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Aventuras en Japón. El camino de los Oscuros
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Aventuras en Japón. El camino de los Oscuros
Libro electrónico177 páginas2 horas

Aventuras en Japón. El camino de los Oscuros

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EL KARATE ESTÁ EN PELIGRO. DANI Y SUS COMPAÑEROS SON LOS CAMPEONES Y TIENEN UNA ARRIESGADA MISIÓN EN JAPÓN.
¿LOGRARÁN SU OBJETIVO?
Dani Quiroga es campeón de karate de su comunidad y junto a otros niños y niñas representarán a su país en el campeonato internacional en Japón.
Quince días con amigos y sin padres en un país desconocido suena muy atractivo. Al menos hasta que surgen las diferencias entre ellos. O hasta que descubren que ninguno está allí por casualidad. Han sido seleccionados para una dificilísima misión: de ellos dependerá que el deporte que aman no desaparezca para siempre.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 may 2022
ISBN9788418774317
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    Aventuras en Japón. El camino de los Oscuros - Damián Quintero

    CAPITULO 1

    «Vengo hacia ti con las manos vacías. No tengo armas, pero si soy obligado a defenderme, a defender mis principios o mi honor, si es cuestión de vida o muerte, de derecho o de injusticia, entonces aquí están mis armas: las manos vacías.»

    BUBISHI

    Dani se sentó en el suelo frente al tatami, apoyado contra la pared. Aún tenía la respiración agitada tras su demostración y sentía un hilito de sudor bajándole por la espalda. Bebió agua. Había finalizado su turno en la competición de karate para la que llevaba meses preparándose, ahora solo tenía que esperar el final del campeonato y la puntuación. Estaba nervioso, claro. Buscó con la mirada a su maestro, su sensei, y lo encontró mirándole con una sonrisa de satisfacción. Solo entonces estuvo seguro de que lo había hecho bien. Yago, su maestro, era incapaz de disimular.

    Sus compañeros esperaban junto a él. Hugo le sonrió y alzó el pulgar. Fue el único. Todos se llevaban bien, aunque desafortunadamente quien ganara en estos katas tenía muchas posibilidades de ser seleccionado para asistir en Japón al campeonato de karate con el que soñaban. Por supuesto, siempre querían ganar, pero, pese al compañerismo que les había tocado aprender (a veces un poco a la fuerza) y a las reglas de cortesía del karate, todos sabían que, en aquella ocasión más que nunca, la victoria significaría una oportunidad única.

    «Bueno, en eso consiste competir, ¿no? —se dijo Dani a sí mismo—. Uno gana y el resto pierde. Y tienes que estar preparado para las dos posibilidades, sobre todo para aprender cuando pierdes, como dice mi sensei

    La verdad es que él no sabía si estaba preparado. Ni para lo uno ni para lo otro. Tenía once años y llevaba cinco practicando karate, cada día con mayor vocación, con mayor entrega. El deporte cada vez le exigía un poco más. Tenía que renunciar a otras extraescolares que también le gustaban porque los horarios no cuadraban; se perdía algún partido de fútbol con los amigos porque tenía que ir a entrenar; incluso había tenido que sacrificar el cumpleaños de algún compañero de clase, que era lo peor de todo. Sin olvidar que perdía tiempo de estudio. Su padre le decía que si no sabía organizarse los tiempos, tendría que abandonarlo. Pero solo pensar en dejarlo, pese a la dureza de algunos entrenamientos y al agotamiento con el que llegaba a casa, le ponía un nudo en la garganta y en el estómago. Y lo peor: si no le quedaba otra que dejar el karate, no sabía con qué iba a llenar su vida.

    Se rio de su propio pensamiento. Su hermana Rebeca siempre le decía que era un maridramas. La buscó en las gradas y la encontró, saludándole feliz, sentada junto a sus padres. Era dos años mayor que él. Ahora se llevaban muy bien, pero de pequeños vivían en una pelea constante. Él le sonrió, sin grandes aspavientos. Yago siempre les recordaba que un karateca debía ser explosivo en el tatami y contenido fuera de él. Dani no sabía muy bien qué significaba aquello, pero le encantaba actuar siguiendo unas reglas que el resto del mundo desconocía, como si formara parte de un escuadrón de elegidos.

