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Los Secretos Hacen Ruido
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Libro electrónico287 páginas4 horas

Los Secretos Hacen Ruido

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Los secretos Hacen Ruido.  María Dolores Hernández González


 


“El matrimonio Gonzaga está próximo a celebrar sus bodas de plata. Una serie de acontecimientos lo ponen ante la disyuntiva de reafirmar su compromiso, o disolverlo. Toda la familia se ve implicada en la decisión, ya que los hechos también se relacionan con los tres hijos.


Revelar los secretos podría ocasionar la destrucción de la falsa imagen de la familia con la que han logrado un lugar privilegiado en la sociedad, poner su exitoso despacho de abogados en riesgo y por lo tanto su futuro económico, y lo más importante, romper la unión familiar.


“Los secretos hacen ruido” es una historia actual ambientada en una pequeña ciudad que pretende ser moderna sin abandonar sus antiguas costumbres.”

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 jul 2021
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    Los Secretos Hacen Ruido - Maria Dolores Hernandez González

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    Ma. Dolores Hernández González

    El matrimonio Gonzaga está próximo a celebrar sus bodas de plata. Una serie de acontecimientos lo ponen ante la disyuntiva de reafirmar su compromiso, o disolverlo. Toda la familia se ve implicada en la decisión, ya que los hechos también se relacionan con los tres hijos.

    Revelar los secretos podría ocasionar la destrucción de la falsa imagen de la familia con la que han logrado un lugar privilegiado en la sociedad, poner su exitoso despacho de abogados en riesgo y por lo tanto su futuro económico, y lo más importante, romper la unión familiar.

    Los secretos hacen ruido es una historia actual ambientada en una pequeña ciudad que pretende ser moderna sin abandonar sus antiguas costumbres.

    ©Ma. Dolores Hernández González

    Todos los derechos conforme a la ley

    Características tipográficas y diseño editorial

    © Rosa M

    a

    Porrúa Ediciones

    Primera edición, 2021

    Rosa M

    a

    Porrúa Ediciones

    (55) 529319568

    informes@rmporrua.com

    www.rmporrua.com

    Impreso en México

    Dedicado a las mujeres que hacen sacrificios enormes —útiles o inútiles— para tener

    una familia normal.

    Ciudad Buenaventura es un lugar de gente feliz, según sus habitantes. Todo marcha a la perfección: los cerros del horizonte reverdecen cada verano, el río que divide la ciudad canta noche y día, las estrellas siguen brillando en un cielo sin contaminación, la gente trabaja, progresa, va a fiestas, se emborracha, se casa, es fiel en su matrimonio y tiene hijos que son el orgullo de sus padres y de la sociedad. Nada, ni siquiera la modernidad, amenaza este orden maravilloso que permite a las personas saber quiénes son ellas y quiénes las demás; cualquier idea nueva suele quedarse flotando como las nubes en el cielo o el aceite sobre el agua, sin permear las mentes ni las vidas. Sí, los habitantes de esta ciudad son felices. Lo único terrible que podría sucederles sería que los vecinos sospecharan de alguno que no se somete a las buenas costumbres o está en conflicto con ellas: su imagen sufriría un doloroso menoscabo y la imagen hay que cuidarla.

    Ciudad Buenaventura es un pueblo que, si existe, está ubicado en el corazón de un país que se desarrolla por zonas, algunas lo suficientemente enquistadas y lejos de la capital del estado como para que la acometida del progreso apenas les influya. La única carretera por la que se entra y sale del lugar llega y parte de la plaza, donde se asientan las construcciones más sólidas e importantes: la casa municipal y la parroquia. No hay atascos de tráfico porque todo queda cerca y sus habitantes casi todos se conocen, aunque muchos comienzan a preferir saludarse a través de una pantalla de celular. En las calles y en el aire aún resuenan voces que provienen de otras épocas, tres o más siglos de formas de pensar y estilos de vivir que se niegan a marcharse, resabios de antiguas reyertas entre conservadores y liberales. Muchas de estas voces gritan que la religión debe ejercer su poder y su responsabilidad interviniendo en la política (igual que lo hicieron Hidalgo y Morelos) para definir la moral y exigir al Estado la promulgación de leyes contra el aborto, la homosexualidad y todo vicio o mala conducta. Las voces opuestas reclaman la separación total de Iglesia y Estado y atribuyen a este los mismos deberes. Al final, poco importa cuáles salgan ganando; el resultado es un estricto y aceptado control de las costumbres.

