En busca del yo y otros fantasmas: El mito del sujeto y el libre albedrío
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La mente humana es sin duda la entidad más enigmática de la naturaleza. Tan misteriosa, que desde hace miles de años los seres humanos muestran una irremediable tendencia a creer que sea el reflejo de un "algo", único e inmaterial, que constituye nuestro auténtico ser, ya sea que lo llamemos yo, alma o espíritu. Nos resistimos a pensar que nuestra mente sea el mero producto del funcionamiento natural de nuestro organismo.
En busca del yo se propone mostrar como esa creencia no es más que una ilusión a la que nos aferramos de forma poco reflexiva. Tras exponer los fenómenos cognitivos que llevan a la idea de que la mente es un espíritu inmaterial, e incluso inmortal, el libro aborda las dos cualidades de la mente que la hacen especialmente misteriosa en comparación con otras entidades y procesos de nuestro organismo: el libre albedrío (nuestra aparente capacidad de determinar nuestras acciones de manera espontánea, no forzados por causas externas) y la consciencia (esa cualidad de la mente que consiste en la capacidad de estar dándose cuenta de algo).
Con la ayuda de los resultados de algunas recientes investigaciones psicológicas, se analizan de forma crítica las principales teorías que han intentado explicar esas dos cualidades, para acabar concluyendo que carecemos de buenos motivos para pensar que la mente (yo, alma o espíritu) pueda ser algo distinto a una parte del funcionamiento fisiológico normal y natural de nuestro sistema nervioso.
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En busca del yo y otros fantasmas - Jesús Zamora Bonilla
El mito del espíritu
La creencia en el alma
Una de las ideas más extendidas a lo largo de la historia, quizá solo un poquito menos en la actualidad que en épocas pasadas, es la creencia de que los seres humanos no estamos constituidos solo por nuestro cuerpo, ese admirable montón de tejidos orgánicos que se descompondrán cuando muramos, sino que también poseemos algún tipo de elemento o principio inmaterial, un espíritu, un alma, que en general se ha pensado que seguiría existiendo después de nuestra muerte, y en la cual también se ha considerado a menudo que consistiría nuestro auténtico «yo». De todas formas, no debemos pensar que la visión más común (y por así decir, peliculera) sobre el alma, característica de las religiones y las filosofías dominantes durante los últimos dos milenios, especialmente el cristianismo y el islam, es la única forma que la creencia en el «espíritu» ha tenido a lo largo de los tiempos.
La propia palabra espíritu conserva en su etimología la huella, e incluso la onomatopeya, de una visión que hace tres milenios debió de ser mucho más frecuente: la idea del alma como algo ligado especialmente a la respiración. Otros términos que en distintos idiomas servirían para traducir la noción de «espíritu» también están asociados con la misma idea: por ejemplo, el griego psykhé (de donde viene la palabra «psicología» —la ciencia del alma—, del verbo psykhein, «respirar» o «soplar»), o el hebreo ruach («viento») o neshama («aliento»). Al fin y al cabo, el cese de la respiración es uno de los indicios más fáciles de observar (aunque esté lejos de ser totalmente fiable) de que alguien ha fallecido, y la sonora expulsión final del aire contenido en los pulmones cuando la muerte detiene nuestro reflejo respiratorio puede haber llevado también a la idea de que, con ese último soplo, la vida se escapa del cuerpo.
Así, en el Antiguo Testamento no hay indicio de que los hebreos anteriores al cautiverio en Babilonia (siglo VI a.C.) creyesen en algo parecido a la «inmortalidad del alma», una idea que solo empieza a aparecer en sus últimos libros, escritos ya bastante después de las conquistas de Alejandro Magno (siglo IV a.C). El espíritu, o ruach, sería, pues, para ellos una especie de principio vital; divino, sí, pero de naturaleza más o menos «física», y no persistiría tras la muerte. Tampoco parece que creyeran en la persistencia del alma las primeras civilizaciones mesopotámicas, como atestigua el Poema de Gilgamesh.
