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Las aventuras de Huckleberry Finn
Las aventuras de Huckleberry Finn
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Libro electrónico487 páginas6 horas

Las aventuras de Huckleberry Finn

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Información de este libro electrónico

¡Libertad! Es el deseo de todo niño ante las exigencias y aburridas tareas de los adultos. Huckleberry Finn es un niño del sur de Estados Unidos, quien tendrá una maravillosa travesía por el río Mississippi. Balsas, canoas, barcos a vapor, bandidos y estafadores llenarán sus aventuras junto a Jim, un esclavo quien se ha escapado de sus dueños pues
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 nov 2021
ISBN9789585107571
Autor

Mark Twain

Mark Twain, who was born Samuel L. Clemens in Missouri in 1835, wrote some of the most enduring works of literature in the English language, including The Adventures of Tom Sawyer and The Adventures of Huckleberry Finn. Personal Recollections of Joan of Arc was his last completed book—and, by his own estimate, his best. Its acquisition by Harper & Brothers allowed Twain to stave off bankruptcy. He died in 1910. 

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    Vista previa del libro

    Las aventuras de Huckleberry Finn - Mark Twain

    Contenido

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    XIX

    XX

    XXI

    XXII

    XXIII

    XXIV

    XXV

    XXVI

    XXVII

    XXVIII

    XXIX

    XXX

    XXXI

    XXXII

    XXXIII

    XXXIV

    XXXV

    XXXVI

    XXXVII

    XXXVIII

    XXXIX

    XL

    XLI

    XLII

    XLIII

    Aviso

    Las personas que intenten encontrar un motivo en esta narración serán perseguidas. Aquellas que intenten encontrar una moraleja serán desterradas. Y las que traten de encontrar un argumento serán fusiladas.

    Por orden del autor,

    El jefe de órdenes.

    Travesías asombrosas en el río Mississippi.

    Leer Las Aventuras de Huckleberry Finn es una de las regresiones a la infancia más fuertes que he vivido. Recuerdo muy bien la impresión que dejaron en mí las letras de Mark Twain a mis ocho años, cuando leí por primera vez Las Aventuras de Tom Sawyer , que fue el primer libro que leí completo, solo, en silencio. Esa incursión autónoma a la lectura fue la primera entrada a un mundo y a una pasión inagotables. Hoy, catorce años después, revivo las picardías de Tom y Huckleberry Finn desde el asiento de editor y corrector, en una obra que no leí siendo niño, pero que disfruté como adulto. Tranquilos, la magia no se diluye con la edad, sino que se expande, se ve fortalecida por la añoranza de esa libertad que ignorábamos tener cuando niños y que solemos querer los adultos. Con Huckleberry Finn recorrí el Mississippi a bordo de una enorme balsa, vigilado por las estrellas y siempre alerta a las acciones de los mayores, esos enemigos eternos de la niñez que actúan de formas incomprensibles e intentan moldear a los más pequeños según unas necesidades artificiales. Huck siempre intenta escapar a todo eso, se lo cuestiona y se cuestiona a sí mismo en cada aventura, nos incita a dudar del mundo que nos rodea y las enseñanzas que recibimos como si fueran naturales.

    La infancia que vemos en Las Aventuras de Huckleberry Finn está concebida de una manera muy distinta a la infancia moderna que hoy conocemos y que se ha construido en décadas muy recientes. Los niños aventureros de Mark Twain son pequeños adultos: fuman, utilizan armas, trabajan, deben enfrentarse a las realidades de un país en el que todavía existe la esclavitud y en el que la violencia de parte de los mayores se naturaliza. Sin embargo, dentro de todas estas lógicas de una infancia que no parece tal, la imaginación y la sed de libertad y aventuras siempre los diferencian de los adultos que los rodean.

    Libres. Tom Sawyer y Huckleberry Finn son niños que quieren ser libres y que aprecian la libertad de decidir sobre sus vidas por encima de todo: la libertad de vagar por el río, de no responder a unas responsabilidades ajenas e impuestas, la libertad de controvertir a una sociedad que, literalmente, todavía compra y vende a seres humanos como si fueran mercancías. Al releer este libro me encontré con que yo mismo volvía a añorar esa libertad de ser un niño travieso que ve espadas en palos de escobas y piensa que en una cueva necesariamente tiene que vivir una pandilla de bandidos.

