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El apetito de las bestias
El apetito de las bestias
El apetito de las bestias
Libro electrónico206 páginas3 horas

El apetito de las bestias

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Esta es una historia real. Adalberto Amarillo, un actor solitario que recorre el centro de Medellín junto a su perro, no puede olvidar al único amor de su vida: Sonia Quintana, una galerista en bancarrota que migró a Nueva York cuarenta años atrás. Ambos comparten un mismo apetito: la carne humana. La soledad de la culpa es la única que acompañará a ambos personajes a lo largo de su vida. Una culpa asumida y otra, reprimida. La carne humana, el placer insaciable de las bestias, está en manos de un minúsculo y selecto grupo que encuentra en los más desfavorecidos y reprimidos su fuente de alimento, en un país donde matar por matar es un instinto y comer del muerto, una tradición. Entre los paisajes urbanos de Medellín y Nueva York, y el frío profundo de Nebraska, dos bestias saciarán su apetito sangriento para lamentar su condena en vida: no poderse amar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 jul 2022
ISBN9786287540316
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    El apetito de las bestias - Jorge S Restrepo

    PRIMERA PARTE

    Matar y comer del cuerpo

    Del Orinoco el cause

    se colma de despojos;

    de sangre y llanto y un río

    se mira allí correr.

    –Fragmento de la tercera estrofa del himno de Colombia

    UN FUNERAL

    Al ver el cuerpo de su tía dentro del féretro, Adalberto Amarillo no pudo recordar cuándo fue la última vez que la vio con vida. El cuerpo de la anciana parecía haberse encogido y sus ojos cerrados lo invitaban a preguntarse qué puede soñar un cuerpo inerte. En todos sus años como actor, siempre se sintió un afortunado por reencarnar cuantas veces fuera posible. Varios de sus personajes murieron en las tablas y en el celuloide, pero tras el grito de corte del director, Adalberto Amarillo volvía a abrir los ojos y regresaba a la vida. La tía, por el contrario, ya no tendría esa posibilidad. Solo le quedaba ser recordada por los pocos familiares que la sobrevivían y por el perro que ahora, por una simple cuestión de pragmatismo, quedaba en manos de su sobrino preferido; el mismo que, mirándola dentro del féretro, no podía recordar cuándo fue la última vez que la vio con vida.

    La relación de Adalberto Amarillo y su tía comenzó una tarde de 1960, cuando don Gracián Amarillo le encargó a su hermana la tarea de enseñarle al niño a caminar recto. Ella era profesora de danza en una academia de barrio y pocas veces había visto al pequeño Adalberto, pues entre las giras con la compañía de ballet nacional y sus amores furtivos, perdió todo contacto con la familia, hasta esa fatídica tarde en la que se fracturó un tobillo por culpa de un compañero de escena distraído. El muchacho, embobado durante el ensayo por la belleza descomunal de una niñita de catorce años que acababa de integrarse a la compañía, apenas tuvo el tiempo de reacción necesario para alzar por los aires a la tía de Adalberto Amarillo, perdió el equilibrio ante el impulso que traía la mujer y dejó caer todo su peso sobre el tobillo de la desafortunada bailarina. Al enterarse de la noticia, don Gracián Amarillo llevó a su hermana a la casa y le pidió a su esposa, doña Valeria Núñez de Amarillo, que se encargara de cuidarla y enseñarle las tareas de la nueva vida que le deparaba. Sin embargo, la tía se rebeló contra el destino que su hermano le impuso. No le interesaba aprender a lavar y a planchar, tampoco a cocinar o saber cómo cambiarles los pañales a muchachitos ajenos. Se propuso volver a caminar y, si la vida se lo permitía, a bailar.

    Consiguió lo primero; lo segundo, después de intentarlo varias veces y sentir un dolor que parecía taladrarle los tendones y músculos, jamás lo pudo volver a hacer. Encontró trabajo como instructora de baile, conoció a un hombre que se preocupaba más por saldar las deudas que le dejaba su adicción a la botella, y nunca tuvo hijos. La tarde que vio entrar a su sobrino a la academia, el mismo al que se negó a cambiarle los pañales diez años antes, tomado de la mano de su hermano, comprendió que no tenía escapatoria. El pequeño Adalberto Amarillo caminaba chueco por culpa de unos pies demasiado planos y unas rodillas frágiles que nunca pudo sanar, pero sí amaestrar. La tía le enseñó a enderezar la postura, a conocer y manejar el centro del cuerpo. Pegó sobre el suelo una larga cinta blanca sobre la cual Adalberto Amarillo caminaba de un lado a otro cuantas veces fuera necesario, hasta que aprendiera a no salirse de la línea.

