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Puerto Vallarta de película: Cine, imaginario urbano y desarrollo local
Puerto Vallarta de película: Cine, imaginario urbano y desarrollo local
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Libro electrónico425 páginas5 horas

Puerto Vallarta de película: Cine, imaginario urbano y desarrollo local

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Este libro trata del influjo del cine en la configuración del espacio urbano y la creación de los imaginarios correspondientes. Además, intenta demostrar que los más importantes supuestos que están detrás de la explicación de ese proceso, se han verificado en el caso de estudio de la presente obra: Puerto Vallarta. El cine, en este caso particular, ayudó a "crear" una ciudad, al incidir en el sentido y la dirección de las transformaciones que estaban teniendo lugar en una hermosa villa de pescadores, situada en el litoral del Pacífico mexicano. Cuando se habla del cine, evidentemente la referencia es la famosa cinta que se filmó en Puerto Vallarta en 1963. Tanto, que, a pesar de las casi seis décadas transcurridas, hablar de Puerto Vallarta es referirse a la película La noche de la iguana, todavía. En las páginas de este trabajo se argumenta que el imaginario urbano surgido a partir de la histórica filmación de esta película, además de contribuir a la identidad colectiva, estructuró la identidad percibida del antiguo poblado y le creó a la ciudad una forma de paraje idílico, contribuyendo al mismo tiempo a la articulación del imaginario turístico del atractivo internacional de la urbe vallartense.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 oct 2021
ISBN9786075712734
Puerto Vallarta de película: Cine, imaginario urbano y desarrollo local

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    Puerto Vallarta de película - Marco Antonio Cortés Guardado

    Puerto_Vallarta_Forro.jpg

    Puerto Vallarta de película.

    Cine, imaginario urbano y desarrollo local

    se terminó de editar en el mes de octubre de 2021

    en las oficinas de la Editorial Universidad de Guadalajara,

    José Bonifacio Andrada 2679, Lomas de Guevara, 44657. Guadalajara, Jalisco.

    Índice

    Introducción

    Primera parte. El cinematógrafo y el imaginario citadino

    Capítulo I. Cine, imaginarios y realidad

    Capítulo II. Ciudades, películas y cine

    Cine e imaginarios urbanos

    La ciudad: morada natural de la industria fílmica

    La ciudad como espacio fílmico

    Ciudades del cine

    Capítulo III. Contexto nacional y ciudades del cine en México

    Cine e identidad nacional

    Escenarios no urbanos: Durango, un caso excepcional

    Ciudades mexicanas del cine que no han sido ungidas por el cinematógrafo

    Ciudades mexicanas que sí han sido ungidas por el cinematógrafo

    Segunda parte. Puerto Vallarta: ciudad de película

    Capítulo IV. La noche de la iguana

    Vallarta antes de La noche de la iguana: de la economía primario-exportadora a la economía turística, con prevalencia de la identidad comunitaria

    Puerto Vallarta durante la filmación de La noche de la iguana

    Prolegómenos y aventuras del rodaje

    Impacto inmediato del rodaje en la comunidad vallartense

    Capítulo V. De pueblo a ciudad. Evolución de Puerto Vallarta después de La noche de la iguana

    Fase de exclusividad y turismo residencial

    Fase de masificación temprana

    Fase de masificación en expansión

    Fase Stop and Go, barruntos de diversificación

    Fase de competencia con mayor diversidad y oferta inmobiliaria residencial

    Fase de estabilidad con crisis del imaginario urbano cinemático

    Capítulo VI. Retrospectiva general

    Screenscape y Puerto Vallarta

    Capítulo VII. ¿Qué hacer con el set de La noche de la iguana?

