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Antes de que llegue el monzón
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Antes de que llegue el monzón
Libro electrónico643 páginas9 horas

Antes de que llegue el monzón

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Una pareja que se ama con locura se ve irremediablemente separada por la muerte. Para volver a reunirse deberán hacerlo en otro país, en circunstancias muy distintas y esperar más de siglo y medio en el tiempo.
Helena ha pasado los últimos años intentando construir una novela que la aleje del dolor. Sin embargo, no encuentra la forma ideal ni los elementos adecuados para narrar los acontecimientos, pues se empeña en relatar una historia de reencarnación. Asimismo, se siente insegura de su propia escritura y de los conocimientos que posee.
Una de estas anécdotas sucede en la India, en el año 1857 durante la Rebelión de los Cipayos . Los protagonistas son Suzanne y Alexander, un matrimonio de británicos con dos hijos y una vida cómoda. Sin embargo, una serie de traiciones e intrigas los llevarán a padecer su propio infierno interior de soledad y agonía emocional ocasionados por la separación, pues Alexander permanece preso durante algún tiempo y Suzanne debe recluirse en los sótanos camuflados de su mansión durante el Sitio de Delhi. Finalmente, la guerra y las injusticias hacen perder el equilibrio emocional a uno y ciegan la vida del otro.
Helena ha escogido la India como escenario de su primera historia por dos razones: primero, porque en ese país la reencarnación es parte de las creencias ancestrales de su pueblo y, segundo, porque es el sitio añorado por el personaje masculino de la segunda anécdota y el cual está basado en una persona de carne y hueso.
La segunda historia se desarrolla en México, a principios del siglo XXI. Para esta anécdota, Helena se ha basado en sus propias experiencias amorosas, de ahí que su personaje femenino también se llame Helena. Aquí, los protagonistas son Helena y Patricio. Ambos viven una historia de amor singular, ya que Patricio es homosexual y su pareja estable es Bruno, un artista italiano celoso hasta lo insano. A lo largo de la narración, los tres personajes viven al máximo sus exaltaciones amorosas, ya que lucharán por conseguir sus objetivos hasta las últimas consecuencias: Bruno emprende una guerra psicológica contra Helena para separarla de Patricio; Patricio intenta abandonar la vida homosexual para reivindicarse en su amor por Helena, y Helena, una vez enfrentado el hecho de la pérdida de Patricio, se sumerge inexorablemente hacia el abismo tocando muy de cerca los bordes de la locura.
El Taj-Mahal sirve a la narradora como punto de encuentro y desencuentro para ambas historias, pues ahí se da la pérdida definitiva del amor y la realización del mismo. Frente al mausoleo, Alexander sostiene en sus brazos el cadáver de Suzanne, luego de lo cual queda devastado por la pérdida y errará de ahí en adelante. Ciento cincuenta años después, Helena y Patricio se reencuentran en ese mismo sitio para culminar la epopeya amorosa que dejaron inconclusa.
Por su parte, Helena, la narradora y quien hila los dos argumentos alternativamente, se siente cada vez más insegura de lo que está contando, por lo que le expresa a su alter ego sus temores en cuanto a la forma, a los lugares comunes, a la inverosimilitud de la anécdota, etc. Al mismo tiempo, Helena lucha por salir airosa de una situación que la ha mantenido enclaustrada en sí misma y de la que no ha podido evadirse, pues no ha conseguido salvar la distancia suficiente entre la historia verdadera y la que está contando. Asimismo, comienza a confundir a los personajes de ambas anécdotas, pues cree ser objetiva sin darse cuenta de que, en realidad, la mueven sus propias palpitaciones internas.
Finalmente, el desenlace se vuelve ambiguo, pues no resultará claro si el reencuentro en el Taj-Mahal se lleva a cabo entre los personajes ficticios o los reales, o si la narradora ha optado por convertirse en la protagonista de su propia novela.

IdiomaEspañol
EditorialSusana Pagano
Fecha de lanzamiento30 abr 2023
ISBN9781005992330
Antes de que llegue el monzón
Autor

Susana Pagano

Susana Pagano nació en la Ciudad de México en 1968. Realizó estudios referentes a la literatura y a la creación literaria en el Instituto Cultural Helénico, en la Escuela de Escritores de la SOGEM (Sociedad General de Escritores de México), en la Universidad de Sor Juana, y en la Universidad de Barcelona, en España. En 1995, obtuvo el Premio Nacional de Novela “José Rubén Romero” con la obra “Y si yo fuera Susana San Juan...”, publicada por el Fondo Editorial Tierra Adentro, México 2006 2a edición. Obtuvo la beca del FONCA (Fondo Nacional para la Cultura y las Artes), en la categoría de Jóvenes Creadores, durante el período de 1996-1997 con la novela “Trajinar de un muerto” publicada en 2001 bajo el sello de Editorial Océano. Fue becaria del Centro de Escritores Juan José Arreola en colaboración con Casa Lamm, durante el período 1999-2000 con la novela “La Pitonisa de Aguaprieta”. De 2003 a 2006 fue becaria del SNCA (Sistema Nacional de Creadores de Arte) con la novela “Antes de que llegue el monzón”. Pagano forma parte de varias antologías de cuento de diversas casas editoriales. Algunas de ellas son: Cuentos para leer en navidad, “La Befana” Editorial Lectorum, 2016. Sólo Cuento, “El barullo de tus muertos”, UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México), Difusión Cultural Literatura 2013. Un hombre a la medida, “La liga del Gineceo”, Edit. Cal y Arena (2005). Debido al avance tecnológico y moderno que ha llegado junto con el siglo XXI, Susana Pagano ha dado el brinco al formato digital, publicando en este medio varias novelas entre las que se encuentran En tus ojos un rostro, Palabras en el fuego, Y si yo fuera Susana San Juan..., entre otras.Desde el 2014 incursiona en las artes plásticas tomando cursos de pintura realista al óleo, de dibujo y de Historia del Arte. A partir del 2016 participa en exposiciones colectivas y, desde entonces, la pintura forma parte activa de su quehacer profesional de la mano de la literatura.Finalmente, A raíz de la pandemia del Covid-19, la autora abrió su canal de YouTube en cuyas secciones: Historias Paganas, Novelas Paganas y Clásicos Paganos, sube a la red videos de cuentos y novelas propios y de autores clásicos narrados por ella misma.------Susana Pagano was born in Mexico City in 1968. She studied literature and literary creation at the Hellenic Cultural Institute, at the Writers School of SOGEM (General Society of Writers of Mexico), at Sor Juana University. , and at the University of Barcelona, ​​in Spain. In 1995, she won the “José Rubén Romero” National Novel Award with the work “And if I were Susana San Juan...”, published by the Tierra Adentro Editorial Fund, Mexico 2006 2nd edition. She obtained a scholarship from the FONCA (National Fund for Culture and the Arts), in the category of Young Creators, during the period of 1996-1997 with the novel “Trajinar de un muerto” published in 2001 under the seal of Editorial Oceano. She was a scholarship holder of the Juan José Arreola Writers Center in collaboration with Casa Lamm, during the period 1999-2000 with the novel "La Pitonisa de Aguaprieta". From 2003 to 2006 she was a scholarship holder of the SNCA (National System of Art Creators) with the novel “Before the monsoon arrives”. Pagano is part of several short story anthologies from various publishing houses. Some of them are: Stories to read at Christmas, "La Befana" Editorial Lectorum, 2016. Only Story, "The hubbub of your dead", UNAM (National Autonomous University of Mexico), Diffusion Cultural Literature 2013. A man to measure , “The league of the Gynoecium”, Edit. Lime and Sand (2005). Due to the technological and modern progress that has come along with the 21st century, Susana Pagano has made the leap to the digital format, publishing several novels in this medium, including En tus ojos una cara, Palabras en el fuego, Y si yo outside Susana San Juan..., among others.Since 2014 he has ventured into the plastic arts taking courses in realistic oil painting, drawing and Art History. As of 2016 he participates in collective exhibitions and, since then, painting is an active part of his professional work hand in hand with literature.Finally, as a result of the Covid-19 pandemic, the author opened her YouTube channel in whose sections: Pagan Stories, Pagan Novels and Pagan Classics, she uploads to the network videos of her own stories and novels and of classic authors narrated by herself. .