    Después de dos años de arduo trabajo, Adalberto Amarillo aprendió a caminar. Tenía doce años, los mismos que tenía su tía cuando comenzó a bailar, pero sus rodillas le impedían saltar, girar o hacer piruetas. Sin embargo, tras memorizar con facilidad las tablas de multiplicar hasta el número veinte, aprenderse las fechas de las guerras mesopotámicas y comprender por qué los tiranos, por malos que sean, piensan que están haciendo algo bueno, Adalberto Amarillo sintió el deseo de actuar. El bicho lo picó una noche en la que esperaba que su tía terminara de arreglarse para irse de la academia, y vio por una puerta entreabierta a un grupo de personas que jugaban a no ser ellas. Cada una tenía en sus manos unas hojas que leían con una entonación diferente e hinchada. El profesor parecía molesto, cosa que el pequeño Adalberto Amarillo comprobó cuando le escuchó recriminarle a uno de los hombres que jugaba a ser otro hombre, que no se había memorizado el texto. Sorprendido y emocionado, el niño se motivó al darse cuenta de que para jugar a ser otra persona solo le bastaba tener buena memoria. Le contó a su tía el deseo de integrarse al grupo de teatro y ella, sin más que enseñarle, lo inscribió a escondidas de su hermano, quien nunca en su sano juicio permitiría que el pequeño Adalberto Amarillo decidiera seguir el camino de las artes y no el del derecho, como él. Además, le parecía más sano que el niño compartiera con otras personas, en lugar de pasarse los fines de semana encerrado en la iglesia sirviéndole de monaguillo a un sacerdote que a la tía nunca terminó de agradarle. Cuando Adalberto regresaba de la iglesia, parecía otro niño: callado, sumiso y temeroso.

    Durante cinco años, siempre bajo el pretexto de que las patas chuecas le impedían aprender a caminar a un ritmo acelerado, Adalberto y su tía crearon un vínculo casi de madre e hijo. La mujer, entusiasmada por la curiosidad y el talento de su sobrino para el teatro, comenzó a mover sus influencias, y para el momento en que Adalberto terminó el colegio, ya tenía el cupo asegurado en la escuela de teatro libre. Don Gracián Amarillo, al enterarse de la carrera que había escogido su hijo y después de tratarlo de maricón y de desagradecido, le deseó toda la suerte del mundo y lo echó de la casa. Durante un tiempo, Adalberto vivió con su tía y su esposo. Luego se mudó con unos compañeros de la escuela de teatro y comenzó a viajar por el país representando obras costumbristas para los pobres, al mismo tiempo que representaba a Molière y a Shakespeare para los ricos. En unas vacaciones fue contratado en un circo, pero cuando el patrón se enteró de que sus rodillas eran inservibles, lo relegó al puesto de reemplazo del payaso cuando a este le costaba levantarse de la cama por la resaca o cuando se perdía por días con las putas de los pueblos que visitaba. El único puesto fijo que tuvo en el circo fue el de limpiarles la mierda a los caballos y vender manzanas caramelizadas. Sin embargo, esos tres meses bajo la enorme carpa roja que se desplegaba de pueblo en pueblo, le enseñaron a Adalberto algo que cualquier actor debe manejar: el saber esperar.

    Una tarde cualquiera, encontraron al payaso tirado en la plaza del pueblo con un balazo entre las cejas. La versión de las autoridades fue que murió en una riña, sin más, pero, poco tiempo después, todos se enteraron de que el payaso se metió con la mujer del dueño del burdel y este, en un ataque de celos, lo retó a un duelo y lo mató. «Hasta ahí le llegó el chiste», dijo el dueño del circo al enterarse de la verdad y, sin más remedio, le delegó a Adalberto Amarillo el puesto permanente de payaso, sin relevarlo de sus tareas de recolector de mierda y vendedor de manzanas caramelizadas. El pago mejoró y al final de las vacaciones, cuando regresó a la ciudad, le envió en un sobre a su padre todo lo ganado en el circo, acompañado de una nota que decía: «Ni maricón, ni desagradecido».

