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Los fundamentos político-administrativos de la regulación: Una antología
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Libro electrónico615 páginas18 horas

Los fundamentos político-administrativos de la regulación: Una antología

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La regulación como conjunto de instituciones públicas, actividades gubernamentales e instrumentos de política pública ha adquirido una presencia fundamental en los sistemas político-administrativos de los Estados latinoamericanos, mientras que la regulación como campo de estudios y área de discusión
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 feb 2022
Los fundamentos político-administrativos de la regulación: Una antología
Autor

Mauricio I Dussauge

Mauricio I. Dussauge Laguna es doctor en Ciencia Política por la London School of Economics and Political Science. Es profesor-investigador de la División de Administración Pública del Centro de Investigación y Do­cen­cia Económicas (CIDE) y coordinador aca­démico del Doctorado en Políticas Públicas de la misma institución. Es investigador asociado del Programa Interdisciplinario de Regulación y Competencia Económica (PIRCE) y miembro del Sistema Nacional de Inves­tigadores (SNI). Martin Lodge es profesor de Ciencia Política y Política Pública en el Departamento de Go­bier­no de la London School of Economics and Political Science. Fue profesor de Política Pú­bli­ca en la Universidad de Ulster en Jor­dans­town e investigador en el Centro de Análisis de Riesgo y Regulación del Consejo de Investi­ga­ción Económica y Social (ERSC), donde ac­tualmente se desempeña como director.

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    Los fundamentos político-administrativos de la regulación - Mauricio I Dussauge

    Índice

    Estudio introductorio

    Martin Lodge* y Mauricio I. Dussauge Laguna

    **

    Mientras que la regulación como conjunto de instituciones públicas, actividades gubernamentales e instrumentos de política pública ha adquirido una presencia fundamental en los sistemas político-administrativos de los Estados latinoamericanos, la regulación como campo de estudio y área de discusión académica permanece aún limitada. En México y los demás países de la región, son cada vez más las agencias y los servidores públicos dedicados a regular la competencia económica, las telecomunicaciones, los riesgos sanitarios, las energías, los transportes, la seguridad industrial, los servicios financieros, los estándares ambientales y muchos otros asuntos públicos. Sin embargo, siguen siendo pocos los esfuerzos nacionales y regionales por desarrollar actividades de docencia e investigación en temas regulatorios. Así, aun cuando en la dinámica cotidiana de nuestros ámbitos sociales la regulación aparece con regularidad e importancia crecientes en las decisiones gubernamentales, las estrategias empresariales, los productos que consumimos y los servicios públicos/privados que usamos, en el mundo académico hispanohablante carecemos todavía de teorías, conceptos, criterios y ejemplos suficientes para tratar de entender, describir y explicar el lugar que tiene la regulación en nuestras vidas.

    Esta primera antología busca contribuir a ampliar nuestros marcos de referencia compartidos para el análisis y la discusión de temas regulatorios en español. Hemos seleccionado diez textos que, creemos, ayudan a entender mejor los fundamentos político-administrativos de la regulación; es decir, las instituciones, los actores y los principios que han acompañado el surgimiento y la operación cotidiana de esquemas regulatorios en nuestro tiempo. Son textos que intentan ofrecer a los lectores una visión panorámica (si bien necesariamente incompleta) de las diversas maneras en las que algunos de los especialistas internacionales más reconocidos han tratado de estudiar y dar sentido a las dinámicas y los procesos regulatorios. Aunque algunos de estos textos suelen verse como clásicos de la disciplina, nuestras decisiones respecto a la integración del volumen tuvieron menos que ver con el status o el número de citas, que con lo que pueden aportar para comprender mejor la regulación como área de estudios y objeto de análisis. La selección de lecturas se hizo, además, pensando en generar aprendizajes y reflexiones transversales, que vayan más allá de ámbitos de política pública específicos y permitan construir una conversación amplia e interdisciplinaria sobre la regulación.

    Lo que resta del estudio introductorio está dividido en tres secciones. La primera presenta algunos de los temas centrales que cruzan la literatura contemporánea sobre regulación (Baldwin, Cave y Lodge, 2012; Lodge y Wegrich, 2012; Dussauge, Lodge et al., 2021). Retomando algunas ideas de los textos incluidos en la antología, discutimos desde la definición del concepto de regulación hasta las relaciones que existen entre esta y el desarrollo, pasando por las dinámicas y estrategias regulatorias, y la rendición de cuentas. La segunda sección presenta de forma general los contenidos esenciales de cada uno de los capítulos del volumen. Aunque quizá sea obvio, es importante apuntar que estas lecturas no logran cubrir en su totalidad la inmensa variedad de discusiones regulatorias actuales. A diferencia de algunas publicaciones internacionales recientes en forma de manuales (handbooks; por ejemplo, Baldwin, Cave y Lodge, 2010; Levi-Faur, 2011) o de revisiones sobre temas de vanguardia (Moss y Cisternino, 2009; Coglianese, 2017), nuestra intención es mucho más modesta: ofrecer un conjunto de lecturas básicas, que ayuden a construir un lenguaje compartido entre los estudiosos mexicanos y latinoamericanos, para enriquecer las conversaciones actuales e impulsar investigaciones futuras. La tercera sección retoma esta idea y explica con un poco más de detalle cuál creemos que es la contribución de la antología para la literatura académica de nuestra región.

