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Inventando Estrellas
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Libro electrónico383 páginas6 horas

Inventando Estrellas

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Novela autobiogrfica donde la poltica, el amor y el futbol son hilos narrativos que se entrecruzan formando parte de una triloga temtica que se mantiene de manera recurrente a lo largo de esta profusa y vigorosa narracin.
Sentimientos y pasiones se funden para darle carcter a cada personaje y profundidad a la trama, centrada en una idlica relacin que desde su precoz surgimiento se mantuvo unida a prueba de adversidades.
Existe riqueza, exquisitez y sobriedad, tanto en la narracin como en la descripcin de una gama de eventos, que se suscitan en diversidad de espacios o ambientes; lo cual ofrece un matiz cosmopolita que motiva continuar la lectura una vez iniciada.
Clara tendencia vanguardista, que ofrece una novedosa tcnica narrativa donde trenza o alterna el papel de dos narradores; situacin que tambin marca una diferencia agresiva en el nivel de lenguaje propio de cada uno.
El manejo del tiempo, es un elemento que en esencia se convierte en un smbolo dentro de la narracin, conjuga aos versus das; donde la incertidumbre de cada da, sugiere al lector la espera de un ao.
Relato de estilo fresco y desenfadado, fluido y espontneo, que involucra por un lado, exuberancia de figuras imgenes y smbolos pero a la vez un lenguaje muy coloquial, un tanto folklrico mezclado con un tono de humor muy peculiar caracterstico de su autora.
Merny Chirinos de Pacheco, Profesora en Letras y Lenguas con especialidad en Espaol y Licenciada en Literatura
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento10 oct 2011
ISBN9781463310745
Inventando Estrellas
Autor

M. F. Motz

María Francisca Gutiérrez de Motz, cuarta hija de exilados cubanos nacida en Honduras, educadora y madre de cinco hijos, estudió su Bachillerato en el Colegio María Auxiliadora para luego continuar en la Universidad de Texas en Austin de donde egresó como Licenciada en Cine y Televisión. Posteriormente, culminó su carrera de postgrado en Estudios Multidisciplinarios en la Universidad Estatal de Nueva York. Ha escrito varios poemas y cuentos cortos desde su niñez entre ellos Aquel Mendigo Arrepentido (1983), ganador del segundo lugar del Concurso Nacional Juvenil auspiciado por el Gobierno Español. Mujer de temple que ha sabido sobrellevar las situaciones adversas que hoy en día aquejan a los Latinoamericanos, mantiene en alto su carisma y optimismo lo que es motivo de inspiración para muchos Centroamericanos. Actualmente vive en compañía de sus hijos en Tegucigalpa.

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    An account that opens the door into the life of the author just when her first love blossoms, she faithfully follows soccer matches to be able to write about them; goes to several along with her boyfriend than husband. Through the years together they face and surpass all those unexpected cards that the game of life deals them but the hardest one comes when they will no longer be able to continue their lives together and she now has to continue on her own with her family counting on her. An endearing love story you feel like you have been let into the author´s personal secret dairy, and you just don´t want to stop reading.

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Inventando Estrellas - M. F. Motz

Copyright © 2011 por M. F. Motz.

Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2011916832

ISBN:                           Tapa Dura                                         978-1-4633-1073-8

                                      Tapa Blanda                                     978-1-4633-1075-2

                                      Libro Electrónico                             978-1-4633-1074-5

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

Este Libro fue impreso en los Estados Unidos de América.

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349508

Para Peter, con quien espero encontrarme más allá de las estrellas.

Contents

PRÓLOGO

CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 18

CAPÍTULO 19

CAPÍTULO 20

CAPÍTULO 21

CAPÍTULO 22

CAPÍTULO 23

CAPÍTULO 24

CAPÍTULO 25

CAPÍTULO 26

CAPÍTULO 27

CAPÍTULO 28

CAPÍTULO 29

CAPÍTULO 30

Amor mío, mi amor, amor hallado

de pronto en la ostra de la muerte.

Quiero comer contigo, estar, amar contigo,

quiero tocarte, verte.

