuela, al agradecerles a quienes entonces la fueron a ver aquel 5 de octubre de 1952, las almas sin envoltura física la ayudaron a nacer, pues el trabajo de parto en el primer dormitorio fue extenso y riesgoso.

    La madre de los Zamora Betancourt era estricta con sus muchachas. Las andanzas de novios no podían ocultárseles y exigía del consentimiento materno, que en aquella casa incluía al paterno. Su celo con ellas resultaba el centinela más alerta ante los pretendientes de las jóvenes, que no escaseaban. Pero si alguien conquistó el corazón de Fefita, ese fue Manuel Puente Pi, hombre recto, de conducta rígida e intachable en sus formas; tal vez fue ella la primera persona, y una de las pocas, que vio su nobleza detrás del férreo e impenetrable carácter de aquel hombre trabajador y entregado por entero a su familia. Le agradó desde que lo vio en la sesión espirita. Sus modales, el talante respetuoso y la fidelidad sin límite a su estirpe le ganaron su confianza. Josefa Betancourt no entregaba a una hija tan fácil y con tanta fe como lo hizo con Lucinda, en los brazos de Manuel.

    Pronto los dos se marcharían a La Habana, ya con su primer hijo, del mismo nombre que el del padre. Unos 900 kilómetros separarían a Lucinda de su mamá, pero no hubo objeción, ella y su descendencia estarían muy bien cuidadas. Sin embargo, la vida en la capital del país era dura, y más para gente pobre como ellos. Manuel trabajaba en lo que podía, y lo hacía sin escatimar horas, sin dejarle minutos al descanso. Las infatigables jornadas se multiplicaron al saber que su esposa esperaba un segundo retoño. Ante la noticia, su esposo decidió que regresara al cuidado de su madre, en lo que ganaba tiempo para darle una mejor condición de vida a una familia que crecía. De vuelta a la morada de Cuavitas, los esmeros maternos la llevaron a una feliz gestación, y el 14 de octubre de 1948, en la cama de la abuela, le nació al planeta béisbol quien sería uno de los más brillantes jugadores cubanos.

    En La Habana, Manuel conoció de la nueva buena, y se dispuso a preparar el retorno de su esposa y su encuentro con Rodolfito. A los seis meses, Lucinda se despedía nuevamente, y Fefita sintió la misma seguridad que la primera vez. La abrazó y besó a su nieto, en quien posó su mirada tierna y protectora, para hacerle saber que, aunque nada sería fácil, estaría siempre a la mano, no para hacer ni decir qué hacer, sino para mostrarle la ruta, como una guía inspiradora, nada más. Tenía la experiencia y le iba a mostrar que los espíritus, aun sin ser llamados, además de brindar los consejos más competentes, también dotan del necesario valor y firmeza para no desfallecer ante cualquier tropiezo o escollo, por grande que sea. Mientras lo miraba, le hablaba a su alma. Velaría por él, pues en su entorno de espíritu familiar tendría la ventaja de identificarse cómodamente con sus necesidades, y sabría tanto de sus deseos y aspiraciones como él mismo.

    Nadie entendió por qué, pero la nieta más pegada a Josefa, quizá por parecérsele mucho, tuvo la autorización de la abuela para viajar a La Habana, bajo la custodia protectora del esposo de Lucinda. Aquella muchachita, intranquila, perspicaz, de un carácter fuerte y a la vez muy alegre, iba a ser, aunque por unos momentos, quien ablandaría la coraza que encerraba los nobles sentimientos de su tío Manuel. Para la abuela, los espíritus también son seres vivos, y Cari sería casi una enviada especial, pues tendría en Manuel el mismo efecto que él logró en su suegra.