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    Antes de que llegue el monzón - Susana Pagano

    Capítulo I

    Por años tuve la certeza de que estaba muerto… hasta ese día que lo vi en el cementerio… Las palabras llegan a su cerebro sin ningún preámbulo. Por años me hice a la idea… por años tuve la idea… de que había muerto… de que lo habían matado… ese día en que lo vi… cementerio… panteón…

    Helena intenta volver a concentrarse en la maleta. Será un viaje largo. Navidades, fin de año, fin de siglo, fin de milenio. Le agrada la idea de pasar las fiestas decembrinas lejos de casa, de su país y de todo aquello que le recuerde la melancolía de Noche Buena. Qué patético le parece todo: los regalos, la cena con pavo, romeritos y bacalao a la valenciana, el pastel de frutas envinado que en otros tiempos solía cocinar la abuela. Ahora, lo que más le regocija de festejar la nostalgia alejada de su mundo es la presencia de él. Estar a su lado equivaldrá a disolver las angustias acumuladas durante el año y que vienen a ser vomitadas en un solo espasmo navideño. Su desaparición absoluta… buscamos su cadáver en Agra… Tantas prendas para tantos días… Helena contabiliza ropa interior, pantalones, playeras, blusas, medias para el frío, artículos de baño y cosméticos. También empaca algunos libros y una novela que hace tiempo tiene ganas de leer. Cierra la maleta. La contempla un rato largo, como si deseara escuchar de ella algún consejo, como si aguardara a que se abrieran los cierres de su equipaje y de ahí brotara lo que realmente almacena dentro. Quisiera arrepentirse, no abordar ese avión, fingir una enfermedad, urdir la muerte de un familiar que nunca existió. Pero irá a ese viaje así le cueste la cordura.

    Oler su piel de cerca.

    Escuchar su respiración.

    Compartir la intimidad.

    Negarse a ello es como negarse a vivir la propia existencia. Patricio estará ahí, y Helena a su lado. Cuando se da cuenta del tiempo, ha dormido un par de horas. El día comienza a escurrirse por las rendijas de la ventana. Mira el reloj. El momento está cerca y siente el nudo de los nervios cerrándole los pulmones. Al sonar el timbre, da un respingo y comienzan a sudarle las manos porque recuerda que Bruno también viajará con ellos.

    Un taxi esperándola.

    Adentro y sonriente, Bruno.

    Afuera y carismático, Patricio.

    Subir al taxi y llegar al aeropuerto, lo que sigue. Se le escapa un suspiro, de esos que a Bruno tanto molestan. Pero no es de extrañar, a Bruno le molestan demasiadas cosas; el crujir de las papitas al ser masticadas, el zumbido de las moscas un día de verano, las mascotas de cualquier tipo y sus olores característicos. Sentada en medio de ambos, Helena reprime un segundo suspiro. Patricio toma su mano entre las suyas, sonriente. Bruno frunce el ceño. El taxista continúa acelerando por Avenida Baja California, da vuelta a la izquierda en Viaducto, y Helena comprende que ya no hay marcha atrás.

    … recorrimos hospicios y dispensarios repletos de lamentos… La frase arriba a su mente camino al mostrador de la aerolínea. Helena cierra los ojos. El empleado se le queda mirando con la mano extendida. Luego, le devuelve pasaporte, boleto, pase de abordar. Terminado el trámite, Patricio y Bruno caminan rumbo a la salida de vuelos internacionales siguiéndole los pasos. El policía frente al detector de metales sostiene el documento migratorio de Bruno por demasiado tiempo. Patricio pregunta si sucede algo. Pero el uniformado, un hombre de baja estatura, moreno, regordete y malencarado no responde de inmediato. En cambio, se toma su tiempo que no es el mismo de los viajeros. Él no parece tener prisa, ni ir a abordar un avión y le importa un comino si ya es hora de estar en la sala de espera. Helena, en cambio, permanece entregada al juego de sus propios delirios. … hurgamos en medio de cientos de cuerpos putrefactos y mutilados por la guerra… El guardián del orden público le ordena a Bruno con petulancia que debe ir a la oficina de migración. Falta un sello en su forma migratoria, dice, sin él no puede abandonar el país a riesgo de perder su residencia legal en México. Las oficinas en cuestión se encuentran al otro lado del aeropuerto y el tiempo se acaba. Patricio le pide a Helena que vaya a la sala de espera y ruegue porque no se vaya el avión. Los viajeros se alejan corriendo por los pasillos atestados de gente, de maletas rodantes, de turistas despistados; Patricio y Bruno en una dirección, Helena en sentido contrario.

    Llega extenuada a la puerta del gusano que conduce a la aeronave. Los pasajeros han abordado y los esperan sólo a ellos. Helena le pide a la auxiliar de vuelo que el avión no despegue sin sus amigos. Un nudo de angustia le cierra la garganta y apenas ha podido decir aquello. La azafata dice que no se preocupe, pues falta por arribar un miembro de la tripulación y no podrán irse hasta que haya llegado. Eso les dará algo de tiempo a sus compañeros de viaje. Helena no quita la vista del pasillo.

    Finalmente, la azafata le pide que entre, pues el miembro de la tripulación ya está aquí y debe decidir si quedarse o abordar. Adentro, no toma asiento, su bolso de mano aún colgando del hombro. Al otro lado del pasillo la aeromoza mirándola, compartiendo su angustia. La azafata haciendo un movimiento negativo con la cabeza. La puerta del avión cerrándose con brusquedad frente a sus ojos, … y un vagabundo de barbas crecidas y abultadas por el descuido y la suciedad, se encontraba sentado a los pies de la tumba de Suzanne.