Me lo digo, lo dicen en mi cuerpo

los hilos de mi sangre acostumbrada,

lo dice este dolor y mis zapatos

y mi boca y mi almohada.

Te quiero, amor, amor absurdamente,

tontamente, perdido, iluminado,

soñando rosas e inventando estrellas

y diciéndote adiós yendo a tu lado.

Jaime Sabines

PRÓLOGO

Las calles estaban vacías. Los semáforos cambiaban de color inútilmente ya que ni la figura del eterno bolo que anda a deshora pasaba por las calles. El resplandor de los televisores alumbraba las aceras, mientras que el sonido de latas de cerveza que se abrían hacían eco en el sigilo infernal que ahorcaba la silente ciudad. Las diferencias eran muchas entre los catrachos, pero la esperanza era única, todos querían ver la H, como le llamaban a su selección, en al mundial en Sur África. Un gol, y la defensa se clavada en la portería para evitar un empate. Los jugadores querían llevarle aliento a tan moribunda población. Pero como todo lo que tiene que ver con este pequeño país del istmo americano, la suerte no dependía de los once jugadores usando la camiseta bicolor, dependía más bien de la actuación de su hermano mayor, de los gringos, quienes simultáneamente se disputaban el gane con Costa Rica en otro partido. Un empate en ese juego era suficiente para lanzar a todos los hondureños en un ataque conjunto de histeria. Pero los ticos le ganaban a sus rivales, y soberbiamente le quitaban ese chance a sus hermanos centroamericanos. Un gol americano al minuto noventa y cinco bastó para cambiar la historia. Las calles se vieron pintadas de rostros azules, de banderas blancas, de estrellas. El silencio que imperaba fue rasgado por mitad, y entre gritos de alegría y sollozos de emoción, Honduras olvidó sus penas. Olvidó la creciente ola de violencia que amenazaba su proverbial paz, olvidó la corrupción imperante, olvidó el crimen organizado, olvidó su pasado. Honduras se unió por primera vez en veintiocho años.

Yo no estaba allí. Aunque mi corazón latía en espera de resultados, la isla caribeña de la que era huésped no pasaba el deporte del soccer en sus televisores. Me tuve que conformar con una pequeña mención en las letritas que adornan la parte baja de las imágenes de ESPN Honduras califica al Mundial. Si pudiera cambiar algo, cambiaría esto. No hubiera tomado este viaje. No hubiera tomado ningún viaje que me alejara de él. No hubiera pasado un minuto fuera de casa. Una vez más rompía la promesa que le había hecho muchos años atrás. Pero cambiar el pasado es algo que sólo se puede en los libros de ciencia ficción que guardan polvo en la biblioteca de mi padre. El tiempo sólo va en una dirección, usualmente en la dirección contraria a la que uno quiere que vaya. Era imposible saber aquella histórica noche, que la celebración de un gol seria pasajera y de poca importancia. Que en el juego más importante de mi vida, ya se jugaba tiempo extra, y que la suerte esta vez no estaría de mi lado. Después del último silbato solo quedarían fotos, como pequeñas cápsulas de alegría que depositan en papel brillante, o en carpetas electrónicas momentos que marcan un alto en la carrera unidireccional del tiempo. Eso es lo que queda. Eso y la esperanza que otro día como aquel vivido entre abrazos de extraños apoyando un mismo equipo, se repita, y que este si me encuentre en el lugar apropiado.

Por supuesto mi vida no ha sido vivida exclusivamente para el deporte del balón pie. Pero sucede que el haber vivido gran parte de mis días en un país que se alimenta de fútbol o de política, ha marcado mi predilección por este deporte. A los héroes de la patria se les estudia en el mes de Septiembre, mes de la independencia de muchos de los pequeños países de la región ístmica del continente americano. Pero los verdaderos héroes para el hondureño común y silvestre son los jugadores que logran semana a semana deleitar al hambriento con un poco de alegría y emoción en la parte trasera de los callejones que serpentean las montañas de la ciudad capital. El fútbol mantiene a este pueblo vivo; uno que de otra manera se pelearía su último aliento entre la ignorancia, el desamor y el egoísmo. El fútbol ha sido una línea de vida para mí también, el cual irónicamente ha entrelazado sus mayores triunfos con las jugadas de más alto relieve en mi vida personal que ha sido guiada por el amor. Un amor incondicional, que habiéndolo encontrado en la aurora de mi vida, ingenuamente pensé lo tendría hasta el ocaso.

