El bello verano
Por Cesare Pavese
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En pleno verano de los años treinta, Ginia, de apenas dieciséis años, tiene unas ansias desbocadas de vida. De más vida. De la mano de su amiga Amelia, elegante y sofisticada, conocerá un deslumbrante mundo habitado por artistas bohemios. Embelesada por el hechizo de sus nuevos amigos, Ginia pronto se enamorará de un joven y enigmático pintor. Todavía no lo sabe, pero este será el comienzo de una historia de amor tempestuoso, cargado de ilusiones no siempre colmadas y destinado a arder con una llama endeble, que no alumbrará más allá del verano.
El bello verano es la historia de la inevitable pérdida de la inocencia. Una delicada iniciación a la vida, el descubrimiento de la sensualidad y la tentación; el paso de la adolescencia a la madurez y a la conciencia de lo inevitable del destino.
Galardonado con el premio Strega en 1950.
«Un retrato maravilloso.» Elizabeth Strout
«Pavese es, para mí, una constante fuente de inspiración.» Jhumpa Lahiri
«Uno de los pocos novelistas verdaderamente imprescindibles de mediados del siglo xx.» Susan Sontag
«La escritura de Pavese es de una gran profundidad, uno nunca deja de encontrar nuevos niveles, nuevos significados.» Italo Calvino
Cesare Pavese
Cesare Pavese (San Stefano Belbo, 1908 - Turín, 1950) pasó su infancia y su juventud en Turín, donde se graduó en Letras. Perteneció a la generación neorrealista italiana y, desde su trabajo en la editorial italiana Einaudi, contribuyó a la difusión de novelistas norteamericanos como Herman Melville, John Dos Passos, William Faulkner y John Steinbeck, entre muchos otros. De natural camaleónico en lo que se refiere a su vocación literaria, Pavese se prodigó en géneros diversos, como la poesía, con Trabajar cansa, aunque pronto su carrera viraría a la narrativa, con obras de la talla de La luna y las fogatas o la presente novela, El bello verano, premiado con el premio Strega del año 1950.
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El bello verano - Cesare Pavese
I
Por aquel entonces siempre era fiesta. Con solo salir de casa y cruzar la calle nos poníamos como locas, y todo era tan maravilloso, sobre todo de noche, que al volver, muertas de cansancio, aún esperábamos que pasara algo, que se declarase un incendio, que naciera un niño en casa o incluso que amaneciera de repente y todo el mundo saliera a la calle y se pudiera seguir andando y andando hasta los prados y hasta más allá de las colinas.
—Estáis sanas, sois jóvenes —decían—, sois unas niñas, no tenéis preocupaciones, claro.
Incluso una de ellas, una tal Tina, que había salido coja del hospital y en su casa no tenía qué llevarse a la boca, también se reía por nada, y una noche, cuando iba trotando detrás de los demás, se paró y se puso a llorar porque dormir era una idiotez y robaba tiempo a la alegría.
Si le entraba una de esas crisis, Ginia no dejaba que se le notara y acompañaba a alguna otra a su casa y hablaba y hablaba hasta que no tenían nada más que decirse. Llegaba entonces el momento de separarse, aunque en realidad ya llevaban un rato a solas, y Ginia volvía a casa tranquila, sin echar de menos la compañía. Las noches más maravillosas eran, naturalmente, las del sábado, cuando salían a bailar y al día siguiente podía quedarse durmiendo. Claro que también bastaba con menos, y algunas mañanas Ginia salía para ir a trabajar y se sentía feliz sabiendo que la esperaba aquel trayecto.
—Si vuelvo tarde, luego tengo sueño; si vuelvo tarde, me zurran —decían las demás.
Ginia, en cambio, nunca estaba cansada, y su hermano, que trabajaba de noche, la veía solo para cenar, porque durante el día dormía. Al mediodía (Severino se daba la vuelta en la cama al oírla entrar), Ginia ponía la mesa y comía con apetito, masticando poco a poco, escuchando los ruidos del piso. El tiempo pasaba despacio, como sucede en las casas vacías, y podía lavar los platos que esperaban en el fregadero, limpiar un poco y luego también echarse en el sofá de debajo de la ventana y adormilarse con el tictac del despertador del otro cuarto. A veces hasta cerraba los postigos para quedarse a oscuras y sentirse más a solas. Total, a las tres bajaría Rosa y se pararía a arañar la puerta, con cuidado para no desvelar a Severino, hasta que ella le contestara que estaba despierta. Luego saldrían juntas y se separarían al llegar al tranvía.
Ginia y Rosa solo tenían en común ese corto trayecto y una estrella de perlitas en el pelo, pero una vez, al pasar por delante de un escaparate, Rosa dijo:
—Parecemos hermanas.
Entonces Ginia cayó en la cuenta de que aquella estrella era vulgar y decidió que tenía que ponerse un sombrero si no quería parecer también una obrera. Sobre todo porque a saber cuándo podría comprarse uno Rosa, que seguía sometida por sus padres.
