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Educación primero al hijo del obrero: Proyecto educativo para los sectores para los sectores populares en México. Siglo XIX y XX
Educación primero al hijo del obrero: Proyecto educativo para los sectores para los sectores populares en México. Siglo XIX y XX
Educación primero al hijo del obrero: Proyecto educativo para los sectores para los sectores populares en México. Siglo XIX y XX
Libro electrónico289 páginas4 horas

Educación primero al hijo del obrero: Proyecto educativo para los sectores para los sectores populares en México. Siglo XIX y XX

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Con título de consigna en manifestaciones estudiantiles del siglo XX, esta obra señala la necesidad que se tenía de la educación como un derecho universal que debía ser prodigada a todas las clases sociales, además de una relación que nos indica que la necesidad histórica de justicia y los requerimientos de los trabajadores deben atenderse de maner
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 jul 2023
ISBN9786075397900
Educación primero al hijo del obrero: Proyecto educativo para los sectores para los sectores populares en México. Siglo XIX y XX

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    Educación primero al hijo del obrero - Miguel Orduña Carson

    Educar al obrero:

    entre la emancipación intelectual y la disciplina moral

    ———•———

    Miguel Orduña Carson

    Alejandro de la Torre Hernández

    1. En las manifestaciones estudiantiles del siglo xx era común escuchar el cántico Educación primero al hijo del obrero. Educación después al hijo del burgués. La consigna, con su evidente contenido de clase, señalaba la necesidad de que la educación debía ser considerada un derecho universal, un bien indispensable y que, como tal, debía ser prodigada a todas las clases sociales. La consigna entraña, además, una prelación que nos indica que, en tanto expresión de una necesidad histórica de justicia, los requerimientos de los trabajadores deben atenderse de manera prioritaria. Este reclamo también es consecuencia de una larga tradición que se remonta a finales del siglo xviii —y que para México en específico se alcanza a percibir con más claridad a lo largo del siglo xix—, cuando las clases populares irrumpieron en el escenario político para renovar las formas de gobierno, identificar nuevos horizontes en el ejercicio del poder y proyectar modelos más justos en la conformación de la sociedad.

    En el marco de una secularización creciente, la educación tradicional controlada y promovida por la Iglesia católica fue perdiendo su preminencia, mientras que la formación de las élites se enfocó en la profesionalización administrativa y la reproducción de la riqueza. Estas transformaciones tienen un correlato en la necesidad de educar a las clases populares. A partir de entonces la educación siempre desempeñaría un papel importante, destacándose como un objetivo ineludible de la lucha social.

    La asociación entre justicia social y educación llevó a que, a lo largo de la modernidad, se promoviera una gran variedad de proyectos educativos que hacían de las clases populares, con particular énfasis del proletariado, el centro de sus preocupaciones pedagógicas. Estos proyectos, sin embargo, no necesariamente comparten una misma idea de cómo debe ser la educación y de la finalidad que debiera perseguir. En líneas generales, junto con propuestas que conciben la formación educativa como un recurso para la emancipación intelectual, nos encontramos con esfuerzos por infundir los valores y las actitudes burguesas en las clases subalternas. Asimismo, entre muchas otras variantes, junto con proyectos impulsados por el Estado al servicio de la integración nacional, escuelas promovidas por iniciativa de particulares que prometen el ascenso social, escuelas religiosas que compaginan virtudes cívicas con prácticas confesionales, también nos encontramos con iniciativas que apuestan por la formación autodidacta.

    En todos estos proyectos la educación dirigida a las clases populares generó un conjunto de estrategias específicas en las que se hacía visible la omnipresencia del trabajador, ya sea para inculcarle una instrucción general o con miras a formarlo para el trabajo, conduciéndolo al incremento de sus capacidades productivas. A partir de la imagen de un trabajador ideal, la educación popular instituiría una nueva sociedad. Educar al proletariado, en tanto sujeto social del pensamiento moderno, también entraña un proyecto civilizatorio que se propone la transformación de la clase trabajadora. Una preocupación que compagina la voluntad de mejorar las condiciones de vida del obrero con un temor apenas velado respecto del potencial subversivo de este sector social, conjuntando una intención benefactora con una necesidad de control.

