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La patria creada: Qué éramos, qué somos y cómo llegamos a serlo
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La patria creada: Qué éramos, qué somos y cómo llegamos a serlo
Libro electrónico510 páginas4 horas

La patria creada: Qué éramos, qué somos y cómo llegamos a serlo

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Este libro está constituido por fragmentos y miradas de muchos testigos de nuestra historia, las que podemos usar para recordar (siempre conscientes de que eran miradas con los anteojos de prejuicios personales, de clase social, género, nacionalidad, religión y época) momentos, acciones y personajes de lo mejor y lo peor que fuimos. Considerar aquello que hicimos y nos hicieron, de lo nimio y lo entrañable, de lo cruel y lo generoso, de cómo no éramos lo que somos y cómo llegamos a serlo. Porque lo que somos y hacemos proviene de esos muchos tiempos pasados.

Este también es un libro que no dice ni quiere decir, exactamente, hacia donde sería más enriquecedor ir, pero que señala (por contraste) que existen otras combinaciones posibles de vicios y virtudes grupales e institucionales, que hay otras identidades posibles en suspenso. Que no siempre fuimos chilenos, cristianos, invadidos, capitalistas, ciudadanos, patriotas, argentinos, colonizados, miembros de una elite o pobres sin remedio, peruanos, gente de bien o de menos bien, etc. y que es bastante seguro que no siempre lo seamos.

Un libro que muestra un pasado -hecho de castas, despojo y vergüenza, pero también de ilusión, esfuerzo y utopía- el cual nos envía su sombra desde muchos ayeres dolorosos y tiñe nuestros juicios cotidianos. Por todo ello, si puede lograr que para algunos el pasado deje de ser algo muerto, claro, ya fijo, y se vuelva un espacio en el cual encontrar tesoros transformadores que nos hagan crecer un amor sincero y generoso por la patria republicana y el medioambiente que la alimenta, el texto se dará por satisfecho.

RODRIGO LARA SERRANO
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 jul 2019
ISBN9789563247282
La patria creada: Qué éramos, qué somos y cómo llegamos a serlo

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    La patria creada - Rodrigo Lara Serrano

    Prefacio

    En el asiento acompañante del chofer del microbús que bordea la laguna de Cáhuil, la mujer que lleva dos physalis o goldenberries colgando de sus manos pregunta, cabeceando hacia la verdadera flota de taguas más allá de la curva:

    -¿Y estos pájaros, se comen?

    El conductor, tan parlanchín como coqueto, contesta:

    -¡Claro! Pero acá no dejan (hacerlo).

    La conversación gira siguiendo el paisaje.

    -¿Y eso de allá?

    -Eran salinas antes, pero están abandonadas. 

    -¿Por qué?

    -A los cabros jóvenes no les interesa más.

    Tras un silencio mínimo, la mujer agrega un consuelo/opción:

    -Es que se necesitan inversiones también...

    El vehículo que recorre una escena de pinos, eucaliptos, avellanos y casas que explotan de jardines sorprendentes (con colibríes que cosechan el otoño recién llegado, levantándose a las 5 AM) se pierde hacia el océano Pacífico. 

    ¿Cuánto hay de patria en Cáhuil? Imposible contestar, porque tendríamos que saber qué es la patria. Rompiendo el hechizo de las esencias es mejor interrogarse: ¿cómo es la patria? O, mejor, ¿cómo somos la patria? ¿Es la patria/matria la misma sin nada de bosque nativo a orillas de Cáhuil y sin guiso o cazuela de tagua? 

    La respuesta intelectual a estas interrogantes está en el epílogo de La patria creada, pero cada uno de ustedes, lectores, podrá vivenciar, hacer florecer, la suya propia escuchando las voces que van y vienen por este texto que puede parecer entre rompecabezas y divertimento, pero que también es un quipu de papel que propone una sensibilidad que nos revele qué éramos, qué somos y cómo llegamos a serlo.

    Historia real (con moraleja)

    El misterioso caso de las cuncunas que solo se convirtieron en mariposas

    Charles Darwin era un joven vivaz, curioso y aburrido de las lluvias de la Patagonia cuando llegó a Valparaíso, el 23 de julio de 1834. Un miércoles. Fue amor a primera vista. Hubo cualquier buena onda: ¡Cuan delicioso nos parece todo aquí: tan transparente es la atmósfera, tan puro y azul es el cielo, tanto brilla el sol, tanta vida parece rebozar la Naturaleza!