    Encontrarse sola en Nueva York. Caminar por esas calles que parecen estar vivas de tanta gente que va y viene por sus aceras. Contemplar la pequeñez de su propia persona cuando mira hacia lo alto los famosos rascacielos. Escuchar la algarabía de trabajadores que remodelan la calle por la que transita. Aspirar un aire dulce que ingiere con avidez hasta colmar los pulmones. Tantas sensaciones le producen una innegable satisfacción de independencia. No es la primera vez que está sola en una ciudad que no es la suya. Génova, Florencia, Barcelona, Madrid, Sevilla. Nunca ha tenido contratiempos, no hay razón para tenerlos ahora. Habla inglés y le sienta bien estar algunas horas consigo misma. El desasosiego y la soledad han dado paso a la satisfacción de andar por Avenida de las Américas sin rumbo fijo. No obstante, sabe que no debe dar vuelta en ninguna esquina, ha de caminar derecho por la misma calle para luego regresar sobre sus pasos y evitar extraviarse. Es una característica de su personalidad. No tengo brújula interna, suele decir. Por eso está muy atenta a cada edificio, a cada anuncio comercial, a cada establecimiento. Entra a un pub estilo irlandés y ordena una Guinness. Cerveza celta que le trae memorias de un pasado no muy remoto cuando estuvo casada con un escocés. Un matrimonio de cinco años en el que no hubo hijos, ni grandes sobresaltos ni profundas pasiones, de esos enlaces inocuos cuyo ingrediente principal es el aburrimiento. El sabor de la cerveza es amargo, el color negro y la espuma compacta de un tono casi marrón. Se sienta en un sitio apartado y solitario del pub. Necesita sentirse relajada, leer un rato el libro que lleva guardado en el bolso. ¿Por qué me casé con él?, se pregunta o, mejor dicho, ¿por qué me divorcié de él? Algo los llevó a dejar de necesitarse. Nunca hubo una infidelidad, ni malos tratos. Sólo se enfrió como se enfría el plato de guisado fuera de la salamandra. Y cada quién siguió su propio rumbo. Él iniciando una nueva relación, ella relacionándose con su propia soledad.

    No puede abstraerse en la lectura. El cansancio acumulado por las emociones de la noche anterior, el vuelo nocturno, el arribo de madrugada sin conocer los datos precisos del hotel reservado por Patricio, le han dejado la mente en una especie de estado límbico que no la ayuda a concentrase. Recuerda, en cambio, el miedo infantil que sintió por un momento cuando, al salir de migración, no sabía con certeza qué hacer, a dónde ir, o a quién llamar. Aunado a ello, los puestos de información permanecían cerrados. Tuvo que esperar un par de horas para que un teléfono de servicio al público le proporcionara con voz mecánica los datos del hotel.

    Ahora, las letras del libro que deambulan frente a ella no le dicen nada. Los ojos le cosquillean como si tuvieran polvo dentro y los párpados exigen permanecer cerrados. La Guinness sólo ha contribuido a que desee arrojarse de cabeza a una almohada. Salvo que apenas es medio día y la habitación no le será entregada hasta las dos de la tarde. Hace un esfuerzo por no caer desfallecida sobre el plato de huevos benedictine que pidió para almorzar. Luego, el tiempo transcurre con una lentitud agobiante en esa intimidad sin nostalgias. Helena acompañada de Helena. Helena del brazo de Helena y compartiendo cavilaciones con Helena. Sólo llega Patricio de vez en cuando a tocar la puerta de sus pensamientos, y ella lo deja pasar.

    Nueva York es la primera escala. Ciudad de torres gemelas que aún no han sido derribadas por el terrorismo, de un mítico Empire State y de sueños tan altos. Y el invierno comienza a manifestar su arribo próximo. El viento es gélido, los abrigos largos.

    Patricio y Bruno ya han llegado después del suplicio de las autoridades mexicanas. El humor de ambos es entusiasta, gozoso, y Helena se contagia; ahora sí siente que el gran viaje ha comenzado. La estancia en Nueva York es tan sólo por un par de días, suficientes para visitar el museo Guggenheim, patinar sobre hielo en la Plaza Rockefeller, comprar los regalos en medio del maremagnum, y cenar en uno de los más caros y deliciosos restaurantes de la ciudad. Lo que sigue, abordar el siguiente avión que los llevará con la familia de Patricio en Virginia.

    Llegan a una hermosa mansión con porche a la entrada, grandes jardines alrededor, alberca en la parte posterior, terraza en la parte anterior y una vivienda pequeña para los miembros del servicio doméstico. Helena tiene la impresión de estar en la casa grande de una plantación algodonera, como las que ha visto en las películas. En la puerta de entrada los esperan Paul e Ingrid, los padres de Patricio, para recibirlos. A papá Paul lo había imaginado distinto. Tan alto como su hijo, pero con la distinción que dan los años. Sin embargo, no es mucho más alto que ella misma, con calva incipiente y de carácter modesto. El hombre les da la bienvenida con la amabilidad del viento gélido que impera en el ambiente. Ingrid, en cambio, los recibe con besos en cada mejilla, varios abrazos y muchas palabras que se desbordan de su boca con emotiva locuacidad. Después de la bienvenida, los mutuos halagos y el derroche de expresiones amorosas, Ingrid conduce a los recién llegados a sus respectivas habitaciones.

    Ingrid insiste en que la cena de Navidad se sirva la noche del veinticuatro, y que el menú sea mexicano, eso le hará recordar sus años vividos en México cuando papá Paul trabajaba como ingeniero petrolero y en donde ella viera crecer a sus tres hijos, dejara unos cuantos mejores años y varios sueños enterrados. Helena ayuda a Ingrid a engalanar la mesa mientras los hombres beben tequila y miran futbol americano en el cuarto de televisión. Helena sonríe al imaginar el hastío de Bruno, pues nada puede odiar más que los deportes. Más tarde llega Paul hijo y, minutos después hace aparición Donna, la hermana menor, con marido, hijo y su recién nacida que no hace otra cosa que dormir plácida en los brazos de su madre. La cena transcurre serena. Helena piensa de vez en cuando en sus padres, en sus hermanos y en que, después de todo, los extraña.

    Abren los regalos hasta la mañana siguiente muy temprano, casi de madrugada. It’s for Josh, explica Ingrid, he’s looking forward this moment. Helena está lejos de agradecer la desmañanada; sin embargo, el sobrino de Patricio le parece encantador y está dispuesta a perdonar el quebranto a sus horas de sueño. Toda la familia se reúne en la sala principal, en donde el árbol navideño luce soberbio y atiborrado de envoltorios. Paul hijo cuenta chistes infantiloides; Donna amamanta a su pequeña hija; Josh demuestra su emoción ante tantos regalos que le ha traído Santa Claus; el padre de Patricio observa ausente desde un rincón.

    Llega el turno de los mayores y comienzan a repartirse los regalos. Helena, a un lado de Patricio, mira con arrebato el obsequio que le ha entregado. No importa qué pueda ser, lo primordial es que lleve su esencia. Uno a uno, los paquetes van cambiando de manos y frases de agradecimiento surgen de unos y otros. Bruno hace una mueca de disgusto al desenvolver el regalo que le da Patricio sin saber que es el primero de muchos y el sarcasmo en su sonrisa es imposible que pase desapercibido. La tensión se vuelve tangible, inmisericorde. Helena observa de reojo, finge disimulo y aprieta entre sus manos su propio regalo. Paul se aleja cuando ya nadie ríe de sus chistes para ir a refugiarse al cuarto de juegos. Donna y su marido se concentran en la atención de sus hijos. Papá Paul ronca sin disimulo en el sofá demasiado grande para él e Ingrid pretende continuar con la armonía festiva. Sin mostrar lo que se le envenena por dentro, Patricio abandona la sala, la reunión familiar y a Helena. Bruno apenas se da cuenta de lo que ha provocado con su rechazo y sale presuroso en un intento por recuperar lo que, irremediablemente, se pierde.