    La regulación en el mundo contemporáneo

    Durante las últimas tres o cuatro décadas, el término regulación ha ocupado un lugar muy destacado tanto en las reformas contemporáneas del sector público, como en las conversaciones académicas internacionales. Lo que inició como una tendencia de política pública en los países europeos, posteriormente se difundió hacia diversas regiones del mundo. Esto incluyó a América Latina y, por supuesto, a México. Así, tras años de privatizaciones de empresas públicas y liberalizaciones de precios (aunque no siempre en la misma secuencia o con los mismos alcances; Meseguer, 2009; Weyland, 2009), desde la década de 1990 se consolidó la tendencia internacional a crear agencias reguladoras con ciertos márgenes de independencia (formal) y con importantes atribuciones jurídicas para tomar decisiones regulatorias (Jordana, Levi-Faur y Fernández-i-Marin, 2011). La regulación y las reformas regulatorias ocuparon también un lugar central en los programas de reforma económica orientados a fortalecer el desarrollo económico de numerosos países. Se asentó, por ejemplo, la idea de que un esquema de industrias privadas sujetas a ciertas regulaciones tendría más probabilidades que las empresas de propiedad pública de lograr los objetivos de desarrollo planteados, sobre todo al considerar las limitadas condiciones financieras de los Estados.

    Actualmente, el entusiasmo inicial por dichos esquemas regulatorios ha dado paso a una segunda generación de discusiones en torno a la regulación. Las agencias regulatorias se han convertido en una institución común en la vida político-administrativa de los latinoamericanos, aun cuando todavía existen debates en torno al significado de la independencia formal y los alcances de la autonomía informal de dichas agencias (Pavón, 2020; González y Gómez, 2021). Asimismo, se han planteado diversas discusiones sobre cómo diseñar arreglos contractuales que permitan tanto construir estabilidad de largo plazo como introducir ajustes que sean necesarios en el corto plazo para adaptar las regulaciones a las exigencias cambiantes, las nuevas tecnologías y los nuevos de­sarrollos de los mercados.

    Desde la crisis financiera de 2007-2008 (sino es que incluso antes), ha habido muchas reflexiones acerca de los instrumentos regulatorios. En términos concretos, ha quedado cada vez más claro que las propuestas de reforma ortodoxas y simplistas no funcionan como se esperaba. Lo que se necesita, en cambio, son discusiones más finas sobre cómo regular cada uno de los sectores. Puesto de otra forma, lo que aquí definimos como debates de segunda generación se relacionan con la necesidad de afrontar preguntas difíciles sobre las capacidades, la experiencia y los recursos de las agencias reguladoras, así como sobre las relaciones entre dichas agencias con otros actores públicos y con las industrias reguladas (Lodge, 2014; Lodge et al., 2017; Casas, Dussauge y Lodge, 2018; Heredia, Dussauge y Lodge, 2018). Estas preguntas van más allá de los debates de la primera generación en torno a la redacción formal de los marcos estatutarios necesarios para sostener la independencia organizacional de las agencias reguladoras. Este conjunto de preguntas de segunda generación no solo se interesa por los instrumentos y los aspectos organizacionales de la regulación, incluyendo las características del entorno de política pública del Estado regulador. También trata de entender las condiciones políticas cambiantes, en particular la creciente ambigüedad en todo el mundo respecto al papel que deben desempeñar las agencias, a las cuales se han delegado importantes márgenes de autonomía para la toma de decisiones regulatorias (Koop y Lodge, 2021; Mejía, 2021).

    ¿Qué es la regulación?

    La regulación es un campo esencialmente interdisciplinario. Por consiguiente, las diferentes disciplinas que contribuyen al mismo tienen distintas preguntas de investigación, así como diferentes entendimientos respecto a lo que implica el término regulación. Una de las contribuciones pioneras al campo de la regulación sugirió, por ejemplo, que las definiciones sobre dicho término podían dividirse entre aquellas que 1) se enfocaran en las reglas jurídicas que estuvieran respaldadas por sanciones, 2) las que consideraban todos los actos de autoridad o 3) las que incluían todos los ejercicios de control (directa o indirectamente). En cuanto a las diversas disciplinas, también existen marcadas diferencias: los abogados se han movido entre un enfoque en asuntos legales y un mayor entendimiento de los instrumentos y arreglos regulatorios formales; los politólogos han estado particularmente interesados en los procesos de cambio de reglas y en las arquitecturas de los esquemas de operación de la gobernanza regulatoria (por ejemplo, el diseño institucional de las agencias regulatorias); y los economistas han visto la regulación como una serie de intervenciones deliberadas para influir en los mercados.

    Con base en esos intentos previos por definir qué es la regulación, Christel Koop y Martin Lodge han analizado las múltiples definiciones sobre el término que se usan en las diversas disciplinas y han destacado un conjunto de aspectos clave que unen a las li­teraturas sobre regulación: la atención puesta en los comportamientos intencionales, la presencia de estándares y mecanismos para asegurar el cumplimiento (enforcement), y el uso de instrumentos para recopilar información sobre los comportamientos mencionados. Esta aproximación conceptual apunta a un aspecto más amplio de los debates regulatorios. Se han discutido mucho las reformas en materia de regulación económica, tomando en cuenta la presencia creciente de reguladores involucrados en la regulación de competencia u otros temas del mercado, como la infraestructura o la provisión de servicios públicos en red (utilities). Sin embargo, la regulación no es un asunto únicamente relacionado con los mercados económicos, sino que involucra objetivos sociales (como la protección de los consumidores), la salud y la seguridad. En tiempos de Covid-19, por ejemplo, el papel que desempeñan los reguladores de medicinas ha puesto en evidencia cómo las agencias reguladoras se enfrentan con la necesidad de tomar decisiones y acciones en un entorno político que, además, en este caso pasa por un escenario de crisis.

    ¿Qué es el surgimiento del Estado regulador?