    Faltaban mucho para que dejara a medio mundo con la boca abierta al descubrir que todos los seres vivos somos parientes (algunos hermanos, como nosotros con los chimpancés; otros, primos lejanos, como el musgo), porque de eso se trata la teoría de la Evolución. Pero, para asustar a la gente hace falta bastante menos. Y así se lo contó otro extranjero que también andaba por Chile (desde 1825) juntando plantas e insectos, el alemán Juan Renous. Resulta que Renous, unos dos o tres años antes, había encontrado unas cuncunas dándose un banquete de hojas. No las reconoció: ¿en qué tipo de mariposas se convertirían esas orugas? Como no podía andar de acá apara allá con una cajita llena de ellas, alimentándolas, se las pasó a una joven de San Fernando para que ella lo hiciera y salir así de la duda. El rumor de la misión encomendada a la muchacha se corrió por la ciudad: los padres y el Gobernador se sobresaltaron; hubo largas consultas y se convino en que había en ello alguna herejía y Renous fue arrestado al regresar a la ciudad, contó Darwin. Herejía quería decir que creían que Renous quería hacer algo mágico, algo prohibido por Dios, con las pobres cuncunas, mariposas y/o la adolescente.

    Pero, no era cosa rara que algo así ocurriese. La mayoría de los chilenos (como la de los ingleses, pero ellos ya algo menos) eran analfabetos y encontraban muy, pero muy exótico que alguien se interesara en pájaros, bichos y piedras que –entonces– sobraban y, demasiadas veces, molestaban hasta la locura (milagrosa era la cama o pellón de ovejas en que no hubiera chinches o pulgas). Dicho de otra manera: la naturaleza les parecía infinita. Peor, cargante. Sin embargo, esa misma abundancia atraía al país recién inventado (Chile ni siquiera tenía 15 años) a los europeos interesados en descubrir animales y plantas nuevas. Algunos para venderlos a colecciones privadas, otros buscando ganar fama y unos terceros motivados por investigar los misterios del universo (y no pocos queriendo lograr las tres cosas a la vez). 

    Alguien que unía el segundo y tercero de los puntos, y fatigaba cabalgaduras por Chile en aquel mismo momento, era el naturalista francés Claudio Gay. En 1830, los políticos José Tomás Ovalle y Diego Portales lo habían contratado para que iniciara un trabajo de descripción natural del territorio. Con muy buen ojo. El polímata (alguien que le hace, y bien, a varios oficios a la vez) se había tomado el encargo con la mayor de las seriedades. Tanto que, a mediados de enero de 1832, en una carta de Portales a su amigo Antonio Garfias, el primero se ríe un poco de ello: Gay "(…) en el tiempo que está aquí, ha gastado más de $ 150 en pagar a peso cada objeto nuevo que le han presentado. Con esto ha puesto en alarma a todos los muchachos que trasnochan buscando pescaditos, conchas, pájaros, cucarachas, mariposas y demonios, o salen a expedicionar a San Antonio por el sur, y hasta Quintero por el norte. El dueño de la posada donde reside ya está loco, porque todo el día hay en ella un cardumen de muchachos y hombres que andan en busca de Mr. Gay; siempre que sale a la calle, los muchachos andan gritando mostrándole alguna cosa. Señor, esto es nuevo, nunca visto; Ud. no lo conoce; y anda más contento con algunas adquisiciones que ha hecho, que lo que Ud. podría estar con $ 100.000, y platónicamente querido de todas las señoritas de Santiago".

    Es que se trataba de riquezas que, muchas ya perdidas, recién ahora valoramos y en su busca acudían, como se dijo, de toda Europa. Con tanto entusiasmo que el mismo Darwin, en una carta a un amigo, escribió que Chile pulula completamente de coleccionistas: hay más naturalistas en el país que carpinteros o zapateros o cualquier otro comercio honesto.

