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Tratado de ciencia canalla: Un análisis histórico de algunas de las etapas más oscuras del conocimiento científico
Tratado de ciencia canalla: Un análisis histórico de algunas de las etapas más oscuras del conocimiento científico
Tratado de ciencia canalla: Un análisis histórico de algunas de las etapas más oscuras del conocimiento científico
Libro electrónico280 páginas4 horas

Tratado de ciencia canalla: Un análisis histórico de algunas de las etapas más oscuras del conocimiento científico

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Información de este libro electrónico

De la mano de la ciencia hemos viajado al espacio, curado múltiples enfermedades, revelado los misterios que esconde nuestro genoma y contestado a multitud de interrogantes que desconcertaban la mente humana, pero su uso sin consideración ética alguna también nos ha arrastrado hacia algunos de los episodios más oscuros de nuestra historia. Tratado de ciencia canalla realiza un recorrido a través de las causas y las consecuencias de algunos de los eventos más aberrantes en los que se ha empleado esta disciplina de conocimiento y que no podemos permitirnos olvidar para no vernos condenados a repetirlos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 sept 2022
ISBN9786071675224
Tratado de ciencia canalla: Un análisis histórico de algunas de las etapas más oscuras del conocimiento científico

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    Tratado de ciencia canalla - David González Jara

    portada

    COLECCIÓN POPULAR

    850

    TRATADO DE CIENCIA CANALLA

    DAVID G. JARA

    Tratado de ciencia canalla

    UN ANÁLISIS HISTÓRICO DE ALGUNAS DE LAS ETAPAS MÁS OSCURAS DEL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO

    Fondo de Cultura Económica

    Primera edición, 2022

    [Primera edición en libro electrónico, 2022]

    Distribución mundial

    D. R. © 2022, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

    www.fondodeculturaeconomica.com

    Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. 55-5227-4672

    Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

    ISBN 978-607-16-7522-4 (ePub)

    ISBN 978-607-16-7411-1 (rústico)

    Hecho en México - Made in Mexico

    ÍNDICE

    Proemio

    De sátrapas y filántropos

    Médicos, curas y alcahuetas

    Penes, cárceles y científicos sin escrúpulos

    Las pelotas de El David

    Aunque lo parezca… no es ciencia

    Franco y el negrito del África tropical

    El descenso a los infiernos

    Epílogo

    Bibliografía

    Para ti, que, habiéndote marchado, siempre estás

    Hay, felizmente, en todos los hombres un espíritu de curiosidad que les mueve a preguntarse por las cosas y desear una explicación de ellas.

    FERNANDO GINER DE LOS RÍOS

    Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo.

    JORGE SANTAYANA

    PROEMIO

    Creo recordar que fue Nikolái Gógol quien allá por el siglo XIX aseguró, probablemente refiriéndose al peculiar comportamiento de Chíchicov,¹ que el ser humano es un ser sorprendente. Sin embargo, en mi humilde opinión, considero que el magnífico escritor ucraniano se equivocaba en la elección del adjetivo con el cual calificar a nuestra especie. El guepardo que persigue a la gacela por la sabana a más de 100 kilómetros por hora, la ballena azul que se mantiene a flote entre las gigantescas olas del océano con sus más de 25 metros de envergadura y 120 toneladas de masa, o las diminutas arqueas capaces de sobrevivir a temperaturas habitualmente incompatibles con la vida son, sin duda, seres sorprendentes. Pero, mi admirado Gógol, el ser humano es muchísimo más que eso: es un organismo diferente, singular, único… ¡especial!

    Que el Homo sapiens sea un ser especial es una afirmación que —aunque radicalmente antropocentrista— muy pocos se atreverán a cuestionar, pero que, debido a la propia y compleja naturaleza del hombre, se podrá argumentar de muy diferentes maneras. Así, muchos entenderán que nuestra singularidad reside en haber sido engendrados a imagen y semejanza de un Creador Todopoderoso; otros opinarán que el proceso evolutivo, que comenzó hace más de 3 500 millones de años, ha alcanzado su máximo grado de perfección en la extraña figura de un mono bípedo desprovisto de pelo; incluso algunos pensarán que la particularidad que nos hace únicos se manifiesta en esa capacidad para domeñar animales, plantas y minerales, tiranizando al planeta del aplastante modo en que nuestra especie lo viene haciendo.

