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Compromiso con la educación: Reflexiones y críticas en torno a la reforma
Compromiso con la educación: Reflexiones y críticas en torno a la reforma
Compromiso con la educación: Reflexiones y críticas en torno a la reforma
Libro electrónico365 páginas4 horas

Compromiso con la educación: Reflexiones y críticas en torno a la reforma

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Frente a una cuestionada reforma educacional —que genera más inquietudes que certezas— y ante la necesidad urgente de responder adecuadamente a los desafíos que enfrenta la enseñanza chilena, José Joaquín Brunner nos sorprende con estas crónicas intelectuales que pretenden derribar mitos y poner fin a la confusión en el foro público y al desorden de expectativas imperante.

A través de una mirada integradora —propia de un experto en el tema— y ejemplos concretos, el autor nos presenta una visión crítica sobre el estado de la situación y plantea argumentos sólidos para exigir cambiar el foco —centrado únicamente en términos administrativos, políticos y financieros— y corregir lo necesario, antes de que sea demasiado tarde.

Una invitación a reflexionar sobre el real sentido del aprendizaje y poner atención en los profundos cambios que están ocurriendo. Una advertencia para actuar rápido y coordinadamente y poder cumplir con la responsabilidad de formar, de manera adecuada, a las nuevas generaciones, que serán las encargadas de concretar y escribir el futuro.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 nov 2017
ISBN9789569986000
Compromiso con la educación: Reflexiones y críticas en torno a la reforma

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    Compromiso con la educación - José Joaquín Brunner

    2017.

    CAPÍTULO I

    HORIZONTES CULTURALES DE LA EDUCACIÓN

    La modernidad, entre iluminación y desencantamiento

    La modernidad parecería guardar una profunda coherencia: es dominio racional del mundo y, al mismo tiempo, una fuerza que nos libera de cualquier mistificación respecto del medio en que vivimos. Tal sería el círculo virtuoso de la modernización: a medida que controlamos el entorno ganamos también en comprensión de nuestros motivos y acciones. Nos emancipamos en virtud del conocimiento.

    Dicho en términos de Max Weber: con la modernidad el mundo deja de ser un cosmos ordenado por alguna divinidad para algún fin éticamente significativo. «En principio no hay poderes misteriosos incalculables que desempeñen algún papel. Más bien, podemos dominar todo por medio del cálculo. Pero eso significa: el desencanto del mundo».

    Una rápida mirada al escenario contemporáneo parece confirmar esta hipótesis. El conocimiento otorga poder sobre las cosas y la gente. La técnica crea el entorno en que vivimos. Lo misterioso retrocede hacia los márgenes de la comunidad. Los seres humanos se mueven entre opciones —de valores o de mercado— y deben elegir. Se extiende la convicción de que todo puede ser medido y comparado, cuando no comprado. La religión se privatiza y la ética se vuelve plural y autónoma. Ya no hay problemas irresolubles ni profundidades que no puedan ser pesquisadas. Lo más íntimo y lo más externo pueden ser abordados metódicamente y son convertidos en objeto de información. Los medios de comunicación reinan sin contrapeso.

    El progreso ha llegado así a ser confundido con el avance irresistible de la razón, bajo cuya poderosa luz se disipan fantasmas y hechizos, pero también encantos y prodigios. Estaríamos a punto de alcanzar la mayoría de edad.

    Esta noción lineal e iluminista de la razón desconoce al menos dos factores.

    Por un lado, olvida el rastro de escombros que el avance de la razón ha dejado a su paso, simbolizado en el Holocausto y el Gulag, en las cámaras de tortura y la perversa explotación de los niños. El Angelus Novus de Paul Klee preside aquí. Así lo describe Walter Benjamin: «Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas […] Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero una tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso».

