Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Aquellos que Aman
Aquellos que Aman
Aquellos que Aman
Libro electrónico174 páginas2 horas

Aquellos que Aman

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Un barco cruza el Océano Atlántico, atravesando el mar hacia el Brasil colonial. A bordo, decenas de almas enfrentan los rigores del viaje y todo tipo de penurias, y solo la esperanza de una vida mejor es capaz de sostenerlas en este arriesgado viaje hacia el nuevo mundo.
Antônio Carlos nos cuenta sobre su penúltima encarnación, cuando, como inmigrante, vino a Brasil con su familia en busca de una vida mejor. Su primer contacto con la nueva tierra, el difícil reencuentro con viejos enemigos de vidas pasadas, su desencarnación y mucho más, todo impregnado de ejemplos de amor, comprensión y renuncia.
Una novela que atrapa la atención del lector, desde la primera hasta la última página, y trae emocionantes episodios que retratan la crueldad de la esclavitud.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 ene 2023
ISBN9798215492987
Aquellos que Aman

Lee más de Vera Lúcia Marinzeck De Carvalho

Relacionado con Aquellos que Aman

Libros electrónicos relacionados

Nueva era y espiritualidad para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Aquellos que Aman

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Aquellos que Aman - Vera Lúcia Marinzeck de Carvalho

    INTRODUCCIÓN

    Muchas veces nosotros nos entristecemos con los recuerdos del pasado. Aunque, nuestros actos nos pertenecen. Las buenas acciones nos enseñan, es de sentido común que las memorias de malas acciones nos motiven a repararlas. Pero mismo los que ya saldaron sus cuentas consigo mismos, se emocionan ante hechos pasados.

    España. Auge de la Inquisición. Médico trabajador, me gustaba la profesión, tuve el honor, así lo sentí en ese momento, de curar una enfermedad de trato difícil para un monseñor de la Santa Inquisición, en la región donde residía.

    Viví bien con mi familia. Relativamente bien, ya que en ese momento todos tenían miedo, estaban inseguros. Estaba casado, tenía cuatro hijos, todos saludables, nosotros vivíamos en una casa estupenda y bonita.

    Este monseñor – no citaré nombres porque para mí los nombres son transitorios, no importan, y ser denominado en una encarnación en la que sembramos terror, miedo y odio es muy deprimente –, agradecido, me eligió como médico de la Congregación. No me gusto mucho, pero hasta aquí todo bien, solo serían pacientes.

    Pero siempre tenemos un pero que en determinadas situaciones nos molesta. Fui llamado para una conversación privada con el monseñor.

    – Mi querido doctor – dijo con arrogancia –, confío en usted. Sabe que me gusta que un médico asista a las sesiones de interrogatorio y te escogí para que te quedes en el lugar del médico anterior.

    – ¿Qué le pasó al Dr. C...? – Pregunté asustado.

    – Él no es digno de llevar a cabo un trabajo tan importante para la Iglesia. ¡Es un traidor!

    Ante su respuesta, no me atreví a rechazar la invitación, tartamudeé:

    – No sé si estoy a la altura del cargo que se me ofrece.

    – ¡Lo estás! ¡Claro que lo estás! – Respondió el autoritario monseñor, mirándome prepotente –. No te vas a negar a aceptar, ¿verdad? Te advierto que si te niegas lo consideraré como una ofensa.

    – Es que me gusta atender a mis pacientes y...

    – Bueno, puedes continuar, solo trabajarás con nosotros unos pocos días al mes. ¿Y por dinero? ¡Por supuesto! No te preocupes, serás bien remunerado. Comienzas el jueves, cuando tendremos un interrogatorio.

    Terminó la conversación. Me fui a casa desesperado. Así que llegué, le conté todo a mi esposa.

    – Llegué a saber que el medico C... apareció muerto en río – dijo ella –, no se sabe bien lo que pasó, unos dicen que lo asesinaron, otros dicen, los más allegados a la familia, que se suicidó. La familia se está yendo de aquí, llevándose solo la ropa, como dicen, están dejando todos los bienes a la Iglesia. Van a mudarse a Francia, donde tienen parientes. Muy extraño, ¿no crees? Ya había escuchado que él ya no quería trabajar más para el Santo Oficio. ¡Y resultó en esto!

    – ¿Qué hago? – Le pregunté afligido.

    – Bueno, querido, no tienes alternativa. Trabaja para ellos.

    – Sabes bien que tendré que participar en interrogatorios que son realmente sesiones de tortura. Mi trabajo será examinar a los torturados para ver si aguantan o no las atrocidades. No puedo aceptar...

    – ¡Sí, lo harás! – Gritó con autoridad –. ¡Vete! ¡No tienes otra opción! ¡O trabajas con ellos o el torturado serás tú! ¡O nosotros! ¿No piensas en los tuyos? ¿Qué será de mí? ¿De tus hijos?