    Sin embargo, Huckleberry Finn no solo lucha por su propia libertad, sino también por defender la libertad de Jim, un esclavo afrodescendiente, fugitivo, que se convertirá en su mayor cómplice y lo obligará a replantearse todo lo que ha aprendido, en nombre de la amistad y de esa libertad que tanto anhelan los dos. Esta obra no es solo un clásico infantil que revive la imaginación, sino que es una inmensa crítica a la esclavitud; la mira de frente y la retrata sin miedo, pues Mark Twain es uno de los autores más conscientes de que el silencio nunca es la respuesta a la injusticia. Pocas veces me he sentido más conmovido que cuando Huckleberry Finn le dice a Jim que algún día volverá a ser rico y este le responde:

    «—Sí, y ya soy rico ahora si lo piensa uno bien. Soy dueño de mí mismo…»

    El editor

    I

    No sabrán quién soy si no han leído un libro que lleva por nombre Las aventuras de Tom Sawyer , pero eso no es un problema. Ese libro lo escribió el señor Mark Twain y contó la verdad, principalmente. Hubo cosas que exageró, pero dijo principalmente la verdad. Eso no es nada. Nunca he visto a nadie que no mintiera alguna u otra vez, menos la tía Polly, o la viuda, o quizá Mary. De la tía Polly –ella es la tía Polly de Tom– y de Mary y de la viuda Douglas se cuenta todo en ese libro, que es verdad casi todo, con algunas exageraciones, como dije antes.

    Bueno, el desenlace del libro es el siguiente: Tom y yo encontramos el dinero que los ladrones escondieron en la cueva y eso nos hizo ricos. Nos tocaron seis mil dólares a cada uno: todo en oro. Era una impresionante cantidad de dinero cuando se veía apilado. Bueno, el juez Thatcher se lo llevó y lo colocó a interés y nos daba un dólar al día durante todo el año: tanto que nadie sabría qué hacer con él. La Viuda Douglas me adoptó como hijo y dijo que me iba a sevilizar, pero era duro vivir en la casa todo el tiempo, considerando cuán deprimentemente normal y respetable era la viuda en todo lo que hacía, entonces cuando ya no lo pude soportar más, me fui. Volví a ponerme la ropa vieja y me llevé mi barril de azúcar y me sentí libre y satisfecho. Pero Tom Sawyer me buscó y dijo que iba a formar una banda de ladrones y que yo podía unirme si volvía con la viuda y me portaba como alguien respetable. Así que volví.

    La viuda me lloró y me dijo que era un pobre cordero perdido y también me llamó otro montón de cosas, pero sin intención de herirme. Me volvió a poner la ropa nueva y yo no podía hacer más que sudar y sudar y sentirme apretado en ella. Entonces volvió a pasar lo mismo que antes. La viuda tocaba una campanilla para la cena y había que llegar a tiempo. Al llegar a la mesa no se podía comer de una vez, sino que había que esperar a que la viuda bajara la cabeza y se quejara un poco de la comida, aunque no tuviera nada de malo; bueno, solo que todo se cocinaba por separado. En un barril de sobras y restos es distinto, las cosas se mezclan, los jugos se juntan y las cosas saben mejor.

    Después de cenar ella sacaba su libro y me enseñaba sobre Moisés y los juncos, y me dieron muchas ganas de enterarme de todo sobre él, pero con el tiempo se le soltó que Moisés llevaba muerto un tiempo considerable, así que ya no me importó, porque yo no me intereso en los muertos.

