El principio de Pascal
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El principio de Pascal - Pablo López Medel
El principio de Pascal
Copyright © 2016, 2022 Pablo Medel and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728039793
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
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La presión ejercida sobre una casilla
se propaga en toda la superficie del tablero
Juan José Arreola
1.
No hay mucho que contar, sostiene Zeta mientras deshace el terrón de azúcar en el café.
Algo ha tenido que pasar, ¿no?
No, no ha pasado nada, insiste Zeta apelmazando en la cucharilla la montañita de sacarosa.
No lo entiendo.
Zeta levanta la vista y, por primera vez, sonríe.
Entonces, ¿cómo queda la cosa?
¿La cosa?, pregunta Zeta retomando el rictus serio de sus labios.
Ya me entiendes, ¿y ahora qué vas a hacer?
Zeta entrecierra los ojos y desvía la mirada.
Una paloma picotea el asfalto en busca de comida. Zeta sigue su trayectoria hasta que pierde el ángulo de visión. Se enciende un cigarrillo y se envuelve tras una humareda azul.
Deberías dejarlo, Zeta.
Una bola de humo se estampa contra el plástico de la mesa. Zeta observa la punta del cigarrillo.
Ocho segundos.
¿Cómo?
Eso es lo que tarda la nicotina en llegar al cerebro.
¿Seguro que no quieres contármelo, Zeta?
Zeta deja escapar dos columnas de humo por la nariz.
No hay nada que contar.
2.
Una hora antes, Zeta abre de golpe el grifo del agua caliente. Se sienta en el retrete y observa cómo se va llenando el plato de la bañera. A los cinco minutos, se levanta y sale del baño. Empieza a sonar una aérea melodía de un cuarteto de cuerda. Cuando el agua está a punto de rebosar, Zeta regresa al baño desnudo.
Zeta porta una bandeja llena de platos llenos de velas llenas de cera. Apaga la luz y enciende las velas que velan como centinelas en las baldosas de cerámica cercanas a la bañera. Corta el agua del grifo justo a tiempo. Esparce un chorro de jabón que extiende con la mano a lo largo del plato y se mete. Lenta. Muy lentamente. Los dedos del pie se mojan y se sumergen. La espuma va frenando la primera metida, pero la pierna finalmente se desliza y se hunde. Lenta. Muy lentamente. Y desaparece.
Ahora las manos sujetan el mármol frío y el segundo pie se zambulle en el agua caliente y oscura. Las rodillas se flexionan. Zeta aguanta la respiración y, dejando escapar un diminuto suspiro, se moja el cuerpo hasta que el agua le toca el ombligo. Entonces, la inmersión se ralentiza. Menos la cabeza de Zeta, todo el cuerpo se cubre de espuma caliente. Una mano llena de burbujas de jabón cierra la hoja de la mampara y espera.
Más allá de la puerta aún suena el cuarteto de cuerda. Zeta cierra los ojos, se moja el colodrillo y piensa en ella. Y no sólo piensa en ella. Ahora piensa en lo que nunca pensó que pensaría. E intenta volver a pensar en ella, pero vuelve a pensar en lo que jamás admitirá que piensa. Se empapa la cara de agua, de lágrimas y de espuma y se maldice por pensar, no en ella, sino en lo que nunca admitirá que piensa. Y cesa la música del cuarteto de cuerda.
3.
¡Zeta!
¿Quién me llama?
Soy yo, Jota.
Ah, Jota. ¿Cómo va eso?
Bien, Zeta. ¿Te paso a buscar?
¿A buscar?
Sí, a buscar, Zeta.
No sé, Jota.
Tú vístete y voy a buscarte.
Lo que tú digas, Jota. Lo que tú digas.
¿Qué te pasa, Zeta?
Aquí se suceden varios segundos de silencio sólo entrecortados por la respiración de Zeta.
He vuelto a hablar con ella.
¿Con ella?
Sí, Jota, con ella.
¿Y?
¿Y?
Bueno, qué ha pasado.
No importa, Jota.
¿Cómo que no importa?
Nos vemos ahora.
Y cuelga.
4.
¡Zeta!
Toda la gente de la terraza del bar enmudece durante unos segundos. Zeta no se altera.
El murmullo arranca de nuevo. Quizá siempre estuvo ahí. Pero a Zeta le parece más sugerente pensar en ese momento de silencio absoluto. Al menos ocurrió para él. Y eso es lo que cuenta.
Zeta suspira, saca otro cigarrillo del paquete e intenta chascar el fósforo de una cerilla. Lo intenta con otra. Y con otra. Y con otra.
He vuelto a pensar en aquello que te dije.
Jota se tapa la boca y arquea las cejas. Un gesto que Zeta no percibe; se ha dado la vuelta en busca del mechero que tiene la chica del cigarrillo encendido de la otra mesa.
Joder, Zeta. Hay que hacer algo ya. No podemos seguir así.
¿Podemos?, pregunta Zeta a la punta del cigarrillo, ahora humeante.
Hablo en serio, Zeta.
¿Te he dicho ya lo de los ocho segundos?
¿Por qué no te vienes a vivir conmigo?
Ni loco, Jota.
¿Cómo que ni loco?
Estoy bien así, Jota.
Ya lo veo.
