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Mujeres de sal
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Libro electrónico248 páginas7 horas

Mujeres de sal

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Una profunda y conmovedora historia sobre las raíces familiares y los secretos del pasado, bestseller en la lista de The New York Times y mejor libro del año por The Boston Globe.
IdiomaEspañol
EditorialNOVUM
Fecha de lanzamiento22 may 2023
ISBN9788419552303
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    Mujeres de sal - Gabriela García

    I.

    No dancéis tras el lejano monte

    María Isabel

    Camagüey, 1866

    A las seis y media, cuando todos los torcedores de tabaco estaban sentados ante sus escritorios con las pilas de hojas y el capataz tocaba la campana, María Isabel inclinaba la cabeza, hacía la señal de la cruz sobre los hombros y cogía la primera hoja entre las manos. El lector hacía lo mismo desde su tarima por encima de los trabajadores, solo que en las manos no sostenía hojas marrones, sino un periódico plegado.

    —Caballeros del taller —decía Antonio—. Hoy empezamos con una carta muy importante de los estimados directores de La Aurora. Esos hombres de letras manifiestan un cálido afecto hacia los trabajadores cuyas aspiraciones de alcanzar conocimientos tales —ciencia, literatura y principios morales— impulsan el progreso de Cuba.

    María Isabel pasó la lengua por la parte inferior engomada de otra hoja, cuya terrosa amargura ya le resultaba tan familiar como si hubiera nacido de ella. Colocó la hoja ablandada sobre las capas que la habían precedido, con esas largas venas formando una pila a un costado. Los torcedores, que tenían derecho a cuantos cigarros quisieran, encendían cerillas y daban fuertes caladas ahuecando las manos sobre las llamas. El aire se espesaba. A esa altura, María Isabel había aspirado tanto polvo de tabaco que la nariz le sangraba con frecuencia, pero el capataz no permitía que los trabajadores abrieran las celosías más que una mínima franja: la luz del sol secaría los cigarros. De modo que ella disimulaba la tos. Era la única mujer del taller. No quería parecer débil.

    La fábrica no era grande para los estándares cubanos: solo un centenar de trabajadores, la cantidad suficiente para procesar el tabaco de una plantación que estaba a menos de dos kilómetros de distancia. Había un silo de madera en el centro donde se almacenaban las hojas que se habían secado al sol, convertidas en unas rebanadas oscurecidas y apergaminadas que los torcedores llevaban a sus puestos de trabajo. Junto al silo, una escalera flanqueaba la silla donde se sentaba el lector.

    Antonio se aclaró la garganta antes de levantar el periódico:

    La Aurora, viernes 1 de junio, 1866 —empezó—. «El orden y la moralidad que observan nuestros artesanos en los talleres, y el entusiasmo por el estudio, ¿no son una prueba evidente de que progresamos?».

    María Isabel hurgó en su pila de hojas y apartó las de menor calidad para usarlas como relleno.

    —«… Pasad a un taller de doscientos operarios y os quedaréis admirados de observar el mejor orden, veréis que a todos les anima un mismo deseo: el de cumplir con sus obligaciones…».

    A esa altura un cálido escozor ya empezaba a extenderse por los hombros de María Isabel. El dolor crecería y se convertiría en una pulsación a medida que pasaran las horas, de modo que, al final del día, ella apenas podría levantar la cabeza. «Cumplir con sus obligaciones, cumplir con sus obligaciones». Sus manos se movían por propia voluntad. Cuando la campana sonara, ella miraría la pila de cigarros, lisos como si fueran de ar­cilla, sorprendida de haberlos torcido todos. Imaginó las capas marrones fusionándose unas con otras incesantemente; los escritorios convirtiéndose en paredes, las hojas convirtiéndose en ojos, brazos que brotaban y se movían en sucesión hasta que todo y todos formaban parte de la misma poesía física, de la misma canción hecha de sudor. Hora de comer. Estaba cansada.