    Cong/Innisfree

    Matamata/Hobbiton

    Tozeur-Nefta/Mos Spa

    Casablanca/Rick’s Cafe

    Viena/Dritte Mann Museum

    Burgos/Sad Hil

    Regreso a Puerto Vallarta

    Apéndice

    Bibliografía

    Para Ana

    Para Pavel, Paola y Anna Paulina

    Introducción

    Este libro trata del influjo del cine en la configuración del espacio urbano y la creación de los imaginarios correspondientes. Además, intenta demostrar que los más importantes supuestos que están detrás de la explicación de ese proceso, se han verificado en el caso de estudio de la presente obra: Puerto Vallarta. El cine, en este caso particular, ayudó a crear una ciudad, al incidir en el sentido y la dirección de las transformaciones que sucedieron en un pequeño pueblo serrano típico, una hermosa villa de pescadores, situada en el litoral del Pacífico mexicano.

    Cuando se habla del cine, evidentemente la referencia es la famosa cinta que se filmó en Puerto Vallarta en el relativamente lejano año de 1963. Tanto que, a pesar de las casi seis décadas transcurridas, hablar de Puerto Vallarta es referirse a la película La noche de la iguana. A despecho del tiempo y de los relevos generacionales, amén de la evidente transformación de la ciudad en el periodo mencionado, esta película sigue moldeando el imaginario urbano de los vallartenses y forma parte de su identidad colectiva, aunque no sea, ni de lejos, con la misma intensidad.

    Cuando se dice que la ciudad fue también creada por el cine, se asume que la ciudad es la concreción espacial de relaciones, símbolos y discursos sociales: que es una entidad social con forma espacial, como diría Simmel. En las páginas de este trabajo se argumenta que el imaginario urbano surgido a partir de la histórica filmación de La noche de la iguana, además de contribuir a la identidad colectiva, estructuró la imagen percibida del antiguo poblado y proyectó una imagen idílica de la ciudad, contribuyendo al mismo tiempo a la articulación del imaginario turístico de la demanda y del atractivo internacional de Puerto Vallarta.

    El libro pretende dar cuenta de estos fenómenos y buscarles una explicación razonable, hasta donde sea posible hacerlo. También quiere dar seguimiento a su evolución en el tiempo, y obtener las conclusiones más inquietantes de la dirección que siguió el desarrollo local, dada la lógica que se le impuso a la ciudad, con el transcurso del tiempo. Se verá que el rumbo impuesto por la fuerza de los hechos, ha provocado una crisis en el imaginario fundante del destino y ha comprometido su principal patrimonio, tanto urbano como social y medioambiental.

    Se puede intuir ya que este libro asume conjeturas que seguramente no son compartidas por muchos estudiosos de la historia regional de Puerto Vallarta. La idea de que La noche de la iguana tuvo un rol crucial para el desarrollo de la ciudad, goza de poca aceptación en los medios académicos. Aquí se intentará ofrecer argumentos en sentido contrario, esperando enriquecer los estudios regionales y contribuir al debate natural que se da en ese contexto.

    La idea de escribir este libro nació en el año 2013, con el aniversario de los 50 años de la filmación de La noche de la iguana, y los esbozos iniciales de la argumentación central se empezaron a perfilar durante los primeros meses del año siguiente. Sin embargo, otros asuntos me obligaron a dejar de lado el proyecto, a la espera de una oportunidad para dedicarle el tiempo que requería. Finalmente, el año pasado pude retomarlo y dedicarle toda la atención de mi parte. Los resultados están a la vista, y tocará a los probables lectores juzgar sobre su contenido.

    Evidentemente, en el trayecto de la elaboración pude contar con el apoyo de distintas personas, y de gran ayuda fue la conversación con distintos personajes de Puerto Vallarta, que colaboraron a despejar dudas, a obtener información de primera mano y escuchar opiniones valiosas en varios sentidos. Debo reconocer primero la colaboración del Dr. Ismael Ortiz Barba y la Dra. Cecilia Shibya, en un trabajo temprano sobre el tema de este libro, abordado desde un enfoque distinto. Más allá de ese trabajo en particular, pude recurrir al consejo y la amistad de ambos cuando fue necesario.

    En distintos momentos pude establecer un diálogo fructífero con María José Zorrilla y Pilar Pérez, dos importantes ciudadanas que han contribuido enormemente al desarrollo de la cultura en Puerto Vallarta. En este sentido, también fueron valiosas las numerosas anécdotas que pude escuchar en palabras de Luis Reyes Brambila, Héctor Pérez y Nacho Cadena —tres personajes a cuya memoria quiere contribuir este libro—, además de Humberto Famanía y Sergio Toledano.