    Como ya mencionamos, durante las últimas décadas se han implementado numerosas reformas al sector público, muchas de las cuales han asignado un papel importante a la regulación. Este conjunto de reformas se ha etiquetado con frecuencia como el surgimiento del Estado regulador, un proceso que incluye algunos elementos centrales distintivos. El primero ha sido el cambio en las prioridades estatales, particularmente el paso de la justicia y la resiliencia a la eficiencia y la economía. Además, debajo de este cambio se han presentado también otros ajustes de corte institucional: la presencia cada vez mayor de formas privadas (o privatizadas) de provisión de los servicios públicos; la emergencia de agencias reguladoras separadas de los ministerios, departamentos o secretarías de Estado; y el uso de contratos para lidiar formalmente con las relaciones de mercado. Estos tres elementos son interdependientes. El uso de pro­veedores privados implica, por un lado, relaciones más formalizadas de lo que era común en la era de la propiedad pública (si bien incluso antes las relaciones se basaban en acuerdos formales y algunas metas de desempeño); y, por el otro, en un árbitro independiente que no está tentado a favorecer a la industria o a los consumidores en función de los ciclos electorales. La novedad de las agencias reguladoras ha radicado en que las funciones de supervisión se han separado de otras funciones gubernamentales que sí permanecieron bajo la jurisdicción de las instituciones ministeriales/secretarías de Estado. Detrás de la creación de estas agencias había (hay) varios supuestos importantes: que, a diferencia de otras instituciones de gobierno, podrían estar alejados de las dinámicas políticas; que su personal acumularía mayor especialización y experiencia; y que sus decisiones regulatorias ofrecerían mayor estabilidad y consistencia a lo largo del tiempo (Thatcher, 2002; Dussauge, 2008).

    El argumento acerca del Estado regulador se planteó origi­­nalmente en el contexto de gobernanza de la Unión Europea, en particular en los textos de Giandomenico Majone (por ejemplo, Majone, 1994, 1999). La idea propuesta era que, dada la ausencia de un presupuesto (propio y extenso), la única forma en que la Co­mi­sión Europea podía maximizar su poder era moldeando el contexto de las políticas públicas. El atractivo de la regulación era que los costos reales de la misma se le cargaban a la parte regulada. Dicho de otra forma, la regulación ofrecía una forma barata de dirigir las conductas de otros actores, además de que los costos redistributivos de la regulación suelen ser menos claros para el electorado de lo que son las decisiones impositivas o el gasto público. Finalmente, la regula­ción ofrecía un instrumento de acción a un conjunto de instituciones supranacionales que, dado el entramado jurídico de la UE, no están autorizadas para implementar políticas públicas en los contextos nacionales.

    El argumento sobre el surgimiento del Estado regulador se difundió, después, a los países europeos, sobre todo como resultado de las numerosas privatizaciones que tuvieron lugar en el Reino Unido (Moran, 2003). Dicha experiencia generó mucho interés por dos razones principales. Primero, por la forma en que el gobierno británico privatizó y a la vez pudo preservar cierta participación en las empresas reguladas (ya fuera por medio de acciones [golden shares], ya por medio de asientos en los comités directivos de las empresas). Segundo, por la creación de las nuevas agencias regulado­ras y las nuevas dinámicas de interacción entre estas y los políticos y departamentos ministeriales. Patrones de cambio similares empezaron a presentarse en otros países europeos. Así, los términos regulación y Estado regulador, lo mismo que las agencias reguladoras, empezaron a formar parte de los sistemas político-administrativos europeos y, después, se extendieron a otras partes del mundo, incluyendo América Latina (Jordana y Levi-Faur, 2005).

    Aunque Majone originalmente tomó la etiqueta de Estado regulador de la experiencia de Estados Unidos (Levi-Faur, 2013), el caso norteamericano no suele mencionarse como parte de estas tendencias de reforma recientes dada la larga historia que dicho país tiene en temas regulatorios, incluyendo la existencia de comisiones regulatorias desde finales del siglo xix. De hecho, en muchos ámbitos la experiencia de Estados Unidos inicialmente se vio como algo menos interesante que la británica, la cual parecía ofrecer un ejemplo de reformas con una mayor orientación hacia la eficiencia y con menos tendencia a la juridificación de las regulaciones. Por supuesto, como lo han mostrado Michael Moran y otros autores (Baldwin, Cave y Lodge, 2012; Levi-Faur, 2011), para realmente entender las discusiones contemporáneas sobre la regulación y el Estado regulador es indispensable también tomar en cuenta los debates norteamericanos.

    Las dinámicas regulatorias

    Desde sus orígenes, la literatura sobre regulación ha discutido con cierta regularidad el tema de la captura regulatoria (Dal Bó, 2006; Rex, 2020). La idea de la captura sugiere que las regulaciones son, en última instancia, producto de decisiones políticas y, sobre todo, de presiones ejercidas por ciertos grupos de interés. Dicho en otros términos, la regulación no resulta del esfuerzo que ciertos actores estatales, inspirados por una noción del interés público, realizan para promover el bienestar económico o social de la gente. Por el contrario, la regulación (según esta literatura) responde a las priori­dades de ciertos intereses particulares. Esta forma de entender las dinámicas regulatorias se ha planteado desde por lo menos dos perspectivas. La primera, originalmente esbozada por Marver Berstein en la década de 1950, destaca que la regulación pasa por ciclos de vida: una vez que el entusiasmo inicial por desarrollar regulaciones proactivas desaparece, los políticos se muestran dispuestos a escuchar las críticas de la industria acerca de lo estorbosa que les resulta la regulación (Howlett y Newman, 2013). Estas críticas ponen en riesgo, además, la supervivencia de las agencias reguladoras. Por lo tanto, las agencias deben elegir entre continuar una actividad regulatoria estricta bajo riesgo de ser eliminadas, o acomodarse a las preocupaciones e intereses de la industria que regulan. La segunda perspectiva, más famosa, es la que George Stigler (1971) planteó en torno a la idea de que la captura, como regla general, ocurre desde el principio, como un pecado original que responde a las prioridades de los políticos en términos de sus cálculos por ser reelectos. Al recibir contribuciones para sus campañas por parte de ciertas industrias, los políticos obtienen (en teoría) un apoyo considerable y (de nuevo en teoría) no son castigados por un electorado difuso. Al mismo tiempo, los beneficios concentrados que se otorgan a las industrias (como pago por su apoyo) son poco visibles para la mayoría de los votantes.