    Ingrid busca su mirada, la de Helena. Una pregunta muda sale de sus ojos para conocer una respuesta que ella ignora, pero no del todo, porque una parte de sí misma sigue el sentido verdadero de las cosas. Ella sostiene la mirada de Ingrid y percibe algo que no se dice con palabras. Se reconocen como hija y madre, aunque fuera la hija de otra madre y la madre de otro hijo. Helena voltea hacia ningún lado, o hacia dentro de sí misma. …el juicio por traición a la Corona, el sitio de Delhi, el terror impuesto por cipayos y británicos, la toma del Fuerte de Agra, el Taj Mahal mancillado de sangre… Se escuchan los reclamos de Bruno que llegan hasta la sala traspasando paredes. Su voz retumba, aunque no se entiende lo que dice. Helena se esfuerza por disimular una calma que le cuesta trabajo sentir. Piensa que apenas es el comienzo de un viaje incierto. Se escucha un portazo, una llave que da vuelta a una cerradura y Bruno saliendo a consolarse con el frío del invierno. Ingrid hace un gesto para salir y buscar a su hijo que se ha encerrado en su habitación junto con un pedazo de navidad miserable. Helena la sostiene del brazo. Patricio no necesita ahora la compañía de nadie, menos aún la de su madre. Ingrid toma asiento de nuevo, resignada. Sin embargo, Helena hubiera querido correr a consolarlo, ser el receptáculo de sus angustias y temores. Patricio no vuelve a salir de su habitación en todo el día y… el indigente no daba muestras de querer abandonar el sepulcro ni de advertir mi presencia…

    —El año es 1857 y pronto estallará la Rebelión de los Cipayos.

    —¿Tu nueva novela?

    —Él es irlandés católico y ella de origen inglés pero protestante. Viven en Delhi durante la colonia británica. He pensado que alguno de los dos debería ser hindú pero no logro meterme en la idiosincrasia. Me siento tan ignorante a pesar de todo lo que he leído… es un país complejo, intrincado, misterioso. A decir verdad, me desconcierta.

    —Demasiadas religiones, demasiadas lenguas.

    —A pesar de lo distinta que es la India de México, tienen muchos nexos en común. Diversidad de etnias, de religiones, de lenguas. Además, la comida. Usan muchas especias y picantes. Tienen mango.

    —También miseria.

    —Sí, la miseria… pero eso no lo digo yo porque nunca he estado en la India… Ella se llama Suzanne.

    —¿Un nombre francés para un personaje británico?

    —Susan no me gusta, nunca me ha gustado. Prefiero Suzanne. Ya buscaré la forma de justificarlo.

    —¿Y él?

    —Alexander. ¿Sabes qué significa Alexander, cuál es su origen?

    —Los nombres de tus personajes siempre tienen un significado especial, nunca son gratuitos, eso me gusta, les das carácter aún antes de que lo tengan.

    —Alexandre, Alessandro, Alec, Iskander. En griego quiere decir protector o vencedor de los hombres. También es el sobrenombre de Paris a quien alguna vez se le llamó Paris Alexandros. A su vez, Paris es la forma popular de Patrice, es decir, Patricio del latín Patricius.

    —Patricio, ¿eh?

    —A su vez, Patricius viene de patres que significa de padre libre o noble, es decir, su nombre significa de noble estirpe.

    —Deberá sentirse halagado de ser el personaje central de tu nueva obra. Y tu nombre, Helena, ¿qué quiere decir?…

    —…

    —¿Helena?…

    —En realidad, podía haber escogido cualquier otro país.

    —Entonces, ¿por qué la India?

    —Porque le gusta a él y le obsesiona. A estas alturas no sé si ya habrá ido… le fascina tanto viajar…

    —Afortunado él que tiene el tiempo y los recursos.

    —Debimos haber ido… los dos…

    —Ahora tendrás que ir tú para escribir la novela y darle verosimilitud.

    —No quiero ir sola.

    —¿Qué otro remedio te queda? Necesitas empaparte de la cultura y la vida hindú. Y ¿quién sabe?, a lo mejor te enamoras de un Maharajá y te quedas a vivir en un palacio al estilo de las Mil y una noches.

    —¿Tendría que contarle cuentos chinos cada noche para que no me corte la cabeza por la mañana?

    —Chinos no, mexicanos.

    —Sí, claro, podría empezar por el de Fecal y el Peje.

    —Dije cuentos, no historias de terror.

    —…

    —…

    —Tú siempre me haces reír tanto, por eso te cuento todo…

    —Llevabas demasiado tiempo seria…

    —En un principio quería escribir una obra de teatro, y que él fuera el actor que interpretara al personaje principal.

    —¿Y?

    —Soy más novelera que teatrera.

    —Me queda claro, sin embargo, escribiste muchas obras de teatro, cuando éramos alumnos de Hugo.

    —Eso fue hace mucho tiempo, cuando tú y yo no pasábamos de ser un par de estudiantes imberbes, sin reconocimientos ni fama. Ni siquiera habíamos salido en la tele, figúrate.

    —Y seguimos sin salir en ella.

    —Bueno, esos son detalles. Además, ya casi se me olvidó cómo se le hace a eso de la dramaturgia.

    —Y, a pesar de todo, tus novelas son muy teatrales, se podría hacer un buen montaje de ellas o, incluso, un guion cinematográfico.

    —Es posible.

    —Pero preferiste escribir una novela en donde Patricio no podrá actuar en el papel protagónico.

    —No, pero él es el protagonista.

    —¿En serio? Creo percibir una novela autobiográfica…

    —Claro que no. Bueno… no sé.

    —Sí lo sabes. Continúa, que ya empiezas a picar mi curiosidad y mi morbo… dicho sea sin albur.

    —He boceteado muchos aspectos de la anécdota. He invertido cantidad de horas en Internet. He leído un montón de libros referentes a la India, a su historia, a su situación política y social. En mi estudio tengo pegada en la pared la bandera, un mapa con la división política que regía al país en el siglo XIX, y muchos etcéteras… pero me cuesta trabajo pensar en términos británico-hindúes.

    —¿Será por qué no eres ni británica ni hindú?

    —Es en serio. A veces creo que soy tarada o, sencillamente inculta y naíf.

    —A ver, Helena, te voy a dejar muy en claro una cosa, y quiero que se te grabe muy bien en esa cabeza terca que tienes porque no me gusta repetir. La cuestión es así de simple…si tuvieras una novela buena y todas las demás fueran malas, estaría de acuerdo contigo. En cambio, toda obra tuya que ha caído en mis manos, es soberbia. Cada una en su estilo narrativo peculiar y diferente, cada una con una anécdota distinta, inquietante, entretenida…

    —Ya, ya, que me abrumas… yo sólo pretendo ser realista.