    El contacto con distintas personalidades del cine nacional e internacional, gracias al Festival Internacional de Cine en Puerto Vallarta, que me tocó promover durante mi estancia al frente del Centro Universitario de la Costa-Universidad de Guadalajara, enriqueció mi perspectiva sobre el séptimo arte y me ayudó a reforzar algunas hipótesis de trabajo que germinaron y florecieron con el tiempo. La colaboración en esta empresa de Paola Cortés Almanzar, Lino Francisco Gómez, Judith Saldate, Lupita Basulto, Paola Cortés, Joel Rodríguez y Eduardo Olivares me facilitó capitalizar la experiencia y articular la información relativa a una gran cantidad de películas.

    Durante el año pasado, y a causa de la pandemia del covid 19, como muchas personas a lo largo del mundo, debí enclaustrarme y cumplir con mis obligaciones como profesor e investigador de la Universidad de Guadalajara de manera virtual. Esta circunstancia me proporcionó al menos la oportunidad de concentrarme también en el presente libro, y dedicarle el tiempo requerido para avanzar en la investigación y procesar los resultados. Aprovecho el punto para agradecer al Dr. Jorge Téllez, rector del Centro Universitario de la Costa, y al Dr. Juan Manuel Durán, rector del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, ambos de la Universidad de Guadalajara, por su apoyo y comprensión.

    Para ello debí recurrir también a muchas fuentes y a una bibliografía de regular extensión. Prácticamente toda la información sobre el abultado número de películas que se mencionan en las siguientes páginas, procede de la International Movie Database, un verdadero prodigio en materia de bases de datos sobre la producción fílmica en el mundo, desde los albores del cinematógrafo hasta la fecha.

    De gran utilidad me fue también la obra de un expatriado norteamericano, Howard Johns, que vivió en Puerto Vallarta y escribió un valioso libro dedicado a la filmación de La noche de la iguana. El conocimiento y el acceso a este trabajo fue posible gracias a la intermediación de Michael Nolen, otro expatriado procedente de Estados Unidos, con quien además pude colaborar en distintos proyectos (como el programa Good Morning Wake Up Show, de Radio UdeG en Puerto Vallarta, del cual Nolen fue conductor), y cultivar una valiosa amistad.

    En distintos momentos de la investigación platiqué con Pavel Cortés, director del Premio Maguey, sección del Festival Internacional de Cine en Guadalajara, y obtener opiniones esclarecedoras y orientación oportuna. Un ejemplo es la consideración de las bases neurológicas de lo que en el libro se llama efecto de realidad, y el papel que juegan las llamadas neuronas espejo en la experiencia de ver películas.

    También debo manifestar mi gratitud al Dr. José Luis Cornejo, por el levantamiento de dos encuestas entre la población de Puerto Vallarta y los turistas que la visitan, y que fueron particularmente valiosas en la redacción de los capítulos 6 y 7.

    Finalmente, dejo también un testimonio de agradecimiento a Nelly Galván, una mujer legendaria en Puerto Vallarta, testigo y protagonista del rodaje de La noche de la iguana, y del desarrollo ulterior de la ciudad. Sus palabras de aliento y la calidez de su trato hicieron más fácil y gratificante el trabajo invertido en el presente libro.

    Primera parte.

    El cinematógrafo y el imaginario citadino

    Capítulo I.

    Cine, imaginarios y realidad

    El cine tiene el poder de reflejar, proyectar y moldear imaginarios colectivos (es decir, conjuntos de creencias, representaciones e imágenes significativas del mundo), con un alcance, profundidad y velocidad que no ha tenido ninguna otra expresión creativa o artística en la historia de la cultura. Sin duda, es el vehículo por excelencia para llevar a las grandes masas sociales el fruto inigualable que surge de la singular comunión entre artes visuales y escénicas, música y literatura.

