La gastritis de Platón
Por Antonio Tabucchi
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Un narrador parte en busca de un amigo desaparecido, sombra de un pasado sellado, según se adivina, por una definitiva ruptura. Bombay, Madrás, Goa, hitos de un itinerario por una India avistada desde habitaciones de hotel, que sin embargo relampaguea en extraños encuentros: un profeta en un tren, un jesuita portugués, un gnóstico de una sociedad teosófica, un monstruo enano que lee el karma a los peregrinos, la joven fotógrafa de la «abyección» de Calcuta... En filigrana, bajo la desaparición del amigo, un mito literario: la renuncia a la escritura, la fuga a tierras lejanas, la transformación del intelectual en hombre de negocios. Con irónico despego y mórbida impasibilidad, el autor elude los peligros obvios del «color local» en una espléndida novela cuyo tema es el lado nocturno y oculto de las cosas.
Antonio Tabucchi
(Vecchiano, 1943 - Lisboa, 2012) se ha impuesto como el mejor escritor italiano de su generación y goza de un amplio prestigio internacional: un escritor «situado a la cabeza de la literatura europea» (Miguel García-Posada), que ejerce «una fascinación sin par», en palabras de José Cardoso Pires. Ha sido galardonado con los premios más prestigiosos, entre ellos el Pen Club, el Campiello y el Viareggio-Rèpaci en Italia; el Prix Médicis Étranger, el Prix Européen de la Littérature o el Prix Méditerranée en Francia. También ha sido nombrado Officier des Arts et des Lettres en Francia y Comendador da Ordem do Infante Dom Enrique en Portugal.
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La gastritis de Platón - Carlos Gumpert
Índice
Portada
Prólogo
I. Una cerilla Minerva
II. Conversación en Lisboa
III. Mientras nos queden cerillas
Dos cartas desde la cárcel de Adriano Sofri
Epílogo provisional
Cronología
Notas
Créditos
A la querida memoria de Leonardo Sciascia y Pier Paolo Pasolini, con mucha nostalgia
El futuro tiene un corazón antiguo.
CARLO LEVI
No aceptaría jamás formar parte de un club que admitiera entre sus socios a personas como yo.
GROUCHO MARX
BOMBERO:Dentro de tres cuartos de hora y dieciséis minutos exactamente tengo un incendio en el otro extremo de la ciudad. Debo apresurarme, aunque no tenga mucha importancia.
SEÑORA SMITH: ¿De qué se trata? ¿De un fueguecito de chimenea?
BOMBERO: Ni siquiera eso. Una fogata de virutas y un pequeño ardor de estómago.
EUGÈNE IONESCO, La cantante calva
Esta diabólica puesta en escena es también el contenido de dos relatos publicados no por casualidad coincidiendo con el inicio del proceso en primera instancia –«Una historia sencilla» de Sciasciay en segunda instancia –«¿El aleteo de una mariposa en Nueva York puede provocar un tifón en Pekín?», de Tabucchi.
De la sentencia del primer proceso de apelación contra Sofri, Bompressi e Pietrostefani, redactada por el magistrado ponente Laura Bertolé Viole, 1991
El carro del victimismo es arrastrado por estos bueyes, por estos útiles idiotas [los intelectuales].
De la Requisitoria del fiscal general Ugo Dello Russo, representante de la acusación en el primer proceso de apelación contra Sofri, Bompressi e Pietrostefani, 1991
... y la gallina
de regreso al camino
vuelve a cacarear.
GIACOMO LEOPARDI
Prólogo
Donde se justifica esta «Gastritis»
Este librillo de tema tan italiano llegó paradójicamente a Italia rebotado desde Francia, puesto que es deudor del interés de algunos amigos franceses tras un viaje de ida y vuelta al país transalpino. Sin la iniciativa de Bernard Comment, que ha ideado su estructura, encargándose también de su edición, no existiría como volumen exento, y hubiese quedado como un breve ensayo (o mejor, «colaboración») publicado en la revista Micromega de mayo de 1997 bajo el título de «Una cerilla Minerva»,¹ inspirado en una «Bustina di Minerva» de Umberto Eco (L’Espresso, 24 de abril de 1997), titulada «El primer deber de los intelectuales: permanecer callados cuando no sirven para nada». Tuve la impresión de que en ese escrito Umberto Eco, al confiar al intelectual exclusivamente la gestión de la cultura (casi podríamos decir de los bienes culturales) y al apoyarse en dos imperiosas afirmaciones (la primera, que cuando se le quema la casa lo único sensato que el intelectual puede hacer es llamar a los bomberos; la segunda, que, puesto que resulta vano cualquier intento de razonar con alcaldes impermeables a las formas de educación cívica, lo más útil para el intelectual es dedicarse a escribir manuales ad usum de los nietecillos de alcaldes semejantes, con objeto de que no crezcan con la mentalidad de sus abuelos), trazaba del intelectual un perfil excesivamente triste (o quizá inconscientemente cínico). Mi intervención en Micromega no pretendía tanto «rehabilitar» la controvertida figura del intelectual (de la que no se sabe bien si pertenece a la vil raza maldita² o más bien a la especie del ave fénix) como en todo caso su esporádica «función» dentro del actual consorcio humano, sobre todo en Italia. Y, al hacerlo, me pareció oportuno, si no indispensable, recurrir a un ejemplar de la especie intelectual que curiosamente Eco descuidaba en su texto: el escritor y/o el poeta. El «olvido» de Eco me pareció digno de reflexión, no tanto a causa de Eco, que también es escritor, cuanto por el hecho de que atrajera mi atención hacia la clase de «papel» que el escritor y el poeta han podido desempeñar en la Italia de la posguerra (dejando a un lado las épocas monárquica y fascista). Papel que acabé considerando de escaso prestigio; es más, todo me llevó a la conclusión de que tal ejemplar zoológico, cuando no ha sido objeto del mayor desprecio por parte de «Palacio» (pasolinianamente entendido como el Poder), siempre ha sido considerado con cierta suficiencia por las instituciones intelectuales y culturales a él conexas (academias, escuelas críticas, etc.) y tratado por estas con condescendiente superioridad, teniéndolo por una criatura excéntrica, acaso pintoresca, pero que, fuera como fuese, podía perfectamente dejarse de lado (haciéndose eco tal vez de la famosa expresión «prescindamos de ello» que repetía el actor cómico Totó). Por lo demás, una mentalidad corriente, derivada en parte de Pareyson y en parte de cierta hermenéutica de nuestro siglo, basada en el humilde principio de que el hermeneuta «sabe más que el propio autor» (Schleiermacher), no puede sino llegar al silogismo práctico de que el comentador puede incluso prescindir del comentado, lo que recuerda a los gramáticos de cervantina memoria que no tenían necesidad de la lengua. Y los resultados están a la vista.*
La primera aserción de Eco, basada en la metáfora de los bomberos (políticamente muy correcta: ¿quién no llamaría a los bomberos si se le estuviera quemando la casa?), me parece, por decirlo de algún modo, insuficiente: basta considerar la solicitud que el benemérito cuerpo ha demostrado allá donde las italianas calamidades lo reclamaban. (Y los ciudadanos recordarán la eficacia de la actuación de nuestros bomberos en la estación de Bolonia tras la bomba de agosto de 1980. Lo que ocurre es que no es tarea del jefe de bomberos, pobrecillo,