    Por otro lado, desconoce las fuerzas oscuras, no racionales, que anidan en lo más escondido del alma humana. Como nos recuerda Freud, invocando el fatídico Homo homini lupus, el hombre no es una criatura tierna que solo osa defenderse cuando es atacado; al contrario, entre sus disposiciones instintivas conserva una buena porción de agresividad. El prójimo no solo es un hermano para él sino, al mismo tiempo, «motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo».

    En suma, la modernidad no es coherente ni logra explicar, o controlar, la profunda ambigüedad de la experiencia humana. El misterio del mundo y de los otros no acaba con el cálculo ni este nos hace, necesariamente, más libres.

    Vale la pena recordarlo ahora que estamos empeñados en ser modernos, pero no sabemos cómo librarnos de los fracasos de la razón.

    Posmodernidad: una nueva mentalidad

    Si es cierto que a cada época corresponde el predominio de uno u otro de nuestros sentidos, entonces podemos convenir con McLuhan en que la modernidad es el reino de la mirada. En La Galaxia Gutenberg postula que la civilización moderna dio al hombre el ojo por el oído, otorgando a los valores visuales prioridad en la organización de su pensamiento y comportamiento. Martin Jay, por su parte, distingue tres subculturas visuales en el seno de la modernidad: el perspectivismo cartesiano o de la frialdad abstracta, el arte de describir asociado al empirismo baconiano y la visión barroca fascinada por «la opacidad, la ilegibilidad y el carácter indescifrable de la realidad». De hecho, estas miradas articulan el mundo cultural moderno en torno al racionalismo y el cálculo, el empirismo tecnológico y la hermenéutica, que busca capturar el sentido en medio de la continua rotación de los signos.

    Por el contrario, el vistazo sería el principio constitutivo de la posmodernidad. Se le atribuye el carácter de una mirada superficial y ligera, sin punto de vista fijo, al cual nos hallaríamos habituados por la televisión. Sería el origen del relativismo, la inconstancia y una insoportable levedad del ser. En breve, el vistazo, propio de la era electrónica, habría dado paso a una nueva sensibilidad que borra el sólido semblante de la modernidad; ahora todo ocurriría en un ambiente insustancial y efímero. Sería el fin de la metafísica, de las tradiciones y las jerarquías establecidas.

    Esta percepción es doblemente equivocada, sin embargo.

    Por lo pronto, no ha desaparecido la hegemonía de la mirada, sino que ella se acentúa. La visión cartesiana llega a predominar en la educación y en buena parte de las ciencias. El empirismo se transforma en la base expansiva de las tecnologías. Y la seducción por la interpretación y el comentario es llevada hasta la exasperación: «Hemos recibido un mundo ininteligible, tenemos que volverlo más ininteligible todavía» (Baudrillard).

    En seguida, el vistazo no necesariamente se vincula con la liviandad y el pensamiento débil; su irrupción responde, en cambio, a nuevas necesidades históricas. Puede adoptar diversas modalidades.

    Existe, por ejemplo, el vistazo como ojeada; la subcultura de la mirada rápida, estrechamente asociada a la informatización de las sociedades. No es posible navegar por internet con el ojo de Gutenberg. Se requiere una nueva forma de mirar, entender y aprender: fluida, descentrada, no jerárquica, relacional, flexible, adaptativa. El pensamiento lineal ya no basta. Las tecnologías de red suponen una mirada distribuida.

    Existe, alternativamente, el vistazo como aprehensión inmediata de la totalidad. La literatura sobre la creatividad —en el arte, las ciencias o la política— destaca la visión de conjunto, el golpe de vista, como un rasgo inseparable de la creación de nuevos paradigmas, formas o figuras. En tiempos que requieren una alta tasa de innovación esta habilidad pasa a ser una virtud.

    El vistazo es propio asimismo de las culturas trans e interdisciplinarias; esto es, aquellas que aceptan y buscan la fertilización entre distintas miradas especializadas. En efecto, el vistazo reconoce más fácilmente la diversidad y es más permeable a la intercomunicación de experiencias disímiles que el pensamiento cartesiano, el cual insiste en distinguir y separar.

