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Ora Pro Nobis
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Libro electrónico273 páginas4 horas

Ora Pro Nobis

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Información de este libro electrónico

Lali Noguera, 55 años, periodista especializada en escándalos de la Iglesia Católica es amenazada y perseguida y decide desaparecer de la circulación.
Pide refugio en un convento de clausura, gracias a su contacto con una de las monjas, a través de internet.
Allí se produce el choque de dos mundos: el de ella y el de la monja, que lleva 32 años encerrada. Conocemos cómo una visita episcopal acabó, 20 años atrás, con la vida de otra monja, después de quedar embarazada y serle practicado un aborto.
Lali descubre robos de obras de arte y esqueletos de monjas y de recién nacidos además de irregularidades urbanísticas.
A causa de un suceso que produce ciertos cambios, hay un punto de encuentro en el que ambas realizan una revisión vital y deciden cómo quieren vivir la última parte de su existencia.
IdiomaEspañol
EditorialDistrito 93
Fecha de lanzamiento15 jul 2022
ISBN9788418783982
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    Ora Pro Nobis - Carme Arrufat

    Ora_pro_nobis.jpg

    Carme Arrufat Dalmau

    Ora Pro Nobis

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

    © Carme Arrufat Dalmau (2022)

    © Bunker Books S.L.

    Cardenal Cisneros, 39 – 2º

    15007 A Coruña

    info@distrito93.com

    www.distrito93.com

    ISBN 978-84-18783-98-2

    Diseño de cubierta: © Distrito93

    Fotografía de cubierta: © Clara Quiroga

    Diseño y maquetación: Distrito93

    Agradecimientos

    Agradezco la colaboración literaria en las revisiones de la obra de: Susi Tello, Imma Arrufat y Octavi Piulats. Y también agradezco a todas aquellas personas que, al creer en esta novela, han participado en el crowfunding: Rocío Encabo Cejudo, María Victoria Sanchs, Carmen Teresa Bruges, Yolanda Ramiro Iarburu, Marta Montalvo, Carmen Lozano Bruna, Pilar Martínez Revuelta, Gurutze Galbete Rodríguez, Cecilia Puchades Gómez, Merce Llagostera González, Nuria Posa, Imma Arrufat, María Ángeles Fernández García, Esther Gutiérrez Blázquez, Àngels Arrufat Dalmau, Andrea Sanchiz Molina, Luciana Dias, M. Dolors Riba, Imma Santasusana Riera, Carme Dalmau i Bacardit, Custodia Rodríguez Orvay, Marisa Navarro Sierra, Elvira Juan, María Carme Correro Terra, Assumpta Antúnez Roca, Claudia Paz Yanes, Ana de las Heras, Naihara Cardona Martínez, Rocío Lapuente, Ana Norario, Inés Valentín, Octavi Piulats, Maria Esquís, Karla Soler Riba, Carme Boix, Montserrat Viñau, Montserrat Dalmau Joan, Conxita Serena, Lourdes Soler, Àngels Tiñena y Montserrat Perramón.

    1ª PARTE

    PUNTOS DISTANTES

    I

    Lo pasé en grande mientras escribía mi irreverente, pero sincera carta a su santidad. Lo pasé en grande al releerla impresa en el periódico. Después de tantos años de profesión, no entendía la ilusión casi infantil que me invadió al ver publicada mi primera «Carta al papa». Había publicado centenares de artículos, y la lectura impresa de muchos de ellos no pasaba de ser un puro repaso por encima, para cerciorarme de que me habían respetado el texto entero o para caer en la cuenta de que, una vez más, los correctores se habían ensañado con alguna de mis metáforas y la habían hecho trizas.

    Aquella carta me abrió una puerta. Hasta entonces había escrito sobre distintos temas: cultura, política, deportes, cuestiones sociales… pero aquel día sentí en mi interior la llama de la vocación. ¡Quizás después de veinte años de trabajos más o menos anodinos, conseguiría entender por qué me había dedicado al periodismo!

