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Ellos me tocaron
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Libro electrónico268 páginas3 horas

Ellos me tocaron

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Información de este libro electrónico

Durante toda una vida sin pensar en qué sucedía, Silvia Mendoza se enfrentará a su propia realidad. La razón es simple: conoció el valor del amor de Marco, y la verdadera amistad de Claudia y Nacho.
Es una aventura después de un auténtico martirio. Es una historia sobre bullying llevada hasta un buen punto. Es una nueva etapa en la vida de una chica joven cegada por una lacra social.
Después de todo, hay un futuro.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 may 2023
ISBN9788411448772
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    Ellos me tocaron - Aleix Brotons Sanchiz

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    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Aleix Brotons Sanchiz

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1144-877-2

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    1 —EL DRAMA DE SILVIA

    —No sé si podré… —dijo Silvia, irritada, pronunciándose tras las acusaciones.

    La pobre de Silvia continuaba su debate interno que, en ocasiones, resultaba un poco nefasto. La chica no entendía qué sucedía con su vida. Estaba metida en su propio mundo en la que cada día luchaba por tener sus mismas obligaciones.

    Se llamaba Silvia Mendoza. Una de las mejores de su clase, no solo por tener un apellido más bien con carácter, sino porque, después de todo su esfuerzo por ser feliz, tampoco lo conseguía.

    No es de extrañar que se sintiera pesimista ante sus acciones al defender su propia causa, al intentar rejuvenecer cualquier momento olvidado y al estudiar cómo pudo confundirse la gente de su propio pueblo de tal manera. No solo eso; lo que la chica en cuestión consiguió fue que todo el mundo se riera de cualquier acto, de cualquier decisión, de cualquier sentimiento o pensamiento y exteriorizarlo desde el lado más objetivo de la palabra.

    —¿Qué he hecho yo…? —continuaba siendo pesimista, o más bien intentaba también reprochar su sentimiento de culpabilidad.

    La gente de su pueblo tampoco era tan mala; bueno, en realidad, habría de todo, como en todos lados. De lo bueno, lo mejor; lo mejor de cada casa o la crème de la crème. En este apartado, más bien, la chica se sentía como cabeza de turco ante represalias populares, es decir, la típica conspiración juvenil que a nadie nos hubiera gustado sufrir e, incluso, sobrevivir. Porque, después de todo, Silvia continuaba viva. Y tan viva. Más que viva.

    —Siempre he estado por la labor de decir a la gente lo que pienso en cada momento en el momento dado, no solo a la gente conocida, sino a mis familiares, a la gente que me conoce o más bien creo que me conoce, a los extraños, a los que miro por las calles de esta ciudad y ya sé que son conocidos del mismo pueblo. Que sí —continuaba, aterrorizada—, que no estoy contenta con muchos de mis actos, pero ni he insultado a nadie ni tampoco me he peleado con nadie ni he hecho nada para ofender a nadie… Supongo que habrá sido toda una gran equivocación.

    Fue tal el clamor popular que a Silvia, decidida a invadir otros campos, se le paralizó el corazón. Un corazón absorto en terribles sospechas y desdichas ligadas a una vida un tanto infernal y que no solo convencía a cualquier tipo de persona, sino que estaba cegada por cómo quedaba ante los vecinos de su pueblo.

    Para Silvia, la cosa pintaba mal. En su casa, todo intentaba encajarse. En su trabajo, nada resultaba evidente. En el amor, ¡ay, en el amor! Ya le hubiera gustado tener algo de amor. Nada de chicos, nada de líos, nada de besos. Es más, tras una cosa y otra, decidió también poner la señal de STOP como una casa en cualquier relación.

    Una pena, la chica no lo merecía. Necesitaba limpiarse la imagen, estaba impregnada de locuras vivas y ajenas a ella. También necesitó construir un mundo más eficaz, más idóneo a sus posibilidades. Unos sueños bastante accesibles y normales a sus 26 años.

    Lo único que le invadía su corazón era su propia meta de ser feliz.

    Las malas lenguas del propio pueblo donde residía le llamaban la mujer salmón: luchar contra naturaleza era su baza.

    El primer o mejor aliciente que tenía de vivir en su casa era el sosiego de que nadie le dijera nada, ni bueno ni malo. Que, en esa parcela o habitáculo, podía hacer y deshacer a su antojo.

    —Ahora, Silvia, este es tu momento. Hazte un favor y déjalo todo atrás, mañana será otro día mejor. —Era su frase preferida nada más entrar por la puerta y descalzarse como hacen los japoneses desde años ha. Vivía sola.

