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Cambio e identidad de la Iglesia en América Latina: Itinerario de la eclesiología de comunión de Medellín a Aparecida
Cambio e identidad de la Iglesia en América Latina: Itinerario de la eclesiología de comunión de Medellín a Aparecida
Cambio e identidad de la Iglesia en América Latina: Itinerario de la eclesiología de comunión de Medellín a Aparecida
Libro electrónico677 páginas9 horas

Cambio e identidad de la Iglesia en América Latina: Itinerario de la eclesiología de comunión de Medellín a Aparecida

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La identidad y práctica eclesial de las iglesias latinoamericanas están estrechamente unidas a la ruta que han marcado las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano, en especial a partir del periodo posconciliar, es decir, a partir de la Asamblea de Medellín celebrada en 1968. Entre las varias funciones importantes que han desempeñado e
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 ago 2023
ISBN9786074173208
Cambio e identidad de la Iglesia en América Latina: Itinerario de la eclesiología de comunión de Medellín a Aparecida
Autor

José de Jesús Legorreta Zepeda

José de Jesús Legorreta. Doctor en Ciencias Sociales y en Teología. Ha sido profesor de Sociología de la Religión y Eclesiología a nivel licenciatura y posgrado en la Universidad Intercontinental y en la Universidad Iberoamericana Ciudad de México. En los últimos años ha publicado, en colaboración con otros especialistas: Identidades eclesiales en disputa (2006), 10 Palabras claves sobre Pastoral Urbana desde América Latina (2007), Religión y secularización en una sociedad postsecular (2010) y Las ciencias sociales en la teología latinoamericana: balance y perspectivas (2010).

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    Cambio e identidad de la Iglesia en América Latina - José de Jesús Legorreta Zepeda

    Siglas

    Introducción

    La identidad y la práctica eclesial de las iglesias latinoamericanas están estrechamente unidas a la ruta que han marcado las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano, en especial a partir del periodo posconciliar, es decir, a partir de la Asamblea de Medellín (Colombia), celebrada en 1968. Entre las varias funciones importantes que han desempeñado estas reuniones destaca la de cumplir un papel protagónico en la recepción del Concilio Vaticano II, proceso que ha venido a la par de la emergencia y consolidación de una fisonomía propia de ser Iglesia. Como ocurre en todo proceso eclesial, éste no ha sido lineal ni progresivo: antes bien se ha desarrollado de manera irregular, ambigua y desigual, todo ello condicionado no sólo por las peculiares condiciones socioculturales y políticas de la región, sino también por la correlación de fuerzas y tendencias eclesiales típicas del periodo posconciliar. Uno de los testimonios más relevantes de esta efervescencia eclesial son los documentos emanados de dichas asambleas, los cuales suelen ser denominados por la ciudad latinoamericana donde han tenido lugar (Río de Janeiro 1955, Medellín 1968, Puebla 1979, Santo Domingo 1992 y Aparecida 2007). Ha sido tal la relevancia alcanzada por dichos textos, que ya desde la década de los setenta del siglo XX se volvió un lugar común referirse a ellos como magisterio latinoamericano en publicaciones y congresos, así como en los textos de las diferentes conferencias episcopales del continente. Sin embargo, también hay que decir que, no obstante esta apreciación, no todos los documentos han gozado de la misma importancia. Por ejemplo, aunque se suele citar el documento de Río de Janeiro como referencia cronológica del inicio de este tipo de reuniones episcopales, en términos de contenido prácticamente ha pasado desapercibido. En cambio, los documentos de la II Conferencia General (Medellín 1968) han sido una referencia obligada para entender la vida eclesial del continente, en virtud de que esa asamblea trazó los grandes ejes por los que han transcurrido la reflexión teológica y las experiencias pastorales, a saber: 1) La recepción del Concilio Vaticano II partiendo de las condiciones históricas en que viven millones de creyentes en América Latina; 2) La apropiación de la metodología inductiva propuesta en la Gaudium et spes (ver-juzgar-actuar); 3) Evangelizar con base en tres opciones fundamentales: por los pobres, por su liberación integral y por un nuevo modelo de Iglesia donde las comunidades eclesiales de base sean su célula básica. La relevancia teológica y pastoral de estos ejes ha sido tal que, en los años subsiguientes, tanto en el seno de las posteriores Conferencias Generales como en el ámbito de la reflexión teológica y las prácticas pastorales, se ha suscitado un debate que oscila entre la aceptación, la matización y el rechazo. Esto no quiere decir que de 1968 a 2007 la reflexión se haya petrificado en una polémica repetitiva y estéril; por el contrario, como se mostrará en las páginas de este estudio, estos ejes se han ampliado, enriquecido, matizado y hasta combatido. Desde otro punto de vista, una mirada global a este proceso da cuenta del tipo de recepción que han hecho los obispos de América Latina de la eclesiología de comunión del Vaticano II.

    En el presente estudio justamente me propuse analizar y evaluar la trayectoria, el sentido y los avatares de la recepción de la eclesiología de comunión del Concilio Vaticano II en los documentos de las últimas cuatro Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano. Este análisis, emprendido desde la perspectiva de la eclesiología de comunión, hace que el estudio aquí presentado no sea neutro, sino que siga críticamente los avances o retrocesos habidos en la recepción de la eclesiología mencionada. Una vez determinado este objetivo general, cabe precisar que no se estudiará el documento de Río de Janeiro, pues al haber sido elaborado una década antes de la clausura del Concilio nada puede decir de la recepción de la eclesiología conciliar en América Latina. Con el fin de obter una visión más completa que permita entender los consensos, desacuerdos o yuxtaposiciones en las eclesiologías que quedaron plasmados en los documentos finales de las conferencias, también se analizarán los principales documentos preparatorios de cada una. Cabe mencionar que este tipo de análisis no responde a una curiosidad teológica, sino a la necesidad de conocer cuáles aspectos eclesiológicos adquirieron más peso y cuáles otros lo perdieron, cuáles fueron incorporados a última hora y cuáles fueron rechazados, cuáles fueron aprobados por las asambleas y cuáles fueron modificados por la Curia Romana para su publicación oficial. Es obvio que un análisis que tome en cuenta estos aspectos proporcionará elementos valiosos para entender la inclinación por la que han optado los obispos de la región, precisando así el tipo de teología y de Iglesia que han pretendido impulsar y la orientación de la que han querido desmarcarse.