    LA HUELLA FUE MÁS PROFUNDA QUE LA HERIDA

    A mediados del año 1950, Manuel y Lucinda, con la venia de Josefa, llegaron a la capital. Se instalaron en la populosa barriada de Marianao, en el reparto Los Hornos, exactamente en la calle 37, entre 104 y 106, muy cerca del Instituto de Segunda Enseñanza y del Estado Mayor del Ejército, el cuartel de Columbia. De hecho, aquella comunidad era prácticamente de militares por la cercanía del campamento, que a finales del siglo XIX e inicios del XX estuvo ocupado por tropas estadounidenses, la mayoría de ellas provenientes del distrito de Columbia, en Carolina del Sur, de ahí el nombre que adoptó en la Isla.

    Apenas un cuarto, una cocina y un reducido baño, que después se hizo más pequeño, pues Manuel habilitó un mini set oscuro para el revelado de fotografías, era todo el hogar de la familia Puente Zamora, que, sin embargo, no tardó en crecer, cuando nacieron los hermanos habaneros Mayra, Eva, Aida y Jorge, y el apartamento pasó a ser una minúscula cápsula. Tenían solo dos camas, y en cada una de ellas dormían cuatro. Para ese exiguo espacio y para los suyos, Manuel Puente Pi trabajaba sin detenerse, lo mismo en la construcción, que luego en el oficio de fotógrafo. Él llevaba de comer a sus hijos y esposa, y mantuvo a su descendencia sobre los principios de una educación muy exigente, que promovía altos valores morales, con mucha rectitud. Sin darse cuenta, creó un ambiente de rigidez que, por momentos, sepultaba la armonía. Los imperativos, en aras de alcanzar esa conducta, con los cuales condujo a su familia, no conocían de matices, ni siquiera del sentimiento filial. Manuel no pasaba por encima de su tradicionalismo a ultranza, aunque ello le trajera el distanciamiento de sus seres más queridos. En su casa nadie podía contradecirlo y ¡ay! de quien osara hablar más alto que él.

    Lucinda, toda dulzura, jamás pisó la calle si él no la acompañaba, y nunca trabajó. Sus labores se concentraban en la casa. Limpieza, lavado y cocina eran sus únicas ocupaciones, bastantes para una prole tan vasta. Tampoco puso un pie en una tienda ni para comprarse su ropa interior; él se encargaba hasta de esos detalles, con tal de que no saliera. Las hijas debían acompañar a su madre, y solo los varones iban con él a alguna encomienda. La única concesión iba a aparecer con los viajes de Cari a La Habana, porque ella sí le sacó las cosquillas a su tío, como si Josefa supiera que tenía que hacer algo para que su yerno se ablandara un tanto y llevar al hogar marianense una luz de alegría. Cari salía a las tiendas con Manuel, caminaban juntos por la ciudad, y él se sentía a gusto con su compañía. La consentía, incluso le compraba ropas, como un bellísimo vestido de tafetán negro y rojo que adquirió en una tienda habanera, ubicada en las calles Neptuno y Manrique, y que la joven lució el 1ro. de enero de 1959, cuando la Revolución comandada por Fidel Castro festejaba su victoria en Santiago de Cuba. Esos colores eran los de la bandera del Movimiento 26-7, fuerza motriz de aquella alborada.

    Cari le llamaba tío Manolo y a él le gustaba. Sentía un gran cariño por su sobrina, a quien siempre vio como una hija más. El papá de los Puente Zamora se preciaba de la educación de la pequeña, de su inteligencia y de la manera respetuosa con que se dirigía a los demás. Como con los propios hijos, estuvo muy atento a su superación profesional. Por eso se le vio muy feliz cuando, en 1969, se graduó de maestra.

    Tras aquellos paseos con Manuel, la niña siempre regresaba con un detalle para su tía. Se daba cuenta de los valores sembrados en la familia, del respeto, de la disciplina, del rigor en la casa de sus primos, pero también de la inflexibilidad con la que vivían y de cierto pesar en ellos. Al propio Rodolfito no se le olvidó jamás un diálogo que tuvo con su prima en una de sus temporadas por la capital.

    —¿Sabes una cosa, mi primo? Ustedes le tienen respeto al tío Manolo, pero también mucho miedo.