    Ciertamente estoy dispuesto a aceptar que el ser humano está modelado a imagen de un creador, siempre y cuando ese supremo hacedor sea la propia naturaleza. Sólo que admitir esta idea nos arrastraría necesariamente a renunciar al carácter especial del hombre por el concreto hecho de ser una reproducción precisa y fiel de su creador, pues todos y cada uno de los seres que habitan en este planeta han surgido de las mismas entrañas: cantidades finitas de materia y energía esculpidas en formas y apariencias diferentes por la madre naturaleza. Del mismo modo, juzgo erróneo el segundo supuesto por asentarse sobre la falacia de considerar la evolución de los seres vivos como un proceso guiado y marcado con un objetivo, cuando sabemos a ciencia cierta que la evolución biológica, aun aumentando la complejidad de sus creaciones, se aparta de cualquier camino teleológico. Y lo lamento, pero la ingenua creencia de que la excepcionalidad humana emana de nuestro poder para controlar el mundo se cae por sí sola. En primer lugar, porque la verosimilitud de la conjetura que alza al Homo sapiens como dueño y señor del planeta es más que discutible, y porque, aun asumiéndola como cierta, nuestra especie ─de igual modo que previamente ha sucedido con otras muchas─ terminará por claudicar y desaparecer del planeta, dejando un vacío que pasará a ser ocupado por otro organismo (en el caso de que no lo hayamos destruido antes, lo que paradójicamente sí que nos haría especiales). Expuestas las razones anteriores, entonces ¿dónde reside nuestra singularidad?

    La característica que nos hace especiales, entre la gigantesca multitud de complejos y sorprendentes seres que se desarrollan en este planeta, es inherente a la propia y original competencia para hacernos tal pregunta, o cualquiera de los cientos de cuestiones que incesantemente afloran en nuestra conciencia y con las que tratamos de responder a los ¿dónde?, ¿cómo?, ¿cuándo?… y, sobre todo, ¿por qué? La peculiaridad del Homo sapiens, lo que realmente hace de la nuestra una especie única y especial, nada tiene que ver con la posibilidad de haber sido diseñados a imagen y semejanza de un Hacedor Universal; ni tampoco es la consecuencia final de un proceso evolutivo, en realidad carente de cualquier propósito; ni siquiera reside en la capacidad, nunca antes conocida, para someter a las bestias y subyugar a los pétreos y exánimes metales… Poseer conciencia sobre nuestra propia existencia se revela como la principal característica que nos hace humanos y nos separa definitivamente del resto de los seres vivos. Sin embargo, tan particular dádiva que hemos recibido de la naturaleza acarrea una obligación, una tarea que no podemos obviar: nos obliga a interpretar la realidad bajo la que nos desenvolvemos de una forma que la humildemente de cualquier otra criatura jamás podría llegar a soñar.

    La capacidad para cuestionar nuestra realidad hace de nosotros organismos que de ninguna manera se limitan a vagar de forma irreflexiva por su existencia, dejándose arrastrar por comportamientos instintivos que la naturaleza ha cincelado lentamente en los genes. Todo lo contrario, como seres autoconscientes estamos obligados a buscar respuestas con las cuales interpretar todo aquello que sucede a nuestro alrededor y, con base en ellas, tomar nuestras particulares decisiones, muchas veces incluso contrarias a los designios de la propia naturaleza. Es, por tanto, nuestra capacidad para cuestionar, descifrar, en definitiva, entender, ─o al menos intentarlo,─ la realidad bajo la que nos desenvolvemos, la característica que convierte al ser humano en un organismo especial.

    El arte y la magia, la religión y la filosofía, y, por supuesto, la ciencia son algunas de las consecuencias tangibles de esa peculiar naturaleza que obliga al ser humano a encontrar respuestas a todos y cada uno de los enigmas que constantemente retan a su entendimiento. Desde los orígenes de nuestra especie, tanto la magia como la superstición han aportado soluciones a la innata curiosidad humana. Sin duda a base de veredictos incorrectos, que probablemente se alejaban de la realidad que se quería interpretar, pero que, no obstante, contribuían a dotar de cierto sentido la existencia del ser humano y, de ese modo, tranquilizaban un espíritu condenado por su propia esencia a una interminable búsqueda de respuestas. Del mismo modo, la danza, la pintura, la música o la literatura son manifestaciones humanas que continúan aportándonos soluciones a multitud de cuestiones que asoman en la conciencia del hombre. Ya que ─—tal como expresaba el propio Aristóteles en su Poética—² se trata de actividades artísticas que imitan a la propia naturaleza, y a través de esa mímesis nos permiten alcanzar cierto grado de discernimiento sobre el mundo que nos rodea.