    En este idílico lugar la gente vive bien y hace lo que mejor le parece, siempre y cuando sepa guardar el secreto. Los padres siguen aspirando a que sus hijas se casen de blanco, en la iglesia y por lo civil, pero si no lo hacen, se callan; que sus hijos nazcan dentro de un matrimonio, con papá y mamá, y si no es así, se callan; que las cosas sucedan de acuerdo con el orden que han inculcado los mayores, y si sobreviene una desviación, también se callan. Todo correcto dicen. Lo sombrío sucede en otras partes, por cierto, muy lejanas. El revoltoso siglo XXI ha llegado solo a los calendarios que marcan fielmente la fecha día con día. Aquí todo va bien y los secretos caminan con uno como si fueran carreteras: conducen, protegen y se vuelven invisibles de tanto verlos. Uno se entera de lo que ocurre porque mira un escenario preparado para sus ojos. Atisbar entre bambalinas podría resultar aún más peligroso y dramático que la representación misma.

    En este privilegiado lugar vive la familia Gonzaga, que cuenta con el doble privilegio de que en su seno cohabiten Iglesia y Estado. En premio, el municipio los ha elegido padres del año, nombramiento que se hará público el día en que la pareja celebre sus bodas de plata. Solo que a veces un simple alfiler hace estallar una burbuja y el escenario completo debe ser modificado. Dejemos que la hija, Monserrat, nos relate esta historia tal como ella la vivió.

    Ciudad Buenaventura, México, domingo 19 de agosto de 2018

    Hola, soy Monserrat, tengo 18 años y asisto al segundo semestre de universidad. Me dispongo a contar de qué manera mi familia fue estremecida en sus cimientos y cómo sucedió en solo dos semanas.

    En casa somos cinco: mamá, papá, mi hermano mayor, Víctor (de 24 años, quien ya es abogado y trabaja en el despacho con papá), mi hermano menor Román (de 8 años y va en 4°de primaria) y yo.

    Todos (excepto papá) asistimos cada semana a la misa dominical en la que después se ofrece el desayuno de beneficencia que organizan mi mamá y sus amigas de la Asociación contra el hambre. No hay excusa capaz de eximirnos; así de importante es nuestra presencia. Es tu colaboración en familia y una forma de retornar un poco de lo mucho que hemos recibido, dice mamá a la primera señal de querer escabullirnos. Además, ni siquiera intentamos faltar porque en casa se obedece pronto y de buen modo. Será por eso que, aunque suene increíble, entre mis papás nunca hay peleas, gritos ni desavenencias como las que he escuchado contar a mis compañeros de escuela.

    Yo soy la encargada de vigilar que se sirva el desayuno a un montón de chiquillos desmadrosos y relajientos que se pelean por un pan, por salir en la foto o nada más porque sí. Siempre quiero marcharme de allí cuanto antes e irme con mis amigas de la universidad. Debo aclarar que yo al igual que mamá, adoro a los niños. Ella fundó aquí la carrera de Pedagogía y Educación a nivel licenciatura para beneficio de la infancia y en colaboración con el municipio y no sé cuántas personas más. Pertenezco a la primera generación de estudiantes y, como dije, amo a los pequeños, pero detesto cuando los utilizan para enfatizar la distancia que existe entre nosotros los privilegiados y los pobrecitos marginados de la sociedad. Ese domingo, por orden expresa de mamá, yo debía quedarme hasta que los fotógrafos tomaran sus conmovedoras constancias de que aún existe misericordia en la humanidad y que luego publicarían en una revista y en las redes sociales.

    El fotógrafo no se marchó de inmediato, sino que se reunió con mamá y las señoras notables de la asociación. Ella me hizo seña de que me acercara y lo hice. Hablaban de la misa de las bodas de plata de mis papás, programada para dos semanas después, en la que el presidente municipal en persona les otorgaría el galardón de Padres del Año. El coro estaba ensayando cantos nuevos. Mamá se deshizo en agradecimientos, era evidente que estaba encantada. Me miró y dijo: Hay que ser puntuales. Luego nos fuimos a casa y le contó a papá.