CAPÍTULO 1

1982

En 1982 no había estación radial que no pusiera la canción del mundial en cada corte comercial. Al caminar por el centro, la tarareaba desde el que vendía chicles, hasta el banquero con traje oscuro dejando a un lado su postura grave. La fiebre del fútbol se sentía en la frente de cada niño que jugaba en chuñas en cualquier pedazo de terreno polvoriento. Los nombres de Anthony Costly, Gilberto Yearwood, Pecho de Águila Zelaya, el primitivo Maradiaga, y Tecate Norales, le daban valor al más débil. Se invocaban como a los santos de las ferias pueblerinas; se les amaba sin ni siquiera haberlos conocido.

Yo, que tenía 14 años recién cumpliditos, había contraído la fiebre del mundial también. Cursaba el tercer curso de ciclo común en un colegio de monjas. Me encantaba ir a la escuela, me fascinaba estudiar y sobretodo amaba ser el centro de atención de todos. Ese tipo de vanidad viene de cajón cuando eres la última de una familia de cuatro hijos. Especialmente si la hermana que te sigue es 11 años mayor que tú. No hay nada en el mundo que consideres fuera de tu alcance. No hay nada que se te niegue. Nada que no veas posible lograr. Claro está que el ser estudiante adolescente en un colegio sólo de niñas hace que encontrar el primer novio sea un trabajo arduo y muchas veces estéril. Así que enfocaba mis días en escribir pequeñas novelas de amor, construir versos con rima, y hacer canciones al mecerme en los dilapidados columpios en el jardín de mi casa.

Paradójicamente, aun teniendo mi autoestima muy alta, nunca consideré mi físico algo importante. Deseaba ser más alta, ya que no era de mi agrado estar siempre en las primeras posiciones en las filas escolares, y hubiera dado la mano izquierda por tener ojos verdes. Lo demás me era indiferente. El pelo lo usaba corto; cuando uno tiene ese pelito fino y liso, no hace falta utilizar mucho el cepillo. En los ochenta, no había necesidad de tener curvas, la moda se ocupaba de ocultar todo lo bonito que un cuerpo joven puede tener. Así que aunque flaca, no suponía mostrar las bondades con que no había sido dotada. Mi aspiración más grande era obtener mi primer par de tenis Nike, y una vez obtenidos fueron parte de cada atuendo ese año. En el colegio todas debíamos usar el uniforme que nos ganó el seudónimo de pingüinos entre los otros escolares. El jumper que constaba de varias yardas de poliéster azul oscuro con paletones, cubría al menos hasta cuatro dedos debajo de la rodilla. Bajo éste se debía usar una blusa blanca manga larga de puños cerrados y cuello redondo. Por si esto fuera poco para un país tropical, el uniforme no estaba completo sin un chonguito al cuello que no dejaba que se abriera botón alguno de la blusa. No hubo día que mis compañeras y yo no agradeciéramos que las monjas se hubieran modernizado al inicio de la década y hayan cambiado el uso de medias de nylon por calcetines blancos, suerte que no tuvieron mis hermanas quienes todavía rehúsan usar medias y usan aceite de bebe para aparentarlas cuando van a una boda. Para mí lo más incómodo eran los zapatos negros de amarrar, los cuales debían ser comprados en un puesto en el mercado, y llevados al zapatero periódicamente para martillarle los clavitos que salían en la suela y causaban mucho daño a unos pies que sólo añoraban los acolchonados tenis americanos. Había quienes desafiaban tan estrictas reglas, pero para ellas estaba yo, la presidenta del comité del orden, organización con el único propósito de cobrar multas de Cinco centavos a toda compañera que osara desatarse el chonguito.