    Aquella primera carta al santo padre, escrita y publicada hacía algunos años, me abrió más que una puerta: un portal. Un portal de alegrías y a la vez de disgustos, pero sobre todo una fuente de motivación para no abandonar mi profesión, cosa que había estado a un tris de llevar a cabo en numerosas ocasiones.

    Señor,

    No he sido jamás una entusiasta de la institución que vos regentáis, ni tampoco una ferviente seguidora vuestra, pero la última actuación de vuestra eminencia de la que me ha llegado noticia me ha puesto los pelos de punta: que intercedáis por el general Pinochet. De todas formas, no tendría que sorprenderme en absoluto vuestro gesto, ya que uno de vuestros actuales álfiles, monseñor Ángelo Sodano, fue el nuncio del Vaticano en Chile durante la dictadura, simpatizante del general y seguro que bendecía la mano dura de este.

    Una vez más queda bien patente que, contrariamente a la labor que realizaba el hombre que tomáis como símbolo en vuestra doctrina, el papado y el Vaticano siempre se han caracterizado por situarse al lado, no de los más pobres y desvalidos, sino de los ricos y poderosos. Así, en la larga lista de despropósitos, los malos ejemplos que han ofrecido diversos papas a lo largo de la historia son una evidencia. Desde los Borgia, al papa Luna, sin olvidar a Julio II, entre otros actos reprobables, encontramos: asesinatos, hijos ilegales, cismas, etc. Y vos parece que no os alejáis demasiado de esta línea de modelos que no merecen imitarse. Recordemos vuestra persecución de la teología de la liberación y las prohibiciones contra los teólogos progresistas, como Leonardo Boff y Hans Küng.

    Atentamente.

    Lali Noguera

    Actualmente, aunque ya han ocupado el puesto dos papas más, recuerdo perfectamente al papa polaco, y al releer la carta o pensar en ella, aún se me dibuja en los labios una sonrisa, reconociendo en aquellas palabras el inicio del cambio de mi vida, a causa del despegue de mi meteórica carrera.

    De ser una periodista casi anónima, en pocos meses y al especializarme en los asuntos de los representantes del cielo en la tierra, pasé a ser la estrella invitada en la mayoría de las tertulias radiofónicas y televisivas, y muy solicitada para dar conferencias sobre «Mujer y religión».

    Mi existencia se trastocó: aquella sucesión ordenada de días, aburrida de tan esperable, pasó a ser un torbellino dentro del cual no se podía prever qué iba a suceder en el minuto siguiente. Podía sonar el teléfono y cambiar todo de un momento a otro. Y, de hecho, así sucedía. Al principio, tanto movimiento me divirtió; me pareció que mi vivir se había vuelto interesante de repente.

    Pero desde hacía algunos meses empezaba a notar los síntomas del agotamiento en mi cuerpo y en mi mente. Me costaba levantarme de la cama, cuando siempre había sido muy madrugadora; me costaba concentrarme en mis lecturas y artículos, y me sentía nerviosa e incómoda en cualquier lugar. Cuando estaba en un sitio ya me atacaba el ansia por ver finalizar el acto o la reunión y pasar al siguiente, donde la sensación se repetía con más intensidad, ya que, por ser más tarde, estaba más cansada. Y así sucesivamente, en una carrera que parecía no dejarme respiro.

    Ya solo soñaba con echarme en la cama un viernes por la noche y no levantarme hasta el lunes por la mañana. Pero los fines de semana eran peores que los días laborables. Estaba llegando a un punto del que no sabía cómo retroceder; no sabía cómo escapar de la espiral de hiperactividad y agotamiento. Era como si solo se me permitiera seguir adelante, acumulando más angustia, más inquietud, más cansancio, pero, sobre todo, más miedo. He llegado a pensar que quizás me encuentre en medio de un tremendo desequilibrio psíquico y emocional, pero lo cierto es que vivo con la garra del pánico pellizcándome el diafragma, de forma que hay días en los que respirar me resulta un trabajo insoportable.