    Enseguida me dieron ganas de fumar y le pedí a la viuda que me lo permitiera. Pero no me dejaba. Decía que era una costumbre fea y sucia y que tenía que tratar de dejarlo. Así es la cosa con algunas personas. Critican cosas cuando no saben nada de ellas. Ahí estaba ella, preocupada por Moisés, que ni siquiera era pariente suyo y que nada le valía a nadie porque ya se había muerto, ¿lo ven?, pero encontraba gran falta en que yo hiciera una cosa que sí tenía algo de bueno. Y además ella tomaba rapé; pero por supuesto que eso le parecía bien porque ella era quien lo hacía.

    Su hermana, la señorita Watson, era una solterona bastante tolerable, flaca, que llevaba gafas, acababa de ir a vivir con ella y se había ensañado contra mí con un libro de ortografía. Me hacía trabajar bastante durante una hora y después la viuda la hizo bajar el ritmo. Yo ya no podía soportarlo mucho más. Entonces pasaba una hora mortalmente aburrida y yo me ponía nervioso. La señorita Watson decía: «No subas los pies ahí, Huckleberry» y «No te encorves así, Huckleberry; siéntate derecho», y muy pronto dijo: «No bosteces y te estires así, Huckleberry; ¿por qué no intentas comportarte?». Después me contó todos los detalles del sitio malo y yo dije que quisiera estar ahí. Ella se enfadó, pero yo no quería ofender. Lo único que yo quería era ir a algún lado, todo lo que yo deseaba era un cambio. El resto no me importaba. Decía que lo que yo había dicho era malo, que ella no lo diría por nada del mundo; ella viviría para ir al sitio bueno. Bueno, yo no veía ninguna ventaja en ir adonde ella fuera, así que decidí que ni siquiera lo intentaría. Pero nunca lo dije porque solo causaría problemas y no valdría de nada.

    Y una vez había empezado, siguió contándome todo lo del sitio bueno. Decía que lo único que se hacía allí era pasarse el día cantando con un arpa, por siempre jamás. Así que no me pareció la gran cosa. Pero nunca dije nada. Le pregunté si creía que Tom Sawyer iría allí y dijo que no había la más mínima posibilidad y yo me alegré, porque quería que él y yo estuviéramos juntos.

    La señorita Watson me siguió molestando y todo se volvió agotador y solitario. Después de un rato llamaron a los negros para las oraciones y todo el mundo se fue a la cama. Yo me fui a mi habitación con un trozo de vela y lo puse en la mesa. Después me acomodé en una silla junto a la ventana y traté de pensar en algo que me animara, pero era inútil. Me sentía tan solo que casi deseaba morirme. Las estrellas brillaban y las hojas de los árboles se rozaban con un ruido muy triste en el bosque; allá lejos se oía un búho que ululaba porque alguien se había muerto y un chotacabras y un perro que lloraban porque alguien se iba a morir, y el viento intentaba decirme algo y yo no entendía lo que era, y me causó escalofríos. Después, allá en el bosque, escuché esa clase de ruido que hace un fantasma cuando quiere decir algo que tiene en mente y no puede hacerse entender, y por eso no puede descansar en la tumba y así tiene que pasarse todas las noches, afligido. Me sentí tan desanimado y asustado que deseé tener algo de compañía. Muy pronto una araña trepó por mi hombro, me la sacudí y cayó en la vela, y antes de que yo pudiera reaccionar, ya estaba toda achicharrada. No hacía falta que me dijera nadie que aquello era de muy mal agüero y que me traería mala suerte, así que tuve miedo y casi se me cayó la ropa por culpa de los temblores. Me levanté, di tres vueltas sobre mis propios pasos y me santigüé a cada vez, y después me até un rizo del pelo con un hilo para alejar a las brujas. Pero no estaba nada confiado. Eso es lo que se hace cuando se pierde una herradura que uno se encontró, en vez de clavarla encima de la puerta, pero nunca le había oído decir a nadie que fuera la forma de que no llegara la mala suerte cuando se había matado a una araña.