    Mirada extranjera

    Es la raza la buena (y marinera)

    "Los huasos son de constitución fuerte, de un color aceitunado,  que se parece al de los gitanos, con ojos negros o de avellana, y cabellos negros gruesos, que tiran a crespos, que basta a distinguirlos de los indios. Algunos los tienen rojizos, y ojos claros, pero esto dista de ser común y es mirado por ellos como el colmo de la fealdad. Los hombres cuidan bastante sus cabellos y lo llevan trenzado en una guedeja  larga, atado en el extremo con una cinta negra. Aunque reacios al trabajo pesado, son sumamente activos, especialmente en sus diversiones campestres, y capaces de un gran esfuerzo, si es necesario. Son, con mucho, los mejores marinos de cualquier país de Sud-América (…). Y tienen a quién salir, ya que los indios chilenses  son por la mayor parte coléricos sanguíneos, de alta estatura (probablemente, ya que comían mejor que el español promedio del siglo XVI), huesos sólidos y cuerpos fornidos y membrudos, rostros hermosos y colorados aunque trigueños: de suerte que siempre andan representando alegría, y consiguientemente son bien acondicionados y animosos y muy arrojados en las batallas". Richard Longeville Vowell (1828) y Pedro Mariño de Lobera (1545).

    Vueltas de la vida

    Sueños, de madera, quemados

    El 20 de enero de 1817, el general portugués Carlos Federico Lecor entró en Montevideo y recibió las llaves de la ciudad en señal de rendición (y de simpatía, hay que decirlo, pero eso es una historia larga que ahora no viene al caso). Sus fuerzas de más de 10.000 hombres habían derrotado a los independentistas y estaban conformadas por no pocos veteranos de las guerras napoleónicas. Casi exactamente tres meses más tarde, José Miguel Carrera llegaba a la ciudad: "Este célebre jeneral, quien vimos escaparse el 21 de abril de 1817 de un buque de Buenos-Aires que se encontraba prisionero, se refujió  en Montevideo, cuenta Claudio Gay. Y agrega, diciendo la verdad, donde ni él estaba bien con los brasileños ni los brasileños con él".

    ¿Por qué Montevideo? Poco antes San Martín había regresado a Buenos Aires, luego del triunfo de la Batalla de Chacabuco, donde entró en medio de un pueblo entusiasmado con su admirable victoria, resalta Gay. "A (los) pocos días fue a ver a don Miguel Carrera, arrestado en el cuartel de Terrada, y desde las primeras palabras se despertó en los dos el odio que enjendra  la política. Desde aquel momento puede decirse que quedó decretada la perdición de Carrera, pues se decidió que partiese a la fuerza a los Estados-Unidos, lo cual equivalía a un ostracismo poco menos que para toda su vida. Un buque que iba a darse a la vela para aquel país recibió orden de llevarlo; pero en el intermedio pudo don José Miguel burlar la vijilancia de sus guardias y salvarse en un bote que lo condujo a Montevideo, donde fue perfectamente recibido por el jeneral portugués Lecor".

    Dado que Carrera era un caudillo radical, republicano, difícilmente podía caerle bien a monárquicos absolutistas, pero era enemigo de los enemigos de los portugueses y eso bastó para que se toleraran mutuamente. No pasaría mucho antes que Carrera usara una imprenta que se agenció en esa ciudad, la que hoy es la capital de Uruguay, justamente para acusar a los patriotas nucleados alrededor de José de San Martín y "á todos los jefes de la famosa lojia" (Lautaro) de querer ceder los territorios liberados de España al príncipe de Luca, en ese entonces un joven que, si bien había sido rey de Etruria desde el año 1803 hasta el año 1807, las hacía de duque de Lucca (Italia), y del cual solo se sabía que tocaba relativamente bien el violín. 