    En el pueblo había un solo camino de tierra que pasaba por la puerta de la fábrica y continuaba hasta la plantación azucarera, ubicada casi dos kilómetros más abajo; ambas, propiedad de una familia criolla: los Porteños. María Isabel volvió a su casa por ese mismo camino que, serpenteando entre las sombras, le proporcionaba algunos breves respiros del ardiente sol. Pensó en las palabras de Antonio: «El estudio se ha convertido en hábito entre ellos; hoy abandonan la valla de gallos por la lectura de un periódico o de un libro, desprecian la plaza de toros; hoy es el teatro, la biblioteca pública y los centros de buena sociedad donde se les ve concurrir constantemente».

    Era cierto que, desde que La Aurora había expuesto la naturaleza incivilizada de las peleas de gallos y toros, el número de asistentes había disminuido. Pero no era solo la recomendación de ese periódico lo que los había convencido de abandonar esos deportes sanguinarios. Había preocupaciones, también. Otros trabajadores hablaban sobre facciones rebeldes que se estaban alzando contra los partidarios del régimen español. Sobre hombres que se entrenaban en grupos para unirse a los que estaban marchando hacia el oeste, hacia La Habana. Al principio, la muerte del padre de María Isabel a causa de una endemoniada fiebre amarilla que lo había consumido en semanas la había dejado demasiado insensibilizada como para prestar atención, como para que aquello le importara mucho. Pero más tarde no se hablaba de otra cosa.

    Aunque, cuando los rumores acerca de la guerrilla llegaron a su lado de la isla, también llegaron historias de luchas internas. Los generales de las milicias iban y venían, sustituidos cuando sus ideales se convertían en un lastre. En La Habana, con sus numerosas mansiones de familias españolas, la gente daba la impresión de ser indiferente al alzamiento y cada vez parecía más probable que la reina aplastaría violentamente cualquier rebelión. Para María Isabel, ya hacía mucho tiempo que una atroz angustia había reemplazado aquellos primeros ideales elevados: libertad, liberación. Odiaba no saber. Detestaba que su propia supervivencia dependiera de un futuro político impreciso que no podía anticipar.

    Ya en casa. Aurelia, la madre de María Isabel, estaba sentada en el suelo, apoyando la espalda en el fresco barro del bohío. Ella también acababa de volver del trabajo, del campo.

    —¿Mamá? —exclamó María Isabel alarmada al ver a su madre así, con ese rubor poco común que se le extendía por la cara desde la punta de las orejas.

    —Estoy bien —respondió su madre—. Me desmayé un poco por la caminata. Ya sabes que cada vez tengo menos energía.

    —¡Eso no es cierto!

    María Isabel ayudó a Aurelia a levantarse, apoyando una mano en la pared.

    —Mamá —le tocó la frente con el dorso de la mano, que emitía un olor tan fuerte a jugo de tabaco que su madre dio un respingo—, quédate fuera, en la brisa, y descansa en la hamaca. ¿Sí? Prepararé la comida.

    Aurelia le palmeó el brazo a María Isabel.

    —Eres una buena hija —dijo.

    Caminaron juntas hasta una hamaca atada entre palmeras.

    La madre de María Isabel —avejentada por décadas de pérdida y trabajo duro— conservaba, sin embargo, una cierta elegancia. Tenía la piel lisa, casi sin arrugas, y no había manchas en las pulcras hileras de sus dientes. Tras la muerte de su marido, Aurelia había tenido numerosos pretendientes, hombres desdentados, con la piel curtida por el sol y de la consistencia del papel, con poco que ofrecer en cuanto a posesiones materiales —un asno, un pequeño terreno con árboles de mango y plataneros—, pero que le proponían cuidar de ella, lo que Aurelia rechazaba. «Una mujer no abandona el amor de Dios, ni el del país, ni el de la familia», decía en esos tiempos, antes de que los hombres dejaran de buscarla. «Moriré viuda; ese es mi destino».