    Pero sé que no, que no es puro desequilibrio mental, que hay causas para mi miedo. Sé que este no pertenece a la clase de miedos que acostumbra a padecer la mayor parte de la gente: miedos imaginarios que jamás llegan a materializarse. No. Mis miedos están basados en la realidad. En los últimos meses destapé escándalos económicos y sexuales perpetrados por algunos obispos, escándalos que, a pesar de las presiones ejercidas, no quedaron ocultos debido a mi terquedad e insistencia en publicar en todos los medios posibles las noticias, artículos de opinión (muchos de los cuales no quise cobrar), cartas, etc. De esta forma conseguí que las aberraciones cometidas por los hombres santos llegaran a la opinión pública de forma reiterada y transparente.

    Eso trajo consigo varias consecuencias: primero, una lluvia de mensajes anónimos y amenazantes dirigidos a mí; mensajes que me esperaban en las distintas redacciones de los medios en los que había publicado; más adelante, mis perseguidores consiguieron mi correo electrónico y mi número de teléfono; y desde aquel momento, las amenazas me llueven por canales privados. Ahora sé que me siguen. Lo he notado varias veces en la calle y estoy asustada. Pero a la vez, me niego en redondo a abandonar mi actual investigación.

    Ataulfo del Valle, se acerca a recibir la comunión, como cada día. Hoy, a causa de una conmemoración privada de un grupo de feligreses cuya función es proteger a la Iglesia de cualquier ataque, recibe el cuerpo de Cristo de manos del obispo.

    Se retira hacia su banco, donde permanece arrodillado. Ha mantenido la costumbre de su padre de usar un arrodillador, una especie de pañuelo, confeccionado con tela negra, con sus iniciales bordadas en gris perla, cuya finalidad es evitar que sus pantalones, al rozar con el banco, se ensucien, a causa del polvo de los zapatos dejado por otros feligreses.

    Termina la misa, dobla la tela en cuatro, la coloca en el bolsillo de su americana y sale hacia la sacristía, donde hoy, el obispo les ha invitado a un pequeño desayuno para celebrar el aniversario de la refundación de la orden seglar, «El círculo de las sombras», de la cual él tiene el honor de ser el presidente, para toda la península.

    El círculo de las sombras surgió como necesidad para defender a la Iglesia ante los ataques indiscriminados que sufría por parte de algunos periodistas sin escrúpulos que se dedicaban a contar exageraciones y mentiras, con el único fin de desacreditar a tan magna institución. Y así fue como, ya hace cuarenta años, él y un grupo de fieles decidieron revitalizar esta organización antigua que había caído en desuso.

    El obispo se despoja de su casulla y acude a la sacristía donde hay preparada una mesa con pequeños bocadillos, pastas y cafés con leche. Allí van llegando el reducido número de fieles que componen este grupo de salvaguarda, encabezados por su presidente, Ataulfo del Valle, a quien tiene que agradecer no pocos favores. Mientras comen unos deliciosos croissants que aún están tibios, su eminencia les dirige unas palabras.

    —Y les quiero agradecer su soporte incuestionable, especialmente en estos días duros. Realmente son días difíciles y hay personas, como esta Lali Noguera que no ayudan en nada a suavizar la situación, sino que parece que disfruten echando más leña al fuego. Estoy preocupado con la labor de esta mujer, en parte por el inmerecido daño que hace a nuestra Institución y en parte, y sobre todo, por el daño que se hace a sí misma y a su alma… Esta mujer es todavía peor que el periodista que hace unos años escribió aquel panfleto terrible sobre las mentiras de la Iglesia.