    A partir del siglo xviii se puede advertir la conformación de un proyecto que buscaba la emancipación del individuo por medio de la cuidadosa formación de los infantes. Si bien el proyecto iluminista piensa en la intervención benefactora de la educación, teniendo a la figura del niño como lienzo en el que se plasmará el potencial del individuo libre, la educación debía procurarse a lo largo de toda la vida. De este modo, el proyecto de Jean Jacques Rousseau, materializado en su obra Emilio, o de la educación, se complementa con el titánico proyecto enciclopedista encabezado por Denis Diderot, con miras a la formación integral de los sujetos.¹ El modelo ilustrado plantea, entonces, una educación encaminada al libre desarrollo de las capacidades individuales, asumiendo la creatividad y la perfectibilidad como cualidades intrínsecamente humanas.

    En la estela de este espíritu iluminista es posible percibir un giro a partir del siglo xix. El impulso que llevó a asumir la educación en tanto una responsabilidad moral individual, en la que el sujeto debía hacerse cargo de su propia formación, se transformó en una demanda que puso el acento en la necesidad del acceso universal a la educación, en tanto cumplimiento de una promesa de emancipación intelectual. Se trata a la vez de una posibilidad de liberación y de un imperativo moral de llevar la civilización al pueblo sumido en la barbarie. Los signos visibles de esa barbarie eran, por supuesto, la explotación, la miseria y la ignorancia. La educación ilustrada apuntaba, de este modo, a la creación de ciudadanos ejemplares, útiles a la república, fuese ésta real o ideal.

    El proyecto político del Estado-nación impelía a que la población asumiera como propio el bienestar colectivo, pero en esa medida se impulsaron proyectos educativos encaminados a legitimar a los gobiernos y a suscribir las relaciones de mando y obediencia que sostienen la estructura del Estado. El proyecto de un gobierno que fuese resultado de la representación del pueblo hizo de la educación una necesidad, tanto para aprender los procedimientos de participación política como para garantizar la aceptación de la autoridad emanada de esta representación. De modo que sobre la educación recaía la responsabilidad de mantener el orden político, así como la posibilidad de modificarlo cuando no cumpliera las expectativas de bienestar y mejora social.

    El proyecto de educar al pueblo, entonces, está inmerso en una permanente ambivalencia. Por un lado, apunta a la emancipación de las conciencias y a la posibilidad de generar acuerdos entre personas libres, como postulaba Immanuel Kant en la expresión de las aspiraciones del pensamiento ilustrado: sapere aude.² Por otro, la mística nacionalista y su correlato de una sola voluntad política encarnada en el Estado condujeron a un efectivo control de las masas.

    Además de las transformaciones políticas que desembocaron en la formación del Estado-nación, el siglo xix fue testigo de profundas modificaciones en la estructura económica y productiva de la sociedad que, entre otras cosas, implicaron la migración masiva del campo a la ciudad y la consecuente urbanización de la vida social. De este modo, el pueblo no sólo irrumpía en la imaginación política, sino también en el espacio privilegiado de las ciudades. Este nuevo habitante, en tanto sujeto colectivo, se convirtió en una preocupación para la élite. Las consecuencias generadas por este movimiento migratorio se volvieron asunto de Estado y objeto de iniciativas de la administración pública. Hubo que regular la circulación, el hacinamiento, la higiene y la moralización de estos sujetos para poder integrarlos al orden. La educación, en tanto vehículo de control, se convirtió en una herramienta de suma eficacia para intervenir en los comportamientos del pueblo, ajustar sus actitudes y subsanar así estas acuciantes preocupaciones.³

    Lo que Michel Foucault ha llamado la gubernamentalización —esto es, la racionalización que la administración urbana desarrollaba— encontró en la educación un instrumento auxiliar para impulsar un proyecto civilizatorio.⁴ Norbert Elias ha inscrito esta serie de intervenciones en un largo proceso por medio del cual, en un contexto de masificación de las urbes —y de construcción de la ciudad como modelo hegemónico de vida social—, se educa para la convivencia urbana.⁵ En una época en que se equiparan las nociones de urbanización y urbanidad, el espacio vital de las ciudades se convierte en el escenario de las virtudes burguesas.