    Antes de ello hubo, sin embargo, algo que pudo haber dado un vuelco total a la vida de Carrera. Poco antes de su huida, "mandó Pueyrredón (director supremo en Buenos Aires) quitarle 1.500 pesos único recurso que le quedaba para atender á sus necesidades y a las de algunos amigos fieles. Obligado, luego, a vivir en una ciudad en la que le faltaba todo tuvo un impulso: Abandonar la política para entregarse al comercio (…) el tráfico de maderas le pareció bastante lucrativo y se resolvió a emprenderlo como último recurso, para lo cual pidió á Buenos Aires a su amigo Manson un buque de doscientas a trescientas toneladas, pedido que igualmente hizo a su corresponsal en los Estados-Unidos Henry Didier, participando a cada uno y otros sus proyectos mercantiles y que su ánimo era trasladarse bien a la costa norte de Brasil ó al Paraguay, donde confiaba obtener un permiso de paso. Sin embargo, remarca Gay, desgraciadamente, el olvido es un compañero casi inseparable de la desgracia y sus amigos le abandonaron a su malestar y a su desesperación".

    Carrera pareció, entonces, estar en las últimas. Había perdido las naves, pertrechos, armas y hombres de su propia mini expedición libertadora. Todas cosas que había conseguido a crédito de su magnetismo y promesas. Por tanto, ahora le habían cerrado el grifo de la confianza. Poquísimo después, el fusilamiento de sus dos hermanos en Mendoza selló toda duda. Pero, ¿si estos últimos hubieran sido desterrados y José Miguel hubiera conseguido sus barcos para convertirse en exportador maderero? Tenía 31 años. O’Higgins caería en 1822. Él podría haber vuelto a Chile, entonces, con 36. ¿Fue este escenario plausible en algún momento?, ¿o su carácter arrebatado y orgulloso lo inhabilitó siempre del todo? Con la tranquilidad falsa que nos da el después, podemos decir que la segunda es la opción más cierta. Después de todo, en algún momento Carrera ocupó brevemente Buenos Aires, pudo quedarse con el poder allí y decidió no hacerlo. ¿O hay un universo alternativo en el cual Carrera es un próspero comerciante con pasado guerrero que vuelve a la política chilena o interviene en las de Brasil o Paraguay con el dinero en vez de con la espada?

    Formas de vestir, comportarse y estar en onda

    Salvavidas lazo en ristre

    Poco a poco se va olvidando la destreza fascinadora de los indios, huasos y gauchos con el lazo. Dada la importancia de la ganadería para la vida económica a fines de la Colonia y comienzos de la vida independiente, parecería que en esos años tal destreza se elevaba hasta el virtuosismo. Basil Hall, capitán de la marina inglesa, después gran amigo de Walter Scott, el creador del género de la novela histórica con Ivanhoe, cuenta un par de anécdotas que escuchó en Chile sobre ello, las que habían ocurrido en la guerra de la Independencia. 

    En la primera, "diez huasos que no habían visto jamás una pieza de artillería, sufrieron el fuego de un cañón por la primera vez en la calle de Buenos Aires (sic); a pesar del peligro que los amenazaba, avanzaron intrépidamente al galope, enlazaron el cañón, i con sus esfuerzos combinados consiguieron desmontarlo".

    En la segunda: "Se habían enviado botes armados para efectuar un desembarco en un punto de la costa (chilena) cuyo resguardo estaba confiado a un pequeño grupo de huasos. Los hombres que componían la tripulación de los botes, no se preocuparon de enemigos que no tenían armas de fuego, i vagaban con toda tranquilidad a lo largo de la ribera. De repente, los huasos, que habían espiado el momento propicio, se lanzaron al agua, i cuando los botes estuvieron próximos, arrojaron sus lazos al cuello de los oficiales i  los sacaron así de sus embarcaciones".

    Hall, algo incrédulo, indica que la anécdota entra en la categoría de lo posible, pero cuya autenticidad no garantizo. No obstante, si hubiera estado en Valparaíso, apenas un año y medio después de su partida de Chile, un día de invierno de 1823, se habría convencido.