    Su relevancia, por otra parte, obedece al hecho de que el mundo contemporáneo habría transitado de la civilización del texto leído a la civilización del texto visto, o lo que es lo mismo de la inteligencia alfabética a la inteligencia visual, como sostiene Miguel Rojas Mix (2006). Para abundar y parafraseando a Marshall McLuhan, diríase que la civilización contemporánea sobrepasó la Galaxia Gutenberg, y después de transitar por la Constelación de Marconi (McLuhan, 1969), se adentró de lleno a lo que podría denominarse la Galaxia Lumière.

    Ahora, respecto a lo que afirma Rojas Mix, cabe matizar diciendo que en el fondo se trata de una cuestión de énfasis, ya que, de acuerdo con Hiernaux y Lindon, las palabras y las imágenes son indisociables, pues ambas se unen en el pensamiento. Reafirmando esta aseveración, ambos autores citan los siguientes conceptos de Bernard Debardieux: la función figurativa y emblemática de la imagen, se acopla perfectamente con la función narrativa y argumentativa del discurso, que establece la justificación (Hiernaux y Lindon, 2012: 9). La imagen, con todo, ha tomado la delantera, por así decirlo.

    Se trata, en el cine, de un imaginario distintivo configurado bajo el influjo de un discurso, la diégesis típica de la cinematografía, que se va tejiendo mediante la combinación excepcional e inigualable de imágenes visuales primordialmente, creadas en un nivel de realidad que se asemeja, se traslapa o incluso sobrepasa la realidad material del mundo. Es un nivel de realidad que no mengua su poder evocativo y performativo por la ausencia de sensaciones olfativas, táctiles o gustativas, mismas que, si no se experimentan sinestésicamente, al menos no se extrañan en la fruición con que se consumen las creaciones cinematográficas.

    Ciertamente, el cine hace eco de las creencias, símbolos y significados sociales y colectivos, de las mentalidades en suma (imágenes y dis­curso), pero su principal rasgo es el de la creación, a partir de ese dato, de una narración que regresa, bajo nuevos códigos de construcción discursiva y renovado, con el aura de algo desconocido, extraordinario y fantástico. Así crea percepciones e imágenes distintas y novedosas para el espectador, que las decodifica con el bagaje cognitivo y apreciativo que ha acumulado en su ciclo vital, pero, sobre todo, que las vive y experimenta como lo hace con las novedades que le acontecen en su vida cotidiana.

    Y es que, para empezar, por el hecho mismo de que el espectador sólo ve lo que se encuadra en la pantalla, esta última difumina los límites entre realidad y ficción, entre realidad y verdad. La imagen fática, que fuerza la mirada y retiene la atención, sólo se centra en zonas específicas, mientras el contexto desaparece en la indeterminación de una experiencia espacio-temporal desanclada. De esta forma, el cine puede alterar lo percibido y llevar a cabo no una representación, sino más bien la recreación de lo que existe (Martínez Puche, 2010: 156).

    A diferencia del resto de las disciplinas artísticas, con la excepción quizás limitada del teatro, en el cine las cosas (narradas) suceden realmente en el momento mismo del consumo de una obra. En palabras de John Huston: sobre el papel puedes contar que algo ha pasado y, si lo dices bastante bien, los lectores te creen. En el cine, si lo haces bien, ocurre realmente ahí, en la pantalla (Agee, 2001: 249, 250).

    Esa fuerza cultural propia del cine se origina en la peculiar naturaleza de la experiencia cinematográfica, desde el punto de vista del espectador: la composición artificial de imágenes, sonidos y palabras produce sensaciones y emociones reales, experiencias propias de la vida normal, las más de las veces acentuadas. De aquí la capacidad que tiene el cine de conmover al espectador, y llevarlo a experimentar fuertes emociones, desde una carcajada hasta las lágrimas. El cine, decía Apollinaire, es creador de una vida (Morin, 2001: 15).

    Lo esencial de esa experiencia fue inicialmente sugerida por el concepto Train effect, con el que Yuri Tzivian (Mennel, 2008: 2) se refería a la reacción de azoro, estupefacción y susto que provocó entre los primeros espectadores el corto proyectado por los hermanos Lumière, du­rante la mítica función en el café del Boulevard des Capuchines, donde se registraban las imágenes (bastante rudimentarias, por cierto) de un tren arribando a una estación. Y aún en el supuesto de que, como afirma Mennel, se trata de una anécdota exagerada, el concepto Train effect alude correctamente a la experiencia distintiva que se suscita al ver una película determinada.