    En suma, nuestra cultura se enriquece con una mayor variedad de subculturas visuales —tanto de la mirada como del vistazo— en vez de corromperse y decaer según imagina la crítica conservadora de la contemporaneidad.

    Democracia, el ethos moderno

    En sociedades muy simples y primitivas quienes controlan el poder controlan también el acceso a los bienes materiales más valorados, el gobierno de los súbditos, la definición del buen gusto, los canales de comunicación, las tecnologías del conocimiento y la relación con los dioses.

    En ellas, los atributos de la excelencia —personal y social— se encuentran monopolizados por un solo grupo. Solo sus miembros se proclaman y reconocen como portadores del mando y la virtud; árbitros de la belleza y la moral; dispensadores de oportunidades y sanciones. No es raro, por tanto, que tengan de sí mismos una imagen exaltada. Son, por atribución social, los individuos inteligentes, exitosos, enérgicos y eficaces. Tanto así que de ellos solía decirse que eran los elegidos de los dioses.

    En las sociedades contemporáneas, por el contrario, las fuentes del poder, la riqueza, el conocimiento, la moral y la belleza se hallan ampliamente distribuidas. Operan como sistemas (más o menos) separados, cada uno de acuerdo a su propia racionalidad, modos de evaluación y formas de legitimación.

    Por oposición a las sociedades monistas de antaño, las nuestras son —o aspiran a ser— pluralistas. Hay una variedad de jerarquías, las tradiciones son débiles y necesitan ser argumentadas en público, las formas morales virtuosas son múltiples y no excluyentes, los medios de control e influencia aumentan y se diferencian, los canales de comunicación se vuelven más porosos y flexibles.

    Por eso, nuestras sociedades no toleran fácilmente que el poder político, económico, cultural y moral se concentre en un solo grupo. Rechazan la idea de que las virtudes o la inteligencia o el mérito se encuentren asociados al género (masculino), al éxito (económico), al nacimiento (en una clase social o grupo étnico), a una determinada ideología o creencia religiosa.

    Más bien, los agentes individuales se conciben a sí mismos (al menos en el terreno moral) como iguales en dignidad y derechos, y reclaman para sí un reconocimiento como tales e iguales oportunidades para demostrar sus talentos y acceder a ocupaciones y cargos.

    En esta combinación de principios —pluralismo de las formas de vida, igualdad de oportunidades para acceder a atributos valorados y rechazo de toda pretensión adscriptiva— se expresa, justamente, el ethos moderno. Este repudia insinuaciones tales como que existirían personas que —para decirlo en las odiosas metáforas de la plaza pública— «no dan el ancho» o «no tienen dedos para el piano», precisamente por no pertenecer a una determinada clase, carecer de los atributos de género o no compartir las creencias que se supone son atributos privativos de los llamados a mandar.

    En esto consiste el principio democrático moderno. En distinguir y separar la autoridad de la jerarquía social; las oportunidades de la herencia; el mérito de la adscripción; la representación de la propiedad; los negocios de la política; los valores privados de los bienes públicos.

    Repugna a este principio la insinuación de que hay personas por naturaleza inferiores y superiores; llamadas a mandar y a obedecer; dignas e indignas de ocupar un cargo; virtuosas y carentes de valores. Pedir a una sociedad en tren (rápido) de asumir su carácter pluralista que se deje conducir por quienes habrían nacido para hacerlo (como ocurría en sociedades muy simples y primitivas) no parece ser un argumento convincente. ¿O sí lo es?

    Imágenes de la vida cotidiana

    ¿Dónde están los ciudadanos? Típicamente en el mall, o en su trabajo, o mirando TV en el hogar, o viajando fuera de su país, o preocupados de sí mismos (su bienestar corporal, seguridad, empleo, ingresos), o se hallan realizando una actividad voluntaria (no muchos), o están estudiando por su cuenta un postítulo, o enfermos y quejándose de los servicios públicos y privados de salud, o comunicando sus personalísimas angustias a través de un programa interactivo de radio, o si son jóvenes chateando y, si ancianos, inquietos por su desprotección.