    —Así es —interviene el presidente—; y tuvimos que darle algún toque, por cierto, con muy buenos resultados, ya que a partir de aquel momento dedicó sus textos a otros temas.

    Ataulfo ha captado la angustia y el enfado del obispo y no le ha pasado desapercibida una mirada de soslayo que este le ha lanzado mientras hablaba de esa mujer, y que él ha interpretado como un grito de socorro. El señor obispo jamás pediría ayuda de manera explícita y mucho menos ese tipo de ayuda irregular que se verá empujado a poner en marcha.

    El día ha empezado como los demás, con una misa, pero la presencia hoy de su eminencia y la interesante reunión posterior lo han vuelto distinto. Ataulfo, con el semblante preocupado, sube a su Mercedes. Él sabe qué hacer y tiene los medios a su alcance.

    Llega a su despacho y llama a la oficina de Mario, que además de ser su capataz es su hombre de confianza para menesteres delicados.

    —Mario no está aquí en este momento, Sr. Ataulfo, está en la cantera; tenían que dinamitar una roca y está supervisando las voladuras.

    Vuelve a ponerse su americana y sale hacia la cantera. Antes de llegar ya distingue la polvareda encima de su territorio, señal inequívoca de las tareas del día. En la entrada, el guardia de seguridad le comunica que las voladuras han terminado. Llama a Mario y lo cita en el sitio de costumbre; es su escondrijo particular, su lugar de confidencias… ¡si esta especie de oquedad en la montaña pudiese hablar!

    Llegan casi al mismo tiempo. Uno repeinado y con traje; el otro, con casco y ropa de trabajo, llena de polvo blanquecino.

    —Mario, tengo un encargo para ti. Ya no nos vale seguir amenazando a la periodista como hasta ahora. Esta mujer no se asusta y sigue escribiendo. Vamos a pasar a la acción. Tendría que parecer un accidente, pero ahora vamos en serio a por ella. ¡Se acabó el recreo! ¿Me has entendido?

    —Perfectamente, Sr. Ataulfo. Vamos a diseñar un plan, pero mientras tanto, tengo a dos hombres vigilándola de cerca y ahora mismo les voy a dar algunas instrucciones más expeditivas, por si se les presentara la ocasión de quitarla de en medio. Nunca se sabe… —Es cierto, Mario… nunca se sabe. En tus manos lo dejo. Mantenme informado.

    Bajo las escaleras hacia el sótano del aparcamiento en el que he dejado el coche hace un par de horas para asistir a una reunión. La lluvia mezclada con la polución de Barcelona ha formado una pátina deslizante sobre los primeros peldaños. Me agarro fuerte a la barandilla cuando, por un resbalón, me veo casi en el suelo. Por suerte no acabo de caerme y consigo recuperar el equilibrio. El externo, porque el interno hace días, demasiados, que lo he perdido.

    Con las prisas no anoté el número de mi plaza. Creo que era en el segundo piso y tengo la sensación de que no estaba muy lejos de la escalera, por lo que repaso con avidez los vehículos aparcados, que dormitan como mastines en una tarde calurosa. Pero no consigo encontrar el mío.

    A lo mejor está en el piso inferior… Vuelvo sobre mis pasos hasta las escaleras y bajo hasta el tercer sótano. Ando otra vez hacia donde creo haber aparcado y me separo un poco hacia la izquierda para asegurarme de que está allí. ¡Por fin! Ahora me voy a ir a casa a darme un baño caliente y después buscaré un balneario para pasar el fin de semana. Llamaré a Toñi, a ver si me acompaña.

    Estoy acercándome a mi vehículo cuando unos focos grandes y potentes que avanzan a toda velocidad desde el fondo del pasillo se me vienen encima. Cruzo la hilera intermedia de coches y salgo corriendo por el pasillo de salida. Corro tanto como puedo, pero mis perseguidores han dado la vuelta y su coche está entrando en el pasillo con un chirrido agudo, causado por la curva tomada a excesiva velocidad.