    Se trata, en términos generales, y para abundar sobre el punto, de lo que también se ha denominado, más recientemente, un efecto de realidad (Martínez Puche, 2010: 158), es decir, la sensación resultante del acto de ver cine, en la que el espectador, si bien distingue los distintos niveles de realidad involucrados en el disfrute de una película, al final termina sobreponiéndolos en la experiencia vivida en ese momento particular. Por su verosimilitud, la información suministrada a lo largo del espectáculo, se integra en el flujo experiencial, confundiéndose con el resto de vivencias y, en ocasiones, propiciando una indiscriminación efectiva entre realidad y ficción… (Gómez Tarín, 2002: 3).

    El cine es capaz de conmover al espectador, gracias a su capacidad para movilizar emociones reales mediante historias, las más de las veces, ficticias. Ocurre algo parecido a la experiencia sinestésica: la sucesión de imágenes visuales y auditivas (ya en el caso del cine sonoro), en una secuencia narrativa que ocurre en la pantalla, el espectador las experimenta tan vívidamente como las experiencias de su vida diaria. Y no se trata de una evocación de tales sensaciones y emociones, sino de una vivencia actual.

    Las neurociencias han logrado explicar este fenómeno gracias al descubrimiento de las llamadas neuronas espejo. Se ha dicho que con la teoría de las neuronas espejo, se abrieron nuevos horizontes a la explicación del aprendizaje vicario o por imitación y a la empatía emocional. Según esta teoría, en el momento en que reconocemos emociones en otra persona, se activarían las neuronas espejo, debido a que nosotros, por ser de la misma especie, tenemos la posibilidad de experimentarlas, y de algún modo, cuando la observamos, la experimentamos, de forma que entran en juego las emociones sociales y los estados del ‘como si’. (Perogil Acedo, 2018).

    También cuando vemos una película, las neuronas espejo comportan una implicación en primera persona por parte del observador, que le permite tener una experiencia inmediata (de un) acontecimiento, como si fuera él mismo quien lo realiza, y captar así, plenamente su significado (Rizzolati y Sinigaglia, 2006, citado en Aertsen, 2017: 251). Pero incluso a diferencia de la observación de acciones reales contempladas en directo, el cine aporta la ventaja añadida de la movilidad de la mirada del espectador: mediante el montaje y el movimiento de la cámara, el observador cinematográfico puede observar la acción desde perspectivas privilegiadas. (Aertsen, 2017: 251).

    Podría decirse que entre el concreto Train effect y el más abstracto y general Efecto de realidad media un proceso de aprendizaje cultural de décadas, en el que los espectadores han aprendido a ver cine. Los primeros espectadores —pensemos en los azorados asistentes a la función de los hermanos Lumière—, todavía tenían que enseñarse a negociar cognitivamente con el nuevo medio, hasta encontrar el balance entre creer o no en su nivel de realidad, lo que constituye la precondición para disfrutar el cine (Mennel, 2008: 2). Este balance se logra en la ontogénesis y la filogénesis, es decir, en los planos colectivo e individual a través de los relevos generacionales y el ciclo de vida.

    Lo sobresaliente es que el Efecto de realidad no mengua, ni mucho menos desaparece, por el desarrollo de las capacidades cognitivas y perceptivas requeridas para entender la experiencia cinematográfica, es decir, las vivencias que le van asociadas permanentemente, dadas sus bases neurológicas: se trata de experiencias cercanas a las vivencias cotidianas, pero, hay que reiterarlo, la mayoría de las veces diferente en intensidad e impacto emocional, por la posición privilegiada del espectador. Y esto no cambia con la habituación progresiva de las generaciones al disfrute de las obras cinematográficas, en razón de que siempre entran en funcionamiento las neuronas espejo, produciendo una experiencia siempre novedosa, conforme se observan y disfrutan nuevas producciones, y por lo tanto, nuevas tramas e historias.