    —¿Realista o tanática?, si recuerdas las constantes Eros̶Tánatos que tanto nos machacó Hugo, tú ahorita podrías ser analizada como un ser absoluta y patéticamente tanático. Si fueras realista, reconocerías tu talento. Lo único que te sucede ahora, es que traes un bloqueo emocional de la fregada.

    —Supongo que estoy bloqueada, pero de las neuronas.

    —Tírate al piso todo lo que quieras, pero te equivocaste de víctima porque yo no te voy a levantar.

    —Está bien, pero no te enojes…

    —¿Alguna vez me has visto enojado? Jamás podría enojarme contigo, Helena, lo sabes y abusas de ello. Por eso, ahora te voy a proponer que vayamos a comer en lugar de seguir discutiendo, ¿te parece?

    —Me parece.

    —¿Tu coche o el mío?

    —El tuyo, desde luego.

    —Oye…

    —¿Qué?

    —¿Sabes quiénes fueron los cipayos?

    —¿Debería saberlo?

    Por años tuve la certeza de que estaba muerto. Hasta ese día que lo vi en el cementerio de Saint Patrick. Su desaparición absoluta no sugería otra posibilidad. Buscamos su cadáver en Agra y sus alrededores, en los barrios bajos y altos de Delhi, también en los escondrijos secretos de la mansión MacNamara y en cada uno de sus rincones exteriores e interiores; incluso, en la fosa común a donde tantos cuerpos sin nombre quedaron enterrados en el olvido. Raghú y yo hurgamos en medio de cientos de cuerpos putrefactos y mutilados por la guerra. Había cipayos en su mayoría, pero también civiles indios y británicos. Después recorrimos hospicios y dispensarios repletos de lamentos, olores nauseabundos y suciedad adherida a las paredes, pisos, puertas, ventanas y lechos. Mas no hubo rastro de quien buscábamos y di por sentado su deceso.

    No, supongo que no has de saber quiénes fueron los cipayos. Hoy en día ya se han extinguido. Eran soldados nativos, tanto hindúes como musulmanes, que daban servicio a la armada Bengalí de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Los comandaban oficiales británicos entrenados en el Colegio Militar de la Compañía en Inglaterra. Y, aunque parezca increíble, había más miembros enrolados en el ejército indio que en la misma armada oficial del Imperio. En 1857, la época a la que me refiero, había 275,000 cipayos, lo que se traducía en una considerable cantidad de soldados bien entrenados y fieles a sus superiores sajones. Pero no deseo aburrirte demasiado con datos y números que, finalmente, para ti no significan gran cosa. Por lo tanto, después de esta aclaración, proseguiré mi relato de la historia que durante tantos años has ansiado conocer.

    Regresemos al día en que volví a verlo después de creerlo muerto. Te decía que el cielo copado de nubes anticipaba la llegada del monzón. Ese año el cambio de estación se adelantó más de tres semanas, lo cual significaba inundaciones, caminos imposibles de transitar y el brote de cuantiosas epidemias producto de las aguas estancadas, la desnutrición y la inmundicia. Delhi estaba a punto de convertirse en una ciudad acorralada por la enfermedad. Es probable que tú ya lo hayas olvidado, querida, pero el monzón en estas tierras ha sido siempre un arma de doble filo; por una parte, los campos dependen de él y los agricultores celebran su llegada y, por otra, las grandes ciudades suelen verse afectadas a causa de las precipitaciones y la intensa humedad que llega a ser pegajosa, malsana e insoportable. Sin embargo, es algo con lo que el pueblo hindú ha aprendido a vivir, para bien o para mal. Cada temporada monzónica trae consigo tanto la vida como la muerte, un hecho que se acepta con resignada paciencia. Me estoy desviando del tema otra vez, ¿verdad? Disculpa a este viejo cerebro mío que comienza a padecer los estragos de la edad y los recuerdos.

    Me asomé por la ventanilla del carruaje para contemplar el exterior en nuestro recorrido al cementerio. Mi mente divagaba hacia el pasado sin mezclar demasiadas emociones en ello. Como si me encontrara en una de esas salas nuevas de hoy en día que se encuentran repletas de gente y a las que llaman cinematógrafos, y en donde proyectan sobre un enorme lienzo blanco situaciones francamente ridículas. Así miraba yo aquellos años, contemplando en un lienzo lo que sucedió y que, aparentemente, ya no puede afectar por lo lejano que ha quedado en el tiempo. Apoltronado en mi cómodo asiento y mirando hacia el exterior, captó mi atención una mujer anciana que caminaba con trabajos a un lado del camino y que, abatida, cargaba un pesado cubo de agua en cada mano. Las orillas de su maltrecho sari lucían máculas de lodo, grasa y abandono, y los años le cruzaban la cara con bofetadas de surcos profundos. Nuestras miradas se encontraron. La suya vacía, sin expresión. Me pregunté, a sus ojos, cómo sería la mía. El lunar bermellón entre sus cejas, símbolo de su estatus de mujer casada, develaba el sufrimiento de la viudez. Una viudez acaso impuesta por la guerra. ¿Habría sido su esposo un cipayo más muerto en las trincheras? De ser así, ¿no tendría ella que haber cumplido con la tradición del sati? Con un sentimiento de vergüenza y pena por aquella anciana, desvié la vista de nuevo hacia el interior del cupé donde tú y Alexander discutían asuntos intrascendentes. Me quedé observando tus facciones con detenimiento. Cada día te parecías más a tu madre y, por lo mismo, cada día resultaba un suplicio ver la tragedia de su muerte en tus ojos. Las similitudes eran tantas y tan claras, que dolían. Desde luego, tú eras por completo ignorante de este hecho, seguramente no recordabas ya su rostro y en casa no existía retrato alguno que pudiera perpetuar su memoria. Después de su muerte hice que los guardaran todos. Lo hice para protegerlos, ¿sabes? A ti y a Alexander. Para evitarles el sufrimiento de su evocación. No sé si me lo habrás agradecido y, honestamente, no busco gratitud por ello, sólo quise hacerles la vida menos miserable, a ti y a tu hermano. ¿Acaso lo logré? No tengo idea.

    Cerré los ojos, pues muy lejos estaba de prestar atención al tema del discurso que tú y Alexander se empeñaban en debatir. Me quité el bombín para acicalar maquinalmente un mechón de cabello oscuro que ya comenzaba a escasear y momentos después apareció frente a nosotros la entrada al cementerio de Saint Patrick. Me recorrió un ligero escalofrío, el mismo que me invadía siempre durante nuestra rigurosa visita anual. Tú llevabas un ramo de orquídeas de color púrpura en ofrenda a su memoria. Lo cargabas entre los brazos como si se tratara de un objeto de valor inestimable. Alexander, en cambio, portaba uno de rosas rojas.

    —Sus flores favoritas eran las orquídeas, le dijiste al salir de casa, ¿por qué eres tan necio?

    —Todas las mujeres se vuelven locas con las rosas rojas, respondió Alexander seguro de sí mismo y con ese ligero acento de autosuficiencia que da la juventud.

    —Claro que no. A mí, por ejemplo, no me gustan.

    —¿Por qué no?

    —Tienen espinas.

    —¿Qué tienen de malo las espinas?

    —Le hacen heridas al alma.