    Ahora bien, buena parte de las generaciones posteriores de estudios regulatorios han sido poco receptivos a la visión de Stigler sobre la captura. Por ejemplo, se siguen regulando temas complicados a pesar de la presencia de intereses privados concentrados y poderosos. Además, diversos autores han cuestionado la validez de la evidencia empírica usada por Stigler en su trabajo original. De hecho, las condiciones empíricas para comprobar la captura son muy difíciles de cumplir, como lo han sugerido Daniel Carpenter y David Moss (2013; ver el capítulo incluido en este volumen). Por otra parte, para realmente analizar el tema sería necesario enfocarse en otros aspectos de la captura regulatoria que van más allá de la influencia ejercida por la industria, como puede ser la captura conceptual, es decir la presencia de visiones profesionales y académicas dominantes que eliminan la posibilidad de que se planteen perspectivas regulatorias heterodoxas. Ahora bien, más allá de los debates teórico-conceptuales en torno a la captura regulatoria, el término ayuda a destacar una característica esencial de la regulación: la naturaleza interactiva de las relaciones entre los reguladores y las industrias reguladas.

    Las dinámicas regulatorias responden, asimismo, a las condiciones institucionales y los efectos que las mismas tienen sobre las acciones de reguladores y regulados. En este sentido, la discusión planteada en la década de 1990 por Brian Levy y Pablo Spiller (1997) apunta a un tema esencial de las discusiones regulatorias: el diseño institucional y sus implicaciones sobre las (posibles) inconsistencias temporales de parte de los gobiernos. Como se sabe, los gobiernos suelen tener problemas para mantener sus compromisos de largo plazo, ya sea por los ciclos electorales, ya por cuestiones políticas de coyuntura. El problema regulatorio que surge es el siguiente: si un inversionista privado desea, en un momento determinado, invertir en una industria regulada, entonces debe asumir el riesgo de que las promesas acerca del ambiente regulatorio existente puedan no ser cumplidas. Dicho inversionista buscará, entonces, algún tipo de garantía o protección ante posibles intentos de expropiación por parte del gobierno. Las agencias regulatorias son, precisamente, un instrumento de protección frente a decisiones arbitrarias. Por supuesto, si los gobiernos tienen la capacidad de revertir las decisiones de las agencias o de afectar con facilidad sus recursos institucionales, entonces dichas agencias no servirán de mucho. Por eso en la literatura se ha discutido, también, la importancia que tienen los arreglos contractuales de largo plazo, lo mismo para la industria regulada que para los gobiernos. El cumplimiento de dichos contratos puede asegurarse por medio de los tri­bunales nacionales (si son percibidos como creíbles), en los tri­bunales de otros países o en los tribunales internacionales. Para Levy y Spiller, el argumento es simple: cuanta más confianza pueda tener un inver­sionista privado en las instituciones públicas de un país —incluyendo las burocracias gubernamentales y el poder judicial—, más fe tendrán en los regímenes con márgenes de discrecionalidad (es decir, aquellos apoyados en agencias reguladoras independientes). Por el contrario, mientras menos confianza tengan dichas insti­tuciones, más exigirán arreglos contractuales no discrecionales. Los países que dependen de la inversión privada, por lo tanto pueden elegir qué esquema institucional usar para maximizarla por medio de arreglos regulatorios específicos.

    Los desarrollos posteriores han mostrado, por supuesto, que las cosas son más complejas y diversas (Lodge et al., 2017). Por una parte, los contratos requieren renegociaciones frecuentes, lo que implica que son justo las agencias las que tienen que estar monitoreando dichos contratos más que los tribunales. Por otra parte, las agencias a veces han sido acusadas de no contar con la suficiente expertise o de no brindar el suficiente apoyo para fortalecer los arreglos regulatorios. En cualquier caso, ha quedado claro que el dise­ño institucional es una variable clave para entender cómo se de­sarrollan las dinámicas entre reguladores y regulados, y cómo se mo­­difican los comportamientos de los regulados ante cambios en los marcos institucionales.

    Las estrategias regulatorias

    Uno de los debates centrales sobre la gobernanza regulatoria proviene de la vieja discusión en la literatura jurídica sobre el tema de las reglas contra los principios. Las reglas pueden definirse como provisiones altamente prescriptivas que, supuestamente, definen con claridad qué caminos pueden seguirse cuando se presentan ciertas eventualidades. Los principios, en cambio, son enunciados redactados en términos más amplios, que expresan la búsqueda de ciertos resultados. A primera vista, pareciera que las reglas tienen mayores ventajas que los principios, en tanto que especifican con claridad qué es lo que se tiene que hacer. Además, asegurar su cumplimiento resulta (de nuevo, supuestamente) más sencillo que en el caso de las frases más generales.

    Sin embargo, como lo ha discutido John Braithwaite, las ventajas de las reglas parecieran quedar restringidas a algunos contextos caracterizados por la estabilidad. En otras situaciones, marcadas por la complejidad y los cambios continuos, los principios pu­dieran ofrecer ventajas: le brindan a los regulados mayor discrecionalidad (es decir, margen de maniobra) y, por consiguiente, la responsabili­dad de desarrollar sus propios planes de cumplimiento (compliance). Así, los principios amplios pueden facilitar la aplicación de regula­ciones en contextos cambiantes, al tiempo que incentivan a los actores privados a asumir un papel más responsable por sus acciones, en vez de tener que caer en el ritual de poner palomitas en listas de verificación (cheklists) tan formales como poco útiles. El enfoque regulatorio basado en los principios ha sido clave en el desarrollo de regímenes regulatorios en temas sanitarios y de seguridad, particularmente en los grandes complejos industriales, desde la década de los 1970. Los accidentes que ocurrieron en la plataforma petrolera Piper Alpha en el Reino Unido en 1988, por ejemplo, dejaron claro que una de las principales causas tenía que ver con la falta de una cultura de seguridad, producto de la costumbre de apoyar las revisiones de cumplimiento sustentadas en meras listas de verificación.