    Sin un peso para seguir pagando el alquiler con sus amigos, Adalberto regresó a vivir con su tía un tiempo más. Ahora estaba sola, su marido encontró el amor en una muchachita de quince años y se escapó con ella hacia un lugar que nunca les fue revelado.

    —Mejor —decía la tía—, ese ni para estorbo servía.

    La historia del payaso impactó tanto al joven Adalberto, que decidió escribir una historia sobre un tipo que murió en un duelo por amar a la mujer de su mejor amigo. Primero la pensó como novela, luego como obra de teatro y, al fin, como guion de cine. Pasó años escribiéndola y reescribiéndola, cambiando las locaciones, los personajes secundarios, los diálogos. Tras doce años alternando su trabajo en el teatro y en la escritura eterna de su guion, a Adalberto le ofrecieron un papel en la televisión. Al comienzo lo dudó, pero luego de pensarlo bien y de darse cuenta de que dentro de ese medio podría conocer a un director que se interesara en su guion; aceptó. El tiempo hizo su trabajo. No solo se convirtió en uno de los actores más importantes de la televisión nacional –en una época donde se contrataba a un actor por bueno y no por guapo–, sino que se volvió gran amigo de un joven director, Samuel Cervantes, hijo de otro importante actor de teatro y televisión, con quien al fin pudo filmar la película del duelo entre dos amigos por el amor de una mujer.

    Luego vinieron otras producciones. Samuel Cervantes le pidió ayuda para reescribir un guion que tenía engavetado hacía años y que terminó por convertirse en la película más importante en la historia del país. Incontables papeles en televisión, cine y teatro pasaron; su rostro era reconocido y respetado en el medio. Se codeó con los escritores más importantes del país y recibió infinidad de premios. Su tía veía los triunfos de su sobrino con orgullo a medida que envejecía y lo recibía con amor cada domingo para almorzar la carne que él siempre aportaba. Adalberto también comenzó a hacerse viejo, los papeles de papá llegaron primero, luego los de abuelo. Interpretó al rey Lear en tres etapas de su vida; siendo joven fue Hamlet, y viejo, Claudio. Su cabello desapareció de la superficie del cráneo, las rodillas se debilitaron de nuevo, pero sin importar el tiempo, las dolencias y los éxitos, Adalberto Amarillo siempre almorzaba los domingos con su tía. Por ello se sorprendió al verla dentro del féretro y no recordar cuándo se habían visto por última vez. Cerró los ojos y se concentró. No era la primera vez que olvidaba algo, solo que últimamente se venía haciendo más recurrente.

    —Nos vimos el domingo, tía —dijo, apoyando su sombrero contra el pecho y abriendo de nuevo los ojos—. Almorzamos caldo de costilla, arroz y aguacate.

    Al salir de la sala de velación para fumarse el octavo cigarrillo de la mañana, Adalberto creyó ver el pasado. Una mujer de cabello largo y terminando de encanecer, muy delgada, de ojos miel y piel blanca como una luna de cielo despejado, se acercaba en su dirección. Sus miradas se cruzaron y se reconocieron. El tiempo había pasado, pero el amor juvenil que alguna vez los unió permanecía intacto dentro de sus pechos de setenta años. Sonia Quintana estaba frente a sus ojos y no era un espejismo. Una trágica coincidencia les permitía reencontrarse. Sonia venía a velar a su mejor amiga. Casi cincuenta años después, Adalberto Amarillo volvió a ver al amor de su vida.