    Observando cualquier situación referente a su vida, esta chica no sabía disfrutar, no sabía alegrarse de nada. Aunque tenía muchos momentos buenos para poder darse cuenta de que valía la pena vivir.

    También es cierto que acudía a un centro para discapacitados físicos y mentales donde ejercía de algo muy peculiar, de algo que le costó mucho esfuerzo encontrar y aprobar: secretaría de dirección, en el que desconcertaba con sus vestidos y su sencillez al hablar. Nunca se cabreaba, pero no veía más allá de ella misma.

    Había un grupo de personas en la vida de Silvia que no todo se le reconocía con buenas intenciones, sino al revés, malos pensamientos generados por envidias, malas costumbres, malas palabras que hicieron de una pequeña parte del mundo un enorme hoyo lleno de piedras, las cuales intentó escabullir, pero acabó afectándole más de lo que ella misma pensaba. El fuero interno de esta chica empezó a llenarse como cuando se llena un cenicero, pero de sustancias que ni conocía.

    —¿Por qué no buscas una razón para vivir? —dijo una de sus verdaderas amigas, de esas que no traicionaban, que ni siquiera estaba ligada a malas historias—. Está claro que tendrías el mundo a tus pies, que no tienes la clave del éxito, eso ya lo sé, pero…

    Ni Silvia misma estaba dispuesta a ser arrebatada de sus propias convicciones, pero esta amiga en cuestión estaba pendiente y mantenía una amistad en silencio, lo cual le pareció bastante regular para ser una chica muy callada. Claudia, de arriba abajo, era como un pez en el agua a la hora de ayudar a sus respectivos amigos. Tenía ese don. Gracias a Dios, no era tan malo como se pensaba.

    Se conocieron una vez, pero perdieron el contacto al cabo de unos pocos meses. Es irremediable pensar cómo cada uno es un mundo, mientras que Silvia sostenía la certeza de su vida. Su inimaginable amiga, Claudia Santos, convivía desde lo lejos para hacer de algo esporádico, algo que nunca dejaría escapar…

    —¿Por qué te aferras a algo que apenas existe y te hace daño?

    Estas eran las palabras por las que Silvia y Claudia forjaron una de las mejores amistades dentro del mismo pueblo. Y que ahora y después de todo están por la labor de continuar con algo que sigue siendo lo mejor de sus vidas.

    Cada día que pasaba y que salía el sol, saliese por donde saliese, se acostumbraban un poco más Silvia y Claudia a conocerse como personas, sin naturaleza, sin importar los malos momentos. Cada una de ellas sentía el amor hacia sexos opuestos, aunque nunca habían cerrado la puerta a cualquier género, puesto que respetaban como buenas ciudadanas de mundo que eran.

    —Cuántas contradicciones tiene la vida… —conjeturó Silvia al cabo de un buen café mañanero y una tostada.

    —Es cierto, Silvia, pero no puedes ofuscarte a que todo venga como uno quiere, el amor aparece sin más, sin buscar, sin concentrarte en ello. Sin fuego, la leña no arde.

    —No sé a qué te refieres, Claudia, mi fuego no está por la labor…

    —¿Cómo qué no? —sentenció expresivamente su inseparable amiga entre risas.

    Por la tarde, el viento continuaba su curso. Al igual que las chicas, que eran como uña y carne a su edad temprana, y después de haber pasado lo que casi le cuesta la vida a una de ellas, continuaron con sus pertinentes ataduras y sus susodichas conversaciones.

    —Qué pesado que es todo, Claudia, no tengo más remedio que continuar viendo cómo todo se vuelve negro después de todo lo que estoy haciendo por cambiar mi futuro —añadía Silvia así, sin ton ni son.

    —¿En qué sentido lo dices?

    —No sé si seré yo…, pero veo que todo se me desmorona, lo he pasado francamente mal. No tengo tanta edad para sufrir, supongo que dentro de un tiempo todo volverá a ser lo que era. Pero gracias a ti…

    —No te pongas ñoña, Silvia. Yo estoy peor… —vaticinó Claudia, un día en el que tampoco sus dudas la dejaban existir.

    Cuando menos te esperabas, las dos chicas ya se estaban riendo. No era una risa fácil, era una risa cómplice de momentos vividos y, por suerte, borraban cada rasgo de malentendidos. Se puede decir, exactamente, que tenían muy buena vibra. Silvia nunca quiso contar su verdad, a lo que Claudia se opuso rotundamente.

