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Pasión Abismal
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Libro electrónico248 páginas2 horas

Pasión Abismal

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Quiso el destino que tanto soñar con una serie de hechos, los mismos se convirtieran a través de la escritura en una leyenda narrativa de esos episodios oníricos. En muchas oportunidades Ángel Amado Pereira Márquez tuvo un sinnúmero y consuetudinarios insomnios. En ellos reflejaba el miedo que sentía a la oscuridad cuando era solo un niño; el temor a la altura, así como el pánico padecido al soñar que caía desde un edificio, de un viaducto, o de cualquier elevación. Todo ese estado de cosas le producía somnolencia, lo cual se transformaba en terror, angustia, temor y ansiedad.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2020
ISBN9781643346625
Pasión Abismal

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    Pasión Abismal - Ángel Amado Pereira Márquez “Enyelove”

    Infancia marcada

    La familia Ferreira estaba muy feliz, puesto que había llegado el esperado momento. Pronto daría a luz la Sra. Alejandra a su último heredero, pues ya había decidido en vista de su precaria situación económica, no tener más hijos y su esposo José Antonio estaba de acuerdo. Era una familia muy humilde, él trabajaba en una metalúrgica y ella en su casa, se dedicaba a las labores hogareñas, lavaba y planchaba ropa a mucha gente, vendía comida, es decir, trabajaba en cualquier oficio que pudiera ayudar a su querido esposo para la manutención de sus hijos, que ya eran bastantes.

    Entonces, nació el heredero y le pusieron el nombre de José Alejandro. Era fuerte y vigoroso, su madre no tenía reparos en trabajar como una burra, como decía ella, para alimentar bien a su querido hijito, quien creció rápidamente y era la adoración de la familia. Poco a poco, su padre lo guio con cariño. Como a todo niño, a José Alejandro le gustaban mucho los carritos, los aviones, los robots y los muñequitos de plástico. Sus juegos eran casi siempre solitarios, pues tenía bastante diferencia de años a comparación de sus otros cuatro hermanitos, quienes eran dos mujeres y dos varones.

    Él había comenzado a estudiar y siempre le llamaron la atención los aviones, decía que cuando fuese grande, iba a ser piloto de aviones de guerra, pues le gustaba el ruido de las ametralladoras que veía en las películas de televisión. Cuando podía, su padre lo llevaba a su trabajo; quizás quería enseñarle desde pequeño el oficio y como no tenía vehículo, se iba a pie desde su casa, donde tenía que atravesar una avenida y luego pasar a lo largo de un antiguo viaducto, para cruzar dos calles más y así llegar al taller de metalúrgica donde este se desempeñaba como obrero. Por su parte, al pequeño le gustaba mucho salir con su padre y le llamaba, poderosamente la atención la inmensa altura de ese viaducto, desde donde miraba fijamente las casitas y los automóviles que se veían metros abajo, los cuales le parecían de juguete.

    Debajo del viaducto había una populosa barriada. Un día, su padre después de desayunar lo toma del brazo y le pregunta:

    —Alejandrito, ¿te gustaría caminar un rato? —le dice su padre—. Ya que no vas al colegio hoy, me gustaría llevarte a mi trabajo para que veas donde laboro y veas lo que tu papi hace, ¿ah?

    —Sí, papi, claro que sí... ya voy corriendo a vestirme —respondió.

    José Alejandro fue a su pequeña habitación, se vistió y tomó un pequeño avión de juguete, lo puso en su bolsillo y estuvo listo para salir. Emocionado, tomó la mano de su padre y salieron a la calle. Caminaron varias cuadras y cuando llegaron a la parte más alta del viaducto, el pequeño sacó el avión y lo lanzó al vacío. Su padre extrañado le preguntó por qué lo había lanzado; entonces, el niño le respondió que solo quería ver cómo caía en el aire. Su padre lo regañó y le dijo que no lo volviera a hacer. José Alejandro tenía, apenas, cinco años de edad. Esta acción se repitió varias veces, pero como a su padre no le gustaba que botara sus avioncitos, él los escondía en sus bolsillos y mientras caminaba, los sacaba disimuladamente y los lanzaba al aire. ¡Cómo le gustaba verlos caer!