Epopeya de Gilgamesh
La Epopeya o Poema de Gilgamesh es una de las obras literarias más antiguas del mundo. Hay fragmentos de una versión en lengua sumeria de la segunda mitad del tercer milenio a. C. (es decir, casi dos mil años anterior a las obras literarias más antiguas conocidas en griego y en hebreo). También hay versiones más recientes en otras lenguas de Mesopotamia y del antiguo Oriente Medio. Entre otras cosas, el poema contiene la primera versión conocida de la leyenda de un «Diluvio Universal».
Fotografía de un relieve de GilgameshRelieve de Gilgamesh hallado en el palacio de Sargon II y actualmente expuesto en el Museo del Louvre.
La historia narra las aventuras de Gilgamesh, un gobernante de la ciudad de Uruk cuya tendencia a abusar de las mujeres enfurece a sus súbditos, que ruegan a los dioses que lo castiguen. Los dioses crean a un hombre medio salvaje y de extremada fuerza, Enkidu, para que luche contra Gilgamesh, pero ambos se hacen amigos después de su primer combate. Posteriormente, Enkidu muere, y Gilgamesh, apesadumbrado, emprende una infructuosa búsqueda de la inmortalidad.
«Gilgamesh, ¿por qué vagas de un lado para otro?
La Vida inmortal que persigues no la encontrarás jamás.
Cuando los dioses crearon la Humanidad,
asignaron la muerte para esa Humanidad,
pero ellos retuvieron entre sus manos la Vida.
En cuanto a ti, Gilgamesh, llena tu vientre,
vive alegre día y noche,
que tus vestidos sean inmaculados,
lávate la cabeza, báñate,
atiende al niño que te tome de la mano,
deleita a tu mujer, abrazada contra ti.
¡Tal es el destino de la Humanidad!»
Tablilla Meissner, Babilonia, aprox. siglo XVIII a. C.
Unos cuantos siglos después, en la Grecia arcaica, al menos según los poemas épicos de Homero, sí parece que se pensaba que el alma o psykhé seguía existiendo cuando alguien fallecía. Pero esos espíritus no eran «nuestro auténtico yo», sino más bien una mera sombra de nosotros mismos, algo así como vagos recuerdos, que habitaban semiinconscientes en el Hades, sin distinción entre buenos y malos, y sin la menor capacidad de influir ni de ser influidos por el mundo de los vivos que habían dejado atrás. Solo los héroes de las historias mitológicas habrían accedido a las Islas Afortunadas (o Jardín de las Hespérides, en otras versiones), donde llevarían una vida placentera, semejante a la terrenal pero sin ninguna de las desgracias que afligen a los mortales. Este eterno resort vacacional estaría vedado, por tanto, para todos los humanos que hubieran tenido la mala suerte de vivir después de la era de los mitos.
Algunas otras religiones y culturas, incluyendo pueblos de cazadores-recolectores, tampoco parecen haber dado el paso de creer en la existencia del «espíritu» como una fuerza más o menos divina o mística y distinta del cuerpo, a aceptar la conclusión de que dicho espíritu sobrevivía plenamente a la muerte física. Los rituales y leyendas religiosas de muchos de estos pueblos no dan casi ninguna relevancia a la cuestión de qué nos pasará después de fallecer. Es el caso, por ejemplo, del confucianismo en Oriente, o, entre las tribus más «primitivas», el de los hazda de Tanzania o los piraha del Amazonas. Esto es así aunque en dichas culturas se considere importante la veneración a los antepasados: lo que ocurre es que el significado de dichos rituales tiene más que ver con el cumplimiento de las obligaciones de los vivos (la piedad filial) y con la cohesión social que se logra con ello, que con una creencia literal en la persistencia de los familiares fallecidos. Sobre la antigüedad de la creencia en una vida de ultratumba poco podemos decir, por tanto, pues la existencia de culturas en las que se rinde culto a los ancestros pero a la vez no hay una creencia en la inmortalidad implica que la mera aparición de ritos funerarios no garantiza que las gentes que los llevaban a cabo creyesen de verdad en «la otra