    Silvia, morenaza donde las hubiera, optaba siempre por sincerarse, a decir a su amiga que la vida que vivió de forma invisible nunca había ido con ella, que no permitiría caer otra vez sobre la misma piedra. Que siempre ha sido la víctima que han hecho los demás sobre su propia vida. Que tenía ángel, eso estaba claro, pero ella no era un ángel, más bien quería ser persona sin terminar de ser algo diferente.

    Claudia, por el contrario, rubia de nacimiento, algo más natural de lo deseado, puesto que esta siempre se fijaba y diferenciaba las rubias según su tinte. Claudia, 28 años, visiblemente de la misma edad, se adelantó a una buena causa para lograrle la estabilidad.

    Por esta misma razón se fusionaban en perfecta armonía. Luego, más tarde, vendrían los problemas. Ni la una quería relación con ningún chico ni la otra quería malas o falsas amistades. Eso fue lo que más les perjudicaba dentro de la amistad: la falsedad de la gente, el aguante que tienen por delante y por detrás una vez te vean y una vez que te has ido.

    Claudia Santos, para los conocidos «la rubia impecable», nunca decía una grosería, nunca hablaba por encima de nadie ni en boca de nadie, una chica, por qué no decirlo, de 10, a la que todos les hubiera gustado ser amiga. Desaliñada alguna vez, pero perfeccionista la mayoría de veces. Aunque siempre había tenido pensamientos en los que hubiera chocado con cualquiera, por ello evitaba cualquier tipo de conversación con cualquier vecino del mismo pueblo, o simplemente se basaba en lo básico. «Sí y no». Hasta que llegaron a conocerse las dos amigas.

    —Cuando veas que te torean y que no sabes qué hacer, piensa en mí. Te sentirás mucho mejor. En este mundo se sufre mucho, y no es bueno que sufras sola —aconsejaba de alguna manera Claudia a su amiga Silvia en uno de esos días que también parecía malo.

    —Tengo que hacer algo, Claudia. Lo que no sé es el qué y cómo. Cómo puedo hacer que mi alma y mi niña interior vuelvan a lo que era, aquella chiquilla tan buena, tan inocente y tan agradecida con la vida.

    —Ten paciencia, querida amiga, todo tiene su tiempo. Aunque no sea la primera persona que te lo haya dicho…, el tiempo pone cada cosa en su lugar.

    —¿Cómo lo sabes? Este año voy para 27 años y no tengo porvenir ninguno. No sabes por dónde estoy pasando. Estoy en un punto que a veces me gustaría pasar desapercibida, y otras me gustaría ser alguien, no muy importante, sino alguien normal. ¿Es eso tanto pedir?

    —Tranquila, Silvia. Estaré contigo para salir del bache; con cada piedra que tropieces, yo estaré ahí y te serviré de muelle. Cada cosa viene a su tiempo. Cree en ti misma, es la mejor opción.

    Silvia, por aquella época, no se creía lo que sucedía. No entendía nada del alma y sus conjeturas, algo en lo que Claudia era toda una experta. Silvia no se creía que le hubiera tocado como amiga a una chica como Claudia. Tampoco entendía nada parecido a la lealtad que regalaba cada tarde la una a la otra. No entendía que pudiera haber resucitado en la calle de la amargura, o por qué no decirlo, en un «infierno social».

    —Para cada ocasión, aparece una flecha que te guía. Para elegir el mejor camino, sigue según tus razones. No te pierdas en recuerdos olvidados. Pero no olvides tus recuerdos, estos te harán más fuerte. Eres una persona sociable, es por eso que debes acertar en la mayoría de las situaciones, siempre y cuando no te veas forzada. No te rindas, amiga —aconsejaba Claudia a Silvia, aunque esta siguiera desorientada.

    —Está claro, Claudia. Necesito de tu ayuda para continuar. Pero siempre que decido hacer algo me siento bastante aliviada. Pero no sé… Creo que sucede algo. Algo en mi contra. Gracias por el consejo, pero pronto se resolverá todo.

    Silvia se sentía como dentro de un bucle en el que todo está mal. Como si a cada acción hubiera un juicio esperando ser aprobado, un juicio de valor que a la chica le afectaba llana y moralmente. ¿Para qué comprender algo que no estaba a su alcance? ¿Para qué avivar algo que apenas tenía ni idea? ¿Cómo comprender todo lo que a su alrededor sucedía si nunca tuvo ningún problema psicológico?