    Un estudio de esta naturaleza tiene el mérito de presentar una visión de conjunto de la evolución de las ideas eclesiológicas entre los obispos latinoamericanos en los últimos cuarenta años; sin embargo, también tiene limitaciones importantes que no se pueden soslayar: 1) Los documentos no expresan a cabalidad el significado y la vida de cada asamblea, ni mucho menos reflejan en su conjunto la multifacética vida eclesial de las iglesias de la región; 2) En virtud de que fueron elaborados por obispos cuyas tendencias y prácticas eclesiales no siempre son coincidentes, los documentos son predominantemente textos pastorales que expresan —mediante fórmulas de compromiso entre fracciones participantes— las principales preocupaciones y ocupaciones de los obispos de la región; 3) En consecuencia, no son tratados teológicos en el sentido académico de la expresión, lo que exige a quien se acerca a ellos un trabajo de deconstrucción y reconstrucción que si bien tiene una impronta hipotética, también es cierto que se basa en evidencias teológicas y pastorales que están a la mano de cualquier observador más o menos avezado; 4) En particular, los documentos finales y oficialmente aprobados de cada conferencia general no expresan sin más lo que los obispos latinoamericanos han reflexionado y decidido, sino que encierran también las preocupaciones inherentes al enfoque de la Santa Sede, la cual a partir de Puebla 1979 ha incorporado correcciones de forma y fondo a los textos definitivos; 5) Por último, es necesario no perder de vista que la eclesiología que muestran estos documentos no agota la reflexión eclesiológica latinoamericana, ni mucho menos expresa plenamente la praxis eclesial a lo largo y ancho del continente.

    El esquema que sigo en este estudio expresa a su vez la metodología que me propuse adoptar. En primer lugar trataré brevemente las principales aristas del debate teológico posconciliar acerca de las conferencias episcopales y haré una presentación general del Celam, lo cual facilitará entender, en líneas generales, los cambios que ha experimentado la eclesiología de comunión en los documentos (capítulo I). Dado que el estudio de estos textos centra su atención en su eclesiología, y ésta no se muestra como un todo uniforme, sino básicamente como dos eclesiologías en tensión (una de comunión en clave de liberación y otra predominantemente jurídicosocietaria), en el segundo capítulo voy a presentar, de manera esquemática, los dos principales modelos de Iglesia del Vaticano II presentes en los documentos de las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano, lo que permitirá distinguir la originalidad del modelo profético-liberador trazado a partir de Medellín (capítulo II). A continuación voy a analizar el conjunto de documentos de cada conferencia general. Para tal efecto, luego de situar el contexto sociopolítico, cultural y eclesial-teológico de cada asamblea, haré una presentación general de cada documento, describiendo la dinámica y la estructura de cada conferencia general; en un tercer momento me centraré en los acentos y la propuesta eclesiológica de cada documento, así como en las continuidades y discontinuidades que existen entre ellos (capítulos III, IV, V y VI). Finalmente, haré una recopilación y una valoración general de los resultados arrojados por el estudio de los documentos de cada conferencia, delineando asimismo una visión sintética del itinerario de la eclesiología de comunión, según lo revela el estudio diacrónico de los documentos de las Conferencias Generales (capítulo VII).

    I. Las conferencias episcopales y el Celam

    Los documentos emanados de las cuatro últimas Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano (Medellín, Puebla, Santo Domingo y Aparecida) se han constituido en un referente insoslayable de la identidad y misión de la Iglesia en América Latina. Su relevancia ha sido de tal magnitud que incluso han llegado a ser reconocidos como expresión de un magisterio continental, de suerte que suelen ser considerados, sin mayor problema, como testimonios del magisterio latinoamericano (por ejemplo, en el área social) y, en cierto modo, hasta del magisterio de la Iglesia concebida en sentido amplio; prueba de ello es la inclusión de diversas partes de esos textos conclusivos en el famoso Denzinger.[1] Estos y otros testimonios son sólo una muestra de que se está ante documentos con un alto valor teológico, cuyo estatus deriva de la instancia que los ha generado. Pero justamente ese aspecto es el que se ha revelado ambiguo e indeterminado, ya que si hay alguna figura eclesial que jurídicamente no cuadra con ninguna instancia colegial del episcopado mencionada en el Código de Derecho Canónico (CIC), ésta es la de las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano. De entrada, ha de destacarse que estas últimas no son equivalentes al Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam), órgano episcopal continental de carácter permanente, con estatutos propios y una institucionalidad considerada en el CIC, que cuenta con poco más de cincuenta años de existencia.

    La determinación jurídica de las conferencias episcopales es un tema que ya desde el mismo Concilio Vaticano II fue motivo de intensas polémicas. La observación no es menor si se parte del supuesto de que tanto las Asambleas Generales del Episcopado Latinoamericano como el Celam y otras conferencias episcopales constituyen una peculiar expresión del coetus episcoporum, cuya realidad teológica no necesariamente queda debilitada porque en el plano canónico esté indeterminada o sea ignorada en la práctica.

    Dado que el propósito de esta investigación es analizar la eclesiología subyacente a los documentos conclusivos de las Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano y no zanjar la exuberante y compleja discusión teológica sobre las conferencias episcopales, en las siguientes páginas sólo voy a plantear las principales aristas de esa discusión a partir del Concilio Vaticano II; así se podrá contar con un trasfondo interpretativo de los avatares que ha venido atravesando la eclesiología de los textos emanados de las cuatro últimas Asambleas Generales. Con miras a concretar lo anterior, en la segunda parte de este capítulo haré una presentación general de la naturaleza e historia del Celam, instancia que ha sido la encargada de la preparación y el desarrollo de las Asambleas Generales, así como de la redacción de los textos preparatorios y conclusivos, los cuales analizaré en los capítulos subsiguientes.