    —Te dije que no quería fiestas —respondió él con una voz que apenas si se entendía.

    —¿Cómo dices eso? —se quejó ella—. Este cuatrimestre pedí permiso en mi doctorado para no asistir a clases y preparar la fiesta, ¡no me salgas con esto!

    —¡Que no, y punto! —insistió él. Salió a la calle, subió al auto y no volvió hasta el día siguiente.

    Ya estábamos acostumbrados a que se marchara los jueves a revisar los asuntos de su otro despacho, pero nunca en domingo ni enojado. Si papá tiene algo digno de ser tomado en cuenta es la afabilidad de su carácter. Además, acababa de llegar; siempre regresa a tiempo de que salgamos a comer a algún lugar, es el día de la familia. Muy extraño. Mamá no dijo nada, lo vio irse sin mover un músculo.

    Ella es todo un personaje. Ya casada, estudió la licenciatura en Psicología y dos maestrías más, una en Terapia Familiar y otra en Educación, y sigue estudiando. Su horda de aduladoras, como solemos llamar en secreto a sus compañeras de asociación, nunca dejan de alabarla. Es un ejemplo de mujer moderna; jamás se ha dejado restringir a las labores del hogar y enfrenta valientemente las exigencias machistas de nuestra época. Imagino que dicen esto porque convenció a mi papá, el licenciado Rafael Gonzaga, hombre orgulloso de su título y su profesión, de apoyarla para que saliera de la ciudad a estudiar mientras él y Hermila, la cocinera, nos cuidaban.

    Cada vez que mamá logra reunirnos dice que desayunemos, comamos y cenemos siempre juntos como familia, a las mismas horas y en el comedor, porque así lo convinieron ella y papá al casarse. Ninguno de nosotros la contradice ni señala que ella es la que más falta, o que desde hace años nadie cumple el convenio como es debido. Pretextos no faltan: un cliente, una urgencia, una clase, un trabajo de la escuela... Es frecuente que, cuando está aquí y no estudiando, termine sola o con alguien de nosotros frente a una mesa preparada para cinco.

    Bien, no íbamos a comer en familia. Antes que mamá reaccionara aproveché para largarme también e ir con mis mejores amigas: Ema y Martita. Ellas estarían con Jennifer, Anabel y Luisa, que en ocasiones se juntan con nosotras. Solemos reunirnos en un café o en la casa de Ema, pero esta vez era más temprano y me encontré con ellas en la unidad deportiva. El pretexto era jugar futbol, aunque nos interesaba más ver a los muchachos en pantaloncillos cortos.

    Luego de una hora de corretear detrás del balón, fuimos a comer a la cafetería. Nunca nos cansábamos de hablar mientras lanzábamos miradas furtivas a algún ejemplar bien marcado que se despojaba de la camiseta, o a los grupos de sudorosos que caminaban cerca de nosotras haciendo ruido con sus tacos para llamarnos la atención. Nuestras conversaciones solían girar en torno a ellos y esta vez fue sobre quién del grupo ya lo había hecho y quién era todavía virgen.

    Pienso que ni yo ni las demás creíamos del todo las fantásticas aventuras que nos contábamos, pero dirigieron el ¿todavía eres virgen? expresamente a mí y me agarró desprevenida:

    —Ese asuntito quedará arreglado muy pronto —contesté. Me encanta sorprenderlas.

    —No mames. ¿En serio?

    La curiosidad de todas había explotado y lanzaban preguntas a cuál más de interesadas: ¿Cuándo?, ¿cómo?, ¿con quién?, ¿nos vas a platicar?

    Siempre nos divertíamos barajando posibilidades, conscientes de que no se realizarían. Así eran nuestras pláticas, pero lo cierto era que yo estaba planeando perder mi virginidad.

    Siguió el comentario de que días atrás varios compañeros habían hecho la apuesta de enamorarme porque se corrió la voz de que yo era virgen. Les dije que en el transcurso de la semana pensaba darle cuerda al de la idea y le haría creer que había ganado. Las recomendaciones y los consejos no se hicieron esperar. Se mencionaron métodos anticonceptivos de toda clase y lugares hipotéticos que podrían ser útiles o románticos. Entonces les conté que, cuando cumplí los 15 años, mamá me había llevado con una ginecóloga para que me instruyera sobre sexo y anticoncepción. No es consejo ni permiso, es una instrucción que toda mujer debe poseer. Y nunca esperes que los hombres te cuiden porque no lo van a hacer. Cuídate tú., me advirtió.