    En cambio, ¿dónde se supone que deberían estar? Participando, votando, militando en un partido o sindicato, argumentando racionalmente en la esfera pública habermasiana, persuadiendo a un amigo o familiar sobre las bondades de una ideología o una postura política, movilizándose tras una causa colectiva, invocando al Estado, protestando en la calle, ejerciendo un patriotismo activo.

    Este contraste entre el ciudadano real y el ciudadano normativo —el que es y el que debería ser— nos tiene confundidos.

    ¿Significa, acaso, que el ciudadano real está atrapado en las redes del mercado, del consumismo y el individualismo egoísta? ¿O que está siendo arrastrado hacia la perdición por las corrientes del globalismo, el posmodernismo y la publicidad? ¿Y qué decir del ciudadano normativo? ¿Han desparecido acaso la polis, la patria y la república donde, un día, fue proclamado un igual entre tribunos, generales y presidentes?

    Vivimos un tiempo en el cual, como dice Zygmunt Bauman, ciertas palabras, además de tener un significado, producen una sensación. «Ciudadanía» es una de ellas. Está envuelta en un aura. Transmite valores: igualdad, libertad, fraternidad. En ella resuenan los ecos de la revolución francesa y la emancipación americana. Hace pensar en democracia, solidaridad, soberanía. Es una palabra importante, idealista, generosa, reconfortante. Quienes la pronuncian afirman su propia valía. De allí también su carácter polémico: sirve para atacar a los pragmáticos, los mercantilistas, los globalizados. La ciudadanía real, en tanto, es objeto de mofa: vulgar y mediocre, alienada, portadora de un estigma moral.

    Los hechos son porfiados sin embargo y el ciudadano real lleva las de ganar. La democracia contemporánea está dejando de ser estatal, masiva y pública para devenir en democracia de mercados, individualizada y de públicos. Deja de ser una república letrada, patrimonio de intelectuales; se convierte en una república de medios, patrimonio de conglomerados privados.

    La plaza cede su lugar al mall, y las calles, en vez de servir como vías de protesta, son entregadas en concesión. La patria, más que un emblema moral, es vivida como una comunidad de beneficios. La deliberación ciudadana es ahora un extendido diálogo privado de cara a las opiniones expertas. Encuestas, mediciones, evaluaciones y ratings representan al sufragio.

    En suma, la gente —es decir, los ciudadanos reales— se convierte en una institución central, tanto como ayer lo fueron las élites ilustradas. Producto de la democratización educacional y de los medios de información y comunicación, la ciudadanía pierde su carácter colectivo, fusionado, y se descompone en sujetos individuales, cada uno a cargo de la gestión de sí mismo. Es desde esta novedosa situación que los ciudadanos reales juzgan al Estado, a la política, los candidatos y las elecciones.

    Lo que falta, por tanto, es bautizar a la nueva ciudadanía con palabras que transmitan una sensación de valor. Si persistimos en imponerle los viejos patrones semánticos, solo alimentaremos la brecha entre norma y realidad; enfermedad nacional.

    Identidades líquidas, flujos sociales

    La sociología clásica, de Marx y Weber, fue ante todo un análisis de las estructuras más pesadas de las sociedades y los conflictos colectivos que ellas producían. Análisis de la propiedad y el Estado, de las fuerzas productivas y las organizaciones burocráticas, de la lucha de clases y las pugnas en torno a la distribución de la riqueza, el poder y el estatus. Fue una sociología, en gran medida, del siglo XIX y la primera modernidad; digamos, del andamiaje de las sociedades europeas, sus jerarquías más resistentes, sus divisiones más constantes.