Para la hija de mi madre después del colegio siempre había algo que hacer. Desde los ocho años tenía clases de inglés con un americano de tez traslúcida y pelo rubio blancuzco, quien sin saber mucho de pedagogía, no sólo me dio una impresionante base para dominar el idioma, sino también me llevó a ser amante de la lectura, en especial de los clásicos y Shakespeare. Una vez que mi madre sintió que estaba lista para otro idioma, me lanzó al Francés, el cual rechacé la mayoría del tiempo y del cual entiendo poco y hablo menos el día de hoy. La única actividad extracurricular que si añoraba eran las clases de pintura los miércoles por la tarde. Mi profesora era una señora ya mayor con problemas de cadera lo cual le dificultaba caminar. Era una estampilla de paciencia, y aunque de vez en cuando participé en juegos como esconder el bastón con el otro par de adolescentes en su clase, me tenía un especial cariño el cuál me lo profesa hasta el día de hoy.

El poco tiempo que tenía desocupado era demasiado, pues las cosas entonces eran más sencillas. Habían sólo dos canales de televisión, por lo menos estos eran los únicos que recibía nuestro pequeño y único televisor en casa. El canal que más tiempo pasaba en el aire tenía una programación exclusiva de novelas mexicanas y fútbol nacional. El otro, que pasaba las series más vistas en el país del norte con varios años de retraso, salía al aire hasta las tres de la tarde. Recuerdo haber pasado varias horas observando la imagen de un indio en blanco y negro en espera que iniciara tan variada programación. Nunca me importó que las series eran dobladas al español, y que las voces eran siempre las mismas. No fue hasta mucho tiempo después que noté que la voz de Kelly de los Ángeles de Charlie era la misma que la de Julie de la serie El Crucero del Amor. Si me cansaba del indio no quedaba más que salir a la calle. Aunque vanidosa, era tímida por vocación, y el hacer amigos en el vecindario me fue difícil al principio, pero una vez logrado los primeros saludos hice una buena pandilla. Los vecinos del frente de mi casa, unos alemanes, tenían una hija llamada Alexandra, quien se convirtió, desde que sus padres se mudaron a mi colonia, la persona ideal con quien platicar. Alex, alta, delgada y con un pelo rubio liso, era sólo un año menor que yo. Sus ojos azul-grisáceos parecían sonreír todo el tiempo lo que me hizo confiar en ella casi instantáneamente. Ambas teníamos bicicletas y en aquellas calles adoquinadas de poco tránsito paseábamos hasta que nos llamaban para la cena. A los catorce no importaba mucho si íbamos a diferentes colegios, si éramos de diferentes religiones, o si hablábamos el mismo idioma alrededor de la mesa de comer, importaba que nos gustaban los chavos de dieciséis.

Hablábamos de los muchachos guapos en las fotos en la revista , de las películas de Emilio Estévez y Matt Dillon y de la Selección Nacional. No jugábamos fútbol, pero estudiábamos las jugadas para poder hablar de ellas con los que sí jugaban. Siempre fui fanática de los álbumes de vistas, y el del Mundial 82 era el más preciado. En clase, Sor Marielos, nuestra pequeña y locuaz maestra de grado, rifó un álbum para llenarlo. Aunque en la pulpería de atrás del colegio el álbum sólo costaba un Lempira, ganárselo era diferente. Salió premiado el número 29, mi número de lista. Era la primera vez que me ganaba algo. Mi papá, que no dejaba pasar oportunidad para consentirme, me traía sobrecitos con vistas todos los días. No había día que no cambiara vistas con las del colegio, con los vaguitos de atrás del parqueo, con la pandilla del vecindario. Mi padre siempre dijo que la sangre mora, luego de 800 años de estadía en la Península Ibérica, había dejado su marca en mi madre. Cambiando vistas me di cuenta que la había heredado también. Nunca dejé que me dieran gato por liebre, y hacía valer las vistas más preciadas por dos o más. Como era lógico, las vistas de la selección hondureña valían mucho más que las de cualquier otro equipo. Se pegaban en cuadernos, en puertas de cuarto, y en espejos de baño. Aun las que no tenían álbum cambiaban por tener las fotos de los catrachos. No tardé mucho en llenarlo, aunque debo confesar que las últimas tuvieron que ser conseguidas en el bajo mundo de la Calle Real comprándoselas carísimas a los negociantes del mercado negro.