    En ello radica una explicación de fondo que permite entender mejor el porqué el historiador del cine mexicano, de origen español, Emilio García Riera, llegó a afirmar, en varias ocasiones, que El cine es mejor que la vida. En el mismo tenor, el periodista mexicano Catón escribió, más recientemente, que el cine es un retrato de la vida tan cabal que se diría —al modo de Oscar Wilde— que no es el cine el que copia la vida, sino la vida la que copia al cine… en el cine hay más vida que en la vida, y más interesante (Catón, 2014).

    Un influyente teórico del cine, de origen alemán, autor de un libro con un título más que sugerente, Teoría del cine: la redención de la realidad física, describe la experiencia de ver cine recurriendo a sus propias vivencias experimentadas a una edad temprana:

    Yo era aún un niño cuando vi mi primera película. Tuvo que causarme una impresión embriagadora, porque de inmediato resolví poner la experiencia por escrito. Por lo que puedo recordar fue ése mi primer proyecto literario. No sé si alguna vez llegó a materializarse, pero lo que no he olvidado es su pomposo título, que apunté en una hoja tan pronto volví a casa: El cine como descubrimiento de las maravillas de la vida cotidiana. Y tengo todavía presentes, como si fuera hoy, esas maravillas. Lo que tan profundamente me había emocionado era una vulgar calle de suburbio, llena de luces y sombras que la transfiguraban. Había varios árboles, y, en primer término, un charco en el que se reflejaban las fachadas invisibles de las casas y un trozo de cielo. De pronto, una brisa agitaba las sombras, y las fachadas y el cielo, allí abajo, empezaban a oscilar. El tembloroso mundo de arriba en el charco turbio: esta imagen jamás me ha abandonado (Sigfried Krakauer, citado en Espinosa Mijares, 2011).

    Sin duda, el manejo libre del tiempo, la libertad respecto de las leyes de la física, como de las ataduras emocionales, de los códigos estéticos rígidos y estrechos, y respecto de la ley y de la moral que es dable experimentar en la fruición cinematográfica, constituyen características inseparables del cine y abundan en la explicación de la particular naturaleza de la experiencia vivida en el disfrute de las películas.

    Por ello, ya en los albores del siglo

    XX

    , un afamado escritor ruso, Andrei Bely, después de ver el filme inglés The fatal sneeze (1907), de Lewin Fitzhamon, emitió una sentencia que se adelantaba en el tiempo y resultaba premonitoria: El cinematógrafo (afirmó convencido Bely), reina en la ciudad, reina sobre la tierra. En Moscú, París, Nueva York, Bombay, el mismo día quizás a la misma hora, miles de personas acuden a ver a un hombre que estornuda —que estornuda y explota. El cinematógrafo ha cruzado las fronteras de la realidad. Más que los sermones de hombres sabios, el cinematógrafo ha demostrado a todos qué es la realidad (Andrei Bely, 1908, citado en Mennel, 2008: 1).

    Se puede afirmar, por lo tanto, que los imaginarios modernos, los que permiten percibir, pensar y significar distintos aspectos, asuntos y acontecimientos de la vida personal y social, del mundo y la naturaleza, no serían los mismos sin la presencia avasalladora del cine en la cultura contemporánea.

    Para empezar por la particularidad ya señalada de las vivencias que se producen en el consumo de las obras cinematográficas, pero también porque el cine es el arte adecuado, y expresa la sensibilidad propia del mundo en los siglos

    XX

    y

    XXI

    . Alguien ha dicho que el cine es el arte que mejor expresa el modo perceptual de la modernidad y su manera de abrirse al mundo (Pezzella, 2004: 14).