    Sin duda, la filosofía y la religión también aplacan con enorme eficacia las demandas de nuestra naturaleza inquisitiva. Pero si existe una estrategia que ha mostrado sobradamente su capacidad para elucidar eficazmente muchos de los interrogantes que inquietan al ser humano, ésa ha sido (y continúa siendo) la ciencia.

    La ciencia es una creación tan humana como lo son el arte, la filosofía o la religión; y del mismo modo, es consecuencia directa de la necesidad vital por hallar respuestas a todas las cuestiones que continuamente atormentan a un ser que de ninguna manera se puede conformar con desempeñar el papel de espectador inerte e ignaro en el devenir de los acontecimientos. No obstante, a pesar de aflorar del mismo pozo de necesidad, la ciencia es una estrategia de conocimiento que emplea una forma tan exclusiva de proceder que se distancia radicalmente de todas las demás creaciones humanas. La metodología que utiliza la ciencia (el famoso método científico) está conformada por una serie de etapas secuenciales, que comienzan con la observación y el estudio de algún suceso que despierta nuestra connatural y neoténica curiosidad. Estadio conducente a la elaboración de hipótesis falsables y a su verificación a través de la experimentación, generando un conocimiento que, sólo alcanzando el máximo nivel de complejidad y verosimilitud, se materializa en forma de leyes y teorías que explican (parcialmente y durante cierto tiempo) la realidad bajo la que se desenvuelve el ser humano.

    La provisionalidad que caracteriza a las teorías científicas es la consecuencia del proceder natural de la ciencia, cuya metodología conduce a la sustitución de una teoría por otra, que no sólo explica un suceso de forma más sencilla,³ sino que también lo hace de una manera más completa. Desde este punto de vista, debemos ser conscientes de que la ciencia es una herramienta para el conocimiento que jamás establece verdades definitivas y eternas, sino que nos suministra, ─y no es poco,─ respuestas válidas, mejor dicho, útiles, pero incompletas sobre determinados aspectos de la realidad. Respuestas que en forma de leyes y teorías se irán quedando obsoletas y que, irremediablemente, serán sustituidas por otras que acierten a explicar y describir con mayor precisión la realidad en la que nos desenvolvemos.

    No obstante, aunque la ciencia posee una extraordinaria eficacia para desenmarañar muchas de las incertidumbres que oscurecen nuestra conciencia, la metodología científica jamás nos permitirá elucidar completamente todos los interrogantes. No debemos ver en ello un fallo de la propia metodología científica, sino la manifestación de la inherente limitación que presenta el ser humano (y por ende cualquier herramienta de conocimiento que éste pueda diseñar) para poder aprehender completa e íntegramente una realidad compleja, relativa y en absoluto mecanicista.

    Sin embargo, más allá de la propia metodología científica, el aspecto que ha encumbrado a la ciencia como el más extraordinario instrumento para iluminar la razón del ser humano es la actitud especial que posee el científico: capaz de renunciar a las cómodas certidumbres y, al mismo tiempo, mantener constante precaución y cierta desconfianza sobre sus propios descubrimientos. Aunque parezca ir en contra del estereotipo que la mayoría de nosotros manejamos sobre el modo de proceder de la ciencia, un buen científico nunca, jamás se limita a demostrar que sus planteamientos están en lo cierto, sino que, viviendo constantemente en el escepticismo y conocedor de las limitaciones del intelecto humano, lucha constantemente por derrumbar sus propias teorías como único medio para refrendarlas. Así, del mismo modo que sólo sabremos que un muro ha sido sólidamente construido cuando lo intentemos derribar una y mil veces y, a pesar de nuestros esfuerzos, éste se sostenga orgullosamente en pie, una teoría científica ─que trata de describir con cierta precisión un ámbito de la realidad─ debe ser sometida constantemente a la duda. Recurriendo a las palabras de Karl Popper, podemos afirmar que los verdaderos científicos deben trabajar activamente para sacar a la luz las debilidades de sus propias ideas y acoger con beneplácito la refutación de una hipótesis para crear algo mejor.