    Yo, por el contrario, sólo acarreaba conmigo un ramo de recuerdos, el único homenaje que podría brindarle a mi hermana muerta, pues retenía grabados con fuego los sucesos acaecidos siete años antes, los mismos que me seguirán hasta la tumba que está próxima a abrirse frente a mis pies. El vehículo traspasó el portón de hierro forjado del cementerio. Se respiraba un aire húmedo y fresco que aliviaba el sopor de la canícula que por días se empeñara en torturarnos. El sol palidecía por momentos al guarecerse tras nubes cargadas de agua, volvía a asomarse luego unos instantes y desaparecía de nuevo. Más allá de los jardines del cementerio se asomaba pacífica la iglesia de Saint Patrick, de estilo grecorromano con sus cuatro columnas jónicas sosteniendo el frontón y la cúpula que se recortaba imponente hacia el cielo. A un lado de la iglesia estaban las tumbas. Y, en una de ellas, Suzanne.

    Descendí del cupé, extendí la mano para ayudarte a bajar, pero mis ojos se congelaron en el horizonte atónitos por lo que veían y que no creían estar viendo. Mi cuerpo todo se convirtió en piedra, incapaz de articular movimiento alguno. Temeroso de lo que podrías haber visto, desvié la mirada hacia tus ojos que, ante mi inusitada actitud, habían seguido la trayectoria de los míos. No sé si apreté demasiado tu mano, supongo que sí por el pequeño gemido que salió de tus labios.

    —Espera, te dije. Y con un ademán acaso brusco, te ordené volver al interior del vehículo. Con expresión de extrañeza y con una pregunta a flor de labios, pero sin llegar a ser formulada, subiste de nuevo al cupé.

    Un vagabundo de barbas crecidas y abultadas por el descuido y la suciedad, se encontraba sentado a los pies de la tumba de Suzanne. Un sinfín de posibles explicaciones y pensamientos funestos cruzaron por mi mente para dar explicación a la presencia de ese hombre. Desde la distancia me pareció que hablaba con la lápida. Permanecí estático e indeciso. De nuevo, las imágenes de aquellos años poblaron mi cerebro, pero esta vez lo hicieron con una inusitada y punzante claridad que daba la sensación de que todo había sucedido apenas ayer. El juicio por traición a la Corona, el sitio de Delhi, el terror impuesto por cipayos y británicos, la toma del Fuerte de Agra… el Taj Mahal mancillado de muerte. Sensaciones por mucho tiempo enterradas regresaron en forma violenta y volví a oler la pólvora, la sangre, las emanaciones putrefactas de los cadáveres, el hedor de las aguas estancadas. También sentí una vez más el odio provocado por la humillación, el miedo experimentado de continuo, la pérdida de un ser amado. El estupor me hacía seguir anclado al suelo al mismo tiempo que el indigente no daba muestras de querer abandonar el sepulcro ni de advertir mi presencia. Avancé un paso, quizá dos. Lo hice con cautela, sin respirar casi. El capote sobre mis hombros ondeaba con el viento, la amenaza de las aguas próximas pendía en mi cabeza, los latidos de mi corazón hacían eco en mis sienes. Y aquél miserable sentado a los pies de la tumba injuriaba su memoria… la sagrada memoria de Suzanne… mi hermana, y mi gemela. El vagabundo ora acariciaba el epitafio con dedos grasientos y uñas largas; ora hacía ademanes ininteligibles y furibundos. Continué acercándome con sigilo, cuidando de no pisar hojas secas que delataran mi presencia. Sin embargo, un oído entrenado en las fuerzas armadas y en la indigencia, escuchó mis tenues pasos. El mendigo se volvió hacia mí. Nos encontramos con la mirada y la sostuvimos durante varios segundos que parecieron transformarse en años, en los años de la guerra y de las pérdidas. Caminé hacia él, primero despacio, después acelerando el ritmo. Lo llamé a voces, le ordené que se detuviera. Más a él parecía corretearlo la prisa y, en lugar de obedecerme, se incorporó ágilmente y emprendió la huida. Por un instante quedé inmóvil por la sorpresa, pero de inmediato mis piernas actuaron de motu propio e iniciaron la persecución. El vagabundo no carecía de condición física y me sorprendió la velocidad con la que se ensanchó la distancia entre él y yo y, antes de que pudiese cerrar el cerco, el hombre brincó la reja de herrería con agilidad felina perdiéndose entre matorrales y árboles frondosos. Detuve el acecho cuando comprendí que sería imposible alcanzarlo. Y un par de gotas de lluvia rebotaron en mi sombrero marcando el inicio definitivo del monzón. Entonces me volví hacia la tumba de Suzanne y descubrí una gran orquídea púrpura que adornaba su sepulcro. Me acerqué con paso lento pero firme. Tomé la flor en mis manos y la observé con detenimiento. Luego miré hacia donde el vagabundo había desaparecido. Creo que permanecí en ese sitio un largo rato debatiéndome entre la indecisión y los pensamientos confusos. ¿Qué significado tendría su aparición años después de que habíamos levantado una lápida con su nombre y de que habíamos sepultado un ataúd lleno de piedras? Acaso yo alucinaba y comenzaba a ver espectros. Acaso nunca estuvo muerto.

    Regresamos a casa en silencio. Alexander y tú no se atrevieron a preguntar por qué desperdiciábamos la última oportunidad del año para visitar la tumba de tu madre pues, una vez iniciado el monzón, sería imposible hacer cualquier tipo de viaje por los caminos anegados y llenos de lodo. Y yo no di explicaciones. En cambio, cerré los ojos con el semblante tenso, los recuerdos ingratos en la memoria y un sinfín de conjeturas dándome vueltas por la cabeza. Cuando llegamos a casa, les ordené a ti y a tu hermano retirarse a sus habitaciones al mismo tiempo que tu tía Claire salía a recibirme. Pero yo la ignoré involuntariamente de tan meditabundo que me encontraba. Sin decir palabra, fui directo al cuarto de las mariposas. Ella me siguió silenciosa y fantasmal. Estaba a punto de cerrarle la puerta en la nariz cuando me percaté de su presencia.

    —¿Pasa algo, Charles?, preguntó.

    La miré sin responder. Las ojeras bajo sus ojos y la ausencia de brillo en sus pupilas, delataban el agotamiento producido por su avanzado estado de ingravidez.

    —Enviaste a los niños a sus habitaciones, ¿hicieron algo que te molestara?

    —Constance ya no es una niña, respondí como si aquella fuese una respuesta.

    —La pregunta fue bastante clara, Charles.

    —No, mujer, nada de eso. Ellos son unos buenos chicos.

    —Entonces, ¿qué sucede?

    —¿Quieres dejar de interrogarme?, pareces más un inquisidor que una esposa. Déjame solo y dile a Raghú que venga.