    La élite y la multitud, distantes por fuerza, encontraron en la caridad, tanto confesional como secular, el recurso para naturalizar la superioridad y la sujeción. Entre las actitudes caritativas practicadas por la burguesía, las élites asumieron como una obligación ética impartir educación a las clases subalternas, más como una concesión graciosa que como el reconocimiento de un derecho legítimo. Así, a lo largo del siglo xix, y con mayor énfasis en los años finales de la centuria, se multiplicaron los establecimientos que impartían educación elemental entre los niños menesterosos, los trabajadores de las empresas, los feligreses adscritos a una determinada Iglesia o las mujeres desvalidas. Con esta perspectiva se buscaba integrar este abigarrado conjunto de sectores marginales a los beneficios de la civilización. Los modelos educativos orientados desde esta óptica se montaron en una larga tradición de adoctrinamiento religioso que a partir de entonces tomó un talante de moralización secular y de implantación de valores cívicos que fomentaban la obediencia y el apego al orden establecido.

    La educación, que en principio fue promovida por los sectores privilegiados de la sociedad, se fue convirtiendo en un recurso para el ascenso social, así como para identificar y diferenciar a determinados sujetos de entre una multitud anónima. Como un recurso de la distinción social y un medio para conseguir trabajos mejor remunerados, la educación se fue convirtiendo en una necesidad y, en consecuencia, se asumió como una exigencia de las luchas sociales.

    2. De la mano de las transformaciones políticas y económicas que tuvieron lugar en el siglo xix, así como gracias al empuje moral que buscaba civilizar a amplios sectores sociales, los proyectos educativos se fueron formalizando, con lo que alcanzaron expresiones más específicas y profesionalizadas. No es casualidad que gran parte de los modelos educativos formulados por pedagogos renovadores como Friedrich Fröebel, Ovide Decroly, María Montessori, Francisco Ferrer, entre otros, fueran formulados y puestos en práctica a partir de la segunda mitad del siglo xix, periodo en el que la pedagogía, en tanto disciplina humanística, se colocó en el centro de las preocupaciones de la producción de conocimiento.

    México no estuvo al margen de este proceso y a la par del incipiente desarrollo de las manufacturas y la industria; también nos encontramos con proyectos educativos promovidos por políticos, empresarios y ministros religiosos que aspiraban a formar ciudadanos responsables, trabajadores acomedidos y/o una feligresía morigerada.⁶ La educación que había sido promovida por profesores particulares se formalizó en academias y escuelas, instituciones que requerían un espacio específico para su buen funcionamiento. De este modo, se destinaron recintos donde se impartieron los conocimientos básicos para la convivencia urbana y el trabajo. El proceso que da forma a una sociedad disciplinaria, como le llamó Michel Foucault, tiene en la escuela una pieza fundamental y diversos sectores contribuyeron a que ésta se constituyera y se consolidara como una efectiva institución reguladora de la sociedad.⁷ La educación escolarizada se inscribió en los esfuerzos por hacer que los estudiantes —ciudadanos en ciernes— adquiriesen buenas costumbres, inscritas en la estela de la virtud republicana, en oposición a los vicios morales que amenazaban el buen funcionamiento de la sociedad. Los sectores populares, entre los que surgió el proletariado, han sido objeto de diversos proyectos educativos encaminados a promover el trabajo como vía de regeneración moral. Esta regeneración tendrá como principal objetivo combatir el ocio y como meta incrementar la productividad, apuntalando la imagen del trabajo como agente purificador y medio para la integración a la convivencia civilizada.

    Atestiguamos así el tránsito del proyecto educativo ilustrado, que ponía el acento en la liberación del individuo a través del conocimiento, a un modelo que, paradójicamente inspirado en los mismos valores, ponía en el centro la voluntad de disciplinar a los individuos. El ya citado filósofo francés Michel Foucault había adelantado que la escuela, la fábrica y la cárcel se complementaban en el proyecto para disciplinar y ordenar tanto el espacio social como a los sujetos que habitaban en él.No podemos dejar de señalar que tanto en las experiencias pedagógicas como en los modelos que las inspiraron asistimos a una concepción cultural que distingue claramente las funciones sociales de hombres y mujeres, haciendo que la escuela sea un espacio reiterativo del orden patriarcal de la sociedad. La educación ha insistido en inculcar a la mujer conocimientos y prácticas que se asumen como propias de la feminidad. Siguiendo este modelo, las labores de cuidado, alimentación y aseo, y también buena parte de los trabajos de la enseñanza de los infantes, quedan en la esfera femenina de actividades. La escuela se ocupa de reafirmar y reproducir un conjunto de valores y comportamientos cifrados en la identidad de género. Así, la formación educativa se ha convertido en una pieza fundamental para la exclusión de las mujeres de los espacios masculinos, haciéndolas objeto de una obliteración silenciosa de su trabajo, como consecuencia de la cual se refuerza y se naturaliza la invisibilización de las mujeres en el orden social.