    Claudia vio en Silvia algo fuera de lo común. Quiso conocerla, saber quién era. Qué hacía en este mundo. Observó en Silvia algo que la torturaba. Algo que no estaba bien, que no era de este planeta. Vio algo malo, desagradable; desconfianza era poco, una estrella maldita que la analizaba a cada instante, a cada pensamiento interno. Algo infernal que nada tiene que ver con lo normal, como un hechizo de alguna absurda bruja de los bajos fondos.

    Según iba pasando los años, desde pequeña, Silvia se iba acostumbrado a esta manera de vivir. Esa estrella no se separaba de alrededor de ella. Debido a esto, se podría decir que estaba protegida por algo que nadie sabía lo que era.

    Ahora, después de todo, llegó el día en el que Silvia optó por dejar de trabajar, no se sentía con fuerzas. Fue varias veces al médico, a su doctor de toda la vida, donde siempre la había visto con buenos ojos. Se llevaban bien. Para Silvia, intoxicada indirectamente, no tuvo otra objeción que tener como debilidad los calmantes.

    —¿Qué le sucede, señorita Mendoza?

    —Estoy bajo mínimos, Sr. Gutiérrez. Deme una «vitamina vital» para poder continuar con mi vida.

    —No existe tal cosa.

    —Pues dígame qué me pasa, doctor, y me marcharé a mi casa. Estoy a base de tranquilizantes, y de esta manera una persona no puede llevar su vida. Solo quiero dormir. Es la única manera en la que me olvido de los problemas.

    —Esto no sé si debería de decirlo yo, puesto que soy médico de cabecera, no psicólogo. Estos temas de carácter existencial…

    —Quiere decirme que no. Con el único que tengo confianza de todo el centro de salud y me mandas a una persona para que le cuente mi historia sin saber quién soy. Para empezar de cero con algo que no sé si me ayudará. Si es así…, de verdad que lo siento.

    —De ti depende, Silvia.

    —Entonces, lo único que quiero decirle, Dr. Gutiérrez, es que yo no estoy loca ni tengo enajenación mental ni nada por el estilo.

    —No le entiendo, señorita, no entiendo que la locura sea tan mala como para que deje de tener energías suficientes. Si la locura fuera tan mala, que no es su caso, ¿por qué se siente desanimada? Eso era lo único que quería constatar.

    —No lo sé. Algo me sucede, lo que no sé es «qué».

    —¿Entonces? ¿La envío a un psicólogo?

    —Usted ya me ha servido de terapia. Gracias, doctor.

    No hubo manera. Los prejuicios mentales de Silvia no la dejaron actuar de forma correcta. Seguía metida en su mundo, acarreando consejos y más consejos de su única amiga pero que, para Silvia, su comportamiento iba mejorando. ¿No sería que estaba un poco verde su vida como para dejarse de trabajar? ¿Necesitaba volver al trabajo? La idea de darse de baja se torció a continuar sentada delante del ordenador en el centro de educación especial de su pueblo.

    Después de esto, se sometió a un pensamiento bastante concreto que la hizo titubear y ver que la razón solo tiene un camino, al igual que la verdad.

    Al llegar a casa, barajó tantas posibilidades que decidió seguir, continuar, concederse un respiro, alimentarse de buenas cosas. En las horas muertas, subsanar momentos negativos. Dentro de su corazón no cabía nada más que su propia penuria. Sería una razón suficiente para hacerle despertar del terrible sueño.

    No es ninguna tontería cuando te suceden este tipo de cosas. ¿Qué remedios habría de ejercer Silvia para su total integridad ante tanta duda sobre su propia vida? ¡Qué desconcierto! No cabía duda.

    ¿Éxito? No sé si tendría éxito o si lo intentaba. Silvia creía que el mundo en el que vivimos estaba ostentado por gente, materia y química. Sí, así creía, y no era tan bicho raro. En cierta manera, tampoco estaba tan equivocada. Su vida dependía de ella misma y ella lo sabía. No sé si la palabra éxito entraba dentro de su vocabulario o si pensaba en ello. Es por eso que tanta humildad ante el éxito hacía que este mismo la respetara.

    Al vivir en una zona tranquila, en una de esas que se llaman residenciales a las afueras del pueblo, siempre dependía del coche para cualquier cosa…, como si viviera en una pequeña villa, con sus montañas alrededor, algún río de poca importancia y con la playa lejana (más de lo que le hubiera gustado). No obstante, admiraba cada vez que aparecía cualquier hamaca de color vivo con su refresco y sus aguas cristalinas y la típica palmera medio deformada casi a nivel del suelo.

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