    Tenía cinco años la primera vez que su madre lo había llevado de la mano al centro de karate del barrio. Su madre no era exactamente una apasionada de las artes marciales, tampoco es que fuera una enamorada de los valores del mundo oriental. Lo que sí necesitaba era hacer algo con la hiperactividad de su hijo pequeño: se le escapaba de la mano al cruzar la carretera, se subía a todos los árboles que encontraba o mataba el tiempo en la cola del supermercado haciendo volteretas entre los lineales. Alguien le había aconsejado que una actividad que combinara la práctica deportiva con la disciplina era perfecta para niños «como él». Dani recordaba perfectamente que, pese a tener tan solo cinco años, se había preguntado qué significaba aquel «como él».

    Al asomarse al gimnasio —luego Dani sabría que la palabra correcta para referirse al centro era dojo—, le había fascinado ese mundo de soldados minúsculos descalzos y vestidos de blanco que se movían al compás, como piezas de un juego. No tenía aún la edad que se requería para practicarlo, seis años, pero quien sí se apuntó fue su hermana Rebeca, atraída como él por aquel escenario de videojuego.

    —NO ES JUSTO —había gritado Dani, indignado.

    —La vida no siempre es justa, hijo. Ve acostumbrándote.

    —¡Es el peor día de mi vida!

    —¿Ves como eres un maridramas? —intervino su hermana.

    Dani recordaba que había llorado con amargura ante lo que consideraba una injusticia, pero no hubo nada que hacer. Las lágrimas no habían conmovido a Yago, el maestro, que se había mostrado inflexible: «Si sigue deseándolo con este entusiasmo dentro de un año, tráemelo», había dicho. Y le cerró la puerta de aquel mundo en las narices.

    Durante prácticamente un año.

    Hasta donde podía remontarse en su infancia, aquello había sido lo primero que había deseado. Bueno, quizá después de la llegada de los Reyes Magos. Y no podía olvidarse del karate, porque Rebeca, que tenía ocho años, iba dos veces por semana, con su bolsa de deporte y aquel fascinante traje blanco.

    Dani acompañaba a su madre para llevar y recoger a su hermana todos los martes y jueves, y, durante todo aquel tiempo, estuvo contando hacia atrás los días que faltaban para su cumpleaños. Esa fue la primera vez que usó un calendario, el de la cocina, y cada día que tachaba le provocaba una gran satisfacción. A veces se le olvidaba, cierto, y entonces la alegría era mayor, porque podía tachar varios días con un solo borrón y le parecía que el tiempo pasaba más deprisa.

    —Dani, ¿cómo vas?

    Yago le puso una mano en el hombro, interrumpiendo sus pensamientos. A Dani casi le sorprendió encontrarse en el pabellón en lugar de en el dojo de su infancia.

    —Bien.

    —¿Nervioso?

    Se encogió de hombros.

    —Como todos, supongo.

    —Lo has hecho genial, Dani. De verdad. Estoy muy orgulloso de ti.

    Yago le guiñó un ojo y se acercó a una de sus compañeras para susurrarle algo que él ya no oyó. Dani se preguntó si le diría lo mismo que a él; si sus palabras eran sinceras o simplemente trataba de animarlos a todos por igual. Tendría sentido que así fuera, ¿no? Se supone que es lo que debe hacer un buen maestro. «Apoyar a todos en público y reconocer en privado al mejor», les había dicho alguna vez Yago. ¿Sería él? ¿Cómo se nota cuando a uno le consideran el mejor? ¿Puntúan las palmaditas en la espalda?

    Dani suspiró. La competición seguía, ahora era el turno de los clasificados de Sevilla, otra de las provincias participantes. Miró los katas con desgana y tuvo que reconocer que lo hacían bien. Bastante bien, incluso. Cerró los ojos para no dejarse ganar por el nerviosismo y regresó de nuevo a su infancia: al día en que por fin había podido entrar en la escuela de karate como alumno. Lo recordó con nostalgia. Tenía tantas expectativas que nada había salido como esperaba. La decepción fue enorme. No había nada mágico allí. No era lo que había esperado. Pese a la bienvenida de Yago y al saludo obligado de sus compañeros, observó las risitas y las miradas cómplices entre ellos.