Al llegar la Semana Santa la emoción del mundial se cambió temporalmente por el embullo de ir a la playa. Casi todos los que conocía iban a ir a Tela, la playa más linda de la costa Norte, y el lugar al cual había ido cada Semana Santa desde mi niñez. Este año le había prometido a Alex que iría a visitarla a su casa de San Juan durante la Semana Mayor. Mis padres y yo nos quedaríamos en Telamar, el antiguo batey de la Standard Fruit Company ahora hecho hotel con cabañas. Para entonces yo era la única hija que quedaba en casa, las vacaciones no eran terriblemente excitantes, pero la playa seguía siendo mi lugar favorito. Mis padres, ambos exiliados cubanos, se habían sorprendido mucho de mi llegada a este mundo once años después de su última hija. Doña María Amalia, una mujer de facciones españolas, y de carácter fuerte llevaba la batuta en casa. Mi padre, proveniente de una de las familias más conocidas de la isla, tenía un carácter más apacible, voz imponente que contrastaba con su bajo tamaño. Ambos me regañaron cuando llegó el Miércoles Santo, y yo no deseaba cumplir mi palabra a mi vecina capitalina. Telamar era mucho más atractivo que una casa en medio del morenal de San Juan. Mi madre no me dejó quedar mal, me obligó a que esperara a nuestros vecinos de la capital desde tempranito, a que me pusiera una ropa bonita y que dejara el baño matutino en el mar para el jueves. Como buen alemán Don Quincho, el papá de Alexandra, pasó por mí a las once en punto. No muchos carros tenían aire acondicionado en aquel entonces, y el pick-up de los vecinos no era la excepción. El calor era ahogante, y la carretera hacia San Juan era de tierra, lo que nos obligaba a mantener las ventanas cerradas. Me pareció eterno lo que ahora toma no más de quince minutos. Al llegar al propio San Juan, me impresionaron las casas de los lugareños. Las paredes eran una mezcla de palos, de rocas, de palmas de cocos, y de plástico negro, los techos todos de guano entrelazado, con palmas verdes y amarillas, y las ventanas de persianas de madera. Unos metros pasando la iglesita del pueblo estaba las casa de mis vecinos capitalinos. A un extremo de la propiedad estaba el crike sobre el cual había que pasar por un frágil puente para llegar a la pequeña casa de madera pintada en azul clarito que tenía de fondo el tibio mar Caribe. La casa estaba rodeada de palmeras de diferente tamaño, varias de ellas atadas unas a otras con hamacas, y todas llenas de cocos verdes. Al bajarnos observé que otro pick-up estaba siendo desempacado. Las puertas estaban abiertas de par en par, y todavía se veían restos de bolsas y almohadas en los asientos. El calor hacía que todo en la distancia se viera detrás de una cortina de humo claro, y nos impulsó a entrar a la casa aún más rápido. En la puerta me recibió alguien a quien yo no conocía, pero de quien ya me habían hablado, Patricia. Era la segunda hija de la familia alemana que eran padrinos de Alexandra. Aún con el pelo en cola, y con largas gotas de sudor cayendo por sus mejillas, se podía ver que era una muchacha muy guapa, de facciones teutonas y un cuerpazo envidiable. Luego de presentármela, Alex me dijo en voz suave que también allí estaría el único varón de la familia, Peter. Yo ya había oído el nombre, pero asumía que no sería de mi tipo. Nunca supe porqué hice este tipo de valoración, sería por mi timidez, o por mi inexperiencia, pero al hacerlo le pedí a mi amiga que no perdiera tiempo en presentármelo. No había terminado de dar esa directriz cuando lo vi por primera vez. Estaba sin camisa, sentado en una silla de playa, tomando un poco de aire después de haber descargado la mayoría de las cosas de su carro. Su pelo castaño ondulado estaba despeinado, y sus ojos verdes brillaban con una mezcla de picardía y dulzura. Detrás de él, la playa lucía su esplendor máximo. No había más sonido que el de las olas golpeando la arena, y si habían otros sonidos yo ya no los identificaba. Para cualquier cineasta que hubiera planeado esta escena para la pantalla grande, debería ser filmada en cámara lenta o más bien la pondría en pausa, porque creo no me moví por varios minutos. Al momento que Peter me miró a los ojos, supe que estaba experimentando lo que había leído en todas las novelitas que me pasaba mi profesor de inglés, amor a primera vista.