    El uso de principios regulatorios es, por supuesto, complejo para los reguladores. Por un lado, usar reglas más precisas no es necesariamente más fácil pues, al final del día, producir juicios con base en un número amplio de reglas es problemático, además de que debe sopesarse qué reglas son más importantes que otras. Apoyarse en los principios ofrece, por lo tanto, una oportunidad para involucrarse en conversaciones acerca de qué es una ‘buena práctica’ regulatoria, como lo ha sugerido Julia Black. Pero, por el otro lado, los principios traen consigo otro tipo de tensiones. Primero, los actores regulados siempre exigirán mayor certeza para tratar de reducir los riesgos de acciones regulatorias discrecionales. Segundo, los inspectores también suelen preferir la certeza que las reglas detalladas parecieran brindarles, a priori, para que no se les acuse de tomar decisiones poco sensatas. Finalmente, como también lo ha mostrado Black en el caso del sector financiero, el cambio hacia sistemas regulatorios basados en los principios dista mucho de ser algo sencillo. Por todo ello, un reto importante para la regulación es apoyar esquemas basados en principios amplios a pesar de que las tensiones mencionadas entre regulados y reguladores tiendan a inclinar la balanza a favor de esquemas regulatorios más bien basados en reglas detalladas.

    Una tensión similar surge al momento en que las autoridades regulatorias deben seleccionar el régimen regulatorio a desarrollar e implementar. Como ha señalado Peter May, a la visión clásica de la regulación prescriptiva, es decir la idea un régimen regulatorio centrado en el comando y control, recientemente se han sumado otras aproximaciones regulatorias. En primer lugar, la idea de regímenes regulatorios basados en el desempeño (performance-based) que promueven un enfoque en objetivos y resultados regulatorios, más que en criterios detallados. En segundo lugar, los regímenes regulatorios basados en la gestión (management-based), que intentan establecer una serie de procesos o sistemas para cubrir los elementos esenciales de riesgo regulatorio en la actividad regulada. Estas nuevas aproximaciones al diseño de regímenes regulatorios menos centrados en la prescripción han respondido a las transformaciones políticas, administrativas y sociales relacionadas con el surgimiento de nuevos conceptos (Hood, Rothstein y Baldwin, 2001). Por una parte, el valor del desempeño (performance), común­mente relacionado con las reformas gubernamentales inspiradas en la nueva gestión pública; por la otra, la idea del riesgo (risk) como tema de preocupación que incluye (pero rebasa) las discusiones económicas sobre fallas del mercado (por ejemplo, las asimetrías de información), para centrarse en las percepciones sociales sobre la posibilidad de que ocurran ciertas situaciones problemáticas o incluso catastróficas (Black, 2010).

    Por supuesto, el uso de uno u otro régimen regulatorio trae consigo diversos pros y contras (trade-offs). Los regímenes pres­criptivos brindan, a priori, mayor claridad sobre los criterios a revisar, pero pueden fácilmente devenir en esquemas poco flexibles y adaptables para las diversas circunstancias de los regulados. Los regímenes basados en el desempeño, en cambio, al centrarse en objetivos más que en requisitos regulatorios ofrecen un mayor margen de maniobra, pero también pueden introducir ambigüedades en torno a los estándares regulatorios por cumplir, así como dificultades para generar las capacidades especializadas necesarias entre los responsables de supervisar el cumplimiento. Por último, los regímenes basados en los sistemas brindan a los actores regulados la oportunidad de desarrollar los elementos de gestión regulatoria que mejor se adaptan a sus condiciones particulares; sin embargo, al hacerlo vuelven más complejas las tareas de inspección regula­toria y los procesos para fundamentar legalmente las sanciones ante los incumplimientos. Además, como lo han mostrado Harry Rothstein, Olivier Borraz y Michael Huber, el grado en que ciertas estrategias regulatorias se han adoptado y adaptado internacionalmente no solo depende de las ventajas relativas de cada esquema, sino de las carac­terísticas de los ámbitos de política pública particulares, así co­mo de las concepciones legales y las estructuras administrativas existentes en cada país.

    Finalmente, hay otro conjunto de tensiones que aparecen en las actividades orientadas a asegurar el cumplimiento (enforcement) de las regulaciones. En este caso, el debate tradicional se ha presentado entre los enfoques que buscan disuadir (deterrence) partiendo del supuesto de que los regulados son individuos calculadores que valoran si la probabilidad de ser descubiertos incumpliendo una norma y el tamaño de la multa son mayores (o no) a los beneficios obtenidos por el incumplimiento; y los enfoques que buscan persuadir, y por lo tanto intentan asesorar y guiar a los regulados para generar conductas apropiadas. Con base en los hallazgos empíricos, la conversación sobre los esfuerzos para asegurar el cumplimiento se ha movido hacia modelos dinámicos que buscan fomentar la cooperación, usando estándares regulatorios antes de recurrir a las sanciones formales. De acuerdo con la idea de la regulación responsiva, acuñada por Ian Ayres y John Braithwaite (1992), los reguladores deben guiar y buscar la cooperación de los regulados, pues de esa forma será más probable que promuevan el cumplimiento de estos. Sin embargo, si el complimiento (es decir, la cooperación) de parte del regulado no ocurre, entonces pueden aplicarse sanciones formales más fuertes de manera escalonada. Este modelo dinámico para asegurar el cumplimiento, basado en el supuesto de relaciones iterativas, se ha usado ampliamente en diversas industrias.