¿Qué ves?, pregunta Zeta al ver la ironía del ya lo veo.
Justo en ese momento, una mujer pelirroja vestida como una cebolla se acerca a la mesa donde están Zeta y Jota.
¿Queréis que os lea las cartas?
Jota no tiene tiempo para decirle que se ahorre las molestias; Zeta ha aceptado y ahora la señora se sienta en una tercera silla, se coloca sus gafas de patilla fina y echa las cartas de su baraja napolitana sobre la mesa.
Vamos a ver, pronuncia la tarotista callejera y estudia las cuatro cartas que han quedado volteadas sobre la mesa.
Jota no entiende nada; ahora es él quien sigue la trayectoria de la tonta paloma en busca de comida.
En tu vida profesional, me salen todos los ases juntos.
¿Y?, pregunta Zeta.
Ponte en movimiento.
Jota sonríe sin entender muy bien por qué Zeta ha hecho lo que ha hecho.
Es lo que me dicen las cartas, pero no me hagas mucho caso.
Zeta no dice nada. La mujer baraja con torpeza su paquete de cartas y repite la operación.
Hazme una pregunta sin hablar.
¿Una pregunta sin hablar?, pregunta Zeta.
La mujer descubre ahora cinco nuevos naipes de la baraja sucia sobre la mesa y, en silencio, espera.
Si lo decides, sí. Esa es la respuesta.
Zeta, incrédulo, pero siguiéndole el juego, acepta su destino con un resoplido.
¿Te ha servido de algo?, pregunta la mujer pelirroja.
Zeta asiente y Jota le recrimina con la mirada.
¿Quieres que te eche a ti también las cartas?
Jota agradece la invitación, pero le dice que no hace falta. La mujer se levanta y continúa su suerte de rueda vidente por el resto de mesas.
¿A qué ha venido eso?, pregunta Jota dándole por imposible.
Tenía curiosidad. Ya sabes, como cuando éramos pequeños.
¿Como cuando éramos pequeños?
Sí, Jota, ya sabes.
¿A ti te parece muy normal todo esto?
¿El qué?
Que pasas de pensar en eso a no hacerme ni puto caso. ¿Y a qué ha venido esto de las cartas?
Pobre mujer, nadie le estaba haciendo caso.
Vete a la mierda, Zeta.
Yo también te quiero, Jota.
Jota suspira, y en el suspiro, sonríe y tira amablemente la toalla.
5.
Quince días más tarde, la cafetera italiana de Jota pita. Jota saca dos vasos de cristal, echa el café hasta la mitad, los rellena de leche fría y los coloca en el plato del microondas. Una rebanada de pan cae en el hueco de la tostadora. Luego cae la otra. Los alambres espiralados de nicrom tuestan el pan. Y al rato los escupe. Nap. Una de las rebanadas cae al suelo. Jota la recoge, la unta de mantequilla y, al darle el primer mordisco, pita el timbre del microondas.
Vaya, mira a quién tenemos aquí.
Un Zeta muy despeinado se frota las legañas y bosteza teatralmente.
Huele a café.
¿Y? ¿Qué tal tu primera noche?
Curioso funcionamiento. ¿Sabes a qué velocidad hace vibrar la cafetera las moléculas de agua?
Jota niega con la cabeza siguiéndole la bola.
Más de dos millones de choques por segundo. El paradigma de la modernidad. El puto caos, Jota. Las moléculas de agua chocan a voleo con las demás y les transmiten energía.
Jota mordisquea por segunda vez su tostada con mantequilla.
Por eso aumenta la temperatura, afirma Zeta categórico.
Genial, ¿y si te tomas el café que me he molestado en preparar?
Zeta se frota las manos para entrar en calor.
Jota, pronuncia Zeta solemnemente.
Zeta, continúa Jota con cierta sorna.
No, en serio. Sólo quería decirte que…
¿Sí?, pregunta Jota alargando ficticiamente la interrogación en espera del lógico agradecimiento de Zeta.
Da igual. No te preocupes, se excusa Zeta dando su primer sorbo del día.
Jota insiste en su pregunta, pero esta vez frunciendo la cara.
Gracias.
Y Jota sonríe satisfecho.
6.
Durante la noche anterior, Zeta pulula por su estudio como una gallina que quiere fugarse del gallinero, pero que no entiende de fugas. Las cajas de embalaje se van amontonando en la entrada. Ya casi no queda cinta adhesiva.
Zeta desarma la última torreta de libros. Los hojea, los huele, relee algunas de las notas escritas en los márgenes y deshace la última montaña dentro de la última caja. En la bolsa de deportes negra tira las últimas camisas, un cubo de Rubik, una tijera de aves, un manojo de fotocopias y un bote lleno de lapiceros despuntados que encuentra debajo del sofá. Y se sienta encima de una las cajas con una foto en la mano.
Es ella. Y él. Él y ella. Los dos juntos. Meses antes.
Zeta se enciende un cigarrillo y observa detenidamente la foto. Pero ya se la sabe de memoria, así que decide examinar el canto de plástico de doce por quince. Palpa el marco de una esquina a la otra. Al apretarlo para constatar su dureza, sin querer, lo parte. Y el plástico que cubría la foto también se parte. Pero Zeta no se corta. Tira al suelo los trozos de plástico que le quedan en la