    —Hola, Rebeca —le dijo un niño de unos ocho o nueve años en tono de burla—. Estás muy guapa...

    —Adrián, cállate —le regañó el maestro.

    Dani no supo muy bien qué estaba pasando hasta que vio que, en la pechera de su karategi, el nombre de su hermana destacaba en letras de color rosa fosforito. RE-BE-CA, deletreó aún con cierta dificultad, pues estaba en primero de primaria y acababa de empezar a leer. No había ninguna manera fácil de convertir eso en DA-NIEL. Sintió una vergüenza y un enfado gigantescos. ¿De verdad su madre le había llevado a su primera clase con un traje de su hermana? ¿Con letras rosas?

    —No sabíamos que tenías una gemela, Rebe —apuntó uno de los niños.

    —Escuchimizada, además… —añadió otro.

    —Todo el mundo con sus rutinas de calentamiento —zanjó el maestro—. Al que oiga hablar lo pongo a hacer cien flexiones.

    —Eso no es justo, profe.

    —¿Qué profe ni profa? Soy tu sensei. ¡Doscientas!

    Dani sabía que era delgadito. Se colocó el flequillo oscuro hasta que le tapó los ojos, como si se ocultara tras una cortina. Solo quería desaparecer. Tragó saliva y trató de imitar a los demás. Buscó la mirada de su hermana, pero esta le sacó la lengua y supo que estaba solo. Rebeca no estaba dispuesta a convertirse en la niñera de su hermano, quizá ni siquiera a admitir que lo era. Se vio muy bajito, muy delgado y muy lento frente a los demás.

    Cuando acabó el calentamiento, fue aún peor. Le daba la impresión de que el suelo estaba helado y las maniobras de sus compañeros le parecieron un poco más reales de lo que había supuesto; de las que te hacen daño si te alcanzan, vaya. Le hubiera gustado darse media vuelta, pero sabía que su madre, liberada de los dos, había quedado a tomar un café con sus amigas, en lugar de esperarlos fuera. Se había empeñado tanto en ir que nadie, ni siquiera él mismo, había previsto que pudiera haber una marcha atrás. Se obligó a resistir. Incluso cuando Rebe hizo un par de movimientos rapidísimos que le hicieron caer de manera vergonzosa en el tatami. Incluso cuando uno de los mayores se le sentó encima del pecho sin dejarle respirar y prohibiéndole chivarse. Se obligó porque tenía que ser más fuerte que ellos.

    El problema: que no era fácil.

    Había cumplido seis años, sí, pero seguía siendo, como mínimo, dos años más pequeño que los más pequeños de la clase. Y, además, el único nuevo. Ya se había enfrentado a aburridos ejercicios de calentamiento cuya utilidad no comprendía y se había tragado una charla sobre karate de la que no había entendido gran cosa. La verdad es que aquel primer día, ninguneado por su propia hermana y humillado por el resto de los niños, el venerable espíritu del karate del que les hablaba su maestro había brillado por su ausencia. Dani no sabía muy bien qué significaba «venerable», pero le sonaba a algo bueno y antiguo, casi sagrado. Y no veía nada de eso allí, en aquel lugar que el maestro llamaba dojo, como si fuese un lugar especial, en vez de un sótano reconvertido en gimnasio.

    Aquella tarde esperó pacientemente hasta que en el reloj grande de la pared vio las agujas alinearse en la posición correcta. Entonces, cinco minutos antes del final de la clase pidió permiso para ir al baño. Por supuesto aquello provocó las risas de los demás, los comentarios de «bebé» y los cacareos llamándole gallina; daba igual, él había conseguido lo que quería: ir al vestuario solo.

    Allí, frente al espejo se quitó el traje, se restregó el pecho, como si el nombre de su hermana se le hubiese quedado pegado en la piel, y lo tiró al suelo con rabia en un solo movimiento. Respiró hondo. Dio un grito y, descalzo como estaba, por pura rabia y frustración le encajó tres patadas a la pata del banco de madera. Vio las estrellas, pero no soltó ni un quejido. Contuvo las lágrimas. Dolía, vale, pero más le dolía aquella sensación de no encajar, de haber deseado algo que de repente se había desvanecido. Resopló y saltó sobre el otro pie, esperando

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