    —¡Tu mamá es una súper mamá! —exclamó Martita.

    Me halaga que me admiren. Yo también las admiro a ellas, sobre todo a Ema por formal, seria y estudiosa; soluciona con facilidad las cosas prácticas, y a Martita por dulce, cariñosa y a veces demasiado sentimental; sabe llevarse bien con toda la gente. En cambio, la relación con las otras es algo más convenenciera. Jennifer es nuestro contacto con los muchachos: los conoce a todos, por ella siempre los tenemos cerca y eso es agradable. Anabel es sarcástica, vanidosa y divertida, viste a la moda y nos enseña cómo combinarnos la ropa. Luisa las sigue a las dos, no sé en realidad cómo es.

    Quise aumentar aún más su aprobación y les describí las precauciones que estaba tomando para ese día: les dije que había ido con la doctora a que me recetara píldoras, les mostré los condones que traía en mi bolso y les expliqué de qué manera había calculado mis días de infertilidad. Debo confesar que disfruto impresionando a mis amigas.

    El hilo caprichoso de los pensamientos me llevó a una escena de cuando era niña y le pregunté a mamá si se había casado enamorada de papá. No, ¿por qué?, fue la respuesta. ¿Pero lo amas?, insistí. ¡Claro!. Aquella palabra sonó en mis oídos como algo que debía darse por sabido. Iba a emitir uno de mis acostumbrados ¿por qué? cuando mamá se apresuró a continuar: Pero no como para hacer estupideces. Tú nunca te dejes embobar al punto de caer en lo ridículo. Ni tonta le habría contado que, cuando tenía 12 o 13 años, hubo compañeritos que me arrancaron suspiros y pusieron a volar mi fantasía. ¡Cosas del pasado! Hoy sé cómo mantenerme lejos de la tentación.

    —¿Pero tú lo quieres? ¿Te gusta? —me preguntó Jennifer.

    —Me gustan los chicos, los considero divertidos, algunas veces sosos y otras demasiado apasionados —dije—. Espero mantenerme a salvo de cursilerías. No pienso sufrir por un hombre o dejarme humillar por él.

    —¡Claro que no! —estuvieron de acuerdo.

    Una no siempre sabe todo lo que sucede en su casa, a veces acaba enterándose mucho después. Ese día, mientras Víctor desayunaba —él no sirve mesas y mamá le prepara otro desayuno— se explayó con ella y Román en detalles acerca de la muchacha que le gustaba para novia: el color de sus ojos, lo linda que era su boca y todas las sandeces que suelen decir los enamorados. Lo mejor de todo era que tendrían una cita al día siguiente, para comer. Mamá lo escuchaba hipnotizada porque a Víctor nunca le habíamos conocido ninguna novia. Al anochecer, cuando yo volví a casa, mi madre todavía estaba emocionada con la idea de que su hijo mayor saliera del ostracismo y dejara atrás lo del trabajo a la casa y de la casa al trabajo; apenas si me hizo la pregunta de rigor de cómo había sido mi día, y recordó que al día siguiente iba a ser el primer día de clases para Román y nos fuimos a dormir.

    Lunes 20 de agosto de 2018

    Amaneció y Víctor andaba como iluminado y hablando estupideces mientras yo preparaba mi lonche para la escuela. Interiormente me burlaba de sus rimas. Que el río podría hacer hervir el agua del deshielo; que el verde de las plantas tenía destellos encarnados; que los pajaritos cantaban como lo haría un poeta; que él no se explicaba cómo pudo vivir antes sin esa dulce esperanza incendiándole los pulmones; que iba a ser terrible si, llegada la hora, nadie se presentaba a tomar la humeante taza de café que pensaba ordenar. Todo porque luego de semanas fantaseando con esa cita, al fin se les haría realidad verse en el café del puente. La impaciencia lo hacía suspirar y consultaba continuamente el reloj. ¡Por supuesto, iba a ser puntual!

    —¿Tú crees que sí vaya? —me preguntaba una y otra vez.

