Fantasmas en la universidad
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Fantasmas en la universidad - Fernando Ortiz Lachica
Vacaciones
Sé que no debo leer el periódico estando de vacaciones. Siempre me lo dice Ludmila: ¿Para qué quieres revisar las noticias? Apaga el celular y disfruta el momento. Ni que te perdieras de algo importante. Pero nunca le hago caso, recibo La voz de Nopala por correo electrónico y no me puedo quitar el hábito de ver qué hay de nuevo. Esa mañana apareció un reportaje acerca de la Universidad de Coatlinchán, donde trabajo desde hace 25 años. El artículo hablaba de que casi la mitad de nuestros egresados gana menos que un carnicero o el chofer de un autobús. Yo doy clases en la licenciatura en adivinación, así que no tengo que trabajar como carnicero. Aunque a veces he pensado que necesito un cambio. En realidad, lo pienso muy seguido. ¿Cómo hubiera sido mi vida trabajando en una casa de bolsa, como mi primo Alfredo Tirzo? O tal vez estaría más contento bañando perros. Siempre me gustaron los perros. Hubiera estudiado para veterinario. En cambio, esto de las predicciones, no sé... Si en verdad pudiéramos adivinar el futuro nadie saldría de su casa.
—Ya deja de estar elucubrando —me dijo Ludmila—. Tienes muy buen trabajo, ya lo quisieran muchos.
—Siento que engañamos a los estudiantes —protesté—. Harían bien en no perder el tiempo estudiando adivinación. El semestre pasado tuve un alumno cuya familia tiene taquerías. Venden tacos de suadero y de longaniza. Seguramente el muchacho ganaría más como taquero que trabajando de clarividente, pero le dije que la cultura general que le daba la universidad lo haría mejor persona. ¿Crees que hice bien?
—No todos acaban de taqueros —respondió Ludmila— ¿Qué no hay dos ex alumnas tuyas trabajando en el Instituto Nacional del Futuro?
—Las plazas del instituto están congeladas hace años —repuse—. La única manera de entrar a trabajar ahí es que un investigador se muera o le dé Alzheimer. Y ni así. Nadie se quiere jubilar a pesar de que se está llenando de viejitos enfermos. Hace dos años pusieron elevador, aunque solo son dos pisos.
—Eso sí, pero ¿qué no hay clarividentes entre los equipos de asesores de los secretarios de Estado y los ministros de la Corte?
—Todos ellos tienen al menos tres adivinadores en su staff —respondí— pero esos puestos son para recomendados y con título de la Escuela Libre de Adivinación o el Instituto Autónomo de Nigromancia. Tal vez con el cambio de gobierno los despidan a todos para contratar licenciados en adivinación progresista.
—Mejor deja el celular y vamos a la playa —contestó—, ya solo nos quedan dos días de vacaciones y no quiero pasarlos hablando de tu trabajo.
—Mañana sale la segunda parte del reportaje en La Voz de Nopala. Se titulará ¿Investigación irrelevante?
. Creo que es parte de una campaña dirigida desde la secretaría de gobierno del estado, para reducir el presupuesto y…
—Mañana temprano vamos al pueblo, a ver qué recuerditos les compramos a mi mamá y mis hermanas —interrumpió Ludmila— Ni se te ocurra ver el periódico.
Más tarde, tumbado en la arena, traté de pensar en otras cosas, pero la universidad me venía a la mente una y otra vez. Era jueves y el próximo lunes empezaban las clases. Los pensamientos se engancharon unos con otros, como los vagones de un tren: El largo y pesado trayecto a la universidad, el tráfico, los temas que ya me resultaban aburridos, las formas por llenar… Me empecé a fastidiar solo de pensarlo.
De pronto sentí un dolor en el pecho y temí que fuera un infarto. Junto al temor vino otra cadena de preocupaciones: ¿Para qué angustiarme por los temarios si tal vez el lunes ya estaría muerto? Imaginé a Ludmila triste, cobrando el finiquito. Pero ella estaba junto a mí, leyendo un libro. Al darse cuenta de mi angustia preguntó:
—¿Te ocurre algo?
—Me duele el pecho —contesté—, ¿crees que sea algo malo?
—No tienes nada —respondió. Pacientemente me recordó que el año pasado visitamos a tres internistas, dos cardiólogos, un gastroenterólogo, dos homeópatas y un acupunturista, y cómo todos ellos, apoyados en numerosos análisis, me dijeron que estaba yo muy bien. Me habló de las veces en que había pensado que tenía cáncer, una oclusión intestinal o esclerosis múltiple. Mirándome a los ojos repitió: no tienes naadaa
.