    Me detengo, me escondo en medio de dos coches, vuelvo a cruzar hasta el pasillo de entrada y ando agachada en dirección contraria, viendo a pocos metros de mí las escaleras peatonales por las que había bajado. He tenido suerte porque, en el momento en que el coche de mis perseguidores se había detenido e iniciaba la marcha atrás, un todo terreno ha salido de su plaza y les ha obligado a avanzar en la dirección correcta. Veo mi coche y sé que no hace falta que intente acercarme a él, ya que ellos no lo van a perder de vista.

    Me quedo un momento inmóvil por el pánico, al oír al auto dar el giro del final y enfilar por segunda vez el pasillo, ahora en dirección a mí. Adentrarme en el aparcamiento es una locura. Mis ojos se clavan otra vez en la escalera. Si me quedo ahí agazapada como un conejo asustado, los tipos van a parar el coche y a perseguirme a pie, con lo cual mis posibilidades terminan aquí. Hay que arriesgarse. Son escasos veinte metros los que me separan de la escalera y ellos, a pesar de que se acercan raudos, aún están lejos.

    Tomo aire, me levanto, agarro fuerte mi pesada bolsa que contiene entre otros objetos mi ordenador portátil, mi segundo cerebro, y atravieso el tramo a toda la velocidad que me permiten mis nervios y mi carga. Subo los peldaños del tercero al segundo, de dos en dos. Cuando estoy entre el segundo y el primer piso oigo los frenos del coche chirriando. Sigo hacia arriba sin detenerme y salgo a la calle. Ahora ellos van a perseguirme corriendo.

    El peso de la bolsa no me permite correr a la velocidad que me gustaría, o sea, volar, pero no puedo plantearme abandonarla. ¡Ahí está toda mi vida, todo mi trabajo! Miro con desesperación arriba y abajo de la calle. No sé cómo aprovechar mejor los escasos segundos de margen que me quedan, antes de que ellos aparezcan en la acera mojada. Siento el corazón percutiendo en la garganta, como si fuera a salirme por la boca, que la siento reseca y pastosa. Jadeo como un búfalo, pero, a pesar de encontrarme apenas sin aire, sé que no puedo detenerme.

    Decido correr hacia delante y cruzo la calle sin mirar, en medio de un tráfico intenso, lo que me comporta insultos y pitidos por parte de algunos conductores que se ven obligados a frenar de forma imprevista. El último en hacerlo es un autobús que acababa de arrancar desde su parada, escasos metros atrás. Creyendo el conductor que tal heroicidad solo podía deberse a la necesidad de no perder el bus, lo detiene y con una sonrisa comprensiva abre las puertas ante mí. No se me hubiera pasado por la cabeza subirme a un autobús, pero la ocasión la pintan calva y el resoplido de las puertas mostrándome una estupenda vía de escape constituye una invitación, por lo que subo los peldaños sin pensarlo dos veces y suspiro aliviada cuando las puertas se cierran detrás de mí y el autobús emprende de nuevo su marcha.

    Mientras se aleja, mantengo los ojos clavados en la acera de enfrente. Los dos individuos se han asomado y están escrutando arriba y abajo para adivinar hacia dónde he ido. Intento calmarme. La sonrisa comprensiva del conductor se me hace balsámica. Pago mi billete sin destino y me siento.

    Tengo que pensar y rápido. Llamo a Toñi.

    —Está clarísimo que tienes que desaparecer de la circulación, Lali. ¡Ah! Y no se te ocurra ir a tu casa, porque allí van a estar, esos u otros, tanto da. Estás en el punto de mira. O sea que vente para mi casa, recogemos cuatro cosas y nos vamos unos días a Ca la Marga.

    Toñi no se calla, habla y habla. Los nervios le producen verborrea. Y a mí, ahora me va estupendo.