    En aquel momento quedó mudo. No se atrevía a dar un criterio sobre la valoración de su prima, aunque comprendiera que tenía razón. Pese a que los dos eran todavía unos niños, él un poco mayor, ya existía entre ellos una fluida y casi telepática comunicación. Cari se percató de que no quería pronunciar ni una palabra sobre lo que le había dicho. Sin embargo, su frase quedó como una semilla, que germinaría en la única persona que se atrevió a enfrentar la autoridad paterna, sin dejar de respetarla y amarla.

    En el barrio, Rodolfito comenzó a hacer amigos desde muy pequeño, y con apenas seis años ya el béisbol empezó a llamarlo. Muy cerca de la casa, en la esquina de 35 y 106, en un pequeño placer, atrapó sus primeras pelotas en los juegos callejeros, que en Cuba llaman pitenes, y que son una suerte de reuniones de niños y jóvenes, en las cuales los que juegan son los dueños de los guantes, bates o pelotas. Él no tenía nada de eso, pero cuando lo vieron engarzar un fuerte roletazo por encima de la segunda base, no le faltó nunca un guante, pues todos lo querían en su novena para aspirar al triunfo. Se movía en las bases como una gacela y, aunque la estatura no lo acompañaba, al bate no era fácil ponerle out.

    También en Marianao acudió por primera vez a la escuela, a una de carácter público, la Mesa y Domínguez, que le quedaba próxima al pequeño apartamento, en las calles 47 By 108. Le impresionó muchísimo aquel recinto de arquitectura colonial y muy espacioso, porque todo lo que conocía era la estrechez de las cuatro paredes donde vivía junto a su familia. El patio, muy grande, era su área preferida. Allí cualquiera sacaba una pelota y se la pasaban unos a otros. El padre chequeaba cómo le iba en los estudios, sabía que el pequeño tenía para convertirse en un hombre de bien y no quería que su hijo desaprovechara ninguna oportunidad que pudiera proporcionarle. Un buen día del segundo grado, cuando Rodolfito tenía unos ocho años, lo sorprendió con una pregunta.

    —¿Y a usted cómo le va en el colegio?

    Pero su hijo tenía una cualidad que iba a explotar luego en la pelota. Era muy ágil de pensamiento, siempre tuvo el don de anticiparse al problema, a lo mejor porque su abuela Josefa estaba allí, presta a solucionar cualquier situación.

    —No creo que sea el mejor, pero tampoco el más malo—le dijo, casi sin tardar un segundo.

    Y ciertamente era así, pues fue muy sistemático en la escuela. Lo motivaba el conocimiento y se sentía exigido por su padre. Al viejo no podía fallarle, estaba pendiente a todo, así que el poco tiempo que tenía fuera de los estudios lo dedicaba solo a disfrutar del juego de pelota. Apenas le quedaba espacio para las travesuras, pero, como todo niño, las hizo, y en una de ellas fue descubierto. Esa vez se vio obligado a contarle a su padre, porque acabó herido y necesitó de asistencia.

    —Papá, creo que me va a tener que llevar al médico.

    —¿Y cómo y dónde usted se hizo eso? —inquirió Manuel, entre furioso y preocupado.

    —Estábamos jugando a pasar sobre unos muros para ver quién lo hacía más rápido, pero no me percaté de que en la casa de los Álvarez había una cerca que terminaba en unos picos y me caí encima de ellos.

    La herida hecha con la parte superior de la cerca le corría por todo el antebrazo derecho, el hierro le había penetrado casi de lado a lado. Varios fueron los puntos de sutura que hubo que aplicarle, y el epílogo del episodio fue aún más lacerante. El doctor le advirtió a Manuel que, por suerte, pudo hacer una reconstrucción bastante completa, pero que en el futuro su hijo podría hacer poco, o casi nada, con esa mano y con ese brazo. El padre, visiblemente angustiado, le preguntó al galeno si podía revertirse aquella situación, y este le recomendó una serie de ejercicios que, una vez retirada la sutura, el niño debía hacer para recuperar, poco a poco, las habilidades y el movimiento de la zona afectada. Manuel gastó lo poco que tenía en la cura y en los medicamentos, mientras Rodolfito, al salir de la policlínica, recibía una fuerte reprimenda.