En mi mente comencé a oír la canción del mundial, los pocos fuegos artificiales que se lanzaron del Cerro Juan A. Laínez cuando calificó Honduras nublaban mis ojos, las emociones de la hexagonal se esfumaban y se confundían con los ensordecedores latidos de mi corazón. No pude hablar, pero si pude llamar la atención de mi amiga a quien no le quedó de otra que presentarnos. El resto de la tarde pasó entre miradas tímidas y sonrisas escondidas, y cuando se le dieron las llaves del carro al apuesto chavo de dieciséis para que llevara a las muchachas a Telamar sentí la necesidad de sonreír incontroladamente, lo que seguramente hizo que mis quemaduras del sol marcaran varias líneas en las ranuras de mis grandes ojos cafés.

Los siguientes días de la semana mayor pasaron entre extraños encuentros en las angostas calles del antiguo batey y sueños de encontrármelo en cada esquina, pero mi estricta educación católica, que rigió mucha mi adolescencia, no me permitió más que saludos tenues y miradas agachadas. Cuál fue mi sopresa que la noche después del primer día de regreso a la ciudad, estando mis padres fuera de casa, aquel chele llegó a mi puerta. Es indescriptible la emoción de una joven, al ver que el muchacho muy parecido al que soñaba cada vez que escribía versos de amor, se presentaba en su casa. Todavía con su uniforme del colegio, con sus cachetes rojos y pecosos del sol de la pasada vacación playera, y con aparente pena, Peter comenzó las visitas que fueron diarias desde ese día. Años más tarde, Peter me confió que esa noche había tomado el carro sin permiso para ir a verme y que antes de tocar el timbre había tenido que escalar hasta la ventana de Alexandra para preguntar mi nombre, pues me aseguró que nunca antes había oído un nombre tan extraño como María Francisca.

El pre-noviazgo fue corto en términos de días, pero largo en términos de espera. La ocasión para una pregunta formal se dio el 24 de abril en la fiesta de quince años de una de mis mejores amigas, la que me insistió que trajera a Peter de pareja. Entre la cena y el pastel, bajo el andel de la puerta y a las espaldas de mi padre, me preguntó si quería ser su novia. Recuerdo que aunque trate de decirle que debía pensarlo, respuesta necesaria de acuerdo a las enseñanzas de las monjas, Peter se adelantó:

¡Me imagino que ya has tenido tiempo para pensarlo!– susurró muy cerquita.

– murmuré sin quitarle la mirada. Esa fue mi única respuesta, la única que Peter necesitaba oír.

Pasaron los días y el Mundial de España se acercaba. Entre conversaciones de fútbol y aviones, Peter trataba de acercarse y robarse un beso. Pero las monjas habían hecho un buen trabajo, difícilmente permitiría que eso pasara en una relación tan joven. Aun así los coqueteos iban en aumento, y aunque dejaba que se acercara cuando era el momento de decir buenas noches, el fugaz volteo de cara sólo permitía besos de mejilla. Las visitas se hacían en la sala de la casa. Peter se sentaba en el sofá, yo en la butaca, asegurándome que aunque hubiera cercanía para tomarnos las manos, los besos fueran extremadamente difíciles de lograr. Peter logró robarle una preciada invitación a su hermana Patricia y me llevó al prom de la Escuela Americana en el club Árabe. Conocí mejor a doña Konstanze, don Heinz y su hermana mayor Astrid quien había regresado de su primer año en la universidad para la ocasión. La madre de Peter era una mujer de talle corto pero emanaba grandeza. De sus ojos procedía la sinceridad que le había heredado su hijo. La manera que miraban a su esposo, aun en la penumbra del salón de baile, despertó en mi un aprecio inmediato. Lo más halagador era que esa mirada era correspondida por don Heinz quien entre risa y risa no perdía oportunidad de observar a su esposa con ternura. Al son de la música temporada, Peter y yo bailamos canción pegada, y por primera vez no puse los codos para separar nuestros cuerpos, sino dejé que me abrazara recostando mi cabeza en su pecho para oír los latidos acelerados de su corazón.