    De este modo, debemos ser conscientes de que la ciencia, aun con sus inherentes limitaciones, es una poderosísima herramienta de conocimiento con la cual disipar la densa calígine que con frecuencia envuelve nuestra conciencia, pero, como sucede con cualquier otra herramienta, su correcta operatividad recaerá siempre sobre las espaldas del individuo que la está utilizando. La capacidad de elucidación y predicción que posee la ciencia se encuentra directamente vinculada al correcto proceder del científico y de la sociedad en la que éste se inserta, pues del mismo modo que el más preciso y eficaz instrumento se puede convertir en algo totalmente inútil y aberrante en las manos equivocadas, los malos científicos pueden pervertir el adecuado funcionamiento de la metodología científica. Así, existen individuos que no tienen ningún escrúpulo en manipular y tergiversar las apreciaciones a las que ha llegado una teoría científica, aplicándolas, sin disimulo y siempre en su beneficio personal, dentro de un contexto que poco, o nada, tiene que ver con el original. Otros intentan copiar burdamente la forma de proceder que caracteriza y define a la ciencia, con el objetivo de aprovechar la credibilidad que ésta ha ido poco a poco adquiriendo, tratando de hacer pasar por conocimiento científico lo que sólo es una ridícula pseudociencia. También, con cierta frecuencia, el maltrato que sufre la ciencia procede de la equivocada actitud del propio científico cuando éste renuncia a su independencia plegándose a los intereses del poder establecido; o cuando puerilmente transige con las obligaciones artificiales de una ciencia burocratizada y extremadamente especializada y competitiva en la que hay que publicar, publicar y publicar. Sin embargo, la mayor, la más profunda y terrible transformación la padece la ciencia cuando se ve desposeída de todas aquellas cualidades positivas que ha mimetizado de su creador. Si la ciencia se encuentra despojada de todo rastro de conciencia y empatía, si la ciencia confunde su objetivo y extravía su propósito… entonces el conocimiento científico se habrá transmutado en un ogro descontrolado, vasallo fiel de unos cuantos, pero inútil y peligroso para el resto de la humanidad.

    Este ensayo es el resultado de una intensa investigación documental sobre algunas (probablemente las más relevantes) etapas de la historia reciente del hombre durante las cuales la ciencia pasó de conformar una herramienta para el desarrollo del ser humano a transmutarse grotescamente en un instrumento aplicado al beneficio e interés exclusivo de unos cuantos. De este modo, en las páginas de esta obra conoceremos personas, instituciones y el contexto histórico responsables de deformar la ciencia, y que, como tumores malignos, contribuyeron a menoscabar lo que siempre debería ser una estrategia de conocimiento sana y vigorosa, capaz de saciar con respuestas las demandas cognitivas de este animal especial.

    Si queremos que la metodología científica siga conformando la mejor y más útil herramienta con la cual interpretar la realidad, deberemos conocer los peligros que la amenazan, pues sólo siendo conocedores de sus debilidades podremos llegar a fortalecerla. Con este objetivo, vamos a presentar algunos, pocos, aunque especialmente relevantes, capítulos de la historia en los que la mala acción del hombre, de ese ser especial y único, ha estado a punto de echar a perder la mejor herramienta que poseemos para interpretar la realidad.

    Dicho lo cual, resulta evidente que éste es un tratado sobre historia de la ciencia, pero no lo es sobre la vertiente útil y positiva de tan eficaz estrategia de conocimiento, sino sobre mala ciencia. Éste es, por tanto, un tratado sobre ciencia canalla.

    Primavera de 2018

    I. DE SÁTRAPAS Y FILÁNTROPOS

    EXISTE un aspecto del comportamiento humano que, aunque ciertamente usual, no deja de sorprenderme cada vez que soy testigo de él: la facilidad con la que seres que nos tenemos por inteligentes perdemos de vista el objetivo principal de una tarea, a la que a veces hemos consagrado nuestra vida, y acabamos confundiendo los medios para alcanzar un fin con la finalidad misma.