    Cerré la puerta con determinación. Me molestaba esa manía de las mujeres por acosarlo a uno con infinidad de preguntas, y más cuando éstas venían de labios de mi esposa. Pero de inmediato me olvidé de ella y sus cuestionamientos. Caminé hacia los ventanales presa de una creciente inquietud y de ahí a las estanterías, y luego de regreso en un ir y venir incómodo. Al fin me detuve en la vasta colección de mariposas a la que no había vuelto a agregar ningún espécimen desde la muerte de Suzanne. Miré las crisálidas como quien observa un pedazo de carne infecta. Cada ejemplar estaba clasificado, en la etiqueta se leía la fecha, el sitio de captura y la especie a la que pertenecía. Y todas las etiquetas estaban escritas con la caligrafía uniforme e impecable de Suzanne. Quizá por ello había cejado en mi empeño por coleccionarlas, pues ya no estaba ella para catalogarlas.

    Dicen que los gemelos se comportan de formas extrañas. Que los unen lazos incluso demoníacos. Que les suceden anécdotas iguales o similares aun estando en distintos lugares y que contraen la misma enfermedad simultáneamente, aunque no exista contagio de por medio. También se dice que se pueden leer el pensamiento y que se comunican a través de él sin necesidad de palabras. Yo no sabría describir cómo era esa unión entre Suzanne y yo. Lo que sí puedo afirmar es que me colma un vacío endémico desde su muerte. Un vacío con el que he aprendido a vivir pero que no se ha vuelto a llenar.

    Nacimos el 27 de enero de 1828. Se podría decir que fui el primogénito por sólo un par de horas de diferencia. Me bautizaron con el nombre de Charles Jonnathan Heany en honor a un hermano de mi padre desaparecido años antes en la insurrección de Demerara. Si bien se le hicieron los honores propios de un soldado caído en defensa de su patria, circulaba el rumor de que, en realidad, desertó del ejército y se unió ilícitamente a una mujer casada de la región. El nombre completo de mi hermana, como bien sabes, es el de Charlotte Suzanne Marie. Lo que no has de saber, es por qué fue bautizada con nombres galos cuando mi padre despreciaba todo lo que sonara francófono. Por las venas de mi madre corría sangre francesa. Uno de sus antepasados remotos, bisabuelo me parece, se llamaba Eugene Peschard y estaba casado con una aristócrata de nombre Suzanne. Tu abuela admiraba y conocía esa cultura tan bien como la inglesa y logró imponerse a mi padre para nombrar a su hija según su voluntad.

    A mi edad, son pocos los recuerdos que conservo de la infancia, pero los que permanecen en mi memoria se encuentran grabados de manera indeleble, como las imágenes de mi madre contándonos historias increíbles de héroes que luchaban contra seres mitológicos. Todavía puedo verla sentada en el jardín bebiendo limonada mientras leía y representaba las aventuras de Odiseo en su viaje de regreso a Ítaca. Suzanne la escuchaba boquiabierta, sin apartar sus ojos de los de ella y parpadeando apenas. Yo me distraía con frecuencia observando insectos, pues los consideraba seres mucho más singulares que los mitológicos. Los domingos nos llevaba al servicio religioso del Reverendo Budden. Ahí es donde Suzanne se distraía con facilidad, nunca le atrajeron los sermones soporíferos y abúlicos del Reverendo. Prefería las fiestas y los ritos hindúes. Supongo que le llamaban mucho más la atención los coloridos atuendos, y los bailes exuberantes y exóticos, que la solemnidad de nuestros rituales. A mi madre eso le causaba gran consternación, pues ella misma fue una devota creyente muy entregada a las causas pías y a las enseñanzas religiosas. Intentó toda suerte de artilugios para interesar a Suzanne en la vida de Nuestro Señor Jesucristo; hacía representaciones teatrales que contaban pasajes de la Biblia o se inventaba bailes y operetas que narraran anécdotas bíblicas. A Suzanne le entretenían mucho estas escenificaciones en cuanto a expresiones artísticas, pero no como aprendizaje teológico. Mi madre murió muy pronto para darse cuenta de que Suzanne jamás integraría a sus creencias la religión protestante como la única y la verdadera. No es que no fuera creyente, no mal interpretes mis palabras, querida. Tu madre poseía una espiritualidad muchas veces más profunda que la mayoría de los feligreses que acuden puntuales y sin falta a todos los servicios dominicales. La fe de Suzanne era muy distinta a la que tú y yo pudiéramos alcanzar o comprender. He llegado a pensar que conversaba con Dios como dos amigos que se conocen desde la infancia. Mi madre, por supuesto, se escandalizaba ante su falta de temor de Dios, entraba en pánico y se mortificaba. Pero Suzanne tomaba el rostro de mi madre entre sus pequeñas manos y le decía:

    —¿Por qué tener miedo de papá Dios si él nos ama muchísimo?

    Ahora, mirando las cosas en retrospectiva, creo que Suzanne tenía razón en tantas cosas porque, desde muy joven, su alma poseía la sabiduría que se adquiere con años de experiencia y, ¿por qué no decirlo?, con muchas vidas de aprender y reaprender la verdad de la naturaleza del alma humana. Desde luego que mi madre no trataba estos temas preocupantes con mi padre, pues habría enviado a Suzanne a un monasterio. Ella se limitaba pues, a intentar dirigir las ideas truculentas de su hija por senderos más apegados a nuestras propias creencias y costumbres, con escasos resultados positivos, desde luego.

    De esos recuerdos que aún conservo hay uno que, de sólo pensar en él, me hace sonreír. El Reverendo Budden llegó ese día a casa para pedirle a mi madre un donativo especial para la restauración de la cúpula de la iglesia de Saint Patrick. Lo recibió en la biblioteca llevándonos a Suzanne y a mí de la mano para que presentáramos nuestros respetos al ministro. Después de la formalidad de los saludos y sin ningún antecedente de por medio, Suzanne preguntó a bocajarro:

    —¿Usted cree en el infierno, señor?

    Mi madre palideció. Quiso llevarse a Suzanne lejos de ahí sabiendo de antemano que lo que seguía no iba a resultar agradable. El Reverendo, ignorante de los alcances herejes de una niña tan pequeña, manifestó su deseo de responder a la pregunta.

    —Desde luego que creo en el infierno, jovencita. Es tan cierto que hay uno como verdadero que existe el Paraíso, luego rio como si aquello fuese en realidad divertido. ̶ ¿Tú no crees en él?

    —No.

    —¿No?

    Se borró la sonrisa de su rostro y miró a mi madre con ceño atufado, como si ésta fuese la culpable de los cuestionamientos paganos de su hija.

    —¿Por qué no?

    —Porque Dios nos ama tanto como a Él mismo. Y a Él no le iba a gustar conocer el infierno, ¿verdad?

    Inesperadamente, Suzanne se distrajo con la llegada de un emisario del Raj británico que viajaba a bordo de un elefante y corrió a la puerta de la casa para darle una entusiasta bienvenida. Como era de esperarse, yo salí tras ella y ya no pude enterarme de la segura reprimenda que recibió mi madre por semejante insolencia. Lo que sí presencié más tarde fue a Suzanne parada de cara a la pared sosteniendo una Biblia en cada mano con los brazos extendidos horizontalmente y repitiendo una y otra vez: El infierno existe porque allí habita Satán y, en el Paraíso, donde vive Dios, es a donde yo quiero ir cuando muera. Más tarde, cuando Suzanne cayó al suelo semi desmayada por el agotamiento, mi madre lloró en el regazo de su hija rogándole porque la perdonara. Suzanne la ignoró y, durante tres días, no le dirigió la palabra.