    ESPEJO

    La mala suerte para Adalberto fue que Sonia ni se percató de su presencia. Pasó por su lado con cara de acontecimiento, y él recordó su aroma, inmune al paso del tiempo. Sonia entró a la funeraria y leyó que su amiga, Berenice Ávila, estaba siendo velada en la sala tres. Había llegado esa misma mañana procedente de Nueva York, donde llevaba más de media vida instalada. La noche anterior al enterarse de la muerte de Berenice, compró el tiquete de avión y tomó un taxi al aeropuerto. Su situación económica no era la mejor en ese momento, pero no podía dejar de asistir al funeral de quizás la única verdadera amiga que tuvo. Poco importó la distancia o que se hablaran cada tres o cuatro meses, Sonia sabía que Berenice siempre estuvo para ella. Esa ingratitud que se reprochaba entrando en la funeraria venía mezclada con un enorme sentimiento de culpa. El cáncer de páncreas se llevó a su amiga en tres meses, y ella no sacó un solo día para visitarla en su casa o en el hospital. La excusa siempre fue la misma: la galería de arte no podía cerrar. Abría de lunes a sábado, desde las diez de la mañana hasta las nueve de la noche, y no tenía un empleado que pudiera reemplazarla. Sonia estaba totalmente sola con el negocio desde que enviudara cinco años antes, y quizás era por decisión propia. El trabajo fue el cauterizador para la herida que dejó la pérdida de Dennis. Sin embargo, al ver a Berenice rígida dentro de su ataúd, una vez más se reprochó no haberle dado un último abrazo, en especial, después de toda la compañía que su amiga le había ofrecido tras enviudar.

    Sonia no había regresado al país desde hacía diez años, y la Medellín que ahora visitaba era diferente a aquella donde vivió su infancia y parte de la juventud. Era una ciudad más caliente, más ruidosa, llena de edificios clavados en las montañas como velas sobre un pastel de cumpleaños. Durante el trayecto en taxi desde el aeropuerto de Rionegro hasta la sala de velación del barrio América, apenas a dos pasos de la plaza de mercado y diagonal a la farmacia Céspedes Tarapacá de toda la vida, Sonia recordó sus días jugando en el barrio La Floresta con Berenice, comprando ‘bolis’ en las tiendas, corriendo hasta el parque a comer crispetas a la salida de la iglesia o yendo a buscar a su papá a La Americana para llevarlo de regreso a casa oliendo a aguardiente y apenas sosteniéndose en pie.

    También recordó los días en el colegio de La Presentación, donde las monjas intentaron domarla sin éxito, mientras Berenice le cubría las espaldas cuando se escapaba para ir a darse besos con Fernando al cine Odeón, su noviecito del colegio Salazar y Herrera; o al Capri con Gustavo, su noviecito del Calasanz; o con Oswaldo, su noviecito del colegio Jorge Robledo. Las únicas películas a las que iba con Berenice eran donde aparecía Sandro, el cantante argentino de voz engolada, pelo esponjado a punta de laca y pinta de Elvis Presley criollo que enloquecía a las muchachitas de la época. Luego llegó la universidad, donde participó en la JUCO y decidió abandonar la carrera de administración de empresas por bellas artes. Participó en cuanta marcha estudiantil era convocada desde la Universidad de Antioquia o la Universidad Nacional, hizo parte de los primeros performances de artistas callejeros que se tomaron el centro de la ciudad en la década de los setenta y pasó más de una noche en un calabozo, después de recibir uno que otro garrotazo de los policías que enviaban a reprimir la protesta social.

    Al terminar sus estudios, se vinculó con un grupo de artistas itinerantes que viajaban de ciudad en ciudad, pero el dinero pronto se terminó y decidió buscar trabajo como profesora de artes. La contrataron en un colegio de la comunidad judía, cerca de Bello y a unos pasos de un manicomio. Berenice para ese momento ya se había casado y esperaba su primer hijo. Nunca le interesó ir a la universidad, prefería seguir el ejemplo de sus hermanas mayores: terminar el colegio, casarse y dedicarse a tener una voluminosa familia. A pesar de sus diferencias ideológicas, de sus proyectos de vida dispares y de sus frecuentes discusiones, Sonia y Berenice nunca dejaron de ser amigas. Sonia fue la madrina del hijo menor de Berenice y esta fue la madrina de matrimonio de Sonia. Era un vínculo casi familiar que con el paso de los años y la distancia solo se enfrió, pero nunca desapareció. Ahora Berenice estaba muerta y Sonia se daba golpes de pecho. Sollozó junto a su féretro, abrazó a cada uno de los hijos, al viudo, y se sentó junto a su ahijado. Se tomó uno de esos cafés insípidos que ofrecen en las funerarias y se quedó en silencio mirando el féretro, recordando a Berenice de siete años, con la cara embadurnada de azúcar mientras comía un enorme algodón rosado.

    Hacia las

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