Junio 16 sería un día espectacular, Honduras debutaría contra España en la primera copa del mundo de nuestra historia. El partido sería transmitido en vivo ese miércoles a la 1:00 PM. Yo seguía en clases, pero todos los colegios salieron temprano para poder ver tan histórico evento en casa. Peter, ya de vacaciones, estaría en la finca con su padre como de costumbre, pero me había dicho el lunes que tal vez su padre volvería de milagro el miércoles a medio día para presenciar el juego por tele. Mis padres siendo cubanos e instruidos desde pequeños que el único deporte posible era el beisbol, no se interesaron mucho en el mundial, aunque mi padre estaba sufriendo una versión débil de la fiebre mundialista, y se había aventurado a asistir el último partido de la eliminatoria contra México al Estadio Nacional Tiburcio Carías Andino en las graderías de sol, acción de la cual estuvo orgulloso hasta los últimos días de su vida. Este día, sin embargo, me encontraba sola en casa. Llevé una bandeja con tostadas de canela y azúcar, con un vaso de coca cola frente al televisor y me dispuse a ver el partido solita. Con el sinapismo que las monjas llamaban uniforme, habiéndome quitado el proverbial chongo y molestos zapatos, fui espectadora al minuto siete del primer tiempo del fabuloso gol del Pecho de Águila Zelaya, quien no solo dejó atónitos a los favoritos del grupo, sino que conmocionó a un país de entonces cuatro millones de personas. La casa de mis padres queda en una de las muchas lomas capitalinas y estaba dotada de una vista espectacular de toda la ciudad. Ese día, al levantarme en shock luego del pase que Tecate Norales le dio al Pecho de Águila la posibilidad de arrancarle el alma a muchos, oí a un pueblo explotar en gritos. Las reverberaciones de las celebraciones callejeras zumbaba hasta mi solitaria salita, y los tiros de aquellos con armas de fuego y poca prudencia se oían por doquier. No recuerdo cuanto salté, o cuantas veces bajé a abrazar a la cocinera quien lloraba de emoción, pero sí recuerdo la tensión que compartí con mis conciudadanos que por cincuenta y ocho minutos nos mantuvimos victoriosos ante nuestra Madre Patria. El penal de López Ufarte sigue siendo disputado hasta el día de hoy, pero se sabía que Goliat no dejaría que el pequeño David se saliera con la suya esta vez, y aunque el argentino Arturo Ithurralde vio una falta donde no la había, todos los hondureños nos conformamos con el empate. Sin embargo yo tuve una alegría mayor al tener a Peter de visita más tarde ese día, ya que la rutina de Don Heinz de ir a la finca de martes a viernes había sido, por primera vez en muchos años, interrumpida. Peter tenía la esperanza que después de tan emocionante partido el beso, como el gol de Zelaya, caería por fin, pero no tuvo esa suerte. Aun así se fue tan alegre como vino, seguramente a tomarse unas cuantas cervecitas con algún miembro de la raza antes de llegar a su casa.

Honduras le empató a Irlanda del Norte el 21 del mismo mes, pero cayó contra Yugoslavia el jueves 24 en Zaragoza, con el tiro penal de Vladimir Petrovic que el chileno Gastón Castro cantó en el minuto 42 del segundo tiempo. El referee, quien fue nombrado persona non-grata en Honduras, evitó así que el pobre país de Centroamérica se le hiciera realidad pasar a la segunda ronda. Sin embargo la selección fue vitoreada a su regreso. Llevaron a nuestros héroes a un paseo por la ciudad en baronesa terminando en el Estadio Nacional donde serían ovacionados por miles de catrachos, quienes entre gritos de alegría no olvidaban las injusticias cometidas y quemaron un muñeco vestido de árbitro en medio de la cancha. Todo esto lo vi por tele, aunque los ecos de la multitud se oían hasta mi casa.