    —Eso le pasa por estar saltando por los muros de las casas ajenas. Usted es hijo de una buena familia, no tiene que hacer nada en fechorías, ni metiéndose donde no lo llaman.

    Lucinda, dotada de la paciencia y de la ternura que solo una madre es capaz de atesorar, asistió a su hijo, tras recibir la explicación de lo sucedido. No era una enfermera, pero las manos de mamá siempre curan; sus ojos alumbraban el alma de su hijo. Él se sintió seguro y, sin decirle palabra alguna, ella sabría de la preocupación de su niño, asombroso cumplidor de cada una de las indicaciones que Manuel había recibido del médico, y que él escuchó atentamente, tanto en la policlínica como cuando su papá se las hizo saber a su esposa.

    —No te abrumes, hijo, vas a seguir jugando pelota.

    ¿Cómo supo que estaba pensando así? Esa era una pregunta que el muchacho se hacía constantemente, porque la verdad es que, si bien copió en su mente todo lo que había que hacer para sanarse, tampoco olvidó las palabras del doctor sobre su recuperación. Resultaba difícil que un niño de nueve años pudiera aprenderse, con tanta exactitud, la terapia sugerida, y más aún que dos meses después estuviera tirando bolas y atrapándolas. ¿Serían cosas de Josefa y de su omnipresencia?

    Pasado el trago amargo de su primera lesión, Manuel le dio permiso para ir a jugar béisbol en el Instituto de Segunda Enseñanza, justo frente al cuartel de Columbia, una zona que él sentía segura por la presencia de los militares y que no era lejos de la casa. También lo autorizó a ir al estadio del Palmar, más alejado, como a unos cuatro kilómetros del hogar, pues varios muchachos le dijeron que allí jugaban peloteros profesionales y que algunos profesores les daban clases a los más pequeños. Cuando se iba hasta allá, el padre, en ocasiones, le daba diez centavos para tomar la guagua, pero él prefería caminar para poder merendarse un dulce de abolengo nobiliario, por su nombre, masareal, y un refresco. Era de las pocas veces que se llevaba algo a la boca que no fuera el sempiterno plato de sopa que su madre ponía en la mesa todos los días del año.

    Su amor por la pelota es de propia inspiración, porque si un deporte tuvo cerca, ese fue el boxeo. Sus tíos Armando y Reynaldo, hermanos de su padre, fueron boxeadores. Armando fue el más sobresaliente, incluso llegó a boxear en México y a practicar con Pincho Gutiérrez, el entrenador de Eligio Sardiñas, el legendario Kid Chocolate, campeón mundial. El tío le contaba muchas anécdotas a su sobrino. Una de las más impactantes era sobre la vez que peleó con un rival a quien llamaban el Acorazado. Aunque estaba ganando, se envalentonó por la ventaja que llevaba y salió a rematarlo. Sin embargo, no midió bien la distancia, quedó fuera de balance, y toda su vida llevaría la marca del golpe que lo puso fuera de combate, cual si fuera un cuño impreso en una frágil hoja de papel. Como Rodolfito tenía mucha afinidad con sus dos tíos, hablaba mucho del pugilismo, y hasta llegó a seguir algunas peleas, como la de Ciro Moracén y Pupy García, muy populares en los años 50. Afortunadamente para él, y para el béisbol, jamás le dio por tirarse unos golpes con nadie y mucho menos subirse a un ring.