    En efecto, en esa jornada, recordada por el capitán de la marina chilena, Richard Longeville Vowell, debido a ráfagas violentísimas de viento norte, naufragaron 18 veleros y naves en un solo día en el  puerto. Únicamente se mantuvieron con vida las tripulaciones de los buques que vararon en la playa del Almendral, gracias a los salvavidas menos esperados, porque los huasos o criollos del interior que rondaban la playa se lanzaron impávidos a las rompientes y lograron salvar con sus lazos a todo el que se acercaba a la orilla. Uno de tales rescates hizo pequeña historia: "En una de las naves perdidas en el mismo paraje (creo que la Louise) se hallaba la mujer del capitán, una inglesa, con un niño de pecho. Esta tuvo la suficiente presencia de ánimo envolverlo y meterlo enseguida en un baúl, después de dar aviso a los huasos estacionados en la playa (por alguno de los marineros que a nado habían salido a tierra) de hallarse listos para pescarlo. Cuando notó que las miradas de la muchedumbre se fijaban en el buque, arrojó a las aguas el baúl y se quedó observando cómo las olas lo empujaban a la playa, donde los huasos lo pescaron al punto con sus lazos. Habiéndolo abierto, encontraron al niño sano y bueno, porque apenas si un poco de agua había penetrado al baúl durante el corto espacio que estuvo a mercede de las olas.  ¿Y la madre? Al ver a su hijo en salvo, (…) no trepidó un momento y se arrojó al agua en medio de aquel espantoso mar, valiéndose de su valor y presencia de ánimo para ser también salvada por los huasos".

    Como ninguna sociedad es perfecta, el altruismo del huaserío al arriesgarse para salvar vidas ajenas se compensó con la actitud general de los porteños de lanzarse a agarrar los restos de los naufragios, ya que consideraban que les pertenecían. Las patrullas militares que no hicieron casi nada para impedirlo, ya que desde niños están acostumbrados a oír que las especies náufragas son del pueblo. Es que la destrucción producto de las tormentas producía una redistribución momentánea y nada vergonzosa del ingreso: en los días siguientes, al volver la calma (mencionaba con molestia, Longeville) se ofrecen en venta (…) muchos artículos de valía, que vocean sin empacho haber sido salvados del naufragio, a cuya causa (el vendedor/a) puede darlos muy baratos. Como los de los siempre misteriosos remates de aduana que en varios países de América Latina se siguen ofreciendo hasta hoy.

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    Carne de momia en la ruta

    Cuando Pedro de Valdivia partió a Chile, desde Perú, sabía que existía un lugar amable donde llegar (Diego de Almagro ya había estado allí) y, mejor todavía, que tenía hasta una ruta pavimentada que lo llevaba, de oasis en oasis, directo hasta Copayapu (ahora Copiapó), de donde la cosa se hacía más aliviada (al menos con el tema del agua): el Camino del Inca. Por supuesto, se trataba no de una autopista, sino de una chasquipista, un sendero para que los mensajeros (chasquis) y los ejércitos incaicos, siempre de a pie, se movieran lo más rápido posible.  Además, tenía señales camineras. Sí, un poco siniestras: carne de momia. Cosa que vio en vivo el soldado y cronista Pedro Mariño de Lobera: Son tan ásperos y fríos los vientos de los mas lugares de este despoblado, que acontece arrimarse el caminante a una peña y quedarse helado y yerto en pie por muchos años, que parece estar vivo, y así se saca de aquí carne momia en abundancia. No eran apenas una o dos. De estos cuerpos muertos iban topando en mucho número a cada paso arrimados a riscos y barrancas, tanto que sirven de señales del camino, para no poder perderse, estando todos tan frescos, que parecen recién muertos siendo de más de trescientos años, según la relación que dan los indios, de entre los cuales salieron los que así se helaron en el camino.

    Formas de vestir, comportarse y estar en onda

    Piernas expuestas a las estrellas

    Cuando en Tierra del Fuego el terreno se cubría de barro, agua o nieve, los selknam y los haush sabían que había llegado el momento de ponerse sus jamnis, mocasines con el pelo hacia afuera (solo en el caso de los adultos; los niños las usaban al revés). Los rellenaban con pasto seco. ¿Incómodos? Al contrario, comodísimos. Lucas Bridges, el estanciero anglo-argentino que convivió con ellos y aprendió su lengua, contaba luego que, protegido así, el ona (selknam) puede caminar durante horas a través del agua helada que muchas veces le llega hasta más arriba de las rodillas. Luego, en el campamento, se los sacaba y escurría el agua que habían absorbido y vuelta a ponérselos: Se ajustan tanto al pie, que este se calienta muy pronto aunque el pelo de afuera pueda estar duro por el hielo. Provisto de jamnis y envuelto en su capa, un cazador pasaba la noche confortablemente al aire libre pese a que el termómetro marcara varios grados bajo cero, y tuviera las piernas expuestas a las estrellas, desde los tobillos a las rodillas.