    Con frecuencia, fruto de esa desorientación tan humana, equivocamos el camino y terminamos por situarnos en una posición radicalmente opuesta a la que inicialmente nos habíamos propuesto alcanzar. Así, no es infrecuente encontrarnos en el gimnasio con individuos que habían elegido las pesas, las flexiones y la cinta de correr como extenuante medio para mejorar su estado de salud. Y, con el paso del tiempo, observar que han caído en la trampa de otorgar a los medios la categoría de finalidad, viéndose arrastrados a pasar largas sesiones encerrados entre cuatro paredes, levantando pesos cada vez mayores (que dañan sus ligamentos y articulaciones) y consumiendo sustancias que, con la promesa de incrementar el rendimiento, lo que hacen es deteriorar seriamente su salud. Una confusión similar entre los medios y los fines también está afectando a los profesores dentro del burocratizado contexto educativo. Y es que, ante un tiempo que puede ser relativo pero que dista mucho de ser infinito, el profesorado invierte cada vez más horas en rellenar actas, memorias, acuerdos, programaciones, revisiones, memorandos, certificaciones, etcétera, etcétera, etcétera… dejando de dedicar sus esfuerzos a lo realmente importante: la enseñanza de sus alumnos.

    Por supuesto que la ciencia, como creación puramente humana, no es en modo alguno ajena a esta predisposición natural que parece obligarnos a focalizar nuestra atención en el camino, diluyendo en el pertinaz olvido aquel destino que en algún momento nos habíamos propuesto alcanzar. De hecho, tenemos cierta tendencia a pensar que la finalidad de la ciencia es encontrar respuestas a los interrogantes que constantemente surgen en nuestro cerebro, y soluciones a los problemas que invariablemente acucian a nuestras sociedades. De nuevo, esto no es más que una muestra del reincidente error que cometemos al considerar los medios como un fin en sí mismo. Es cierto que el ser humano necesita rellenar con respuestas los huecos que en forma de porqués se agitan en su mente, y desarrollar productos, tecnología y estrategias que le permitan mejorar su calidad de vida. Pero éstos son, en realidad, objetivos parciales, caminos secundarios por los que debemos transitar para, finalmente, desembocar en la avenida principal que nos conduce al verdadero fin, al gran y definitivo propósito que tiene el conocimiento científico: el propio hombre.

    La ciencia está hecha por y para el ser humano. Es una estrategia de conocimiento implementada para ayudar a toda la humanidad, a todas y cada una de las personas que habitan en este planeta, sin distinción de raza, estatus social, creencia, sexo, edad… El conocimiento científico debe buscar respuestas a los interrogantes y encontrar soluciones a los problemas del hombre, pero como parte de esa colosal causa final que es atender y proteger al mismo ser humano; y nunca, jamás puede hacerlo a costa de renunciar al valor intrínseco que toda persona posee por el simple hecho de existir. En el avance del conocimiento no todo es válido, al menos no lo es cuando para alcanzarlo se daña de alguna forma la dignidad humana y se infringen sus derechos universales. Si la ciencia cae en la contradicción de destruir al ser humano como medio para ayudar al hombre, si la ciencia se vale de la dignidad de unos seres humanos para salvar o mejorar la vida de otros seres humanos, lo único que logra es confundir los medios con el fin, perder toda legitimidad, contradecirse y, finalmente, inmolarse.

    No nos engañemos, la ciencia sin conciencia puede llegar a resultar muy útil para unos pocos, incluso para una inmensa mayoría, pero al dañar a unos seres humanos en beneficio de otros, ésta renuncia a su verdadero fin, traicionando, en vez de ayudando, a la humanidad. Y es precisamente en este lugar, en el que los medios se han transformado en un fin, donde debemos ubicar la triste historia de Alexis St. Martin, cuyo episodio constituye un ejemplo paradigmático de lo que puede llegar a ser una ciencia confundida y desprovista de conciencia.

    Allá por el año 1836 apareció publicado un libro de naturaleza científica que llevaba por título Experiments and Observations on the Gastric Juice and the Physiology of Digestion.¹ Los experimentos recogidos en este manual supusieron un enorme impulso al conocimiento que por entonces se tenía sobre el proceso digestivo en los seres humanos.

    Durante los primeros capítulos, su autor, el cirujano estadunidense William Beaumont, parecía limitarse a realizar una especie de exégesis sobre los diferentes aspectos que

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