    1. Aristas del debate teológico posconciliar acerca de las conferencias episcopales

    1.1. Antecedentes

    Las conferencias episcopales no son tan antiguas como los concilios; por ello, ni siquiera aparecen en el derecho antiguo. Se trata más bien de una figura eclesial que no va más allá de mediados del siglo XIX.[2] A diferencia de los concilios, las conferencias nacen como organismos episcopales consultivos donde los obispos se reúnen para estudiar e intercambiar experiencias, y cuyas conclusiones y acuerdos se vierten en términos de recomendación, consejo, exhortación e insistencias dirigidas a la acción, pero no son preceptivas. Otra diferencia importante es que los concilios particulares han sido instancias excepcionales, mientras que las conferencias episcopales se han constituido como instancias permanentes con sus propios secretariados en el plano nacional y continental.

    Desde sus primeros años las conferencias episcopales gozaron de un amplio respaldo de muchos miembros del episcopado y, con frecuencia, de la misma sede apostólica, como ocurrió durante el pontificado de Pío XII, [3]pero también es cierto que no nacieron libres de cuestionamientos sobre su autoridad y su manera de relacionarse con la Santa Sede y el obispo diocesano. Las mayores dudas se centraron en su estatus teológico, esto es, en determinar si eran de derecho divino o eclesiástico, si eran expresión de la colegialidad episcopal o simplemente se trataba de instancias administrativas para ayudar a los obispos en su misión. Por otra parte, las conferencias también surgieron acompañadas de fuertes sospechas de galicanismo, situación que condujo a asegurar su control por los pontífices, pero también a reflexionar sobre su estatus teológico y su situación jurídica en la Iglesia.[4]

    1.2. Teología sobre las conferencias en tiempos del Concilio Vaticano II

    Al igual que en otras temáticas, es un hecho que los padres conciliares se sirvieron en gran medida de los aportes de los teólogos para sus definiciones y tomas de postura. El tema de las conferencias episcopales no fue la excepción; sin embargo, a diferencia de otros temas, la reflexión teológica sobre las conferencias no sólo era incipiente, sino también escasa. Incluso se puede decir que varios de los teólogos encargados de determinar la cuestión (quienes por cierto tuvieron gran influencia en las discusiones conciliares) hicieron sus reflexiones conforme se desarrollaba el Concilio. Tal fue el caso de François Houtart, Jérôme Hamer, Karl Rahner, Joseph Ratzinger y Piet Franzen, entre otros. El primero escribió hacia 1961 un artículo titulado Las formas modernas de la colegialidad episcopal, que apareció en una obra colectiva coordinada por Yves Congar acerca del episcopado;[5] en él Houtart valoraba la experiencia, hasta entonces acumulada, de diversas iglesias en la conformación y operación de conferencias episcopales; como formas de colegialidad que respondían a la imperiosa necesidad de articular esfuerzos diocesanos aislados en un mundo cada vez más interconectado; como también, a la misión universal a que se sentía impelida la Iglesia, responsabilidad que desborda los límites y alcances de una diócesis. Como ejemplo destacado de ello, Houtart señaló en un amplio espacio de su artículo al único consejo episcopal continental existente en ese momento: el Celam, el cual le parecía un modelo con tendencia a replicarse sobre la base de grupos geográfico-culturales.[6] En el plano teológico uno de los estudios más certeros en esos años fue el brevísimo artículo de Jérôme Hamer, el cual se volvió una referencia obligada en la mayoría de los autores que trataron el tema.[7] Al igual que Houtart, a Hamer le parecía que la utilidad de las conferencias la daban las exigencias que planteaba la organización actual de la pastoral, pese a que no fueran de derecho divino; lo cual no le parecía que demeritara las conferencias, pues de igual modo las parroquias tampoco eran de derecho divino y sin embargo representaban un elemento esencial en el ámbito local para asegurar la misión sacerdotal, real y profética de la Iglesia, misiones que sí son de derecho divino.[8] Hamer ofrecía, además, una perspectiva que desde el mismo Concilio se volvió emblemática de esa discusión: la de considerar las conferencias episcopales como instancias colegiales intermedias entre el ejercicio pleno de la colegialidad episcopal, que ocurre en el Concilio ecuménico, y el que desempeña el obispo en su diócesis.[9] Hamer puntualizaba que no se trataba de varias colegialidades, sino de una sola que conoce modalidades variadas, por ello concluía que: las conferencias episcopales, postuladas por la evolución de mundo, no sólo constituyen un dispositivo práctico, sino también son verdaderamente una expresión posible y una manifestación apropiada de la solidaridad del cuerpo episcopal, realidad de derecho divino en la Iglesia de Cristo.[10]

    Otro de los autores que ejercieron gran influencia en el Concilio fue Karl Rahner, quien escribió un artículo sobre las conferencias episcopales el mismo año que Hamer.[11] Rahner apreciaba que en los proyectos de los decretos conciliares existiera el deseo de otorgar a dichas asambleas un estatus mucho más firme, de adjudicarles tareas y competencias, que hasta ahora no eran propias de un obispo, ni siquiera de concilios provinciales o plenarios (concilios nacionales), sino únicamente de la Sede Romana,[12] lo que en su opinión debería quedar claramente definido en la reforma del Código de Derecho Canónico que se esperaba después de concluido el Vaticano II. En cuanto a los antecedentes histórico-eclesiales de las conferencias, Rahner expresaba una importantísima afirmación que toca uno de los puntos álgidos en los debates teológicos sobre el tema:

    [L]a importancia de estas magnitudes eclesiásticas [sínodos provinciales, nacionales y, por analogía, las conferencias episcopales] ha disminuido muy crecientemente en un largo e intrincado proceso desde la Edad Media en la Iglesia occidental; y este proceso es prácticamente idéntico con el desarrollo histórico del inmediato primado papal de jurisdicción sobre la Iglesia entera y cada diócesis, el cual alcanzó su punto culminante —hasta ahora— en el Vaticano I, en el derecho que sobre él se basa del Codex eclesiástico y en la correspondiente praxis administrativa de la Santa Sede para la Iglesia occidental.[13]

    Dicho en otras palabras, Rahner señalaba que el desarrollo histórico del primado papal de jurisdicción ha sido inversamente proporcional a la disminución de la importancia de las grandes articulaciones eclesiásticas entre cada diócesis y Roma; con lo que dejaba en claro que el asunto atañe directamente a la estructura básica de la Iglesia que se ha forjado en el último milenio. Esta relación entre modelo de Iglesia e importancia de las conferencias episcopales fue ampliada por Franzen en esos mismos años como se verá más adelante. Volviendo a Rahner, este autor también afirmaba que la idea de la conferencia episcopal no era un asunto puramente organizativo, sino que era una consecuencia de naturaleza de la misma Iglesia, ésta prescribe que el episcopado, en virtud de su ordenación, tiene el deber de ejercer su ministerio docente y pastoral en toda la Iglesia. Pero como esta exigencia no se puede quedar en una pura abstracción y formalidad, sino debe cobrar cuerpo de manera concreta y perceptible, las conferencias episcopales le parecían sumamente adecuadas para lograrlo; no obstante, también era consciente de las limitaciones dogmáticas y jurídicas de que adolecían en ese momento.

    En el marco de estas discusiones, el entonces joven teólogo alemán Joseph Ratzinger planteó su postura sobre la colegialidad en una conferencia que expuso a los padres conciliares en noviembre de 1963,[14] y cuyas tesis centrales aparecieron desarrolladas por el mismo autor hacia el final del Concilio.[15] En ese texto, Ratzinger impugnaba la afirmación de que las conferencias episcopales carecieran de todo fundamento teológico y que, por ende, no pudieran concretarse en una forma que obligara a los obispos particulares;[16] contra esa opinión sostenía que las conferencias constituían una de las formas posibles o una realización parcial de la colegialidad, que obviamente remitía a la totalidad. El fundamento de tal afirmación, Ratzinger lo asentaba en dos hechos históricos: la colegialidad de los apóstoles y la sucesión de éstos en los obispos, cuya forma de constitución también ha sido colegial.[17] A diferencia de Rahner, Ratzinger no veía conflicto alguno entre el primado de jurisdicción del Papa y las conferencias episcopales; por el contrario, él reafirmaba la estructura jerárquica de la Iglesia en los ámbitos universal, diocesano y parroquial, aunque hacía algunas disquisiciones para señalar las limitaciones que entraña cierta concepción de colegialidad desde la perspectiva de la filosofía política.

    Por último, un teólogo contemporáneo de los anteriores, Piet Franzen, manifestó un planteamiento audaz sobre las conferencias episcopales al señalar los condicionamientos eclesiológicos subyacentes en las discusiones teológicas sobre el tema en cuestión. En 1963 publicó un artículo donde, además de exponer los aspectos históricos, canónicos y teológicos de dichas conferencias,[18] señalaba que no obstante las virtudes pastorales que éstas encarnan y los fundamentos teológicos en que se apoyan, en la práctica enfrentaban un serio problema teológicoestructural: las decisiones adoptadas en ellas, aunque se tomaran por consenso, podían ser ignoradas por cualquier obispo participante, pues los obispos eran absolutamente iguales entre sí y canónicamente independientes de sus hermanos en el episcopado.[19] El autor veía en este punto un problema jurídico-teológico de gran envergadura que delataba los límites de un modelo eclesial incapaz de integrar sin someter la colegialidad y la pluralidad en la vida de la Iglesia. Dicho modelo, Franzen lo describía de la siguiente manera:

    Existe una concepción de la Iglesia que podríamos llamar piramidal, en la que toda la potestad eclesiástica parece concentrada en la persona del Papa [...] Por el Papa se comunican dentro de la Iglesia todas las demás formas de autoridad eclesial [...] Semejante concepción de la Iglesia y de sus estructuras esenciales será más bien papalista y centralizadora.[20]

    Desde esta concepción de Iglesia, Franzen afirmaba que era imposible reconocer autoridad propia a las conferencias episcopales, pero si alguna autoridad tuvieran, ésta sería un poder pontificio delegado y no un poder episcopal propio.[21] Por consiguiente, desde el enfoque de este autor era necesario replantear el tema desde otro modelo de Iglesia, que caracterizaba como sigue:

    [...] no se parte del Papa, sino del Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Esposa suya [...] Papa, obispos y sacerdotes son ante todo unos fieles y lo continúan siendo durante toda su vida. En ese plano fundamental de la fe y de la caridad no difieren en nada de los demás miembros de la Iglesia, consagrados todos como hijos de Dios en el Bautismo y la Confirmación [...].[22]

    En esta concepción eclesial el poder de orden está por encima del de jurisdicción, y el primero es en donde se halla el fundamento de la autoridad de las conferencias episcopales. Apegado a esta idea el autor apuntaba:

    La participación en una conferencia episcopal es una forma del ejercicio normal de la autoridad del obispo. Ni es menester que las decisiones tomadas sean aprobadas formalmente por la Santa Sede. Dicha aprobación es una de las formas posibles de la comunión que ha de existir entre el colegio episcopal y el Primado.[23]

    Franzen veía en este nuevo planteamiento varias ventajas prácticas en lo tocante a las relaciones entre los obispos y la Santa Sede, donde quizá la más importante consistía en superar las desventajas que tiene un obispo solitario frente a la complejidad de los procedimientos curiales. Por otra parte, el autor también advertía sobre el riesgo de hacer de las conferencias episcopales una prolongación de la Curia en el extranjero.[24]

    En suma, los teólogos contemporáneos del Concilio coincidieron en reconocer la utilidad práctica y pastoral de las conferencias episcopales; asimismo, concordaron en intuir que su fundamento teológico residía en la misma doctrina del episcopado. Otra coincidencia importante es que los autores detectaron la existencia de un problema jurídico en la estructura eclesial vigente, pues las conferencias interferían el tránsito entre la autoridad episcopal ejercida por un obispo en su diócesis y la Santa Sede. Este aspecto jurídico-estructural sería valorado por algunos como determinante de los enfoques y acentos teológicos desde los cuales se llevaban a cabo las reflexiones teológicas sobre dichas conferencias.