    La rendición de cuentas y la legitimidad regulatoria

    Todo ejercicio de autoridad por parte del Estado, incluyendo la regulación, requiere legitimidad. Sin embargo, la regulación enfrenta ciertos retos particulares. Primero, las agencias reguladoras han sido diseñadas, de forma explícita, para no responder a los incentivos políticos o las tendencias electorales. Esto ha sido motivo de discusión de forma continuada porque, ¿cómo hacer entonces que los reguladores independientes rindan cuentas por sus acciones? Las comparecencias ante el congreso o el parlamento, por ejemplo, difícilmente afectan las conductas de los reguladores. De hecho, la experiencia norteamericana ha mostrado que los procesos de designación de los reguladores por parte de las instancias legislativas aumentan el riesgo de politización de los nombramientos y convierten las discusiones sobre la ética de los reguladores en un campo de batalla partidista. Más allá de los procesos de rendición de cuentas legislativos, los problemas de rendición de cuentas y legitimidad regulatoria son igualmente disputados. Después de todo, ¿basta con un sistema de legitimación basado en el logro de ciertos productos o resultados regulatorios que se consideren adecuados? De manera alternativa, ¿es suficiente con tener un esquema que garantice el cumplimiento de los procedimientos, aun cuando los resultados regulatorios sean problemáticos?

    La relación entre los reguladores y la rendición de cuentas es, por lo tanto, compleja (Lodge, 2004; Lodge y Stirton, 2010; Bianculli, Jordana y Fernández-i-Marin, 2014). Como señala Peter May, la rendición de cuentas en ámbitos regulatorios tiene múltiples dimensiones, todas relacionadas con los aspectos fundamentales de los actos de autoridad realizados por las instituciones públicas. Por consiguiente, los reguladores deben desarrollar diferentes mecanismos para asignar responsabilidades y rendir cuentas en función de las estrategias regulatorias que persiguen. Así, mientras que comúnmente pudiera pensarse que los reguladores independientes no rinden cuentas de sus actos, en realidad lo hacen de muchas formas tomando en consideración diversos criterios. De hecho, la experien­cia empírica reciente parece mostrar que los reguladores, más que evitar los procesos de rendición de cuentas, prefieren ofrecer información y explicar sus decisiones de forma amplia para fortalecer su reputación institucional ante las audiencias (grupos de públicos) con las cuales se relacionan (Busuioc y Lodge, 2017; Busuioc y Rimkuté, 2020).

    La regulación y el desarrollo

    Un último tema que vale la pena comentar es el de las diversas relaciones que existen entre la regulación y los procesos nacionales de desarrollo (económico, social, político, institucional; Dussauge, Elizondo et al., 2021). En la medida en que los temas y las instituciones regulatorias se han ido difundiendo más allá de los países desarrollados, analizar y discutir las cuestiones planteadas en este estudio introductorio (y en los textos incluidos en esta antología) se ha vuelto una tarea necesaria para las comunidades académicas de países en desarrollo como las latinoamericanas. Una primera línea de reflexión, por ejemplo, tiene que ver con el grado en que los Estados reguladores, las agencias reguladoras, los esquemas contractuales de largo plazo o los regímenes regulatorios basados en el desempeño se han ido incorporando (o no) a las estructuras de los sistemas político-administrativos nacionales en países como México.

    La adopción de nuevos principios, instituciones y regímenes regulatorios inspirados en los ejemplos de países desarrollados no implica, por supuesto, que la regulación funcionará de la misma forma en todas las jurisdicciones nacionales (Dubash y Morgan, 2013; Morgan, 2014). Así, una segunda línea de reflexión implica explorar la forma en que las prácticas políticas y las instituciones administrativas de cada país han condicionado los procesos de transferencia y la implementación de nuevos esquemas regulatorios. Las agencias reguladoras y otros mecanismos usados para promover los compromisos creíbles de los Estados suelen tener, según muestran Levy y Spiller, diversos resultados en distintos escenarios nacionales, incluso dentro de una misma región. Por otra parte, como sugiere Braithwaite, algunas estrategias regulatorias pensadas desde la realidad de países desarrollados pudieran llegar a ser útiles en países con pocas capacidades para supervisar y asegurar el cumplimiento de las regulaciones.

    En última instancia, la relación entre regulación y desarrollo implica estudiar los resultados empíricos que el surgimiento de instituciones e instrumentos regulatorios en los países en desarrollo han traído consigo. ¿Son más eficientes los mercados, más baratos las tarifas, mejores los servicios como resultado de las nuevas normas introducidas para regular la competencia o la provisión de servicios por parte de empresas privadas (o público-privadas)? ¿Se han controlado o, por lo menos, reducido los riesgos ambientales, sanitarios, energéticos, gracias a la presencia de nuevas agencias o regímenes regulatorios? ¿Los compromisos regulatorios de los Estados son ahora más creíbles y, por lo tanto, más confiables desde la perspectiva de los inversionistas privados? ¿La regulación ha logrado promover (o no) el desarrollo de nuestros países? Estas son solo algunas preguntas que no pueden responderse aquí, pero que vale la pena dejar planteadas para futuras investigaciones.

    Sobre los contenidos de esta antología

    El volumen inicia con el capítulo de Christel Koop y Martin Lodge en torno a qué es la regulación. Con base en una revisión exhaustiva de la literatura sobre el tema, los autores exploran los elementos centrales del concepto regulación en disciplinas como la ciencia política, la economía, la administración y el derecho. Aunque notan que existe una amplia variedad de definiciones, resultado en buena medida de las diversas aproximaciones disciplinarias al tema, Koop y Lodge afirman que en el fondo existe un conjunto de elementos conceptuales compartidos: la regulación suele implicar la intervención intencional en las actividades de una población objetivo, generalmente (aunque no siempre) por parte de autoridades públicas. La revisión planteada por Koop y Lodge no solo nos ayuda a aclarar de qué hablamos cuando hablamos de regulación, sino que ofrece a los lectores un análisis interesante sobre las dimensiones fundamentales del concepto y sus implicaciones en la práctica regulatoria.

