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Todos los esqueletos son blancos
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Libro electrónico149 páginas2 horas

Todos los esqueletos son blancos

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Información de este libro electrónico

Ingrid es una mujer ambiciosa, centrada en su carrera profesional. De repente, ocurre algo que hace cambiar la perspectiva que tiene sobre su propia vida y conocer la existencia de personas que vivieron hace siglos en la misma ciudad que ella habita. ¿Qué relación pueden tener con ella? A medida que transcurre la acción, todo cobra sentido, cuando descubra cuál es esa conexión que ni siquiera podía llegar a imaginar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 jun 2023
ISBN9788412723267
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    Todos los esqueletos son blancos - Amparo Ramos Badia

    Nota de la autora

    Con este libro quiero dar voz a los más vulnerables, a los injustamente tratados, a los oprimidos, a los marginados, a los que sometidos por cualquier tipo de poder, han tenido que sufrir toda clase de atrocidades, injusticias que nunca llegaron a comprender, abusos de todo tipo, cometidos a lo largo de la historia y aún en la actualidad. Con este libro pretendo dejar testimonio de esas voces que fueron apagadas, silenciadas, ignoradas, para que nunca supieran de ellas.

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    XIX

    XX

    XXI

    XXII

    XXIII

    XXIV

    XXV

    XXVI

    XXVII

    XXVIII

    XXIX

    XXX

    XXXI

    Apéndice

    Bibliografía

    La vida es esa energía infinita que alterna el día y la noche, que perdura a los nacimientos y las muertes que presencia.

    I

    Una mañana más, Ingrid amaneció en su casa, un enorme y lujoso piso en la avenida Blasco Ibáñez en la ciudad de Valencia. Era una mañana de septiembre de 2007, en la que la atmósfera se adivinaba fresca, ligera, limpia. Ingrid se asomó a la ventana de su habitación, como era su costumbre, para descubrir desde ella el día que comenzaba. Después se duchó, se secó el fino cabello y se vistió con una falda de tubo de color azul marino y una camisa blanca. Se tomó de pie un café con leche mientras miraba el reloj y se calzaba unos zapatos de tacón también azul marino. Para realizar esta última maniobra con éxito y exenta de riesgo de caída, se apoyó en la mesa de la cocina donde se encontraban desayunando su marido Federico y la hija de ambos: Tatiana.

    —Buenos días a los dos —dijo con energía.

    Las caras todavía somnolientas de Federico y Tatiana levantaron la vista de la taza de café con leche de uno y de leche con chocolate en polvo de la otra.

    —Buenos días —murmuraron entre dientes casi al unísono.

    —Me voy que llegó tarde —anunció Ingrid.

    Y besó apresuradamente a Tatiana en la mejilla y a su esposo en los labios.

    Cepilló su lacia melena negra y se puso un carmín de color granate sobre sus finos labios. Unas gotas de su perfume favorito la dispusieron definitivamente para iniciar una nueva jornada con su entusiasmo habitual. Tomó el ascensor para acceder a la calle y en él coincidió con su vecina Sofía, que también solía acudir a su trabajo a esas horas.

    —Buenos días —dijo escuetamente Ingrid.

    —Buenos días —le contestó Sofía con idéntica sobriedad.

    Una vez en la calle, Ingrid apresuró el paso, aunque no era realmente necesario. Era su forma de andar, andaba deprisa, casi corriendo, como si llegara tarde, como si alguien la estuviera persiguiendo. Esa era su manera de estar en este mundo: iba corriendo a todas partes, como si el mundo fuera a acabarse justo en ese momento. En realidad, llegaba con tiempo de sobra al Hospital Clínico en el que trabajaba. Apenas tenía que andar unos metros desde el portal de su casa, cruzar la calle y ya se encontraba allí. Ingrid era una fanática de la puntualidad y de la eficiencia. Era pediatra adjunta en aquel hospital donde trabajaba desde hacía ya más de veinte años. Le gustaba aquel trabajo, que combinaba con el de su consulta privada que atendía por las tardes.

    II

    Ingrid García Villanueva era una mujer de mediana edad: ya había cumplido cincuenta y dos años. Conoció a su marido Federico en el hospital, cuando Ingrid estaba realizando la residencia. Corría el año 1979. Ingrid tenía entonces veinticuatro años y Federico veintiséis. Federico trabajaba como representante de prótesis óseas y, aunque no tenía por qué visitarla por su especialidad, sin saber por qué, ni de qué forma, ocurrió, se estableció entre ellos una cordialidad, que fue evolucionando hacia lo que primero parecía una simple amistad y que más tarde se convirtió en una relación amorosa. Ingrid era una mujer muy independiente y autosuficiente. Vivía volcada totalmente en su carrera profesional, que era su prioridad número uno. Era reacia a perder su libertad adquiriendo un compromiso al que en cierto modo temía, por lo que Federico debió tener paciencia y luchar con todos los argumentos que tenía a su alcance, para convencerla de la conveniencia de contraer matrimonio y formar una familia. Ante la perseverancia de Federico, Ingrid se resistía:

    —Federico, estamos bien así como estamos.

    —¿Así cómo? ¿Tú en tu casa y yo en la mía? —replicaba Federico sin poder ocultar su disgusto.

    —Ya sabes que mi casa es como si fuera tu casa.

