Memorias de un viaje olvidado: Historia de una historia
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Memorias de un viaje olvidado - Fernando Enrique Gilabert Bustos
El comienzo
El tintinear de mil campanas comenzó a sonar a mi alrededor, como si de pronto el mundo se viniera abajo y estallara a pedazos. Dentro de mí sabía que aún dormía profundo; no quería despertar, así que, sin abrir los ojos, busqué sobre el velador hasta que apagué la alarma para descansar un rato más. Estaba realmente agotado; nunca me había gustado levantarme temprano, uno de los placeres que más disfrutaba era el de acostarme tarde y dormir todo lo que mi cuerpo necesitara, pero rara vez podía hacerlo. Ahora estaba solo y nadie me obligaba a levantarme, ¿o sí? Si alguien lo hacía, era yo que la noche anterior había insistido en reservar un pasaje en el primer vuelo que saliera hacia Punta Arenas, para hacer un viaje planeado hacía tiempo.
Cuando caí en cuenta de ello, no quise dormir más; después de todo, podría dormir en el avión. Abrí los ojos de a poco y busqué en el cajón del velador mis anteojos y me los puse mientras me sentaba en la cama. Eran recién las cinco y treinta de la madrugada, pero había comenzado a aclarar; la luz tenue del naciente sol atravesaba la cortina y el informe del tiempo del día anterior indicaba que en Santiago habría cerca de treintaicinco grados, ¿y en Punta Arenas? Bueno, al fin del mundo las temperaturas no eran tan cálidas como en la capital, pero estábamos en verano y la cosa no sería extrema.
Besé la foto de mi hija que me acompañaba a todos lados, y luego de persignarme, abandoné la cama, tomé mi ropa, fui a darme un baño y el agua de la ducha terminó de despertarme.
Había planificado este viaje por mucho tiempo. Es uno de esos sueños que no te llevan a ningún lado
, había dicho alguna vez la madre de mi hija, pero ya no estaba a mi lado, hacía mucho tiempo que no estábamos juntos. La vida es extraña
, me dije, mientras masajeaba mi cabeza con champú y el agua tibia recorría mi cuerpo. Ahora que estoy a punto de cumplir mi anhelo, esa mujer, la muchacha más linda que había conocido, la chica de los ojos almendrados que fue mi compañera por tantos años, madre de mi única hija, no estaba a mi lado para ver cómo intentaba que todo se hiciera realidad.
Me gustaba estar bajo la ducha, muchas veces había pasado largo tiempo pensando cómo cambiar el mundo mientras el agua recorría mi cuerpo, sin embargo, esta vez no podía perder mucho tiempo. En un abrir y cerrar de ojos estaba bañado, vestido y arreglando la maleta, lo último que guardé fue la fotografía; mi niña era toda una mujer, una profesional de la publicidad, mi colega. Estoy muy orgulloso de ella, pocas veces le he demostrado cuánto la amo, ese es uno de mis mayores defectos; Dios me había premiado con una familia hermosa y ahora que no estaba con ellas, mi hija cuidaría de su madre si me pasaba algo. A pesar de todo lo sucedido, aún me preocupaba su bienestar, había prometido que nunca le faltaría algo si de mí dependía. Bueno, ¡claro está!
, me dije antes de guardar la foto y añadí, mirando a mi niña a los ojos: Siempre y cuando tu madre lo acepte
.
La campanilla del teléfono sonó de pronto y me hizo volver a la realidad. Me acerqué y contesté.
—Señor, el auto que pidió ha llegado.
—Sí, gracias —dije a la recepcionista y colgué. Me aseguré de que el pasaje estuviera en mi bolsillo y abandoné la habitación. Meses atrás, daba vueltas a un artículo que leí en un antiguo libro de historias sin resolver. Mi inquietud se reafirmó y creció al ver un documental en la televisión; el programa hacía referencia a la leyenda de la Ciudad de los Césares, un lugar perdido en el sur de Chile, en plena Patagonia, donde se supone que existe una ciudad de oro, mítica, en la que la vejez y la muerte no son bienvenidas. Un lugar en que sus habitantes viven en riqueza, aunque es una no valorada por sus muros de oro, sino por la vida eterna, ajena a enfermedades y luchas; sus habitantes se contentan solo por estar vivos y ser parte de la naturaleza. Quizás por eso, muy pocos habían tenido el privilegio de verla. Escondida entre los impenetrables muros de la selva Patagónica, era parte de las leyendas de los indígenas del lugar y ningún hombre blanco, excepto un par de sacerdotes hace dos siglos, la había visto.
Ahora yo me dirigía en su búsqueda, como tantos lo habían hecho durante siglos. Sería un buen regalo para mi hija saber que su padre lo había logrado por fin. ¡Cómo me hubiera gustado que estuviera conmigo! Desde que me había marchado de casa, la extrañaba más cada día, tal vez por eso me empecinaba en buscar un imposible que reemplazara lo que en realidad anhelaba.