    Otro día en el que su padre lo llevó al trabajo, el pequeño José no encontró un avioncito para llevar y lanzarlo, entonces, tomó una pequeña muñeca de trapo que encontró entre unos recuerdos de alguna de sus dos hermanas mayores; la escondió entre su chaquetica y salió con su padre. Pasó lo mismo de siempre, a un descuido de su padre, el pequeñín lanzó la muñeca, la cual fue a estrellarse en un techo a doscientos metros abajo del viaducto. Aquella escena fue vista ávidamente por los ojos saltones de José Alejandro, quien parecía extasiado al ver caer la muñeca. Se preguntaba cómo caía, qué se sentiría estar en el aire, qué sentía la muñeca al caer y estrellarse contra un techo o el pavimento. Dicha escena pareció quedar fuertemente impresa en el subconsciente del pequeño, quien tenía escasos seis años.

    A menudo, el niño soñaba que piloteaba un avión y que, de pronto, caía en picada y al casi tocar el suelo, despertaba asustado. También soñaba que era paracaidista o que se caía desde un edificio muy alto. Siempre despertaba exaltado. Una noche, el pequeño Alejandro se levantó y se dirigió a la puerta de su habitación, la cual estaba entreabierta, ya que acostumbraban dejarla así para estar más pendiente de él. Arregló su cama con almohadas para simular que estaba dormido y salió de la habitación. Se dirigió a la pequeña sala de la casa, iluminada tenuemente por la luz de la luna. Se acercó al pequeño corredor que daba a la puerta de la calle, iluminó con una pequeña linterna la puerta y la abrió silenciosamente, salió y luego la cerró suavemente. Miró hacia todos lados, la calle estaba totalmente oscura. Entonces, caminó, lentamente, hacia un árbol en la avenida. Vio unas luces que se acercaban y se escondió detrás del tronco hasta que el automóvil pasara. Caminó apuradamente y miraba nerviosamente a todos lados, mientras se dirigía al final de la avenida. Al llegar, se encontró frente al viaducto, donde comenzó a caminar lentamente mientras tocaba sus barandas. Lo hizo hasta el punto más alto, donde se detuvo y observó el vacío, sacó su cabecita por entre las barandas.

    Decididamente, comenzó a subir las cuatro barandas. Al llegar a la última, se para erguido y hace equilibrio sobre ella, abre sus brazos y empieza a caminarla lentamente. De pronto, aparece un vehículo por la otra calle en sentido contrario y una pareja observa la escena. Entonces, se detienen bruscamente. El chófer baja apresuradamente y le grita.

    —¡Ahí! Muchacho, mira, ¡¿qué pasa?!, ¡¿te quieres matar?! —le dice a José Alejandro.

    Entonces el chófer corre y cruza la isla de la calle y se acerca, al percatarse que es un jovencito se dirige a él:

    —Pero bueno, muchachito, ¿te das cuenta de lo que haces? —le dice—, te vas a matar, dame la mano y baja, por favor.

    Al tenderle la mano Alejandro le contesta:

    —No me toque, váyase, ¡déjeme hacer equilibrio!

    —Pero piensa en el peligro que corres, piensa en tus padres, eres un niño y te falta mucho por vivir.

    —Niño, por favor, quédate quieto, no avances más, mira que está húmeda la baranda y corre mucha brisa, baja por favor... yo tengo un niño de tu edad y no me gustaría que hiciera esto, piensa en tu madre, sufrirá mucho si te matas, baja, te lo pido —le dijo la dama que acompaña al hombre.