    Me volví a sentar, temblando de pies a cabeza, y saqué la pipa para fumar, porque la casa estaba silenciosa como una tumba y la viuda no lo sabría. Bueno, después de mucho tiempo oí que el reloj, allá en el pueblo, empezaba a sonar: bum… bum… bum… doce golpes y todo volvió a estar en silencio, más callado que nunca. Poco después oí que una rama se partía en la oscuridad entre los árboles: algo se movía. Me quedé muy quieto y escuché. Enseguida pude escuchar apenas un «¡miau!, ¡miau!» allá abajo. ¡Eso fue estupendo!, y yo dije «¡miau!, ¡miau!» lo más bajo que pude y después apagué la luz y me bajé por la ventana al cobertizo. Después me dejé caer al suelo y me arrastré entre los árboles y, por supuesto, allí me esperaba Tom Sawyer.

    II

    Caminamos de puntillas a lo largo de un sendero entre los árboles que había hacia el final del jardín de la viuda, inclinados para que las ramas no nos rasguñaran la cabeza. Cuando pasábamos junto a la cocina me tropecé con una raíz e hice un ruido. Nos agachamos y nos quedamos callados. El negro grande de la señorita Watson, llamado Jim, estaba sentado a la puerta de la cocina; podíamos verlo muy claramente porque había una vela a sus espaldas. Se levantó, estiró el cuello, escuchó un minuto y después dijo:

    —¿Quién es?

    Escuchó un rato; después salió de puntillas y se puso entre los dos; casi podríamos haberlo tocado. Bueno, es probable que pasaran minutos y minutos sin que se oyera un ruido, aunque los tres estábamos muy cerca. Me empezó a picar un punto del tobillo, pero no me atrevía a rascármelo y después me empezó a picar una oreja, y después la espalda, justo entre los hombros. Parecía que me iba a morir si no me podía rascar. Desde entonces he notado eso muchas veces. Si uno está con gente de alcurnia, o en un funeral, o trata de dormirse cuando no tiene sueño, si uno está en cualquier lugar donde no sea apropiado rascarse, entonces le pica a uno por todas partes, en mil sitios. Y enseguida Jim dijo:

    —Eh, ¿quién es? ¿Dónde estás? Que me parta un rayo si no oí algo. Bueno, ya sé lo que voy a hacer: me quedaré aquí sentado y escucharé hasta que lo vuelva a oír.

    Así que se sentó en el suelo entre Tom y yo. Se apoyó de espaldas contra un árbol y estiró las piernas hasta que casi tocó una de las mías. Me empezó a picar la nariz. Me picaba tanto que se me saltaron las lágrimas. Pero yo no me atrevía a rascarme. Luego me empezó a picar por dentro. Después por debajo. No sabía cómo me iba a mantener inmóvil. Aquella miseria duró tanto como seis o siete minutos, pero pareció mucho más. Ahora ya me picaban once sitios distintos. Pensé que no aguantaría más de un minuto más, pero apreté muy duro los dientes y me preparé para intentarlo. Justo entonces Jim empezó a respirar muy pesado, después empezó a roncar y yo, muy pronto, me sentí cómodo otra vez.

    Tom me hizo una señal –una especie de ruidito con la boca– y nos fuimos a gatas. Cuando estuvimos a unos diez pies, Tom me murmuró que quería atar a Jim al árbol, por diversión. Pero le dije que no; podía despertarse y causar un alboroto, y entonces se enterarían de que yo no estaba adentro. Entonces Tom dijo que no tenía suficientes velas y que iba a escabullirse en la cocina a buscar más. Yo no quería que lo intentara. Dije que Jim podría despertarse y entrar. Pero Tom quería arriesgarse, así que nos deslizamos ahí dentro y sacamos tres velas, y Tom dejó cinco centavos en la mesa para pagarlas. Después salimos y yo estaba muerto de ganas de irme, pero Tom estaba empeñado en que antes tenía que gatear hasta donde estaba Jim y gastarle una broma. Esperé y me pareció que había pasado un buen rato, ya que todo estaba tan callado y tan solo.