—Entonces, ¿cómo le hago para dejar de preocuparme por las enfermedades? ¿Por qué a veces me siento tan cansado? ¿Y los dolores en el pecho? Acuérdate de mi primo Rigoberto, que murió una semana después de que su médico le dijo que estaba muy bien. Tal vez estoy enfermo y nadie ha acertado en el diagnóstico.
—Párale, vamos a meternos a nadar —ordenó.
Pasamos el resto del día entre los camastros y el mar y mis obsesiones se fueron, al menos por un rato. Las dos o tres veces que las ideas de hospitales y enfermedades irrumpieron en mi mente, como uno de esos anuncios que invaden la pantalla de la computadora, recordé las palabras de mi terapeuta, la doctora Sesma, y me dije a mí mismo: Respira. Solo son pensamientos. No estás enfermo, no tienes nada, no te va a dar un ataque cardíaco
.
Esa noche soñé que estaba dando clases en la universidad y de pronto me quedaba sin palabras. Los estudiantes me miraban desconcertados y uno de ellos preguntó: Maestro, ¿se siente mal?
. No pude contestarle, sentí sudor en la frente y una opresión en el pecho. Desperté agitado y Ludmila, medio dormida, estiró el brazo y me tocó. Eso siempre me tranquiliza.
Al día siguiente tuvo piedad de mí y fue sola a comprar chuminadas para sus parientas. Me dejó de tarea pensar en lo que me gustaba de la universidad. Lo primero que me vino a la mente fueron los sopes que vende una señora en la puerta sur. También recordé las conversaciones con mi amigo Pepe Zumalacárregui y el dinero que me depositan cada quincena. Pero eran más fuertes las imágenes de alumnos apáticos, trabajos espantosos por corregir y reportes que entregar.
Hace tiempo leí una nota en el diario. Hablaba de las personas que esperan demasiado de las vacaciones y no descansan lo suficiente durante el resto del año, pero tampoco lo consiguen en esos días. Así estaba yo, inventándome enfermedades junto al mar y preocupado por terminar un artículo para la Revista Interamericana de Estudios Paranormales además de entregar el informe anual para la Facultad de Ciencias Ocultas de la Universidad Autónoma de Coatlinchán. Después me puse a hacer cuentas, preocupado por el saldo de la tarjeta de crédito con la que pagué el viaje, a 12 meses sin intereses. Una gaviota que buscaba migajas en la arena interrumpió mis cavilaciones. En eso llegó Ludmila, cargada de recuerditos para sus hermanas. Al verla suspiré aliviado. Se sentó junto a mí y, tomándome de la mano, sonrió.
Primer día de clases
Veinticinco años trabajando de maestro y todavía me pongo nervioso cada vez que comienzan las clases. Casi siempre tengo pesadillas la noche anterior.
Estoy perdido, manejando en una calle desconocida con edificios grises y feos. Voy retrasado y en unos minutos empieza mi examen profesional. Al mismo tiempo pienso: ¿cómo puede ser, si hace mucho me titulé? El tráfico se detiene, tal vez a causa de un accidente o, peor aún, una manifestación. No llegaré a tiempo. Seguro ya están ahí mis amigos y familiares, tal vez algún miembro del jurado. Empiezo a sudar frío. Siento una opresión en el pecho. Me van a reprobar. ¡Esto es absurdo! Hace tiempo que obtuve el doctorado ¡No puede ser que vaya a presentar examen para obtener el título de clarividente! Pero ¡tengo que llegar! De alguna manera me estaciono y bajo del auto para correr al examen. ¡Las piernas no me obedecen! ¡No me puedo mover! Estoy paralizado.
Desperté muy inquieto, pero me volví a dormir enseguida.
La misma calle extraña, el mismo atasco de tráfico, pero ahora hay un edificio distinto en la esquina. Se parece a la escuela en la que cursé la primaria. Voy muy retrasado, debo llegar al examen. ¡No, no! Ya me titulé, soy maestro en ciencias ocultas, doctor en… ¡No voy a presentar examen, soy uno de los sinodales! Me esperan los otros miembros del jurado, el candidato, sus familiares y amigos. ¡No les puedo fallar!
De nuevo desperté y vi el reloj. Faltaba una hora para el amanecer y podía estar un rato más en la cama, pero preferí levantarme.
Salí de casa antes de lo acostumbrado para llegar a la Universidad de Coatlinchán con tiempo de sobra. En el camino imaginaba mi primera clase: presentarme, preguntar los nombres de los alumnos, aun sabiendo que solo recordaré tres o cuatro al final del semestre, hablar de los objetivos del curso, repartir programas. Una vez más me enfrentaría a la tarea de interesar