    —¡Váyanse!, ¡déjenme solo!, quiero llegar hasta el final, ¡no me toquen o me lanzo! —les gritó mientras avanzaba otro paso.

    De pronto una ráfaga de viento le hizo volar la pequeña gorra sobre su cabeza.

    —Fíjate muchacho, el viento está muy fuerte, no vas a poder llegar al final.

    —Claro que sí, voy a llegar —respondió el niño, airadamente.

    —Okay, Okay, está bien... entonces camina con cuidado, te vamos a guiar, ¿está bien? —pregunta la dama, angustiada.

    —Sí, déjenme, que yo puedo solo —responde Alejandro, mientras trata de dar un paso contra las fuertes ráfagas de viento. Mientras da el paso, su cuerpo se tambalea y al tratar de dar el otro, pisa sobre unas gotas de agua, trata de sentarse, pero no puede controlarse.

    Al acercarse rápidamente la pareja para sostenerlo, el niño cae al vacío y solo se escuchó un grito que les heló la sangre. Se acercaron a la baranda y vieron como caía. Solo se escuchó el grito desgarrador.

    Por otro lado, en el cuarto de los padres de Alejandro, la madre escucha un grito.

    —¡El niño!, ¡el niño!, ¡algo le pasó al niño! —dice y ambos se levantan apresuradamente.

    Al llegar al cuarto, estaba el niño en el suelo, temblaba y sudaba copiosamente.

    —Otra pesadilla, pobrecito mi bebe, ya... ya, tranquilo, calma, calma mi niño —le decía, mientras lo abrazaba y le daba calor con su cuerpo.

    El padre lo levanta suavemente y lo coloca en su cama.

    —Ya te preparo un tecito de yerba buena y tilo —dice su madre.

    El padre lo sostiene un rato y también trata de calmarlo.

    —Ya, mijito, tranquilo, ya pasó esta pesadilla, tu mami y papi están contigo, tomate tú té y a dormir, que todo va a estar bien —dice su padre.

    La madre llegó apresuradamente.

    —Ya mijito, aquí está tú té, tómatelo que yo te acompaño, y tú —le dice al esposo—, vete a dormir que tienes que levantarte temprano.

    —Bueno, mijito, hasta mañana, tranquilo —se despide su padre y le da un beso.

    —Sí papi, hasta mañana, gracias —dice—. Que duermas.

    2

    Rasgos infantiles de un maniático

    El pequeño creció y también su obsesión por la altura, le fascinaba todavía ver cómo caían los objetos hacia un profundo vacío. Pero... ¿serían realmente los objetos?

    Un día, el Sr. José no pudo ir a trabajar; a pesar de que, era sumamente responsable y puntual, había amanecido muy enfermo.

    —Mija, llámame al niño por favor —le pide a su esposa.

    Ella va al cuarto de Alejandro y llama al niño.

    —Tu papi te llama Ale, levántate rápido —le dice.

    Él sale de la cama y corre, va al cuarto de sus padres.

    —Sí papito, ¿me mandaste llamar? —menciona y lo toca por el hombro mientras el padre se incorpora lenta y pesadamente.

    —¿Qué te pasa papi?, ¿estás enfermo? —pregunta con tono de angustia.

    —Sí mijito, estoy muy enfermo, tengo mucha tos y estoy mal del estómago, es por eso que quiero pedirte algo mijo.

    —Sí, papi.

    —Mira —le dice jadeante—, quiero que más tarde vayas a la metalúrgica y le lleves al jefe esa nota que está sobre la mesita de noche, ahí le explico todo lo que me pasa; dile que me excuse, pero no puedo trabajar así.

    —Sí papi, cómo no. Voy a vestirme.

    —Espera, anda dentro de un rato, primero desayuna y ve con cuidado, ya tú conoces la vía —le dice mientras tose repetidamente y lo despide al mover su mano.