    Tan pronto como volvió Tom seguimos por el sendero, alrededor de la valla del jardín y por fin llegamos a la cima de la colina al otro lado de la casa. Tom dijo que le había quitado el sombrero a Jim y se lo había dejado colgado en una rama encima de la cabeza, y que Jim se había movido un poco, pero no se había despertado. Después Jim diría que las brujas lo habían hechizado y lo habían puesto en un trance, y que lo habían cabalgado a él por todo el estado y después lo habían devuelto debajo de los árboles y le habían colgado el sombrero en una rama para mostrar quién lo había hecho. Y la siguiente vez que lo contó, Jim dijo que lo habían llevado hasta Nueva Orleans y después, cada vez que lo contaba, alargaba más el viaje, hasta que al final dijo que le habían hecho dar la vuelta al mundo entero y casi lo habían cansado hasta la muerte y que le había quedado la espalda llena de ampollas. Jim estaba monstruosamente orgulloso de eso y tomó una actitud tal que casi ni determinaba a los demás negros. Había negros que recorrían millas para oír lo que Jim contaba y lo respetaban más que a ningún otro negro de la comarca. Había negros forasteros que llegaban de fuera y se quedaban con las bocas abiertas y lo contemplaban, como si fuera una maravilla. Los negros siempre están hablando de brujas en la oscuridad, junto al fogón, pero cuando uno de ellos se ponía a hablar y sugería que él sabía mucho de esas cosas, Jim llegaba y decía: «¡Bueno!, ¿y tú qué sabes de brujas?», y aquel negro se quedaba callado y tenía que volver a sentarse. Jim siempre llevaba aquella moneda de cinco centavos atada al cuello con una cuerda y decía que era un amuleto que le había dado el diablo con sus propias manos, y que le había dicho que podía curar a cualquiera con él y llamar a las brujas cuando quisiera solo con decirle unas palabras, pero nunca dijo lo que se tenía que decir. Llegaban negros de todos los alrededores y le daban a Jim lo que tuvieran, solo por ver aquella moneda de cinco centavos, pero no se atrevían a tocarla, porque el diablo la había tenido en sus manos. Jim estaba casi arruinado como sirviente, porque se había vuelto presumido por haber visto al diablo y porque las brujas le hubieran cabalgado.

    Bueno, cuando Tom y yo llegamos al borde de la colina miramos desde allí arriba hacia el pueblo y vimos tres o cuatro luces parpadeantes, donde tal vez había gente enferma, y por encima las estrellas brillaban espléndidas, y al lado del pueblo pasaba el río, que medía toda una milla de ancho y corría, grandioso y en silencio. Bajamos de la colina y nos encontramos con Joe Harper y Ben Rogers y dos o tres chicos más, que estaban escondidos en el viejo patio de la curtiembre. Así que desenganchamos un bote y bajamos por el río dos millas y media, donde estaba la gran hendidura entre las colinas, y desembarcamos.

    Fuimos a unos matorrales y Tom hizo que todo el mundo jurara mantener el secreto y después les enseñó un agujero en la colina, justo en medio de la parte más espesa de los arbustos. Después, encendimos las velas y entramos a gatas. Avanzamos unas doscientas yardas y después la cueva se abrió. Tom buscó entre los pasadizos y enseguida se agachó debajo de una pared donde no se notaba que había un agujero. Pasamos por un sitio estrecho y salimos a una especie de cuarto, todo húmedo, goteante y frío, y allí nos detuvimos.

    Entonces Tom dijo:

    —Ahora formaremos esta banda de ladrones y la llamaremos la Pandilla de Tom Sawyer. Todo el que quiera ingresar tiene que hacer un juramento y escribir su nombre con sangre.

    Todos estaban dispuestos. Entonces Tom sacó una hoja de papel en la que había escrito el juramento y lo leyó. Cada uno de los chicos juraba ser fiel a la banda y no contar nunca ninguno de sus secretos, y si alguien le hacía algo a algún chico de la banda, el chico al que se le ordenara matar a esa persona y su familia tenía que hacerlo, y no podía comer ni dormir hasta haberlos matado a todos y rajarles una cruz en el pecho, que era la señal de la banda. Nadie que no perteneciera a la banda podía utilizar esa señal, y si lo hacía había que denunciarlo, y si volvía a hacerlo, había que matarlo. Y si alguien que pertenecía a la banda contaba los secretos, había que cortarle la garganta y después quemar su cadáver, esparcir las cenizas por todas partes y borrar su nombre de la lista con sangre, y nadie de la pandilla podía volver a mencionar su nombre, sino que había que maldecirlo y olvidarlo para siempre.