    —Por qué no habría de ir, si quedaron —le respondía, riendo para mis adentros de su nerviosismo.

    Mi hermano y yo siempre nos tuvimos confianza. No sabía que en algún momento me iba a pesar ser su confidente.

    Salimos cada uno a lo nuestro, él a trabajar y yo a la universidad. Mamá le dijo a Hermila lo que debía cocinar, salió para llevar a Román a la escuela y luego a sus ocupaciones. Como no estaba yendo a clases, a eso de las doce nos llamó a cada uno por el celular para saber cómo estábamos y si regresaríamos a comer. Papá dijo que había vuelto a la ciudad y estaba en el trabajo, pero tenía sesión del Consejo hasta tarde y luego saldría fuera otra vez para asistir a una convención. Víctor acudiría a su cita con la chica de la que le había hablado. Yo le dije que tenía un proyecto y me resultaría demasiado apresurado ir y volver, pero que le mandaba besos por teléfono. En suma, solo Romancito iba a estar a la hora de comida.

    Era obvio que Monse, por estar en la universidad, no podía enterarse de primera mano de lo que ocurrió durante el día. La señora Engracia terminó sus actividades de la mañana y luego acudió a recoger a su hijo Román a la escuela. Este era un niño vivaz con ligero sobrepeso al que le encantaban las crepas con cajeta de leche y las golosinas. Tenía un aspecto más infantil y simpático que el de otros niños de su edad y sabía salirse con la suya poniendo cara de cachorrito; aun así, tampoco en este curso escolar había logrado que su mamá lo dejara regresar solo de la escuela. Hasta que estés en secundaria, solía responder. Engracia era, según sus propias palabras, una de esas mamás que sienten escalofríos con solo imaginar a sus hijos abandonando el nido.

    La señora había recorrido a pie la distancia de la parroquia a la escuela porque le agradaba caminar en la calle adoquinada, respirar el aire húmedo, saludar a la gente que encontraba por ahí, contemplar las flores y ver los balcones con ropa y alfombras tendidas esperando secarse al sol que asomaba y volvía a ocultarse. Algunos de los padres acudían en auto a recoger a sus hijos y se apresuraban a llevarlos pronto a casa para protegerse del calor. Ella solía ir caminando.

    Romancito la esperaba en la puerta con un cachorro dorado de labrador entre los brazos.

    —¿Y esto? —preguntó sorprendida.

    —Es mío, la mamá de Ismael me lo regaló. ¿Verdad que está bonito? —y lo acariciaba.

    —Nunca hablamos de tener mascotas —ella las detestaba—. Para esto necesitas pedir permiso. Vamos a devolverlo ahora mismo.

    El niño protestó tanto como pudo: lloró, suplicó, prometió ser cuidadoso, que le haría una casita en el jardín para que no entrara a la casa y no moleste a nadie...

    —Vamos, yo sé dónde viven los dueños —insistió la madre, sorda a sus súplicas y tomándolo de la mano.

    Treta o accidente, el cachorro escapó con una velocidad increíble. Corrieron a alcanzarlo temiendo que lo atropellara un auto. Cuando por fin lo atraparon, ya se habían alejado varias cuadras de su acostumbrado camino. Se detuvieron a tomar aliento a unos pasos del puente de troncos sobre el río que parte la ciudad en dos. Tupidos carrizales con diversas tonalidades de verde lo rodeaban y solo por el murmullo se podía adivinar que era mucha el agua corriendo. El sol había burlado a las nubes y brillaba en lo alto.

    —Mira, mami, ahí está Víctor —señaló Romancito adonde finalizaba el carrizal. Era un establecimiento que oscilaba entre café y bar, muy apropiado para una cita romántica. Tenía mesitas pequeñas y luz tenue; unas coquetas bombillas color ámbar le conferían un toque mágico y de misterio. Engracia miró hacia donde apuntaba el niño y vio a Víctor en una de las mesas. Estaba acompañado y tomado de las manos de... ¡un chico, no una chica! Sintió que una lluvia de cristales rotos inundaba su corazón, no podía apartar los ojos de ellos.

    —¿Es su novia? —preguntó el niño.

    —No lo sé —respondió ella de mal modo, al mismo tiempo que hacía girar al pequeño para que no viera—. Vámonos para la casa.

    Iba por delante dando

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