    La madre, entonces, le prepara el desayuno, mientras el niño se viste emocionado. Al muchacho, ya de diez años, le entusiasmó la idea, ya que cruzaría solo el viaducto. Su padre, por lo general, no le permitía salir solo a ninguna parte, pero esta vez no tenía alternativa.

    De esa forma, el muchacho salió de la casa y cruzó las primeras calles hasta la avenida que lo llevaría directamente al viaducto. Había caminado unos metros cuando escuchó el maullido de un pequeño gatito, al cual pronto lo ubicó, lo miró un instante y luego lo levantó acariciándole suavemente su cabecita. Entonces, una macabra sonrisa se dibujó en su rostro; miró hacia todos lados, no había nadie en el viaducto, caminó con el gatito escondido entre sus brazos, apuró su paso y al llegar a la parte más elevada del viaducto, miró fijamente hacia abajo, alzó el gatito y lo levantó varias veces, hizo el amague de lanzarlo y se reía al ver la carita de terror que mostraba el animalito. Finalmente lo alzó y dio varias vueltas, haciendo el ruido de un avión, hasta que lo lanzó fuertemente al vacío. Fijamente observó la caída del infortunado animalito; estaba exaltado, excitado, era una especie de gozo experimentar aquel momento para él. Limpió sus manos con la chaqueta y siguió su camino, alegremente, hacia la metalúrgica.

    Después de cumplir con lo encomendado por su padre, regresó a su casa. Esa noche soñó con la escena del gatito, muchas veces, casi no podía conciliar su sueño. Nunca, a medida que crecía, esa pesadilla o trastorno, le abandonaría. Ya de adolescente, sentía enormes impulsos, excitaciones fuertes; siempre los mismos sueños: lanzar cosas por el viaducto, a veces se veía a sí mismo caer por el puente y hasta se veía caer en aviones. Generalmente, el vértigo de la caída lo despertaba muy asustado. Era una obsesión que lo atormentaba, principalmente, de noche. José Alejandro era un joven retraído, no se le conocía novia ni amigos íntimos.

    Su padre continuaba con trastornos de salud que cada día empeoraban, hasta que ya su cuerpo no resistió y falleció. Al morir su padre, el joven Alejandro se calmó por un tiempo. Gracias a su inteligencia y buen desempeño en sus estudios, consiguió becas y estudió administración de empresas en la universidad. Luego, logró viajar a los Estados Unidos, donde realizó otros estudios complementarios, además de aprender el idioma y hablarlo fluidamente. Ahí culminó su carrera exitosamente convirtiéndose en un elegante y bien parecido profesional. Al poco tiempo, murió su madre, y el joven se encontró solo. Sus hermanas se casaron y sus hermanos hacía ya mucho tiempo se habían ido de su casa en busca de nuevos horizontes.

    3

    La otra cara del asesino

    Alejandro comenzó a trabajar en diferentes empresas y sus labores llegaron a coparle todo su tiempo, era un joven con poca actividad social y estaba mentalizado en adquirir su propia vivienda y un vehículo. Aparentemente sus ocupaciones habían mermado su obsesión por las alturas. Estaba muy emocionado por los negocios y pensaba vender la casa pequeña e incómoda de sus padres para comprar un viejo, pero cómodo apartamento cerca del centro de la ciudad. Lo cual hizo.

    Se mudó y poco a poco con lo que ganaba la decoró a su gusto, decía a sus amigos que estaba enfocado en gastar su dinero en la vivienda. Al poco tiempo pudo comprar su automóvil. Estaba muy feliz, ya aparentemente tenía todo, sin embargo, sentía que era un hombre muy capaz y que merecía algo más. Tanto trabajo lo dotó de experiencia y se daba a conocer en el mundo empresarial. Era invitado a las reuniones de las empresas que asesoraba y un día, al finalizar una conferencia que dictaba a un grupo de empresarios, se le acercó un señor alto, bien vestido, con un porte distinguido y lo saluda.

    —Hola, Sr. Ferreira, permítame presentarme —le

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