    Todo el mundo dijo que era un juramento hermoso y se le preguntó a Tom si se lo había sacado de la cabeza. Dijo que solo una parte, pero que el resto lo había sacado de libros de piratas y de ladrones y que todas las pandillas de buen tono tenían un juramento.

    Algunos pensaron que estaría bien matar a las familias de los chicos que contaran los secretos. Tom dijo que era una buena idea, así que sacó un lápiz y lo escribió. Entonces Ben Rogers dijo:

    —Pero aquí está Huck Finn, que no tiene familia; ¿qué haríamos con él?

    —Bueno, ¿no tiene un padre? —preguntó Tom Sawyer.

    —Sí, tiene padre, pero en estos días ya no lo encuentra nadie. Antes estaba siempre borracho con los cerdos en la curtiembre, pero hace un año o más que no se lo ve por estos lares.

    Siguieron hablando del tema y me iban a dejar fuera de la banda, porque decían que cada niño tenía que tener una familia o alguien a quien matar, o de lo contrario no sería justo para los demás. Bueno, a nadie se le ocurría nada que hacer; todos estaban sentados en silencio. Yo estaba por echarme a llorar, pero enseguida se me ocurrió una salida y les ofrecí a la señorita Watson: podían matarla a ella. Todos dijeron:

    —Oh, ella servirá. Eso está muy bien. Huck puede entrar.

    Después todos se clavaron un alfiler en un dedo para sacarse la sangre para la firma y yo dejé mi marca en el papel.

    —Bueno —dijo Ben Rogers—, ¿cuál es la línea de negocios de esta Pandilla?

    —Nada más que robos y asesinatos —dijo Tom.

    —Pero, ¿a quién le vamos a robar? Casas o ganado, o…

    —¡Cosas! Robar ganado y esas cosas no es robar de verdad; esos son rateros—dice Tom Sawyer—. No somos rateros. Eso no tiene estilo. Somos salteadores de caminos. Paramos las diligencias y los coches en la carretera, con las máscaras puestas, y matamos a la gente y tomamos sus relojes y su dinero.

    —¿A la gente hay que matarla siempre?

    —¡Ciertamente! Es lo mejor. Algunas autoridades piensan lo contrario, pero en general se considera que lo mejor es matarlos… excepto a algunos que se pueden traer a la cueva y tenerlos aquí hasta que hagan queden rescatados.

    —¿Rescatados? ¿Qué es eso?

    —No lo sé. Pero eso es lo que hacen. Lo vi en los libros, así que desde luego es lo que nosotros tenemos que hacer.

    —Pero, ¿cómo podemos hacerlo si no sabemos lo que es?

    —Bueno, maldición, tenemos que hacerlo. ¿No les dije que está en los libros? ¿Quieren hacerlo distinto que lo que dicen los libros y que la cosa se complique?

    —Bueno, Tom Sawyer, eso está muy bien decirlo, pero, ¿cómo diantre van a quedar rescatados esos tipos si no sabemos cómo lo haremos? Eso es a lo que me gustaría llegar. Ahora, ¿qué crees tú que es?

    —Bueno, no sé. Pero a lo mejor si nos quedamos con ellos hasta que queden rescatados significa que nos tenemos que quedar con ellos hasta que estén muertos.

    —Bueno, eso es algo. Es una respuesta. ¿Por qué no pudiste haberlo dicho antes? Nos los quedamos hasta que se mueran de un rescate y vaya que resultarán molestos: comiéndoselo todo y siempre tratando de escaparse.

    —Qué cosas dices, Ben Rogers. ¿Cómo podrían escaparse si hay una guardia que los vigila, dispuesta a pegarles un tiro si mueven un dedo?