Si no era demasiado tarde, Rosa entraba cuando pasaba a despertarla, y Ginia dejaba que la ayudara a poner orden, riéndose en voz baja de Severino, que, como todos los hombres, no sabía lo que era llevar una casa. Rosa lo llamaba «tu marido», para seguir con la broma, pero a menudo Ginia ponía mala cara y replicaba que aguantar todos los inconvenientes de una casa y, en cambio, no tener a un hombre no era ninguna diversión. En realidad, lo decía en broma (porque lo que le gustaba era precisamente estar sola en casa a esa hora, como una señora), pero a Rosa de vez en cuando había que recordarle que ya no eran niñas. Ni siquiera sabía comportarse por la calle, hacía muecas, se reía, se volvía: a Ginia le daban ganas de pegarle una torta. Sin embargo, cuando salían juntas a bailar, Rosa se hacía necesaria, porque tuteaba a todo el mundo y con sus extravagancias dejaba claro a los demás que Ginia era más refinada. En aquel año maravilloso en el que habían empezado a vivir su vida ellas solas, Ginia se había dado cuenta enseguida de que lo que la diferenciaba de las demás era que también estaba sola en casa (Severino no contaba) y que con dieciséis años podía vivir como una mujer. Por eso, mientras llevó la estrella en el pelo dejó que Rosa la acompañara, porque la divertía. No había en todo el barrio otra chica tan alocada como ella, cuando quería. Era capaz de desarmar a cualquiera, riendo y mirando al cielo, y se pasaba noches enteras sin hacer o decir nada que no fuera de broma. Y era pendenciera como un gallo.
—¿Qué te pasa, Rosa? —decía alguien, mientras esperaban a que empezara la orquesta.
—Tengo miedo. —Y se le salían los ojos de las órbitas—. He visto por ahí a un viejo que no dejaba de mirarme, me está esperando fuera, me da miedo.
El otro no se lo creía.
—Será tu abuelo.
—Tú eres tonto.
—Anda, vamos a bailar.
—No, que tengo miedo.
En mitad de un giro, Ginia oía gritar al chico en cuestión:
—Eres una maleducada, una bruja, quítate de mi vista. ¡Vuélvete a la fábrica!
Entonces Rosa se echaba a reír y hacía reír a los demás, pero Ginia, sin dejar de bailar, pensaba que era precisamente la fábrica la que transformaba de ese modo a las chicas. Y, de hecho, bastaba con ver a los mecánicos, que también hacían esa clase de bromas cuando conocían a alguien.
Si había alguno en la cuadrilla, se podía dar por sentado que antes de que cayera la noche alguna chica se enfadaría o, si era más tonta, se pondría a llorar. Se burlaban igual que Rosa. Siempre querían llevárselas a los prados. Con ellos no se podía conversar y había que ponerse a la defensiva de inmediato. Claro que algo bueno sí tenían: algunas noches había canciones y ellos cantaban bien, sobre todo si iba Ferruccio con su guitarra. Era un chico alto y rubio que siempre estaba en el paro, pero aún tenía los dedos ennegrecidos y estropeados del carbón. Parecía imposible que aquellas manazas fueran tan diestras, y Ginia, que una vez las había sentido debajo de las axilas cuando volvían todos juntos de la colina, se cuidaba mucho de no mirarlas mientras tocaban. Rosa le había dicho que el tal Ferruccio había preguntado por ella dos o tres veces, a lo que Ginia había contestado:
—Dile que primero se arregle las uñas.
La vez siguiente esperaba que Ferruccio se riera, pero ni siquiera la miró.
Y llegó el día en que Ginia salió del taller de costura colocándose bien el sombrero con las dos manos y en la misma puerta de la calle se encontró a Rosa, que se abalanzó sobre ella.
—¿Qué ha pasado?
—Me he escapado de la fábrica.
Anduvieron juntas por la acera hasta el tranvía sin que Rosa añadiera nada más. Ginia, molesta, no sabía qué decir. Hasta que bajaron del tranvía, cerca de casa, Rosa no dijo, mascullando y en voz baja, que tenía miedo de estar embarazada. Ginia la llamó tonta y se pelearon en la esquina. Luego pasó la tormenta, ya que Rosa se había puesto así simplemente del susto, pero mientras Ginia se había alterado más que ella, porque le parecía que la habían engañado y habían dejado que se comportara como una cría mientras los demás se divertían, y encima había sido Rosa, precisamente, que no tenía ni pizca de ambición. «Yo valgo más —pensaba Ginia—, a los dieciséis años es demasiado pronto. Allá ella si quiere echarse a perder.» Se decía eso, pero no podía pensar en ello sin sentirse humillada, porque la idea de que todas las demás, sin decir nunca nada, hubieran pasado por los prados, mientras que a ella, que vivía sola, la mano de un hombre seguía dándole palpitaciones, esa idea le cortaba la respiración.
—¿Por qué viniste a decírmelo a mí aquel día? —le preguntó a Rosa una tarde mientras salían juntas.
—¿Y a quién querías que se lo dijera? Estaba metida en un lío.
—¿Por qué nunca me habías dicho nada?
Rosa, que ya estaba tranquila, se reía. Aflojó el paso.
—Si no se cuenta, es mejor. Hablar de esas cosas trae mala suerte.
«Qué tonta es —se decía Ginia—. Ahora se ríe, pero hace nada quería matarse. Lo que le pasa es que todavía no es una mujer.» Sin embargo, cuando iba y venía por la calle, incluso estando sola, pensaba: «Somos todas jóvenes. A ver si cumplimos los veinte años pronto y aprendemos a