    Como siento que no puedo pensar, dejo que mi amiga decida por mí.

    —A ver… ¿Dónde estás?

    —No lo sé… En un autobús…

    —Sí, pero ¿cuál? ¿A dónde va?…

    —Yo que sé. Lo he pillado al vuelo en la salida del parking… Por la dirección que lleva podría ir hacia el puerto.

    Obedeciendo a Toñi, pregunto al conductor por el número del autobús y su trayecto, así como por su parada final.

    —Bien, pues apura hasta el final y no te muevas de delante del World Trade Center. Yo estoy allí en diez minutos. Creo que puedo llegar al mismo tiempo que el autobús.

    Hablar con Toñi y tener un primer atisbo de plan me ayuda a calmarme. La cara del conductor, al percatarse de que yo no sabía ni en que autobús subía, ni su recorrido, es de risa. Sus primeras miradas de comprensión han derivado en un escrutinio escéptico que parte de la sospecha. No hace falta que lo diga. Sé bien claro lo que piensa: ¡Hay gente rara en el mundo y para muestra, algunos de los que suben a su autobús!

    Me siento tentada de darle alguna explicación, de contarle que unos individuos me perseguían en el tercer sótano y que he tenido que salir corriendo a la calle, subiendo las escaleras como si tuviera quince años y… pero me doy cuenta de que, si intento contar mi historia, todavía voy a empeorar la situación. El conductor ya me ha tomado por loca, no hace falta ofrecerle más argumentos para que acabe solicitando a los de seguridad que me lleven al psiquiátrico.

    A mi lado el agua del puerto se mece con pesadez, con un balanceo rítmico y lento. Siguiendo las instrucciones de Toñi, me refugio en la entrada del World Trade Center. A esta hora, apenas hay circulación en este paseo que desemboca en pleno puerto, ya que los únicos que pueden tener interés en llegar hasta el final, aparte de algún paseante perdido, son los que van al edificio de oficinas comerciales, casi todas cerradas por estar en la pausa del almuerzo.

    Pasa una señora a mi lado. Lleva una cadena de oro con un crucifijo y varias medallas. Me siento inmersa de repente en uno de mis pensamientos favoritos: analizar el porqué de mi feroz vocación anticlerical. Llevo ya días con el ejercicio… Si por lo menos pudiera entender qué me empuja a lanzarme de forma tan apasionada encima de todos mis casos, quizás encontraría la llave de cómo tomarme un descanso. Aunque me huelo que, de todas formas, tendré que tomármelo.

    No necesito esforzarme demasiado para entender qué hay debajo del impulso que me empuja de forma tan militante a no dejar pasar ni media a ningún representante del clero. Retrocediendo hasta mi infancia puedo encontrar motivos suficientes y sobrados para justificar mi causa: desde el horror de la imaginería que me impusieron, hasta las confesiones con su secuencia de pecado, culpa y penitencia, pasando por los largos y tediosos rosarios, vía-crucis, misas, oficios, obligaciones, virtudes, pecados y más pecados. Pero, sobre todo, no les voy a perdonar jamás haberme dejado sin dios. Porque el que me ofrecieron, este ser severo, implacable y justiciero, omnipotente y omnipresente, cuyo ojo enmarcado en un triángulo no dejaría de vigilarme, fiscalizarme y espiarme a lo largo de mis minutos, durante muchos años, este dios no me servía para nada. Al contrario, me significaba un estorbo, una limitación, un agobio que me acarreaba más males que bienes.

    Por eso tuve que deshacerme de él de forma radical y no encontré otra mejor que militando en organizaciones de signo opuesto. Pasé varios años considerándome atea e intentando olvidar todo lo que me habían inculcado sobre religión. Pero cuando las huellas son profundas como pisadas en la nieve, el olvido no es posible. Y cualquier reportaje que comportara acercarme a un asunto religioso, me inundaba de dolorosos recuerdos.

    No podía

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