    —¡Una guardia! Esa que es buena. O sea que alguien tiene que quedarse sentado toda la noche sin dormir nada, solo para vigilarlos. Me parece una bobada. ¿Por qué no podemos agarrar un garrote y rescatarlos en cuanto lleguen aquí?

    —Porque no es lo que dicen los libros, por eso. Vamos, Ben Rogers, ¿quieres hacer las cosas bien o no? Esa es la idea. ¿No crees que la gente que ha escrito los libros sabe lo que es correcto? ¿Crees que les puedes enseñar algo? Ni cerca. No, señor, vamos a rescatarlos de la manera usual.

    —Bueno. No me importa; pero de todas formas digo que es una tontería. Oye, ¿matamos también a las mujeres?

    —Mira, Ben Rogers, si yo fuera tan ignorante como tú, no dejaría que se me notara. ¿Matar a las mujeres? No; nadie ha visto nada parecido en los libros. Las traes a la cueva y te eres de lo más amable con ellas y poco a poco se enamoran de ti y ya no quieren volver a sus casas.

    —Bueno, si es así, estoy de acuerdo, pero tampoco me convence mucho. Muy pronto tendremos la cueva tan repleta de mujeres y de tipos esperando al rescate que no quedará sitio para los ladrones. Pero adelante, no tengo nada que decir.

    El pequeño Tommy Barnes ya se había dormido y cuando lo despertaron estaba asustado, lloró y dijo que quería volver a su casa con su mamá y que ya no quería ser bandido.

    Así que todos se burlaron de él y cuando lo llamaron llorón, él se enfadó y dijo que iba a ir directo a contar todos los secretos. Pero Tom fue y le dio cinco centavos para que se quedara callado y dijo que todos nos íbamos a casa y nos reuniríamos la semana entrante para robar a alguien y matar a algunas personas.

    Ben Rogers dijo que no podía salir mucho, solo los domingos, así que quería empezar el domingo entrante; pero todos los chicos dijeron que sería terrible hacerlo en domingo y eso zanjó la discusión. Acordaron reunirse para determinar la fecha en cuanto pudieran y después elegimos a Tom Sawyer primer capitán y a Jo Harper segundo capitán de la Pandilla y nos dirigimos a casa.

    Trepé por el cobertizo y entré por mi ventana justo antes de que amaneciera. Mi ropa nueva estaba toda engrasada y embarrada, y yo estaba cansado como un perro.

    III

    Bueno, por la mañana la vieja señorita Watson me dio un buen sermón por lo de la ropa, pero la viuda no me regañó, sino que limpió la grasa y el barro, y parecía tan triste que pensé, si podía, en portarme bien durante un tiempo. Entonces la señorita Watson me llevó al gabinete a rezar, pero no sacó nada con eso. Me dijo que rezara todos los días y que todo lo que pidiera lo obtendría. Pero no era así. Lo intenté. Una vez conseguí un sedal para pescar, pero sin anzuelos. No me servía para nada sin anzuelos. Intenté conseguir los anzuelos tres o cuatro veces, pero por alguna razón no lograba hacerlo funcionar. Así que un día le pedí a la señorita Watson que lo intentara por mí, pero me dijo que yo era un tonto. Nunca me explicó por qué y nunca pude entenderlo.

    Una vez fui me senté en el bosque y lo pensé largo y tendido. Me dije: «Si uno puede obtener todo lo que pide cuando reza, ¿por qué no le devuelven al diácono Winn el dinero que perdió con lo de los cerdos? ¿Por qué no le devuelven a la viuda la cajita de plata para el rapé que le robaron? ¿Por qué la señorita Watson no puede engordar? No –me dije–, no hay nada en todo esto». Fui y se lo dije a la viuda y me dijo que lo que podía obtenerse al rezar eran «regalos espirituales». Esto era demasiado para mí, pero me explicó lo que significaba: tenía que ayudar a otra gente y hacer todo lo que pudiera por ellos y cuidar siempre de los demás y no pensar nunca en mí mismo. Según entendí, esto incluía a la señorita Watson. Fui al bosque y le di vueltas al asunto durante mucho tiempo, pero no le encontré ninguna ventaja, excepto para la otra gente; así que por fin calculé que no me iba a preocupar más por eso, sino que solo lo olvidaría. A veces la viuda me llevaba con ella y me hablaba de la Providencia de una forma que se me hacía agua la boca, pero a lo mejor al otro día la señorita Watson venía a deshacerlo todo. Me pareció ver que tal vez hubiera dos Providencias y que a un pobre chico le iría muy bien con la Providencia de la viuda, pero que si era la Providencia la señorita Watson, no tenía nada que hacer. Me lo pensé todo y evalué que si Ella quería, me iría con la de la viuda, aunque tampoco veía qué iba a ganar la Providencia con tenerme de su lado que no tuviera antes, viendo cuán ignorante y cuán rastrero y malgeniado era yo.