    —Pero es que yo no quiero que tu casa sea como si fuera mi casa. Yo lo que quiero es que tu casa, mi casa, sea nuestra casa —rogaba Federico casi desolado.

    —¡Federico...! —exclamaba Ingrid, desarmada.

    La persistencia y la tenacidad con la que Federico abordó su empeño, el deseo de casarse con Ingrid y formar una familia con ella, dio sus frutos el 14 de septiembre de 1989, fecha en la que Ingrid y Federico contrajeron matrimonio. Diez años de noviazgo precedían el enlace. Diez años en los que Federico puso toda la carne en el asador y apostó por Ingrid contra todo pronóstico favorable en opinión de amigos y familiares, que pensaban que nunca verían llover granos de arroz sobre aquella pareja. Ingrid vivía ocupada única y exclusivamente en prosperar en su carrera profesional, pero la seguridad y el amor incondicional que le brindaba Federico, esa comprensión sin límites, esa inexistente exigencia por su parte acerca de su forma de vida y de sus prioridades, terminaron por coronar con éxito la conquista de ese ser solitario, exigente y ambicioso que era Ingrid.

    Dos años más le costó a Federico el convencerla de tener hijos.

    —¿Hijos? En mi vida no hay espacio ni tiempo para atender un bebé —afirmó categórica Ingrid la primera vez que su marido le planteó esa posibilidad.

    Pero la insistencia de Federico en ese tema, sumado al deseo de Federico de ser padre —al que Ingrid no era indiferente— y al suyo propio de no perderse esa experiencia, la empujaron a ceder esta vez más rápidamente, llevada por su sentido práctico y sus conocimientos médicos: sabía que pronto empezaría a ser una mujer mayor para tener hijos.

    —Está bien —concedió para satisfacción de Federico—. Pero solo tendremos uno.

    Sin embargo, cuando un año más tarde, el 1 de abril de 1992, nació Tatiana, Ingrid se sintió muy feliz, completa y realizada, en muchos aspectos por encima de lo que esperaba, quería o se atrevía a reconocer. Le ocurrió lo mismo que cuando, superado su temor al compromiso, se fue a vivir con Federico unos meses antes de la boda. Federico era el artífice de la felicidad de Ingrid, siempre luchando en contra de los elementos, de los obstáculos, de las excusas que Ingrid le ponía para llevar a cabo sus planes. Ingrid estaba siempre tan centrada en sus intereses, en su trabajo, en progresar en su carrera, que no reparaba en la esencial importancia de otras fuentes de felicidad que podían existir en su vida. Y es que Ingrid estaba tan segura desde que conoció a Federico de que él siempre estaría allí, en casa de él, en casa de ella, en la casa de los dos, pero siempre con ella, que no entendía que a pesar de lo que pudiera parecer, lo que ocurría en realidad era que ella no podía concebir su vida sin él.

    III

    A Ingrid no le gustaba mostrar sus emociones en público. Esa forma de actuar le había dado muy buenos resultados en su vida profesional. De esta manera, los padres de los niños que ella trataba de enfermedades más o menos graves tendían a preocuparse menos y a encajar con un menor dramatismo sus valoraciones.

    —Su hijo tiene un tumor de Malherbe.

    La cara de los padres reflejaba la palidez extrema de las paredes de la consulta. El gesto inexpresivo de la cara de Ingrid y el tono neutro con el que pronunciaba esas palabras parecían restar importancia a cualquier diagnóstico, por leve o grave que este fuera.

    —¿Que tiene qué? —contestaba el padre o la madre del paciente cuando era capaz de recuperar el habla tras semejante noticia.

    —Es una tumoración benigna que aparece en la infancia y en adultos jóvenes —explicaba Ingrid en el mismo tono imparcial y monótono que tenía la virtud de tener un efecto tranquilizador en sus interlocutores.

    —¿Es grave? —preguntaba finalmente la madre o el padre del paciente.

    —No es grave, es molesto. Simplemente hay que extirparlo —aclaraba Ingrid sin darle más transcendencia.

    Esa forma anodina y serena de comunicarse, de forma puramente intelectual y exenta casi por completo de cualquier tipo de emoción y sentimiento, le había evitado muchos problemas en el desarrollo de su trabajo, día tras día. Le había aportado una entereza extraordinaria y necesaria para afrontar situaciones muy dramáticas, con la que había apaciguado reacciones desmesuradas de padres que temían que la vida de su hijo o de su hija se malograse, se extinguiera, perdiera calidad, se viera mermada en todas o en alguna de sus facetas. Era por todo ello que Ingrid, de un modo automático y frío, había trasladado esa manera de proceder a otras parcelas de su existencia: a su vida social, a su vida familiar, y solo escapaban a esa norma la relación con las dos personas que más quería en este mundo: su esposo y su hija, Federico y Tatiana.

    IV

    La vida de Ingrid era muy rutinaria: por la mañana trabajaba en el hospital, se acercaba a su casa a comer con Tatiana y Federico, siempre que su carga de trabajo se lo permitiera y, después de permitirse el lujo de tomar un café con tranquilidad, se dirigía a su consulta privada que se hallaba situada en una planta baja de una travesía de la avenida General Avilés. Solía acabar de pasar consulta sobre las ocho o las nueve de la tarde, según los pacientes citados y el tiempo que le llevara el atenderlos. En su consulta privada tenía una chica que le organizaba la agenda de cada día. Daba hora a las madres y padres de los niños

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