    Raghú tocó con suavidad a la puerta y yo volví al tiempo presente casi con violencia. Le ordené que pasara. Por varios segundos se mantuvo a prudente distancia, sin pronunciar palabra, esbozando una sonrisa amable que iluminaba su rostro oscuro, casi negro. Me senté frente al escritorio de caoba como si me pesara el solo hecho de realizar una tarea tan inocua, con la mirada aún en lontananza y el semblante pálido. Raghú se sentó frente a mí y guardó un respetuoso silencio al intuir que algo grave sucedía.

    A estas alturas, querida, debes recordar muy poco o nada a Raghú. Demasiado alto para su raza y delgado como una espiga, de ojos negros y mirada tan profunda que te hacía sentir como si te escrutara el espíritu. Su nariz grande y tosca daba a su porte un aire viril y determinado. Y su rostro oval, de trazos bien definidos, inspiraba confianza y lealtad. Raghú pertenecía a la casta de los brahmanes, la más alta de las castas indias. A diferencia de los hombres británicos, flemáticos y celosos de sus emociones, Raghú manifestaba su impaciencia y nerviosismo con toda serie de movimientos rítmicos de las manos, los pies y no pocos tics faciales. Juntos vivimos situaciones desesperanzadas y oscuras durante la rebelión que sellaron nuestra amistad para siempre. Desde mucho antes de las revueltas de 1857, él administraba las tierras de la familia y las plantaciones de té. El trato entre nosotros fue estrecho y cordial desde el momento en que nos conocimos a pesar de las evidentes diferencias étnicas y culturales.

    —Sahib mandó llamar por mí, dijo al fin, ansioso y apremiante.

    Yo aún guardé varios segundos de silencio antes de hablar. Segundos que para él debieron ser décadas.

    —Hoy lo vi, Raghú.

    La sonrisa se congeló en su rostro, parpadeó varias veces, abrió y cerró la boca en un acto mecánico y, en un principio, no comprendió a qué me refería hasta que, poco a poco, se fue clarificando en su mente el significado de mis pocas palabras. Luego extendió la caja de rapé hacia mí. Tenía la manía de ofrecer rapé como las damas inglesas reparten té en un acto involuntario para brindar consuelo.

    —¿Vive?

    —Encuéntralo, Raghú y, cuando lo hagas, tráelo aquí a la finca mientras nosotros estemos en la casa de Delhi. Sólo tú debes saber quién es.

    —Nosotros creímos que él muerto, sahib.

    —Lo sé, Raghú.

    —¿Tú hablaste con él?, ¿te dijo por qué él desaparecido?

    —Huyó de mí antes de poder cruzar palabra.

    —¿Huyó?, ¿cree todavía que Corona Británica persigue a él?

    —Búscalo, Raghú.

    —¿Cómo encontrarlo, sahib?

    —En el cementerio, es cuestión de paciencia.

    Durante un rato quedamos sentados frente a frente. Él con la mirada nerviosa en ningún sitio específico y yo viendo los años caer atropellados sobre mis hombros. Me sentí viejo de golpe. Agotado de no poder enterrar el pasado de una vez y para siempre. Cansado de padecer el tormento de mis acciones, de las decisiones erróneas que hube de tomar y abatido por la culpa de seguir con vida. Ese día me convertí en un anciano a pesar de que, desde entonces, he vivido casi medio siglo más. Con todo el esfuerzo que aquello equivalía, me levanté de mi sillón, caminé en silencio hacia la ventana y permanecí viendo hacia el exterior. Al no haber nada que agregar, Raghú se incorporó sin hacer ruido y salió del cuarto de las mariposas dejándome solo con mis cavilaciones y mis remordimientos.

    Y ahora, si me lo permites, querida, voy a descansar un poco. Mis viejos huesos se sienten agotados y no creo poder conservar los párpados abiertos mucho tiempo más. William, a un lado tuyo, se ha quedado dormido y tú también debes reposar. Luego te contaré qué sucedió cuando al fin encontramos al vagabundo aquél porque sí, hija, lo encontramos y hablé con él cara a cara. Eso debe interesarte mucho y mantendrá tus sentidos alerta hasta mañana que volvamos a vernos.

    No creo que él haya vuelto a dormir con paz desde que inició la rebelión y fuera tratado como traidor. Pero mucho menos desde que sostuvo entre sus brazos el cadáver de Suzanne. Sueños tortuosos y pesadillas alucinantes lo deben perseguir desde entonces, donde quiera que se encuentre ahora y donde quiera que vaya a estar más adelante, sin importar la raza o la nación que le correspondan en el porvenir.

    Capítulo II

    Yo no me siento neoyorquino, aunque nací en la gran manzana. Tampoco soy estadounidense, ni siquiera gringo. Mi primera infancia la viví en un pueblito de Virginia, luego nos mudamos por un par de años a Londres y la adolescencia la sobrellevé en México. Lo curioso es que mis padres son de origen alemán. Odio la pregunta obligada. ¿De dónde eres? Bruno destila aroma italiano por cada poro, mi vecina no niega su origen quebequense, su marido lleva tatuada en las venas el águila devorando a la serpiente, el dueño del café de la esquina arrastra en cada sílaba la paella y la fabada. ¿Y yo? El alemán no es mi lengua materna, el inglés puedo hablarlo como gringo o londinense y el castellano me sale chilango hasta en el pensamiento. Mas no soy mexicano, ni alemán, ni americano. No pertenezco a México, ni a Alemania, ni a Estados Unidos. Soy un ser errante que no tiene pertenencia. Un alma que vaga entre tres idiomas distintos y ninguno le es suyo de origen. Quizá por eso he intentado vivir en tan diversos lugares, en un afán por encontrar una forma de vida, o una vida para mí. Miami, Sydney, Barcelona, Nueva York, Tokio quizá, y Nueva Delhi tal vez un día. ¿Será, como en mis sueños, que sólo deseo huir? Es fácil hacerlo cuando se huye de otra persona, pero ¿cómo se escapa de uno mismo? No se puede tirar el pellejo como un bulto de ropa sucia en un cuarto de hotel que se abandona.

    Bruno detesta la idea de mudarnos a la India. Le he dicho que vayamos primero de vacaciones, pero insiste en que debe ser un lugar inhóspito, bárbaro, abundante de pobreza y atiborrado de enfermedades virales. Dice preocuparse por mis alergias a los animales, y que eso me podría ocasionar un paro respiratorio, pues las calles de la India son transitadas por tantos animales como por seres humanos. Quizá tenga razón en todo aquello, pero estoy dispuesto a vacunarme y correr el riesgo. Ya no intento convencerlo, sería ocioso. Cuando sea el momento, iré a la India a pesar de las vacas sagradas, de los mosquitos, de los mendigos, de las calles terrosas y de Bruno mismo. Quisiera ir solo, esa es la pura y mera verdad, tan agotado estoy de lo mismo. Él, en cambio, es incansable. Aquí tirado en la cama y viendo el techo de mi habitación, me siento volar hacia ese lugar exótico y caótico. En mi mente estoy allá, aunque mi cuerpo esté aquí. En mi mente viajo de la mano con Helena, aunque yo esté aquí y Helena …

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