    La urgencia por disciplinar a la población, tanto a hombres como a mujeres, obedece a una concepción no del todo equivocada que advierte del peligro de un alzamiento popular contra los privilegios de las élites, y una imagen del proletariado como clase potencialmente peligrosa, tanto en términos de subversión social como de criminalidad. Estos temores producen el correlato del trabajo, en tanto actividad productiva, como un mecanismo ideal para el control de las masas.

    Si bien durante la segunda mitad del siglo xix encontramos este espíritu en los proyectos educativos destinados a los trabajadores mexicanos y sus hijos, luego de la Revolución mexicana esta perspectiva pedagógica se perfeccionó. Con un proyecto político que se asumía portavoz de las demandas populares, el Estado posrevolucionario hizo del trabajo, la educación y el acceso a la salud un conjunto de derechos fundamentales, con lo que se abrió la puerta a la incorporación de los saberes médicos en la planificación educativa. Al control ejercido sobre los procesos productivos se sumó la atención sobre el cuerpo, y el espacio escolar fue el escenario donde confluyeron, reforzándose mutuamente, estos ámbitos de control. El Estado se hizo responsable de impartir una formación integral que contemplaba no sólo la instrucción formal, sino también el mantenimiento del cuerpo sano a través del deporte, de inculcar hábitos higiénicos y practicar revisiones clínicas frecuentes. Conviene no perder de vista que se trata de promover el cuidado de cuerpos sanos y aptos para el trabajo, en un contexto internacional en que las grandes elaboraciones ideológicas le conferían centralidad a la cultura física.

    Esta intervención no estaba solamente supeditada al ámbito del control médico de las personas, sino que formaba parte de un nuevo proyecto político y de una novedosa forma de ciudadanía. El nuevo Estado posrevolucionario requería una educación que formara ciudadanos aptos para su modelo corporativo y pretendidamente popular.⁸ La educación cívica y el aleccionamiento en la obediencia a las nuevas instituciones desempeñaron un papel fundamental en este proyecto político.

    El desarrollo de las instituciones educativas emanadas de este nuevo pacto político comenzó a necesitar, para el cumplimiento de sus objetivos, un aparato administrativo cada vez más grande y preciso. Paralelamente, en una lógica que apuntaba a reforzar la dinámica del Estado, estas instituciones educativas producirían a los futuros empleados que el propio aparato burocrático requería.

    Podemos atestiguar cómo, a medida que se institucionalizan los procesos educativos patrocinados por el Estado, el estudiante, como instancia de intervención, va perdiendo centralidad y, en cambio, la va ganando el aparato educativo en sí mismo, el cual se perfecciona y se afina por medio de procesos burocráticos. Esto lleva al incremento de la burocracia en el seno de las instituciones para dar cumplimiento a los objetivos políticos del proyecto educativo. El contenido de la educación pasa a un segundo plano, mientras gana protagonismo la estructura administrativa y las propuestas para mejorar su funcionamiento.

    En este somero recorrido se advierte que la consigna Educación primero al hijo del obrero, además de ser un justo reclamo social y una divisa altamente subversiva, también puede ser un requerimiento de las élites para mantener el orden y el control efectivo de la fuerza de trabajo. La educación de las clases populares oscila entonces entre las luminosas posibilidades de la emancipación de todas las formas opresivas a partir de la liberación de la conciencia, por un lado, y el perfeccionamiento de los mecanismos de control disciplinario, por el otro. Acercarse a estudiar los proyectos educativos diseñados para los trabajadores requiere la observación atenta de este movimiento pendular.