    Animales normales y maravillosos a la vez

    Lana de vampiro (de los verdaderos)

    Como con los árboles en que, a la larga, las ramas con hojas nuevas crecen hasta tapar a las viejas, en la Historia el olvido procede a borrar la mayoría de lo que fue y dejar frente a los ojos de las nuevas generaciones un mundo tan virgen como manco; uno donde lo posible en el ayer se convierte en lo impensable del hoy. Cierto día, con el inca Atahualpa prisionero en Cajamarca, Pedro Pizarro (hermano del conquistador del Perú, Francisco Pizarro) observó cómo el último líder legítimo del Tahuantinsuyu  tenía un pequeño accidente doméstico: Le cayó una gota (de comida) en el vestido que traía puesto. De inmediato decidió cambiarse de ropa. Al reaparecer, llevaba una camiseta y una manta (pardo oscuro). Pizarro no había visto nada igual: "Llegándome yo pues a él le tenté  (toqué) la manta que hera más blanda que seda y díxele, ‘Ynga (Inca) de qué es este vestido tan blando?’. Él me dixo ‘Es de unos pájaros que andan de noche en Puerto Viejo y en Tumbez, que muerden a los Yndios’. Venido a aclararse, dixo que era de pelo de murciélagos. Diciéndole que de dónde se podría juntar tanto murciélago? dixo, ‘Aquellos perros de Tumbez y de Puerto Viejo qué habían de hazer  sino tomar de estos para hazer  ropa a mi padre’. Y es ansi questos  murciélagos de aquellas partes muerden de noche a los Yndios, y a Españoles  y a cavallos  y sacan tanta sangre ques cossa de misterio, y ansi se averiguó ser este vestido de lana de murciélago". 

    Tres siglos después, Richard Longeville Vowell, acampando en el valle del Aconcagua, conoció a unos huasos del lugar que, al igual que los de "muchas otras partes de Chile, que, como la mayoría de los pueblos a medio civilizar, se deleitan oyendo y repitiendo cuentos que caen dentro de lo maravilloso, están contestes (contentos) en afirmar que una especie de murciélago grande, que llaman Pehuechén, vive en las forestas y quebradas apartadas y que sale de noche para destruir manadas y rebaños, chupándoles la sangre".

    Con cierta incredulidad, agregó que aunque todos los huasos podían imitar el peculiar silbido, o mejor dicho, fúnebre chillido de este temido animal, y de describir su tardo vuelo, que lo asemejaba al de la perdiz, ni uno solo se atrevió a decir que lo había visto de cerca. Lo cual contrastaba con el hecho de que resulta bien raro encontrar a alguien del país, cuyo padre, hermano, o por lo menos un compadre suyo no haya muerto  alguno o más (según su decir) en el momento mismo en que estaba matando algún cordero. Concuerdan los huasos en compararle con un conejo doméstico en tamaño y figura, dotado de una piel fina de color castaño; ojos grandes brillantes y espantables; pico aguzado y orejas muy pequeñas. Sus alas, dicen, son de cuero, como los del murciélago común, pero mucho más gruesas; sus patas y garras como las de un lagarto, y su cola ancha y escamosa como la de los pescados. Creen todos que puede chupar sangre del hombre y de los animales solo con posarse sobre sus víctimas, y se les nota a simple vista muy atemorizados y seriamente alarmados cuando sienten durante la noche los que ellos llaman su grito.

    Por supuesto, los huasos y el inca tenían razón: por los campos peruanos y chilenos iba y venía (van y vienen) una de las tres especies de vampiro común del mundo. Por cierto, menos voraz que los vampiros literarios, ya que solo extrae 20 gramos de sangre por vez y posee la magnífica habilidad de no cortar nunca ni venas ni arterias (lo que podría matar a su proveedor alimenticio) con sus colmillos de cinco milímetros. En estos nuevos tiempos postcolombinos siguen volando de noche, pero de día nadie luce, a la luz del sol, mantas espléndidas hechas con su lana. Es más, nadie siquiera se las imagina.

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