    Tenía muchos argumentos. Al escucharla, parecía que recién estaba conociendo en ese momento su verdadera personalidad. Era ambiciosa y pensó en las ventajas que tendríamos, seríamos adulados por mucha gente y seríamos ricos. Pero también estaba el miedo, el miedo a perderlo todo, incluso la vida, y de manera cruel.

    Cobarde, pensé que no tenía elección. Me horroricé el primer día. Escuché hablar de las barbaridades, pero presenciarlas fue horrible. Me fui a casa devastado, vomité toda la noche.

    Quise huir con mi familia a otro país, pero mi esposa me convenció de quedarme.

    – ¡Te acostumbras! Mejor estos herejes que tú o nosotros. ¿Ya pensaste si nuestra fuga sale mal? ¿Han pensado alguna vez tus hijas en las manos de estos hombres?

    Me fui quedando. Traté en secreto, cuando fue posible, de calmar los sufrimientos de los prisioneros, de los herejes, como se les llamaba. Muchas veces llevaban agua en recipientes escondidos en la ropa, dándoles medicina para aliviar el dolor. Pedí perdón a muchos de ellos.

    Pasados los años, cobarde, no fui capaz de decir no al Santo Oficio, a los miembros inquisidores, y siempre fui motivado a continuar por mi esposa. Pero esos interrogatorios me hicieron muy mal. Me puse triste y enfermo, estaba perturbado. Decía estar cansado y el monseñor me apartó. Mi familia se sintió aliviada porque muchos enfermos mentales eran vistos como poseídos por el diablo, torturados y asesinados. Mi esposa me encerró en casa, contrató sirvientes para que me cuidaran. En este momento éramos muy ricos. O mejor dicho, ellos, mis parientes lo eran.

    Las escenas crueles que vi no podían salir de mi cabeza, perdí el equilibrio, perdí la noción de todo. Me volví loco. Cuando murió mi cuerpo físico, mi familia se sintió aliviada y continuaron gastando la fortuna que acumulé.

    Desencarné y en espíritu seguí atormentado, vagando por el cementerio y por la antigua casa, más perturbado que antes. No estaba obsesionado y nadie me persiguió queriendo venganza. Sufrí por mis propias acciones. Ningún individuo que vi siendo torturado me encontró culpable. ¡Pero yo si! Y era más que suficiente. Nuestra propia condena es más rígida. Durante muchos años guardé las escenas que presencié en mi mente, no tenía descanso, las recordaba día y noche. Tenía conciencia de mi culpa, pero también culpé a mi esposa. Estaba enojado con ella, pero después la odié. Ella era, pensé, la principal culpable, la causa de mi sufrimiento. Siempre es más fácil culpar de nuestros errores a otros. Solo más tarde comprendí que ambos teníamos la culpa y que no podía huir de mis errores. Pero en ese momento pensé que estaba en el infierno, estaba desesperado, la culpé, pensé que ella era la que me motivaba, me obligaba a servir al Santo Oficio. No pensé en vengarme, no estaba en, pero la odié y prometí no volver a verla nunca más. Quería estar lejos de ella.

    Pasaron los años, hasta José María, un espíritu muy bondadoso que, cuando encarnado fue sacerdote y por tener enfrentado a la Inquisición fue torturado y asesinado, vino en mi ayuda. Habló mucho conmigo, me ayudó. Nos convertimos en amigos. Me ayudó y tuve otras oportunidades a través de la reencarnación.

    Ha pasado mucho tiempo. En otro cuerpo, otra personalidad, yo estaba empleado cómo capataz en una hacienda.

    Conocí a Lourdes, la negra Lourdesita negra, y me disgustó profundamente. Un día su esposo desapareció y la puse en el tronco exigiendo que ella hablase dónde él estaba.

    Me extrañó esta actitud. Consideraba que la esclavitud era cruel e injusta, nunca había golpeado a nadie. En esa finca no se aplicaban muchos castigos a los esclavos. Ella dijo no saber nada de él; no le creí y seguí azotándola.

    El señor de la hacienda, al ver el injusto castigo, mandó dejarla en libertad y fui despedido. En ese momento no tuve remordimientos, esa negrita, a la que yo no apreciaba, recibió su merecido castigo, la golpeé con furia.

    Pasó mucho tiempo. Pero ¿qué es el tiempo sino el orden de los acontecimientos? ¿Una secuencia de hechos? ¿La vida es la suma del tiempo? ¿La suma de días, años y siglos? Si es así, ¿envejecerá la vida? ¿La vida es el tiempo?

    No, la vida no es tiempo. La vida es la negación del tiempo. El tiempo es el producto de nuestra conciencia y se mide por ella en términos de los recuerdos del pasado entrando en contacto con el presente. Proyecta esperanzas para el futuro. Este es el tiempo. La vida es plenitud, no en el sentido de ociosidad, porque es solo en la relatividad de la relación que la vida se manifiesta. Sin relación no hay la vida.