Cerré la puerta de la habitación y me dirigí al ascensor. Una vez saldada la cuenta, me despedí de la recepcionista y salí a la calle.
—Buenos días, mi caballero —dijo el taxista mientras me abría la puerta con gentileza—. ¿Durmió usted bien?
—Como un bebé —respondí mientras me acomodaba en el asiento trasero. Los grandes ojos del hombre me miraron a través del espejo.
—Usted dirá.
—Sí, claro, por supuesto. Vamos al aeropuerto, en un par de horas más sale mi avión y no quiero perderlo.
—¿De vacaciones, señor? —preguntó mientras iniciaba la marcha.
—No —me apresuré en responder—, yo… —. Yo voy en busca de un sueño
, pensé.
El taxista me miró en silencio a través del espejo, esperando mi respuesta.
—No —respondí finalmente—, viajo por trabajo, ¿sabe?, soy publicista, voy a buscar locaciones para el comercial de un cliente, debo encontrar lugares adecuados para que el equipo vaya a filmar lo que será el lanzamiento de un nuevo producto; Chiloé es el lugar seleccionado.
—¡Ah!, la isla de las brujas, señor, tengo parientes en Punta Arenas que me cuentan historias fantásticas de ese lugar. El Trauco, el Caleuche... ese barco fantasma que aparece en las noches de luna llena.
—¿Y la isla de los Césares? —pregunté, mirándolo fijo a través del espejo.
—Sí, claro que sí, señor, la ciudad de oro y plata. Aunque nadie la ha visto o al menos no existe quien haya regresado para contar cómo es y dónde se encuentra.
El hombre se persignó mirándome por el espejo.
—Usted disculpe, señor, pero me asustan esas historias, no me gustaría perderme para siempre en un lugar olvidado de Dios y no poder regresar junto a mi familia. Es mejor no meterse con esas cosas desconocidas, lejanas a Dios, pero usted va a trabajar y la isla es muy hermosa, quedará enamorada de ella.
—Sí, a ese lugar de ensueño me dirijo, siempre y cuando, claro está, llegue a tiempo para tomar mi avión.
—Sí —respondió, acelerando el auto—, no se preocupe, llegaremos.
El hombre tenía razón, en menos de cuarenta y cinco minutos estábamos en el aeropuerto Arturo Merino Benítez. Después de despedirme con un apretado abrazo, me dirigí raudo a efectuar el papeleo de rigor. En treinta minutos me embarcaría hacia un destino incierto. Después de haber efectuado los trámites, salí a las afueras de las oficinas, necesitaba fumarme un cigarrillo. Miré la hora, aún restaban quince minutos para reportarme a la sala de embarque, lo encendí y miré hacia el cielo como buscando un consejo, ¿estaría haciendo lo correcto? Había dejado todo por buscar un sueño imposible, pero había dejado en una casa de cortinas verdes un sueño igual de imposible. Di una última bocanada y una vez apagada la colilla, entré.
Después de algunos minutos que parecieron interminables, estaba por fin a bordo del avión. Me instalé con comodidad, reclinando mi asiento junto a la ventana y esperé. El viaje duraría aproximadamente dos horas y media, así que podría recuperar el sueño perdido. A la hora señalada, el avión comenzó a correr por la pista, cerré los ojos y pedí a Dios que cuidara a mi familia, un hábito que había adquirido en los múltiples viajes hechos por trabajo, pero esta vez, el regreso sería incierto y de verdad necesitaba toda la ayuda divina que pudiera recibir.
A los quince minutos de iniciado el vuelo, la azafata se acercó a mi asiento.
—Señor, vamos a servir desayuno. ¿Qué desea usted?
—No —respondí, interrumpiéndola con una
sonrisa—. solo quiero dormir y nada más. —Cerré los ojos de nuevo, mientras el zumbido del motor me empezaba a arrullar como en un trance hipnótico, hasta que me dejé llevar por un sueño profundo.
Mi hija me sonrió con dulzura mientras se ponía un vestido de su madre con unos zapatos de taco de su abuela.
—Cuando grande voy a ser actora.
—Actriz —corregí.
—No, actora —replicó, con una sonrisa dulce que
mostraba uno de sus dientes de leche color café, a punto de caer—. Actora como esas que salen en la televisión, voy a ser la jovencita de la película y me va a rescatar un príncipe cuando la bruja me quiera raptar. Miren, les voy a hacer una obra de teatro que inventé. Mamita, ven a ver tú también.
—¡Señor!
Algo sonó en mi cabeza, me senté en el suelo para ver la actuación de mi hija, no era la primera vez que nos invitaba a su madre y a mí a ver una obra creada por ella.
—¡Señor! ¡Señor!
De nuevo, algo parecía llamar mi atención y distraerme, pero esta vez con mayor insistencia.
—Estoy con mi hija —respondí, pero una fuerte sacudida me hizo abrir los ojos y volver a la realidad—. Usted disculpe. —Levanté la cabeza para ver a la azafata con