    Sin embargo, María Isabel se daba cuenta de que su madre se había vuelto más débil. Encontrarle un marido a su hija se había convertido en una devoción agresiva. María Isabel protestaba: se sentía más feliz en la tabaquería, en el campo, sudando cerca del fuego, pelando yucas y plátanos machos y arrojándolos en el agua hirviendo de la cazuela de hierro fundido con las mangas subidas hasta los codos, recogiendo sangre de cerdo en un cubo de acero para preparar unas brillantes morcillas, abriendo con un machete un coco cargado de agua. Era cierto que torcer tabaco era un trabajo codiciado y respetable, había tenido que desempeñarse como aprendiz durante un año antes de trabajar por un salario; pero la tabaquería le pagaba por cigarro la mitad de lo que ganaban los hombres, y ella, que era la única mujer de la fábrica, sabía que su presencia molestaba a los otros trabajadores. Habían oído hablar de una nueva invención que ya se utilizaba en La Habana —un molde con el que era tan fácil torcer bien un cigarro que cualquiera podía hacerlo— y temían que María Isabel representara un presagio de lo que iba a suceder: personas no cualificadas, mujeres disolutas y niños mugrientos arrebatándoles sus puestos de trabajo y cobrando casi nada. Le sugerían que tal vez podría ganar más si mantenía «entretenidos» a los hombres. Le retenían una parte mayor de su salario para pagar al lector.

    Había momentos, como ese, cuando miraba por la ventana y veía a su madre tumbada en la hamaca con la cara enrojecida, que imaginaba un mundo en el que Aurelia no tuviera que trabajar, en el que ella pudiera dedicar su tiempo a cuidar de su madre, en lugar de torcer tabaco junto con los hombres. Y sabía, con resignación, que le diría que sí a cualquier hombre que le ofreciera tiempos mejores. Ese era su destino.

    Después de la comida venían las novelas: Víctor Hugo, Alejandro Dumas, incluso William Shakespeare: El conde de Montecristo, Los miserables, El rey Lear. Algunas eran tan populares entre los torcedores que sus personajes se convertían en nombres de cigarros: el delgado y oscuro Montecristo y el grueso y dulce Romeo y Julieta, cuyas vitolas estaban ilustradas con imágenes de justas y de amantes desventurados.

    Estaban al principio del segundo tomo de Los miserables, escogido por votación en un consenso poco común después de que el lector terminara El jorobado de Notre Dame. La tabaquería entera había estallado en aplausos al final de Notre Dame, lo que había provocado que don Gerónimo, que dirigía el taller como si él mismo fuera el malvado archidiácono de Notre Dame, los regañara. Pero los trabajadores lanzaron una ovación cuando Antonio les reveló que tenía en su posesión una traducción al español de otra novela de Víctor Hugo, en la que, a lo largo de cinco tomos, se hablaba de rebelión y de redención, de alzamientos políticos y de amor, y que prometía conmover e ilustrar antes de llegar a un doloroso final.

    Había sido la votación menos disputada de toda la historia de Porteños y Gómez. Y ahora María Isabel pasaba las tardes transportada mucho más allá de los cañaverales y las plantaciones blanqueadas por la sal del mar hacia las brumosas orillas de Francia. En su mente, recorría las calles empedradas de París, mojaba los pies en el Sena, cruzaba los puentes del río y los soportales en carruaje, como una noble. Alisaba una hoja fibrosa entre los labios, conteniendo el aliento por la intriga cuando el inspector de policía Javert volvía a capturar a Valjean, el convicto fugitivo. Pensaba en la fuga, en la captura. Pensaba en sí misma. En cómo sería que alguien escribiera un libro sobre ella. Que alguien como ella escribiera un libro.

    —«Un hombre no está ocioso por el hecho de estar absorto en sus pensamientos. Del mismo modo que hay trabajos visibles, también los hay que son invisibles».