    1.3. Las conferencias episcopales en el Concilio Vaticano II

    Las discusiones teológicas expuestas hallaron un amplio eco dentro del aula conciliar donde necesariamente se tenía que plantear el tema. Cabe mencionar que esa tarea se acometió en el plano práctico antes que en la reflexión teológica. Ya antes de la realización del Concilio, los documentos preparatorios habían sido enviados a las conferencias para su estudio, y el primer día de trabajos del Concilio se pidió a las conferencias episcopales que enviaran listas de candidatos para integrar las diferentes comisiones.[25] Esta misma dinámica se continuó durante el desarrollo del Concilio al constituirse las conferencias en espacios importantes de información y construcción de opinión entre obispos de regiones o naciones particulares. En términos teológicos, lo más importante se dio en el tratamiento que algunos documentos conciliares hicieron a las conferencias episcopales. Ciertamente, Juan XXIII no introdujo el tema en la lista de cuestiones por tratar en el Concilio, a pesar de que muchos se lo pidieron, según relata Ángel Antón;[26] sin embargo, en los trabajos allí realizados el tema apareció desde la primera constitución aprobada, esto es, la Sacrosanctum concilium. En la penúltima versión de esa constitución, las conferencias no sólo fueron mencionadas en repetidas ocasiones, sino que incluso se les otorgó cierto poder decisorio en materia litúrgica (básicamente en lo referente a la introducción de las lenguas vernáculas), aun antes de que se hubiera determinado su estatus teológico.[27] Sin embargo, con el fin de no prejuzgar cuestiones que serían tratadas en otro momento del calendario conciliar, la subcomisión de enmiendas corrigió el documento y lo transformó en un texto más genérico que dejaba abierta la posibilidad de incluir o sobreentender a las conferencias episcopales.[28] Es así como la Constitución sobre la Sagrada Liturgia, una vez reservada a la Sede Apostólica la competencia exclusiva de reglamentar la liturgia, indica que esa normativa también corresponde a las competentes asambleas territoriales de obispos de distintas clases legítimamente constituidas (SC 22,2). Y en efecto, gran parte de las reformas litúrgicas derivadas del Concilio se aplicaron a través de las conferencias episcopales.[29]

    Ahora bien, a la hora de tratar el tema de las conferencias, las discusiones conciliares se centraron en dos aspectos: su fundamentación teológica y su autoridad. Las discusiones sobre ambos temas tuvieron lugar en un ambiente cargado de preocupaciones entre muchos prelados por salvaguardar la autonomía y responsabilidad del obispo diocesano, determinando la relación directa entre cada obispo y la Santa Sede. Quienes han estudiado estos tópicos, como Ángel Antón, Joseph Komonchack y Julio Manzanares, entre otros, han llegado a la conclusión de que ante la disparidad de opiniones el Concilio no quiso dirimir las discusiones sobre el significado de la colegialidad y la teología de la Iglesia particular (ambos aspectos esenciales para fundamentar teológicamente las conferencias episcopales); y sólo se limitó a ofrecer la configuración básica de las conferencias sobre bases históricas y pastorales en la constitución Lumen gentium (núm. 23) y, sobre todo, en el decreto Christus Dominus (núms. 37-38 y 41-42), partiendo de la necesidad eclesial de crear cuerpos territoriales (SC 22,2 y 128; LG 29; UR 8).[30] En la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, las conferencias fueron puntualmente aludidas en el capítulo tercero, donde se aborda el tema de la constitución jerárquica de la Iglesia; por lo que se puede suponer que el asunto fue encuadrado de manera intencional en la teología de la colegialidad episcopal y en el horizonte amplio de la comunión de las Iglesias, tema sumamente polémico en el mismo Concilio.[31] Al respecto se afirma en la Constitución sobre la Iglesia:

    La unión colegial se manifiesta también en las mutuas relaciones de cada Obispo con las Iglesias particulares y con la Iglesia universal [...] Cada uno de los Obispos, puesto al frente de una Iglesia particular, ejercita su poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios que se le ha confiado, no sobre las otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal [...] Pero, en cuanto miembros del Colegio episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos deben tener aquella solicitud por la Iglesia universal que la institución y precepto de Cristo exigen, que si bien no se ejercita por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo, grandemente, al progreso de la Iglesia universal [...] El cuidado de anunciar el Evangelio en todo el mundo pertenece al cuerpo de los pastores, ya que a todos ellos en común dio Cristo el mandato [...]

    La divina Providencia ha hecho que varias Iglesias fundadas por los Apóstoles y sus sucesores en diversas regiones, al correr de los tiempos, se hayan reunido en numerosos grupos estables, orgánicamente reunidos, los cuales, quedando a salvo la unidad de la fe y la única constitución divina de la Iglesia universal, tienen una disciplina propia, unos ritos litúrgicos y patrimonio teológico y espiritual propio [...]

