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Las videntes: Imágenes en la era de la predición
Por Jorge Luis Marzo
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De los oráculos a los algoritmos, la conducta humana se ha regido desde siempre por la necesidad de predicción, hasta convertirse en la actualidad en el instrumento principal de una gobernanza infalible de la vida.
Alternando relatos de ficción con detallados episodios históricos, Las videntes traza el curso que ha llevado a las máquinas a hacer suyo el lenguaje de las antiguas profecías para llegar a interpretar y juzgarlo todo y a todos a través de las imágenes que procesan. La inteligencia artificial ha hecho de ellas auténticas máquinas videntes.
Alternando relatos de ficción con detallados episodios históricos, Las videntes traza el curso que ha llevado a las máquinas a hacer suyo el lenguaje de las antiguas profecías para llegar a interpretar y juzgarlo todo y a todos a través de las imágenes que procesan. La inteligencia artificial ha hecho de ellas auténticas máquinas videntes.
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Las videntes - Jorge Luis Marzo
I
DE VISIONES
CUANDO LA VIDA ES MAGIA
LAS HUELLAS
La luz llegó y fue como imprimir una enorme fotografía. Al amanecer, estiró el brazo, cinco dedos. Se acercó la hoja a los ojos y vio las nervaduras, que eran como las líneas de la palma de su mano. Después, la concha de mar, que guardó consigo sin saber muy bien por qué, acaso por el placer de ver los surcos ordenados que convergían todos en un punto, el mismo del que parten los rayos del sol cuando se filtran entre las copas de los árboles. Un día arrojó la piedra al agua y vio las ondas. Aprendió a leer las cosas cuando estas no estaban: el humo, que hablaba del fuego; la huella, que hablaba del animal. Cuando lo conseguía, le surgía el impulso de juntar las dos manos y entrelazar los dedos de manera que no quedara aire entre ambas. Era como si las cosas ausentes hubieran quedado «atrapadas», como si no tuvieran huecos. Eso sucedía, sobre todo, con las huellas. Siempre se agachaba y pasaba el dedo índice por el perfil de la pisada. Su huella favorita era la del ciervo en la orilla arenosa del río, honda y clara, que además le permitía saber si la había dejado un ejemplar grande o pequeño. Cuando quería explicar esos signos a los demás, siempre juntaba las manos y entrelazaba los dedos con fuerza. Pronto todos supieron leer esas líneas. No eran las cosas, sino la escritura que las cosas dejaban a su paso. Descifrar esas imágenes les permitía discriminar los esfuerzos, lo mismo que las panteras solo perseguían a las gacelas más débiles o más pequeñas. Por eso las panteras se pasaban un buen rato agazapadas, mirando, antes de hacer nada, se dijo. Intuyó que las cosas son predecibles, porque se presentan antes de que realmente ocurran.
A menudo, cuando el clan entero se enfrascaba en despiojarse, se metía en el bosque y se escondía tras alguna mata para ver a los animales. «¿Por qué me escondo?», se preguntaba. Los monos le fascinaban, porque se hacían trampas entre ellos, riéndose los unos de los otros, imitándose los gestos, los andares. Se quedaba embobada observando a los insectos cambiar de color sobre las hojas hasta hacerse invisibles, o se tapaba la boca con aire de asombro cuando algunos pájaros se erguían y ya no sabías dónde tenían los ojos. Eran seres que sabían mucho, que conocían algún secreto: reconocer cómo funcionan las cosas para adelantarse a ellas. Una vez vio a un pájaro que era capaz de imitar la voz de otros pájaros, incluso la de otros animales que no volaban. Cuando lo hacía, era divertido ver el desconcierto de todos los seres del bosque: unos se escondían, otros corrían; algunos salían de sus madrigueras pensando que habría algo que comer. Pero era todo magia, y, al rato, todo el mundo volvía a sus quehaceres sin, al parecer, haber entendido nada.
Un día, junto a un compañero, comenzaron a rascarse frenéticamente las piernas tras pisar un hormiguero. Se miraron y empezaron a rascarse más y más rápido, y se pusieron a reír sin apartarse la mirada, ensimismados de ver sus muecas reflejadas en el rostro del otro. Se sentía feliz simplemente mirando los rostros, y moviendo sus facciones para imitar las de los demás. Se quedaba embobada con las caras. Era una actividad que empezó a realizar sin mucho esfuerzo. Podía percibir quién era amigo y quién no simplemente mirando. El ojo era maravilloso porque dejaba recordar, como con los olores y los sonidos. Comenzó a distinguir las diferencias de los gestos, los rictus, los ademanes, cuándo se levantaban las cejas, cuándo se enseñaban los dientes, cuándo se arrugaba la frente. Así, averiguó que era fácil decir que fulano estaba contento, que mengano estaba enfadado o que zutano estaba enfermo. Daba igual que la persona fuera distinta; siempre que estaban enfadados ponían la misma cara y entonaban la misma voz. Encontró que este descubrimiento era muy beneficioso, porque, como les pasaba a los monos, le advertía de cómo podían ir las cosas de antemano. Así, dos de sus pasatiempos preferidos eran hacer muecas de picor cuando en realidad no le picaba nada, y hacer pasar a otros por el hormiguero. En el primer caso, disfrutaba viendo los rostros asustados de sus compañeros mientras saltaban sobre hormigueros inexistentes. En el segundo, se las apañaba para pasar con cuidado sobre el hormiguero evitando a sus huéspedes y después sentarse y reírse a placer del frenesí rascador del clan. Aprendió que, cuando veía que alguien andaba lentamente con los puños cerrados y moviendo rápidamente los ojos de un lado a otro, debía ocultarse si no quería que la montasen allí mismo, lo que no siempre le gustaba. También aprendió que engañar era muy práctico. Por ejemplo, cuando alguna vez tocaba ir al risco a vigilar si venían mamuts, una de esas cosas que odiaba hacer, se hacía la coja y ponía mala cara, de modo que así no la elegían porque no podría correr cuesta abajo para avisar.