    Antonio los adentraba en la obra de Víctor Hugo con fervor, como si el trabajo que allí se hacía, el de los torcedores de tabaco, dependiera de su manera de transmitirlo. Y, en muchos aspectos, era así. María Isabel se decía que si ella, una mujer joven, que debería estar en su casa esperando que la cortejasen, trabajaba tanto en aquella fábrica sofocante, era porque le habían dejado un terreno árido y no contaba con ningún padre o hermano que la mantuviera. Pero esperaba ansiosamente cada día, ávida de los mundos que se desplegaban mientras se encorvaba sobre las hojas, perfeccionando cada torsión y cada sello: noticias de la capital en la que solo había estado una vez, anuncios de curiosidades científicas y denuncias contra los dueños de plantaciones brutales o deshonestos, relatos de viajes a lugares lejanos que apenas podía imaginar.

    También estaban los regalos. Una vez, cuando estaba saliendo, vio a Antonio junto al capataz mientras don Gerónimo leía en voz alta la producción y las cuotas del día. Antonio ató su caballo a un poste y le puso una montura en el lomo, algo que María Isabel no había visto nunca, salvo en La Habana, donde los miembros de la alta burguesía no montaban a pelo, como en el campo. Eso la impresionó y quizá él confundió su mirada con algo de una naturaleza diferente, pues, a la mañana siguiente, había un ramo de buganvillas violetas sobre su mesa de trabajo. Y después, antes de que Antonio empezara a leer las noticias del día, le hizo un saludo con el sombrero, la miró a los ojos, le sonrió.

    Ella tenía miedo, por supuesto: miedo de que don Gerónimo viera las flores en su mesa y la acusara de indecente, tal vez le redujera el salario o, lo que era peor, la considerara impía y redoblara sus insinuaciones. ¿Quién sabía qué consideraba aceptable don Gerónimo? Su ira era indomable, impredecible, y se desencadenaba sin motivo. La había amenazado muchas veces y, en una ocasión, la cogió del cuello cuando ella se distrajo durante una lectura y el ritmo de su producción disminuyó. Le dejó unos moretones con formas de dedos que duraron varias semanas. Ningún hombre la defendió, ni siquiera Antonio. Por eso, escondió las flores por debajo del cuello de la camisa. Y, al atardecer, salió con los ojos bajos, preocupada por que Antonio volviera a mirarla y segura de que no sabría qué decirle.

    Pero los regalos continuaron: un mango fragante y maduro; un tintero, con una delicada pluma; un diminuto broche de filigrana forjado en metal. Los encontraba debajo de capas de hojas de tabaco y los ocultaba lo mejor que podía. No le hablaba a nadie del cortejo y evitaba la mirada de Antonio, aunque a veces, cuando él leía algún pasaje especialmente conmovedor, levantaba los ojos apenas un segundo y notaba que él siempre tenía los suyos clavados en ella.

    Entonces, una mañana ella entró y allí, sobre la mesa, a la vista de todos: un libro, con un lomo azul, de tacto rugoso, cuyas páginas eran papiros delgados y lisos. Sin tiempo para leer el título, lo escondió debajo de la repisa de los cigarros terminados. María Isabel sabía que a don Gerónimo le parecería impertinente de su parte llevar un libro al taller, que la acusaría de holgazanería, que podría mandarla a su casa, convencido de que una mujer jamás podría aprender las estrictas normas que se requerían para ese trabajo. Pero a la hora de la comida volvió corriendo a su casa con el libro bajo el brazo y, mientras hervía ñame sobre un fuego de leña, abanicó el humo con sus páginas. Cuando estaba segura de que su madre no la miraba, seguía las líneas de las palabras, pasando los dedos por las curvas y abruptos bordes de sus formas. Era como torcer tabaco, esa necesidad de trazar los arcos y ángulos en el papel, de aprenderse ese sentimiento de memoria. Escondió el libro debajo de la cama.

    Esa tarde, cuando vio a Antonio junto a su caballo, antes de que él pudiera decir nada, María Isabel formuló su solicitud.

    —Si me permite el atrevimiento y me perdona la indiscreción, quisiera pedirle que me diga el título del libro que ha puesto

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