A Peter lo veía los fines de semana, y una vez eliminado Honduras, comenzó a inculcarme el amor por otro equipo, el de Alemania. Cuando los teutones ganaron el pase a la final contra Francia fue la primera vez que vi a Peter con una alegría incontenible que sólo podía ser lograda con la ayuda de unos traguitos. No cabía en si mismo, y aunque en aquellos días no se usaban camisas de equipos para celebrar el fanatismo, juro que me lo imagino no en sus casuales jeans blancos y camisa a rayas, sino en la jersey blanca y negra de los alemanes saltando mientras me abrazaba. Duró poco la felicidad, ya que el 11 de julio, la escuadra azurra le propinó tremenda paliza a los alemancitos, ganándoles tres goles a uno.

Una vez pasado el Mundial, los días se volvieron más lentos. Una semana después de la fatídica final, Peter se iría a Texas a dejar a Patricia a la universidad en compañía de sus padres y sus otras dos hermanas. La noche antes del viaje tuvimos otra de nuestras visitas rituales. No sé cuándo me di cuenta que esa sería la noche, o si me tomó a mí también de sorpresa, pero esta vez, al momento de despedirnos en el zaguán de mi casa no doblé mi cara bruscamente. Peter me miró con esos ojos verdes tan expresivos preguntándose si este era el momento apropiado para intentar un beso. Mis ojos parecieron contestar su pregunta ya que suavemente acercó sus labios a los míos y me besó tiernamente. No sé cuánto duró el primer beso, aunque en mis sueños había siempre tomado el tiempo, ni tampoco sé cómo pudimos separarnos. Peter cerró el portón y caminó hacia su carro también sin quitarme la vista. Yo no me di vuelta hasta que oí el rugido de su motor alejándose. Sé que los quince pasos hacia la puerta principal los hice en el aire. No creo que mis Nike hayan tocado suelo. Cerré la puerta, y debo haberme quedado varios minutos con mi mano todavía en el pórtico ya que no la quité hasta que sonó el timbre. Confundida abrí de nuevo la puerta y Peter estaba parado allí de nuevo, el carro encendido y la puerta de su carro abierta. Había regresado para ver si conseguía otro beso, eso me lo confió mucho tiempo después. No hubo otro beso, el pudor aún era grande, pero puedo jurar que Peter tenía un brillo en su rostro fuera de lugar, algo que siempre negué y argumenté era producto de los lentes de contacto. Pero él también decía haber visto que yo, al igual que él, estaba radiante.

Los días de ese verano pasaron lentamente. Fueron un avance a muchas otras de nuestras otras separaciones. Yo me enfocaba en mis clases, y por las tardes salía en bicicleta. A su regreso de su viaje, Peter vino casi directamente a mi casa. Esta vez, no se si por el beso, o por la falta de costumbre no me senté en la butaca, sino a su lado en el sofá. Ese lugar sería lel que tomaríamos en las visitas de los siguientes años, a excepción de los días que tuviéramos alguna discusión. Esa tarde Peter me pidió saliéramos al parqueo de la entrada. Entre cuento y cuento de la vacación entrelazó tres hojas largas del bambú de los vecinos. Al terminar la obra me ofreció el pequeño presente como una pulsera.

Cerrá los ojos para que te la ponga…— dijo poniendo su mano en mi cara

Sentí como sus manos complicadamente trataban de ponerme la pulsera. Los abrí cuando me lo pidió. En lugar de las hojas entrelazadas había una pequeña esclava de oro. Debió haber usado todos los dólares que le dieron sus tíos y abuelas para el viaje en la joya. Se merecía otro beso, y lo obtuvo. Este si lo medí, fueron más de 6 minutos.

Cuando llegaron mis vacaciones tres meses más tarde, fui yo la que viajé. Mi madre, quien era un lince para itinerarios y

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