    3. Educación primero al hijo del obrero está constituido por un conjunto de seis aproximaciones históricas a modelos educativos enfocados en los trabajadores y los sectores populares que se llevaron a la práctica en México entre los siglos xix y xx. Este libro debe su impulso al VI Encuentro/Taller Cultura Obrera, celebrado en la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (inah) en octubre de 2017, y es la cuarta publicación emanada de este proyecto colectivo de discusión y creación de conocimientos.⁹ En aquella ocasión el taller versó en torno a proyectos pedagógicos que tuvieron como propósito central educar a los trabajadores mexicanos. El encuentro estuvo constituido, sin haberlo planeado así, por dos grandes bloques: por un lado, los estudios en torno a los proyectos educativos en sí mismos y los resultados de sus experiencias concretas y, por otro, los instrumentos pedagógicos utilizados para promover la educación de los trabajadores, entre los cuales ocupan un lugar destacado las publicaciones periódicas. A partir del primer segmento comenzó a articularse la presente publicación, a la que se sumaron colaboraciones que comparten un mismo espíritu y se engarzan orgánicamente con los estudios sobre los proyectos educativos centrados en los trabajadores y en los sectores populares.

    Este volumen abre con la intervención de Erika Iliana Sánchez Rojano, quien ofrece una aproximación a dos proyectos educativos distintos que tuvieron lugar en Tlalmanalco, Estado de México, en el siglo xix. Esos proyectos estaban estrechamente vinculados con sendas fábricas de papel y textiles, y tienen la peculiaridad de haber sido impulsados por la iniciativa patronal. Uno de ellos, el de la fábrica de Miraflores, fue promovido como parte de las iniciativas para extender el culto metodista entre la población del lugar, mientras que el otro era de carácter laico y formaba parte de las prestaciones que prodigaba la fábrica a sus empleados. El estudio de Sánchez Rojano delinea con bastante precisión la presencia del patrón benefactor, personaje nodal en la historia del México decimonónico.

    Por su parte, el texto de Delia Salazar Anaya recorre las calles de la Ciudad de México a lo largo del siglo xix en busca de las iniciativas de la educación contable. En un país que modernizaba sus procesos productivos e intensificaba sus relaciones comerciales, el uso de los rudimentos de la contabilidad se convertía en un saber útil para la inserción en el mercado de trabajo. La demanda de este conocimiento permitió vender manuales que eran leídos en el esfuerzo autodidacta, pero también fundar escuelas en las que se formó una importante cantidad de sujetos interesados en dedicarse a las actividades administrativas, bancarias y comerciales. Fue ésta una veta ampliamente explotada por las empresas extranjeras que requerían la formación especializada de sus trabajadores en suelo mexicano.

    Anna Ribera Carbó nos presenta los avatares del proyecto educativo del pedagogo catalán Francisco Ferrer i Guardia en México. El estudio de los Congresos Pedagógicos que tuvieron lugar en Yucatán durante las primeras décadas del siglo xx, en el contexto de los gobiernos radicales, permite dar cuenta de la presencia de proyectos educativos basados en el modelo ferreriano. Este modelo pedagógico fue impulsado con entusiasmo por los anarquistas iberoamericanos como un proyecto de emancipación intelectual y un medio para la transformación social, a partir de la desarticulación de los dogmas religiosos y el rompimiento con la obediencia católica cifrada en el principio de autoridad.

    El capítulo a cargo de Imelda Paola Ugalde Andrade fija su atención en un proyecto educativo que no es propiamente escolar, sino que tiene por objeto un centro recreativo y cultural para las clases trabajadoras de la Ciudad de México, impulsado por el gobierno posrevolucionario. En este lugar, la cultura física estaba acompañada de conferencias sobre diversas temáticas que se abocaron a configurar una educación integral de los trabajadores y al uso racional de su tiempo libre. El Estado mostró con este proyecto la amplitud de sus miras y el modo en que la educación era concebida como una formación cívica, ética y física.

    María Eugenia Sánchez Calleja, por su parte, nos muestra el estrecho vínculo que, para la década de 1930, sostenían los proyectos educativos dirigidos a las clases populares con los medios para prevenir la delincuencia juvenil y reformar a aquellos sujetos que hubiesen incurrido en algún delito. Desde este punto de vista, la educación exhibe los componentes que permiten el control y el aleccionamiento disciplinario de una población que se encuentra en condiciones de vulnerabilidad por causa de su marginación social: la educación como instrumento de prevención del delito. En este capítulo, así como en el siguiente, encontramos una clara atención institucional diferenciada entre hombres y mujeres, de modo que se distingue el tipo de conocimientos y actividades que se requiere para la formación de los sujetos de acuerdo con el género.

    Cierra esta obra el capítulo escrito por Gabriela Riquelme Alcantar y Leticia Fuentes Vera, que versa sobre un internado mixto creado para hijos de trabajadores, establecido en

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