    Esta variedad de Iglesias locales, tendente a la unidad, manifiesta con mayor evidencia la catolicidad de la Iglesia indivisa. De modo análogo, las Conferencias Episcopales hoy en día pueden desarrollar una obra múltiple y fecunda a fin de que el afecto colegial tenga una aplicación concreta.[32]

    Como se puede observar, la constitución fundamenta el espíritu colegial de las conferencias en la solidaridad y la comunión de las iglesias locales y subraya que tal dinámica proviene de la Divina Providencia. Por lo tanto, las conferencias episcopales no son simples instancias administrativas ni tampoco organismos que reciban su dinamismo y sentido derivados de la autoridad, ni se agotan en un plano puramente estratégico. Las conferencias episcopales se insertan en la rica tradición colegial y expresan, a su modo, la constitución divina de la Iglesia.

    Un matiz importante es que Lumen gentium no ubica a las conferencias como expresión de la colegialidad efectiva (que se refiere a una acción colectiva estricta y plena del episcopado como es el concilio ecuménico),[33] sino del afecto colegial o colegialidad afectiva, la cual no se entiende como un puro sentimiento, sino como una actitud de verdadera colegialidad expresada en términos de solicitud de todas las Iglesias y unión colegial. Este afecto colegial no se agota ni puede ser determinado en términos puramente jurídicos —como afirma Pié-Ninot— porque reside en el sentido de la colegialidad manifestado en los actos colegiales que los obispos deciden realizar en beneficio de toda la Iglesia [...].[34] Se trata entonces de una actitud de communio y en la communio.

    Por su parte, el Decreto sobre el Oficio Pastoral de los Obispos en la Iglesia dedica mayor atención a las conferencias y las define como una junta en que los Obispos de una nación o territorio ejercen conjuntamente su cargo pastoral para promover el mayor bien que la Iglesia procura a los hombres, señaladamente por las formas y modos de apostolado, adaptados en forma debida a las circunstancias del tiempo (CD 38,1). Destaca el hecho de que las conferencias no sólo sean propuestas como benéficas en lo intraeclesial, sino además se les considere como instancias de suma importancia ad extra, esto es, en el apostolado. Sin embargo, no deja de ser discutible que el Decreto sólo las vea como un tipo de asociación de obispos pero no como una expresión de la comunión de las iglesias.[35] Por otra parte, en lo que atañe al espinoso tema del valor jurídico de las decisiones de las conferencias, el Decreto hace una afirmación abierta pero cautelosa:

    Las decisiones de la Conferencia de los Obispos, si han sido legítimamente tomadas y por dos tercios al menos de los votos de los Prelados que pertenecen a la Conferencia con voto deliberativo y reconocidas por la Sede Apostólica, tendrán fuerza de obligar jurídicamente sólo en aquellos casos en los que o el derecho común lo prescribiese o lo estatuyere un mandato peculiar de la Sede Apostólica, dado motu proprio o a petición de la misma Conferencia.[36]

    De este modo, sin definir en forma explícita el papel legislativo de las conferencias, la obligatoriedad de sus decisiones queda abierta y depende, básicamente, del reconocimiento de la Santa Sede y la prescripción jurídica que les dé el derecho. Por consiguiente, se puede afirmar que el Concilio tampoco quiso pronunciarse en definitiva acerca del papel legislativo de las conferencias.

    Por otra parte, pese a las ambigüedades y limitaciones del planteamiento conciliar sobre las conferencias episcopales, les fueron reconocidas y aclaradas sus principales competencias. Sin embargo, su teología quedaría atrapada entre una eclesiología de la colegialidad, entendida a la manera de la Nota explicativa previa de la constitución Lumen gentium (monárquica, piramidal y descendente), y una eclesiología de comunión en clave sacramental. La indefinición en este punto será la condición de posibilidad para que en el posconcilio las conferencias episcopales puedan interpretarse en clave minimalista o maximalista.

    1.4. Las conferencias episcopales en el periodo posconciliar

    Si bien el Concilio Vaticano II, con su revolución eclesiológica (Suenens) y su teología del episcopado, posibilitó revalorar las conferencias como expresión legítima y necesaria de la colegialidad, también dejó abierta la posibilidad de entenderlas y regularlas desde el marco de la eclesiología jurídica postridentina. Esta yuxtaposición de tendencias eclesiológicas en el Vaticano II,[37] se reveló en el posconcilio como una fuente permanente de conflictos entre grupos y teologías opuestas, lo que en opinión de Juan Antonio Estrada ha sido una de las causas principales de la crisis por la que atraviesa la Iglesia hasta el día de hoy.[38] La trayectoria de las conferencias episcopales, tanto en el plano práctico como teológico, no permanecería ajena a estas tensiones.

    Antes de entrar en materia, es importante señalar que a la par de las discusiones teológicas sobre las conferencias episcopales, que se extendieron rápidamente en casi todas las regiones, desempeñando un papel protagónico en la aplicación del Concilio en sus propias regiones, en particular en lo correspondiente a la Liturgia. También es de mencionar que las conferencias fungieron en la práctica como espacios de diálogo entre los obispos, y así facilitaron la toma de posturas y decisiones comunes ante diversos tópicos. Por ello las discusiones sobre la fundamentación teológica y normatividad jurídica de las conferencias episcopales se han revelado como una cuestión que toca la vida misma de la Iglesia. Esto se hizo patente especialmente en cinco eventos del periodo posconciliar que impactaron de manera decisiva la comprensión y dinámica de las conferencias episcopales: el motu proprio Ecclesiae Sanctae, el Sínodo de 1969, el Código de Derecho Canónico de 1983 (CIC), el Sínodo de 1985 y la carta apostólica Apostolos suos (1998) de Juan Pablo II.[39]

    1.4.1. Líneas generales de desarrollo

    La primera regulación de las conferencias apareció en 1966 con el motu proprio Ecclesiae Sanctae de Pablo VI.[40] Lo más relevante de este documento es que impulsó la constitución de conferencias donde no existían, además de instar a sus miembros a la redacción de sus propios estatutos.[41] Sin embargo, se cuidó mucho que la Santa Sede no perdiera el control sobre las conferencias; por ejemplo, se prescribe que no pueden constituirse sin su aprobación, mientras que se indica que la fijación de sus normas corresponde a la misma Sede Apostólica; asimismo, se manda que cuando una conferencia declare o haga algo de manifiesto carácter internacional la Santa Sede sea advertida previamente.[42]