    Todo esto contrasta vivamente con la sociología contemporánea. Tómese el ejemplo de Zygmunt Bauman, una de sus figuras más representativas. Nacido entre las dos grandes guerras en Poznan, Polonia, Bauman —fallecido en enero de 2017— enseñó en las universidades de Varsovia y de Leeds, en Polonia e Inglaterra. Sus obras más conocidas incluyen todas ellas el término «líquido» en sus títulos: Modernidad líquida (2000), Vida líquida (2005) y Miedo líquido (2006).

    La imagen que subyace a este tipo de análisis es el de una sociedad que se ha vuelto fluida; que ha perdido solidez y peso. La sociología misma ha debido transformarse para dar cuenta de los flujos y la levedad; de aquello que cambia continuamente y carece de domicilio fijo.

    Estamos aquí de lleno en la posmodernidad, o lo que suele llamarse segunda modernidad o modernidad tardía. Un mundo en que predominan la velocidad y el olvido; donde parecen haber desaparecido los anclajes más profundos; en el cual «lo sólido se desvanece en el aire», como decía Marx, y la creación destructiva parece dominar en todos los sectores. En el fondo, este análisis postula que la globalización —es decir, la supresión de las coordenadas espacio-temporales que tradicionalmente regían la acción social— ha venido a cambiar también las sociedades y la vida que se vive en ellas de maneras que las vuelven irreconocibles.

    Según sostiene Bauman, para que el poder, las cosas, las personas, el dinero y las ideas fluyan, el mundo debe estar libre de trabas, barreras, fronteras y controles. Particularmente, las estrechas redes de base territorial o funcional son debilitadas o arrinconadas, como sucede con las comunidades locales, la familia, el sindicato, el partido y las iglesias. Todo esto al precio del derrumbe, la fragilidad, la vulnerabilidad y la precariedad de las relaciones humanas, que se adelgazan y flexibilizan y tornan moldeables para adaptarse a las nuevas exigencias de fluidez social. A lo largo de este camino desaparecen asimismo las fuentes tradicionales de seguridad y certidumbre personales.

    En fin, la sociología ha cambiado radicalmente de foco, pero no de asunto; ayer como hoy sigue preocupada por los efectos del orden social sobre el destino de los individuos y sus agrupaciones.

    Mientras que en el período clásico la atención se dirigía hacia las estructuras y sus efectos colectivos de división y choque, hoy el foco está puesto sobre los flujos desencadenados por la globalización y sus consecuencias de nivel local en los micromundos que habitamos; efectos sobre el vínculo humano, la identidad personal, la inserción laboral, la vida familiar.

    También el análisis se torna más leve y escurridizo, pero no por eso menos serio y grave en sus alcances. Ni menos apasionante resulta la lectura de sus mejores exponentes, uno de los cuales es, precisamente, Zygmunt Bauman.

    ¿Qué pasó con las clases sociales?

    ¿Dónde se fueron? Desde el terreno del control sobre los medios de producción, en tiempos de Marx, se desplazaron primero hacia el ámbito de la dominación cultural, con Gramsci y sus discípulos. De allí están moviéndose, contemporáneamente, en tres direcciones convergentes: la educación, el conocimiento y los modos de vida.

    Es decir, la noción de clases ha venido perdiendo pesadez. Habiéndose originado en la infraestructura industrial de la sociedad —donde Marx las situó en el seno de los procesos de producción; burgueses propietarios frente a proletarios expropiados— salieron del hollín de las chimeneas para ascender, con Gramsci, a la disputa en torno a la dirección intelectual de los aparatos culturales: escuelas, iglesias, medios de comunicación, arte y literatura. La supremacía de una clase residía ahora en la autoridad moral e influencia simbólica sobre los grupos subordinados. El dominio se tornaba así más leve y sutil; más difícil, también, de identificar y combatir.

    Con Bourdieu y su círculo, la sociología del siglo XX da el próximo paso, reagrupando a las clases sociales en torno a los resultados de la enseñanza. Las clases como producto de la educación tienen su base en la apropiación diferencial de los certificados escolares y académicos, allí donde prevalecen una fuerte desigualdad social y una alta segmentación de las instituciones educacionales. Justamente el caso de Chile. En general, allí donde la desigual distribución del capital cultural de origen determina diferentes trayectorias escolares y académicas, y por ende diferentes destinos laborales y de vida, la conformación de las clases sociales queda entregada al sistema educacional.

