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El mundo en llamas
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Libro electrónico97 páginas1 hora

El mundo en llamas

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Este libro de carácter colaborativo nace de una invitación realizada por Pólvora Editorial al filósofo David E. Johnson y el artista chileno Javier Toro Blum para que sostuvieran un encuentro en torno a la obra Libreros, la que pos-libro fue re-nominada El mundo en llamas el año 2017. Esta obra es parte de la Colección Fundación Engel.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 ene 2022
ISBN9789569441592
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    El mundo en llamas - David Johnson

    fuego, cenizas

    Y, entre otras cosas, como después de los astros nada conocía yo en el mundo que produjera luz sino el fuego, traté de hacer comprender con mucha claridad todo lo que atañe a su naturaleza, cómo se forma, cómo se alimenta, cómo a veces da calor sin luz y otras luz sin calor; cómo puede introducir diferentes colores en varios cuerpos y varias otras cualidades; cómo funde algunos y endurece otros; cómo puede consumirlos o convertirlos en humo y cenizas, y, finalmente, cómo forma vidrio con estas cenizas, sólo por la violencia de su acción; porque pareciéndome esta transformación de las cenizas en vidrio tan admirable como cualquiera otra de la naturaleza, tuve especial placer en describirla⁶. El fuego le fascinaba a Descartes. Le atraía su violencia transformativa, tan destructiva como creadora: su capacidad de reducir a cenizas el mundo, una reducción catastrófica —una epojé—que hace posible la belleza del vidrio, que es tan admirable como cualquier otra cosa de la naturaleza, pero además hace posible la belleza de la naturaleza misma y del mundo en cuanto tal.

    ¿Cómo pensar la terrible bella violencia del fuego? ¿Cómo leer, por ejemplo, el terrible, doloroso testimonio de Antoine Leiris, cuya esposa, Hélène Muyal-Leiris, fue asesinada el 13 de noviembre de 2015 en el atentado terrorista de París? Ella estará con nosotros, ahí, invisible. En nuestros ojos se leerá su presencia, en nuestra alegría arderá su llama, por nuestras venas correrán sus lágrimas⁷? Hélène —su fuego, su espíritu— sobrevive en nosotros. Este fuego —la llama de Hélène— quema y amenaza quemarse, consumirse, volverse humo. Por eso Leiris escribe, para recordar a Hélène, conservarla y aferrarse a ella, para llevarla hacia el futuro y que sobreviva así a su muerte. Pero para recordar y conservarla tiene que alimentar el fuego, lo que significa que, en su luto por ella, por Hélène, él la pierde, la destruye, la reduce a cenizas. Arriesga matar una vez más a quien quiere recordar y preservar, no sólo para sí mismo sino también para su hijo, Melvil: "Melvil sólo dice tres palabras, y sin embargo lo entiende todo. Mantener una conversación seria con él y decirle: ‘Mamá ha tenido un grave accidente, ya nunca volverá’, sería como contarle con palabras de adulto una historia de grandes, impedirle captar más allá de nuestras palabras lo que le toca, matarla por segunda vez [ce serait lui raconter avec des mots d’adulte une histoire de grand, l’empêcher de saisir au-delà de nos mots ce qui le touche, la tuer une deuxième fois]. Las palabras no bastan⁸. Nuestras palabras, las palabras adultas, son a la vez insuficientes y excesivas. Y las de Melvil no son mejores, no son ni más ni menos útiles. De hecho, si las palabras de niño fueran mejores para palpar o asir el mundo que sin embargo ellas abren, no habría necesidad de más palabras, no habría necesidad de adquirir y desarrollar más palabras. Las palabras del niño son más escasas, pero no son fundamentalmente distintas de las del adulto. Las tres palabras que Melvil usa para comprender el mundo, su mundo, las que él usa para tocar el mundo que le toca a él —Mamá, papá, chupete [Maman, papa, tétine]"⁹— también impiden (y hacen posible a la vez) que él capte ese mundo, para comprender aquello que le toca a él. Las palabras son la instancia de la posibilidad del mundo en tanto imposible. Nunca serán suficientes, hay siempre demasiadas y demasiado pocas, nos llegan siempre demasiado pronto y demasiado tarde. Y siempre marcarán, señalarán, la ausencia —la pérdida originaria— de aquello a lo que refieren. Si las palabras nos tocan y hacen posible que nosotros toquemos —y que seamos tocados por— el otro, lo hacen en la ausencia del mundo que ellas mismas hacen posible. Como si hubiera mundo y posibilidad de tocar y ser tocado antes de las palabras —ya sean muchas o pocas— que destruyen y crean el mundo, que lo arruinan y lo conservan, que reducen su singularidad en el único suspiro que lo instituye y lo repite¹⁰.

    ¿Qué toca a Melvil en el exceso —más allá— de las palabras que son a la vez demasiadas y demasiado pocas? ¿Qué significa tocar y ser tocado? ¿Qué es el sentido del mundo? Y ¿es ese sentido simplemente dado, sin ser mediado —como si fuera una intuición— por las palabras que necesitamos para recordarlo? Como si nuestra experiencia del mundo, del sentido del mundo, no estuviese, desde el principio, ligada al lenguaje —a sus como y como si necesarios— y a la imaginación que lo hace posible, pero sólo en cuanto es imposible. La experiencia del lenguaje es la experiencia del luto, del estar en duelo, del duelo originario e insuperable. Y la experiencia del duelo es la experiencia, así de simple. No hay experiencia del mundo, de la pérdida en el mundo sin la pérdida del mundo. La experiencia en tanto tal ocurre, tiene lugar, en el como si de (la experiencia de) las palabras, del lenguaje, de la imaginación¹¹.

    Anticipar, aquí y ahora, al principio, la importancia del como, y del como si que lo informa y lo arruina, es desde ya violar, traspasar, el método cartesiano, el cual exige que uno pase por la cadena de deducciones tan lentamente como sea necesario y, a la vez, tan rápidamente como sea posible, para poder tomar las deducciones por (como) intuiciones, como si la cadena sucesiva de deducciones estuviese, de hecho, dada inmediatamente en y como intuiciones intelectuales¹². En la medida en que la virtualización es inevitable, y junto con ella la ruina del ser en anticipación de su posibilidad, la violencia de la imaginación —del como si, y por lo tanto de todo como posible— es constitutiva. Así, la imaginación (y la violencia que la imaginación no puede no engendrar) viene antes del cogito, antes del alma, antes del cuerpo. La imaginación —su violencia, su finitud, su muerte— es el suelo, el subsuelo, el fondo de todo lo que nos amenaza y lo que también nos da la posibilidad de protegernos de esa amenaza. La imaginación está en el fondo de todo el terror y, por lo tanto, de todo el terrorismo, pero también está detrás de todo lo que hacemos para anticipar el terror y el terrorismo, para protegernos de ellos. Descartes nunca lo dice explícitamente¹³, pero ubica la imaginación —la facultad de virtualización constitutiva y, entonces de retención y de protención, de memoria y de anticipación— en el centro de su método, a pesar de su intención de aislarla del entendimiento (del alma, del espíritu). Toda la violencia en el mundo —la violencia del mundo— proviene de la imaginación: todo el miedo, todo el terror y el terrorismo, pero también toda la esperanza en y del mundo. La imaginación promete el mundo.


    ⁶René Descartes, Discours de la

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