    José Aurelio Perdomo Carmenate, conocido por el Pata, fue quien comenzó a acompañar a Rodolfito hasta el Palmar, tras haber conversado sobre lo que allí se hacía. Como él y el hijo de Manuel congeniaban muy bien, amistad nacida en la admiración mutua por la forma de desempañarse en el campo de juego, se hicieron compañeros de viaje hasta el sugerente recinto beisbolero. Allí conocieron a peloteros destacados cuyos nombres habían escuchado en charlas de adultos, y también dieron con Eulogio Valdés, un chofer de guagua que desarrollaba en aquel lugar una especie de activismo. Aunque no poseía conocimientos académicos, Eulogio había jugado en varias ligas importantes y se convirtió en el hombre que, en el orden de la formación, inició a Rodolfito en el béisbol. El muchacho aprendió mucho con él, porque, aunque se desempeñó más como un jugador de cuadro, su instructor lo puso a ejercer todas las posiciones y le dio la posibilidad de jugar en algunos de los partidos que se celebraban allí, de forma extraoficial. Valdés notó enseguida la habilidad del jovenzuelo para sacar vertiginosamente la pelota de su guante y soltarla hacía primera, y también se percató de la cicatriz en su brazo. 

    —¿Qué te pasó?

    —Ya ni me acordaba—le contestó, como minimizando aquel accidente que pudo costarle su sueño de pelotero. 

    En el Palmar brotaba el fruto de la semilla beisbolera que el niño llevaba dentro y empezaba a gestarse la historia que había predicho la abuela Josefa. El entrenador sabía que tenía frente a él a un talento. Su ojo clínico presagiaba el futuro de ese muchacho llegado a su querido Palmar, y que él hacía relucir con sus cuidados. Desde que lo vio fildear, estaba seguro de que brillaría en los terrenos de la pelota cubana.

    —Oye, Jabaíto, sé que vas a hacer un gran pelotero, cuida como oro esas prodigiosas manos.

    Aquella expresión iba a quedar grabada en Rodolfo Puente Zamora, pues, aun cuando en aquel momento no podía imaginarlo, Eulogio Valdés lo había bautizado. Desde entonces, en toda Cuba y en el mundo, sería distinguido por el Jabaíto Puente. Al singular profesor se le unió Amado Ibáñez, quien también trabajó en el pulimento del diamante que Valdés frotaba, y la vida le dio la posibilidad de ver cómo se hacía el jugador más valioso de un Campeonato Nacional Juvenil.

    Ni Puente ni el Pata dejaron de asistir a los partidos que se formaban en el Instituto de Segunda Enseñanza, adonde también acudían algunos hombres de béisbol en busca de futuras estrellas. Así fue como conoció a Gumersindo Triay, quien prácticamente nació en altamar y debió ser marinero, mas su devoción por este deporte le dotó de un agudo sentido para descubrir talentos en el terreno. Al apreciarlo en el cuadro y en el jardín central, se dijo: «Es justo el que nos hace falta para redondear el equipo». 

    Ese día Cuso le preguntó al Jabaíto si le gustaría jugar un campeonato en el terreno del Hueco, en la avenida 51 y calle 88, igualmente, en Marianao. La respuesta fue que tenía que hablar con su padre, sin su permiso no podría moverse. Fue la primera vez que se vieron, y lejos estaban de imaginar que permanecerían unidos, por la pelota cubana, toda la vida.

    A MÍ ME GUSTA LA PELOTA MÁS QUE LOS HELADOS

    Rodolfito compartía sus deberes escolares con la pelota y ayudando a su padre en algunas de las encomiendas que resultaban de su trabajo. Manuel ya había dejado la construcción, adentrándose por entero en el mundo de la fotografía, para lo cual se agenció una cámara y preparó quizá uno de los cuartos oscuros más pequeños que se hayan conocido, pues dentro solo cabía él, y era tan chiquito que no podía abrir la puerta completamente. A pesar de que le restaba tiempo a su entrenamiento, el Jabaíto no dejó de acompañarlo cada vez que este se lo pedía. Conocía de sus esfuerzos para ganarse la vida, así como del ímpetu y de la tenacidad que ponía en cada empeño, y de lo difícil que resultaban aquellas faenas para la gente humilde.

    Muchas veces a Manuel lo contrataban para un trabajo, al cual siempre llegaba puntualmente, ya fuera un cumpleaños, una fiesta de 15, una boda o cualquier otro acontecimiento. Y aunque el fotógrafo sabía que no habría imagen de

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