    El segundo capítulo es un texto clásico de Giandomenico Majone sobre el paso del Estado propietario al Estado regulador. Con base en una cuidadosa revisión de las tendencias de reforma gubernamental en Europa de los años ochenta y noventa, Majone explica cómo y por qué los Estados nacionales fueron dejando atrás el principio de propiedad pública en muchos ámbitos de la economía y comenzaron a transitar a un enfoque centrado en la regulación. El autor detalla las características de los dos modelos de gobernanza (Estado propietario o positivo vs. Estado regulador) y explica cómo el surgimiento de la regulación como tarea esencial de los Estados implica también muchos otros cambios: en los instrumentos de política pública que se usan para gobernar; en el protagonismo que adquieren algunas instituciones públicas, mientras otras pierden cierta presencia; en la participación de nuevos actores políticos (como los reguladores, los grupos de interés o los jueces); e incluso en las dinámicas de rendición de cuentas. La lectura, aunque centrada en la experiencia europea, nos ayuda a entender los desarrollos regulatorios contemporáneos de los Estados latinoamericanos, incluyendo el mexicano.

    El capítulo tercero, de Michael Moran, amplía y a la vez complementa las dos lecturas previas. Por una parte, Moran rastrea los orígenes de las ideas de Majone sobre el Estado regulador, las cuales se inspiraron, en buena medida, en las discusiones norteamericanas sobre instituciones no mayoritarias. Por la otra, su capítulo ofrece un rico e interesante repaso a las diversas literaturas europea y angloamericana sobre la regulación, las cuales sirven de base a nuestras conversaciones contemporáneas: los estudios sobre captura, la regulación responsiva, la autorregulación, la regulación dentro del gobierno, la gestión del riesgo, la globalización de la regulación. Así, de forma sintética, Moran discute las principales contribuciones de algunos de los autores esenciales de este campo de estudios.

    El cuarto capítulo es otro texto clásico, en este caso de Brian Levy y Pablo Spiller, sobre los fundamentos institucionales de los compromisos regulatorios. A partir de un análisis comparado de la regulación en el sector telecomunicaciones de cinco países (Argentina, Chile, Jamaica, Filipinas y Estados Unidos), los autores tratan de mostrar cómo las instituciones regulatorias influyen en las conductas de los actores regulados. Levy y Spiller fueron de los primeros autores que resaltaron la importancia de construir instituciones regulatorias creíbles, es decir aquellas capaces de garantizar que las decisiones regulatorias no cambian de forma arbitraria. De acuerdo con los autores, en los mercados de servicios públicos privatizados (que requieren de fuertes inversiones con visión de largo plazo), los actores privados solo estarán dispuestos a invertir lo necesario si no temen a posibles expropiaciones por parte de los actores gubernamentales. Así, los diseños institucionales de los mar­cos regulatorios tendrán que ser más o menos inflexibles dependiendo de las características de cada entorno nacional.

    El siguiente capítulo, de David Carpenter y David Moss, trata sobre la captura regulatoria. Los autores explican que tanto la literatura académica como los comentarios periodísticos aluden con regularidad al problema de la captura de los reguladores públicos por parte de intereses privados. Sin embargo, Carpenter y Moss argumentan que en realidad es difícil encontrar situaciones empíricas en las que resulte del todo claro que los reguladores tomaron decisiones y elaboraron regulaciones en línea con los deseos de ciertos actores regulados. Los autores sugieren que, en lugar de aceptar a priori las teorías clásicas sobre la captura regulatoria, resulta necesario investigar con mayor detenimiento si el interés público está siendo realmente capturado en situaciones específicas. Para ello, Carpenter y Moss sugieren usar mejores conceptualizaciones (por ejemplo, diferenciar entre captura fuerte y captura débil); tomar en cuenta los diversos mecanismos que pueden influir en las decisiones regulatorias (por ejemplo, la captura cultural); y demostrar que las acciones de los reguladores reflejan las intenciones particulares de los regulados y, como consecuencia, traen consigo un cambio en la política regulatoria alineado con dichos intereses, alejándola a su vez del interés público.

    Los siguientes dos capítulos exploran los debates mencionados antes sobre las reglas y los principios, aunque en distintas jurisdicciones nacionales y áreas de política pública. El capítulo sexto incluye un texto de John Braithwaite en el que desarrolla una teoría de la certeza jurídica. Tras repasar diversas posturas teóricas en torno a la discusión reglas vs. principios, Braithwaite plantea una serie de afirmaciones para entender en qué escenarios regulatorios resultaría más adecuado cada uno de estos instrumentos. Mientras que las reglas parecieran ofrecer mayor certeza jurídica en ambientes estables, en situaciones complejas o cambiantes los principios parecieran cumplir mejor esa tarea. Por supuesto, el autor señala que, dependiendo del tipo de acción a regular (y, también, la presencia de grandes intereses económicos o de posibles sujetos que incumplan deliberadamente las regulaciones), la mejor solución pudiera encontrarse en una combinación de reglas y principios.

    En el capítulo séptimo, Julia Black amplía la discusión previa con un texto sobre el surgimiento, la caída y el destino de la regulación basada en principios. Tomando como referencia la crisis financiera de finales de los 2000, la autora explica cómo la regulación basada en principios se fue difundiendo en los círculos financieros internacionales bajo el supuesto de que permitiría construir un régimen regulatorio más receptivo y, a la vez, efectivo. Sin embargo, la crisis puso en entredicho la utilidad de la regulación basada en principios y obligó a que los reguladores replantearan sus procesos de inspección y aseguramiento del cumplimiento. A pesar de ello, Black explica que la estrategia regulatoria basada en principios ha seguido vigente pues su uso sigue ofreciendo cierta flexibilidad. En términos más específicos, los principios pueden adquirir significados diversos para los múltiples actores que participan en regímenes policéntricos que superan las fronteras nacionales y que hoy caracterizan la gobernanza regulatoria internacional.