Cuando oía truenos solía mojarse. A cubierto y a la luz de una hoguera, dibujaba garabatos sobre las rocas. Le encantaba hacerlo cuando el viento se colaba entre las rocas y movía mucho las llamas provocando el baile de los trazos. Durante las largas excursiones advirtió que otra gente hacía lo mismo en otras cuevas: formas geométricas, perfiles, espirales, animales, en color rojo, para que llamen la atención. ¿Se podía parar el tiempo simplemente dibujando las cosas? ¿Podrían ocurrir las cosas si se dibujaban sus huellas? Años más tarde, se encaprichó de un joven que era muy dado a apuntarse a las partidas de caza. Cada vez que este se marchaba, la muchacha quedaba nerviosa y aturdida, porque era habitual que muchos de los cazadores perdieran la vida a manos de las presas o de otros cazadores rivales. La noche previa a una de sus cacerías, y por temor a no verlo más, la chica tuvo la idea de fijar el retrato de su querido, para lo cual trazó con un pedazo de carbón el perfil de su cara sobre una roca, a la luz de la hoguera. Cuando el joven se marchó de caza a primera hora de la mañana, la chica se quedó horas observando aquella imagen. Y pensó en la magia de conservar la figura de aquello que ya no está, o de trazar la figura de aquello que aún no es, pero mañana podría ser.
También aprendió pronto a ver que las cosas aparentemente sin relación entre ellas tendían a configurarse como imágenes, como era el caso de las estrellas, que juntas tenían el perfil de algunos animales, revelando que hasta las cosas más insospechadas tienen relaciones ocultas. Así, el parecido de los cuernos de las vacas y la forma de la luna durante ciertos días se le antojaba demasiado embriagador como para dejarlo pasar sin más. El poder de la vaca era tan grande, su fuente blanca de vida saciaba tanto, que debía de haber alguna íntima conexión con la luna cuando esta se mostraba como una vaca. Fue en busca de viejas osamentas en la pradera y escogió unos cuernos que le parecieron especialmente simétricos, especialmente equilibrados. Los llevó junto a los suyos y se los puso sobre su propia cabeza, precisamente aquella noche en que la luna tenía dos cuernos, y entonces mugió. El clan se volvió como loco y empezó a bailar a su alrededor, todos mugiendo. Para recordar el momento en que la luna se convertía en vaca, empezaron a mover grandes piedras y a colocarlas en ciertos sitios. También hacían con palitos pequeñas marcas en bloques de arcilla que dejaban secar al sol. Los ojos les contaban el mundo y las manos lo copiaban.
Un día apareció un enorme monolito, verdaderamente grande, de color negro y de piel suave pero fría, con contornos perfectamente regulares. El clan se alteró sobremanera. Al principio, todos mostraron temor; algunos se escondieron, otros caminaban a su alrededor ansiosos, sin atreverse a tocarlo. Poco a poco, al comprobar el gélido tacto de su superficie pulida, comenzaron a reír mientras iban perdiendo el miedo. Cada vez que alguien lo tocaba con su mano grasienta, quedaba una tenue huella marcada en él. Con el paso de los días la base del monolito comenzó a llenarse de aquellas marcas, todas diferentes si una se acercaba mucho a mirarlas. El efecto de ver todas aquellas huellas de manos, las unas junto a las otras, era sorprendente. Primero, la gente jugaba a adivinar de quién era cada marca. Reconocían la de aquel que había perdido el pulgar en una pelea, las manoplas de los grandullones o las más pequeñas de las mujeres. Después, jugaban a compararlas y descubrían que las marcas que tenían el pulgar torcido eran casi siempre de los que cosían las pieles. Así, los que eran más reticentes ante la presencia de aquella cosa, siempre gruñones y apartando a manotazos a quienes se querían acercar a dejar su huella, también acabaron con la mano puesta ahí y con la sonrisa en la cara. Alguien puso una corteza de coco llena de sebo de jabalí junto al monolito para que la gente se untara la palma de la mano y quedara una marca más clara. Otro mejoró el sistema al poner otro coco, esta vez relleno del líquido blanco que sale del árbol que llora y que si se pone al sol se vuelve gomoso. La huella quedaba muy bien fijada, y no se borraba cuando llovía. Porque la lluvia era un problema y obligaba a todos a repasar su huella o a dejar una nueva cuando esta se iba diluyendo. Pasaron las semanas y ya no quedaron huecos donde poner la mano en la parte baja de aquella masa tan perfecta, porque la gente respetaba las marcas de los demás, para evitar broncas, aunque siempre había algún bromista, como ella, que se dedicaba a taparlas con las suyas cuando el clan dormía. Una noche, incluso llegó a cortar la mano de un muerto, la untó en el líquido y la imprimió en un espacio
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