    A papá no se lo veía hacía más de un año y eso me resultaba muy cómodo; no quería volver a verlo. Siempre me golpeaba cuando estaba sobrio y lograba ponerme las manos encima, aunque yo solía escaparme al bosque casi siempre cuando él estaba cerca. Bueno, para ese entonces lo encontraron ahogado en el río, unas doce millas arriba del pueblo, al menos eso decía la gente. En todo caso creyeron que era él; decían que ese ahogado medía igual que él y estaba vestía harapos y llevaba el pelo extrañamente largo, todo como papá, pero de la cara no pudieron saber nada, porque llevaba tanto tiempo en el agua que ya casi ni parecía una cara. Dijeron que flotaba de espaldas en el agua. Lo sacaron y lo enterraron en la ribera. Pero yo no me quedé tranquilo por mucho tiempo, porque se me había ocurrido algo. Sabía muy bien que un ahogado no flota de espaldas, sino boca abajo. Entonces supe que no era papá, sino una mujer vestida de hombre. Entonces volví a sentirme incómodo. Supuse que el viejo aparecería algún día, aunque deseaba que no lo hiciera.

    Jugamos a los bandidos de vez en cuando durante casi un mes y después yo me salí. Todos los chicos hicieron lo mismo. No habíamos robado a nadie, no habíamos matado a nadie, tan solo fingíamos. Salíamos de un salto del bosque y cargábamos contra los porqueros y las mujeres en carretas que llevaban las cosas de sus huertos al mercado, pero nunca nos llevamos a nadie. Tom Sawyer llamaba a los cerdos «lingotes» y a los nabos y otras cosas «joyas», y nos íbamos a la cueva y discutíamos en una reunión lo que habíamos hecho y de cuánta gente habíamos matado y marcado con nuestra señal. Pero yo no le veía ningún provecho. Una vez Tom mandó a un chico a que corriera por el pueblo con un palo en llamas que él decía que era una «consigna» (señal de la Pandilla para reunirse) y después dijo que había obtenido noticias secretas de sus espías, de que al día siguiente un grupo completo de comerciantes españoles y de árabes ricos iba a acampar en Cave Hollow con doscientos elefantes y seiscientos camellos y más de mil mulas de carga, todas transportando diamantes y que solo tenían una guardia de cuatrocientos soldados, así que esperaríamos en una emboscada –así lo llamó él– para matarlos a todos y llevarnos las cosas. Dijo que debíamos preparar las espadas y las pistolas y alistarnos. Nunca pudo llevarse ni siquiera una carreta de nabos, pero se empeñaba en que las espadas y las pistolas estuvieran todas limpias, aunque no fueran más que listones de madera y palos de escoba, y podrías limpiarlas hasta el cansancio sin que llegaran a valer ni un centavo más que antes. Yo no creía que pudiéramos lidiar con esa multitud de españoles y árabes, pero quería ver los camellos y los elefantes, así que al día siguiente, que era sábado, estuve listo en la emboscada, y cuando nos dio la orden salimos corriendo del bosque y bajamos la colina. Pero no había españoles, ni árabes ni camellos, ni elefantes. No era más que un día de campo de la escuela dominical y, además, de los de primer curso. Los dispersamos y perseguimos a los niños por la hondonada, pero no conseguimos más que unas

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