    El capítulo octavo incluye otro texto de John Braithwaite dedicado el tema de la regulación responsiva en los países en desarrollo. El autor explora diversas formas en que los países con pocas capacidades estatales pudieran responder eficazmente a la necesidad de asegurar el cumplimiento puntual de las regulaciones. Retomando su trabajo previo sobre regulación responsiva y la pirámide del cumplimiento, Braithwaite sugiere que este tipo de esquemas pueden ser útiles para los países en desarrollo pues les permiten gestionar mejor sus recursos escasos, usando de manera escalonada y selectiva el repertorio de posibles sanciones a los regulados infractores. Adicionalmente, Braithwaite destaca la importancia que pueden llegar a tener tanto las redes de organizaciones sociales (nacionales e internacionales), como los actores privados para ayudar a llenar los déficit de capacidad regulatoria de los Estados en desarrollo.

    La regulación del riesgo es el tema central del capítulo noveno de Henry Rothstein, Olivier Borraz y Michael Huber. Los autores explican que el riesgo ha ido adquiriendo un lugar importante en el diseño de regímenes regulatorios en diversas partes del mundo, ya sea porque permite pensar en la gestión racional (es decir, basada en cálculos de probabilidades) de que ocurran (o no) ciertas situaciones problemáticas, o como mecanismo de protección de los reguladores ante posibles fallas regulatorias. Sin embargo, con base en el análisis detallado de tres casos nacionales (Reino Unido, Francia y Alemania), Rothstein, Borraz y Huber muestran que la adopción de los regímenes regulatorios basados en el riesgo no ha sido uniforme. Por un lado, en ciertos ámbitos de política pública, como la salud o el medio ambiente, los riesgos parecieran ser parte esencial de las acciones y decisiones de los reguladores. Por el otro lado, la regulación del riesgo pareciera ser mucho más prominente en el Reino Unido que en los otros países. De acuerdo con los autores, la respuesta se encuentra en la forma en que los enfoques regulatorios basados en el riesgo pueden encajar (o no) en las normas de gobernanza y los esquemas institucionales específicos de cada país.

    La antología cierra con un texto de Peter May sobre la rendición de cuentas en los regímenes regulatorios. El autor señala que la regulación prescriptiva tradicional ha sido muy criticada por, entre otras cosas, imponer a los actores regulados una serie de costos de cumplimiento innecesarios. Como respuesta, durante los últimos años diversos países han impulsado el diseño de regímenes regulatorios basados en el desempeño o en los sistemas de gestión. Este tipo de regímenes supuestamente reducen los costos de cumplimiento y brindan mayor flexibilidad a los regulados para alinear sus actividades y sus instalaciones con los objetivos regulatorios. Ahora bien, May argumenta que ninguno de los regímenes regulatorios es infalible cuando se les analiza en términos de rendición de cuentas. Ni los regulados ni los reguladores cuentan con las condiciones o las capacidades suficientes para atender, revisar, cumplir y dar explicaciones sobre todas las cuestiones legales, políticas, burocráticas y profesionales involucradas en los procesos regulatorios. Por lo tanto, pueden surgir déficits de rendición de cuentas que, de no ser atendidos oportunamente, pueden convertirse en problemas mayores.

    Sobre las contribuciones del volumen a las discusiones mexicanas (y latinoamericanas)

    Como se ha mencionado, los textos incluidos en esta antología cruzan algunos de los debates esenciales de los estudios regulatorios. Ahora bien, cabe preguntarse, ¿cuál es su aportación a la comunidad académica mexicana o, incluso, latinoamericana? La pregunta importa pues, a fin de cuentas, los autores han escrito sus análisis y reflexiones pensando en ejemplos de política regulatoria e instituciones político-administrativas de realidades nacionales distintas a las de México o los países de la región. La respuesta, aunque implícita en algunas de las ideas presentadas en páginas previas, puede plantearse en varios sentidos. Primero, como ha sido el caso de otras antologías publicadas anteriormente por el cide (sobre evaluación y sobre implementación de políticas públicas), el volumen intenta acer­car a la comunidad académica hispanohablante una serie de teorías, conceptos y debates poco conocidos sobre un tema importante. La regulación es, hoy en día, tanto una dinámica área de estudios, como una actividad del Estado en continua expansión. Aunque ya existe una literatura considerable sobre temas regula­torios en México y América Latina (cepal, 1999; Oszlak, 2002; Culebro, 2009; Dussauge y Casas, 2021), no hay todavía un volumen que ofrezca a los lectores no especializados un acercamiento aca­démico a algunos de los temas y debates fundamentales en la materia.

    Segundo, las lecturas incluidas en la antología justo pueden ayudar a entender mejor algunas de las ideas y propuestas analíticas que subyacen a la literatura sobre regulación en la región latinoamericana. Por un lado, existen varios estudios sobre el surgimiento del Estado regulador en países como Chile, Colombia, Perú o México (Muñoz, 1993; Alviar y Lamprea, 2016; Trece, 2014; Pardo, 2010; Morgan, 2014; Roldán, 2019), las agencias reguladoras latinoameri­canas (Faya, Grunstein y Valdés, 2011; Cortés et al., 2013; Pavón, 2020; Durand y Pietikäinen, 2020; González y Gómez, 2021), el uso de estrategias regulatorias basadas en el riesgo (Elizondo y Dussauge, 2018) o las implicaciones en materia de rendición de cuentas en las actividades regulatorias (López y Haddou, 2007). Ha habido también, por supuesto, numerosos estudios sobre la regulación en diversos sectores (Lutz, 2001; Mariscal y Rivera, 2007; Carreón y Rosellón, 2002; Culebro, 2009; Peci et al., 2017). Por

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