    Quiso la espiritualidad que nos reuniésemos nuevamente, yo y aquella que fuera mi esposa y se convirtió en Lourdesita, ahora reencarnada en otro cuerpo. Para enmendar nuestros errores fuimos llamados a hacer un trabajo en conjunto. Nos hicimos grandes amigos. Antes de ir a su encuentro, supe todo lo sucedido. Guardé silencio. Dejé que el tiempo, ese factor imprescindible, se encargara de madurarnos. Sabía que un día ella lo sabría, recordaría todo. Entonces esperé.

    Nuestro trabajo comenzó a dar buenos y dulces frutos, y en consecuencia, como sucede siempre, nos metemos en el camino de aquellos que no concordaban con nosotros en ese momento.

    Uno de estos disidentes, teniendo conocimiento de los hechos narrados, comenzó a obligarla a recordar. No interferí. Esperé ansiosamente el desarrollo de la eventos.

    Mi compañera de trabajo comenzó a recordar, los azotes le parecían reales, escuchaba el chasquido del látigo, le parecía que la ropa estaba mojada de sangre. Y pensó:

    ¿Será que en el pasado azoté a alguien? – Se preguntó con tristeza a sí misma. Pronto llegó a la conclusión que era ella la que había sido azotada. Como también entendió que el verdugo era ahora una entidad querida.

    ¿Quién será? – Pensó –. No importa, sea quien sea, yo a seguir amándolo. Todo tiene una razón y él o esta persona tenía la suya. Todo ya pasó y no tiene más importancia.

    Pero ella comenzó a observar a todos a su alrededor.

    ¿Éste?¿ Será aquel o aquella?

    Hasta que me miró profundamente. No enfrenté su mirada, bajé mi cabeza.

    – ¿Fuiste tú? – Preguntó tímidamente.

    – Sí – respondí avergonzado –, ¿me perdonas?

    – Te perdono – respondió ella con sinceridad y sonriendo a su manera amable –. Por favor, no te sientas en deuda. El espíritu discordante que por días estaba con ella, bajó la cabeza y se retiró.

    Nos miramos con emoción y disimuladamente me sequé las lágrimas. A ejemplo de aquellos que aman, aprendemos a amar...

    Y a todos aquellos que tienen el amor como principal objetivo de sus vidas, les dedicamos este libro.

    Antônio Carlos

    São Carlos – SP – 1997

    LA MUDANZA

    Nací en España, hijo de padres agricultores y de familia numerosa. Asistí a la escuela por un corto tiempo donde aprendí a leer y escribir. Estaba orgulloso de esto, me gustaba estudiar, pero desafortunadamente tuve que trabajar. Nuestra vida no fue fácil, trabajábamos duro y vivíamos mal.

    Conocí a Dolores en una fiesta y nos enamoramos. Fue una alegría cuando conseguí el coraje, después algunos encuentros, para decir:

    – Dolores, te amo. ¿Quieres ser mi esposa?

    – Lorenzo, yo también te amo. ¡Acepto! Prometo ser una esposa dedicada.

    Éramos jóvenes cuando nos casamos. Era bondadosa, dulce y muy bonita. Nos quedamos viviendo con mis padres, porque todos mis hermanos ya estaban casados. Pronto vinieron los niños. El primero, un niño, llamado José María, lo amaba profundamente, así como a los demás, Joaquim, María Inmaculada, Eva y Laura, la Laurita.

    Dolores y yo nos llevábamos muy bien, era una esposa entregada, trabajadora y nos queríamos mucho. Trabajaba en la finca, pero no estaba fácil, los duros inviernos, plagas en las plantaciones y, a tiempo para vender la cosecha, los precios eran bajos. Nuestro esfuerzo era enorme.

    Mis padres murieron al poco tiempo y el lugar que teníamos fue dividido. Me quedé con una parte pequeña.

    Muchos españoles venían a las colonias de América, y por la noticias, estaban bien. Yo tenía un primo, Amancio, éramos amigos, nos llevábamos muy bien y su mujer era amiga de Dolores. una tarde llego nosotros visita, llegó eufórico los mi casa.

    – Lorenzo, ¡me voy al Brasil! ¿Por qué no para las colonias españolas? – Le pregunté.

    – Prefiero el país que parece tener forma de corazón. Brasil es grande y lleno, sus riquezas son abundantes. Prefiero la colonia portuguesa, voy a con la familia para vivir allí. Aventurémonos. Vengo a invitarte. ¿No quieres venir con nosotros? No veo cómo podemos mejorar aquí. Trabajamos duro y vivimos en la pobreza. Allí, trabajando se progresa. ¡Ven con nosotros!

    – No sé – respondí –, necesito pensar. Dolores está embarazada y no sé

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1