    A Robert Reich, de la Kennedy School of Government, debemos la idea de clases sociales basadas en una diferente apropiación del conocimiento que posibilita modalidades más o menos competitivas de inserción en el mercado global del trabajo. Él distingue tres categorías: los servicios rutinarios de producción, que suponen el dominio de competencias elementales de conocimiento y capacidad de sujetarse a instrucciones; los servicios personales, también relativamente simples, como en el caso de vendedores, cajeros, mecánicos, guardias de seguridad, etcétera, a quienes se exige a lo más educación secundaria, y los servicios que llama analítico-simbólicos, que incluyen actividades estratégicas de identificación y solución de problemas complejos mediante el uso de conocimientos avanzados, argumentos legales, logaritmos matemáticos, principios científicos, etcétera.

    Por último, las clases se constituyen también en el mercado, mediante la capacidad diferencial de sus miembros de apropiarse de ciertos modos característicos de vida, cuya consideración social favorable (o desfavorable) está en la base de la jerarquía de los distintos grupos sociales. Cuando los estudios de mercado identifican estratos ABC1, C2 y C3, D y E, lo que hacen, en realidad, es un análisis de las clases contemporáneas, definidas en torno a su poder de mercado, nivel educacional, patrones de consumo, posesión de bienes domésticos, características del vecindario, etcétera.

    En suma, las clases sociales no han desaparecido; solo han mudado las fuentes de su conformación, sus medios de expresión y las características del poder que comandan. En vez de debilitarse al perder solidez —la solidez de las chimeneas y la cadena de producción— se han fortalecido al asumir una identidad más blanda en torno a dispositivos simbólicos —educación, conocimiento, estilo de vida— y más difíciles de precisar.

    La inteligencia, ¿inventiva o herencia?

    ¿Es usted inteligente? Uno titubea, se sonroja (porque estima que sí lo es) o se atemoriza (porque cree que no lo es o no tanto como quien pregunta). En cambio, si usted se paraliza o confunde, al menos estaría en sintonía con la evidencia contemporánea. En efecto, no hay una definición común de este concepto, ni siquiera dentro de las disciplinas que lo estudian. ¿Puede sorprender entonces que hayamos llegado a aceptar que inteligencia es lo que miden los test de inteligencia? ¿Es decir, un desempeño superior al promedio en exámenes de respuestas cortas, no relacionadas con ningún campo particular de actividad? Los estudiosos llaman a esta habilidad inteligencia «g», por general, y la miden como un CI (coeficiente intelectual). Algunos «descubrieron» que diferentes razas, sexos y grupos exhibían distintos niveles de CI, por lo cual supusieron que la inteligencia es hereditaria.

    Cuando murió Albert Einstein, el año 1955, los expertos se preguntaban si este notable científico tendría un cerebro diferente al de otras personas de su época y condición. Luego, a comienzos de los años 80, dos famosos neuroanatomistas —Scheibel y Diamond— lo estudiaron detalladamente. Había algunas sutiles diferencias. Pero ¿qué deducir de ahí? ¿Se nace científico por obra del cerebro o el científico se hace a lo largo de una carrera de vida a partir de ciertos componentes de interés vocacional, motivación y personalidad, y bajo determinadas condiciones familiares, escolares, sociales, académicas y culturales?

    Si Einstein hubiese nacido en Alto Hospicio, ¿habría llegado a ser lo que fue? O si hubiera nacido antes que Newton, ¿habría sido él el Newton de su siglo? ¿Y qué organización del cerebro, o velocidad de sus conexiones, explicaría a otros personajes, como Joyce, Lenin, Ford, Picasso, Mistral o Zamorano? ¿Y qué esperar de sus descendientes? ¿Se hereda la

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