    1.4.2. Sínodo de 1969

    El Sínodo de 1969, convocado por Pablo VI, tuvo asignado como tema central examinar las formas más aptas para asegurar una mejor cooperación y contactos más fructuosos de las conferencias episcopales con la Santa Sede y entre sí.[43] En opinión de algunos autores, la urgencia de discutir este tema probablemente se debió a la actitud crítica adoptada por varias conferencias episcopales (como la alemana, la austriaca, la canadiense, la estadounidense y la francesa, entre otras) respecto a la carta encíclica Humanae Vitae de Pablo VI (julio de 1968).[44] De acuerdo con Ángel Antón, quien se desempeñó como secretario especial de ese sínodo, dos aspectos quedaron claros en las discusiones sinodales: primero, que las varias realizaciones parciales de la colegialidad constituyen un ejercicio de verdadera colegialidad; segundo, que proceden del mismo principio: la realidad ontológico-sacramental de la ordenación episcopal.[45] De este modo, el Sínodo reafirmó lo ya dicho por el Concilio, pero no aportó nuevos elementos en el campo doctrinal.

    1.4.3. Código de Derecho Canónico (CIC)

    Entre el Sínodo de 1969 y la promulgación del CIC en 1983, la reflexión teológica sobre las conferencias conoció un desarrollo importante, entre otros motivos, porque se asistía a la proliferación de una realidad teológicamente rica, débil en el plano jurídico y muy prometedora en el ámbito pastoral, como se hizo notar de diversas maneras en el coloquio organizado por la Universidad de Salamanca en 1976.[46] Una de las dimensiones más exaltadas de la discusión fue la relativa con el hecho jurídico de las conferencias (atribuciones, ámbitos de competencia, estructura, participantes, naturaleza de su potestad, así como relaciones con el obispo diocesano, con otras conferencias y la Santa Sede). Pues bien, estas y otras cuestiones se esperaba que fueran precisadas y resueltas en el nuevo Código de Derecho Canónico que saldría a la luz en 1983.[47] La legislación definitiva sobre las conferencias era un momento clave, pues abría la oportunidad de ratificar tanto la práctica pastoral, teológica y legislativa que se venía desarrollando en las conferencias, así como la intensa actividad legislativa que había desarrollado la Santa Sede acerca de estas figuras eclesiales. Otra opción que se abría en ese momento era la de repensar todo el tema. En cualquier caso, los redactores del nuevo Código no podían eludir la necesidad de optar por alguna de las varias posiciones teológicas existentes a la hora de diseñar las normas jurídicas. En este contexto, una mirada de conjunto al Código arroja un panorama con luces y sombras. Destaca, en primer lugar, una modificación a la definición de conferencia episcopal que había legado el Vaticano II en el Decreto Christus Dominus, donde se afirmaba que las conferencias episcopales son "como una junta en que los obispos de una nación o territorio ejercen conjuntamente su cargo pastoral (munus suum pastorale) [...] (CD 38, 1); en su lugar el CIC afirma que en las conferencias episcopales los obispos ejercen unidos algunas funciones pastorales (munera quaedam pastoralia)" (CIC 447),[48] con lo que parece traslucirse la intención de reducir en algún grado el alcance que habían adquirido las conferencias en la vida de la Iglesia. Otro aspecto relevante es que en el CIC las conferencias aparecen una vez que se ha asentado la suprema autoridad de la Iglesia (cc. 330-367) y se han presentado las iglesias particulares (cc. 368-374), las varias formas de ejercer el ministerio episcopal (cc. 375-430) y, finalmente, las estructuras internas de la diócesis (cc. 431-459); de tal suerte que las conferencias episcopales aparecen como algo accesorio o instrumental que facilita la ayuda y cooperación entre los obispos.[49] De este modo, aunque el Código no se pronunció explícitamente por la fundamentación teológica de las conferencias ni tampoco por la índole de la potestad de régimen que les corresponde, sí dejó en claro que la colegialidad sólo se ejerce en el Concilio ecuménico con su cabeza. En consecuencia, en este texto legislativo no hay lugar para concebir las conferencias como instancias intermedias entre la Santa Sede y los obispos, ni tampoco para considerarlas per se como asambleas legislativas, más allá de que puedan dar decretos generales.

    Por otra parte, el Código brinda una serie de opciones positivas en relación con las conferencias: las reconoce como organismos dotados de poderes legislativos y administrativos en ciertos casos y bajo ciertas condiciones (cc. 455-466); también reconoce la posibilidad de conferencias nacionales y supranacionales.

    En suma, el Código conserva los recelos ya expresados durante el mismo Concilio y los codifica. Aun así, también es necesario admitir que se nota un cierto avance al otorgar personalidad jurídica a las conferencias. Sin embargo, no se resolvió el tema de la fundamentación teológica, ni tampoco hubo un pronunciamiento sobre la potestad de régimen que les corresponde.

    1.4.4. Las conferencias episcopales en el Sínodo de 1985

    A partir de la década de los ochenta la desconfianza respecto a las conferencias tomó un nuevo impulso, que rayaría con frecuencia en una clara descalificación. Una de las paradojas de este hecho es que las críticas y el descrédito a esas reuniones provinieron de teólogos que apenas dos décadas atrás las habían defendido como instancias esenciales en la vida de la Iglesia; tal fue el caso de Jean Jérôme Hamer y Joseph Ratzinger. Estos teólogos, ahora convertidos, respectivamente, en secretario y prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, asumieron justamente la postura que años atrás habían impugnado. Hamer —ya ascendido a cardenal— rechazó atribuir forma alguna de acción colegial, aunque sólo sea parcial, a la conferencia episcopal en un par de artículos publicados en 1976 y 1983.[50] Pero aún más explícitas y relevantes fueron las declaraciones del cardenal Joseph Ratzinger, quien en una célebre entrevista con el periodista italiano Vittorio Messori expresó, aunque desde un punto de vista puramente personal, sus recelos acerca de las conferencias episcopales. Los puntos más destacados de su crítica fueron que las conferencias no tenían una base teológica, no formaban parte de la estructura imprescindible de la Iglesia y sólo tenían una función práctica, concreta.[51] No se debe perder de vista que si bien dicha entrevista no es con propiedad un texto teológico, sino sólo la expresión de una opinión estrictamente personal; quien así pensaba —recuerda Joaquín Losada— era el prefecto más importante de las congregaciones romanas.[52] Aunado a estas afirmaciones, el cardenal Ratzinger puso en entredicho la relevancia jurídica y teológica de las conferencias espiscopales al sostener que no tienen potestad doctrinal alguna y no pueden, como tales, determinar que una doctrina sea vinculante;[53] incluso señalaba que el trabajo de las conferencias no debe orientarse esencialmente a producir decisiones y documentos, sino a aclarar las conciencias y hacerlas más libres a la luz de la verdad.[54]

    Estas posturas, vertidas a contracorriente de la vida práctica de muchas conferencias y de la postura de muchos teólogos, se volvieron a poner en la palestra de la discusión en el Sínodo de 1985, convocado por Juan Pablo II el 25 de enero de 1985. Los objetivos del Sínodo fueron revivir el ambiente de comunión eclesial de aquella reunión ecuménica [Vaticano II], examinar la aplicación del Concilio en las Iglesias particulares y profundizar sus lecciones ante las nuevas exigencias.[55] Obviamente uno de los temas principales sujetos a discusión fue el de la colegialidad, y, desde ahí, se ventiló el asunto de las conferencias episcopales.[56] Las discusiones entre los obispos básicamente se volvieron a decantar entre las dos posturas eclesiológicas contrapuestas que ya se habían manifestado en el mismo Vaticano II: una más negativa ante los poderes y competencias de las conferencias y otra más optimista que pugnaba por el reconocimiento de su autonomía y les confería competencias como instancias intermedias en los ámbitos nacional y continental.[57] En la Relación final ambas posturas se integraron, formando una especie de mosaico.

    En dicha relación los obispos se pronunciaron por la eclesiología de comunión como el horizonte y la clave hermenéutica del Concilio;[58] también afirmaron que en ella se sitúa el fundamento sacramental de la colegialidad, con lo que esta categoría teológica es extendida más allá de una mera consideración jurídica. En ese sentido, el Sínodo distinguió entre acción colegial en sentido estricto, que implica la actividad de todo el colegio con su cabeza y el cual se expresa en el Concilio ecuménico; y el afecto colegial, al que definió como alma de la colaboración entre los obispos sea en el campo regional, sea en el nacional o internacional.[59] Esto, que podría considerarse un paso adelante, por lo menos en relación con las declaraciones del entonces cardenal Ratzinger sobre las conferencias, es matizado pocos renglones adelante cuando se afirma que las conferencias episcopales (al igual que los sínodos, la Curia Romana, las visitas ad limina, etc.) son realizaciones parciales de la colegialidad. Es verdad que asimismo se afirma que las conferencias son verdaderamente signo e instrumento de afecto colegial;[60]empero, también debe considerarse que enseguida se hace una advertencia: Todas estas realizaciones no pueden deducirse directamente del principio teológico de la colegialidad, sino que se rigen por el derecho eclesiástico.[61] Estos dos apuntes contradictorios de la Relación final sobre las conferencias revelan la falta de consenso que existió dentro del propio sínodo; situación que confirman el exhorto que el Sínodo expresa sobre el particular, en el sentido de llevar a cabo un estudio del estatuto teológico de las conferencias episcopales y, sobre todo, explicar más clara y profundamente su autoridad doctrinal.[62] Por lo tanto, se puede decir que a veinte años de concluido el Concilio Vaticano II, la discusión sobre los fundamentos teológicos y canónicos de las conferencias continuó estancada. No se puso en duda la utilidad de las conferencias, pero tampoco se superaron algunos recelos sobre su probable capacidad de interferir con la autoridad del Papa o la de cada obispo y de obstaculizar las relaciones entre ambos.

    1.4.5. Hacia el desarrollo de la tarea encomendada por el Sínodo de 1985

    La tarea indicada por el Sínodo de profundizar en los fundamentos de las conferencias la acogieron con entusiasmo sectores teológicos y el mismo Magisterio Pontificio. Así, en enero de 1988 el Instituto Católico de París y la Universidad Pontificia de Salamanca organizaron un coloquio, en esta última ciudad, sobre el fundamento teológico de las conferencias episcopales. Los principales cuestionamientos ahí planteados, así como las respuestas sugeridas, pueden resumirse esquemáticamente como sigue:[63]

    Las conferencias episcopales amenazan la autoridad suprema del Papa en la Iglesia universal al erguirse como instancias intermedias. La historia de las últimas décadas muestra que las conferencias han guardado una fiel comunión con Roma. Las conferencias no impugnan el papel del obispo de Roma, quien siempre tendrá la última palabra;el problema es cuando Roma quiere tener la penúltima palabra, o las palabras que le preceden.

    Las conferencias representan una amenaza a la autonomía de cada obispo como pastor de la Iglesia diocesana. Si bien esto es algo que puede suceder, Sesboüé afirma que esto es más por culpa de los estatutos de la conferencia o de su aplicación; por lo que la solución debe provenir de los mismos obispos con base en la experiencia acumulada, y no hay que buscarla ante la autoridad suprema.[64]

    Hay preocupación por una excesiva burocracia en los organismos permanentes de las conferencias. Para nadie es desconocido que los riesgos de burocracia

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