    Walter Benjamin sostuvo que las trasformaciones culturales ocurridas a lo largo de la historia han configurado nuestro sentido de la percepción: dentro de largos periodos históricos, escribió, junto con el modo de existencia de los colectivos humanos, se transforma también la manera de su percepción sensorial. El modo en que se organiza la percepción humana —el medio en que ella tiene lugar— está condicionado no sólo de manera natural, sino también histórica (2003: 47). Es decir, los sentidos y la percepción no son capacidades físicas abstractas. Marx ya entendía que son facultades social e históricamente determinadas y que evolucionan junto con la sociedad y la cultura: la sensibilidad y la capacidad perceptiva del hombre de la antigüedad es distinta a la del medioevo, y ésta al de la sociedad moderna. El ojo que miraba una pintura rupestre no es igual al que miraba una obra pictórica del Renacimiento, o al que mira una del impresionismo (hablando de observadores viviendo en cada una de esas épocas).

    Cada época, entonces, tiene un modo de la sensibilidad humana que le es propio y característico. El sensorium de la modernidad es el que surge de la nueva forma de experimentar el mundo, donde la discontinuidad y la fragmentación (causadas por la división técnica y social del trabajo, por la abstracción de las categorías del espacio y el tiempo), deben ser superadas recomponiéndolas de manera distinta a formas sociales pasadas —donde ello sucedía de un modo natural y espontáneo—, ahora mediante un acto intencional y premeditado como ocurre en el producto material de la producción, o en el producto experiencial de la existencia personal. Los cursos de sentido fijados por la tradición se rompen, y el significado debe ser recompuesto reflexivamente por los individuos de manera continua a lo largo de su existencia.

    El sentido de la vida, antes coherente, fijo y heredado, ahora debe ser reconstruido constantemente —y ab initio con alguna frecuencia como ocurre con la sicosis—, junto con las escalas de valor que lo permiten. Baudrillard decía que la experiencia en la modernidad se equipara a lo ‘transitorio, fugaz y contingente’, y las categorías de espacio y tiempo, antes enraizadas en las realidades concretas, se vuelven abstractas, desancladas.

    Se trata de un cambio profundo que también ha sido descrito por un influyente estudioso del fenómeno urbano. Henri Lefebvre afirma que

    mientras que el espacio social y psicológico de la sociedad premoderna formaban una totalidad vivida, íntimamente relacionada, la modernidad ocasionó su completa colonización por un espacio abstracto, asegurando su disyunción y fragmentación. El mundo antes percibido como una ‘totalidad vivida’, por así decirlo, ya no puede ser experimentado de manera completa y coherente. El sello distintivo del extraño, por ejemplo, es que él o ella es inmediatamente próximo en el espacio físico, pero distante en el espacio social; que los mundos social y físico ya no fueran limítrofes dio origen a una nueva clase de presencia virtual o espectral… del extraño. La ambivalencia del extraño representa la ambivalencia del mundo moderno. Tiempo y espacio ya no son estables, sólidos, fundacionales (Lefebvre, 1991. Cursivas mías).

    A diferencia del teatro, donde la trama sigue la continuidad narrativa de las obras dramáticas, con un principio, desarrollo y desenlace sucesivos en el tiempo que dura la representación, en el cine las escenas finales pueden filmarse antes que las del inicio o el desarrollo: el orden no importa, sino la necesidad de racionalizar y optimizar los recursos técnicos, financieros, materiales y logísticos, disponibles para la realización de una película. Los fotogramas son instantáneas que unidas dan la impresión de movimiento, igual que la sucesión de planos y escenas, las que, engarzadas por las técnicas del montaje y la edición, se presentan al final como una narración que se teje con la misma solución de continuidad y coherencia que la obra dramática, aunque no sea el caso (Pezzella, 2004).

    Así como la cámara es una reproducción mecánica del ojo humano, se puede leer en otra parte, el lenguaje cinematográfico imitó los procedimientos mentales mediante los cuales percibimos y aprehendemos la realidad en su dimensión espacial y temporal. Es decir, por medio de fragmentos o tomas. En un recorrido captamos hechos y detalles que la mente selecciona y que la memoria conserva. De la misma manera el lenguaje cinematográfico —basado en la fragmentación del tiempo y del espacio— reconstruye la realidad. Así, una película es una especie de realidad condensada en 90 minutos. Por eso se suele decir que el cine es mejor que la vida, ya que nos presenta los mejores momentos y recurre a las emociones más intensas (Quiroz Rothe, s/f).

    Por otra parte, desde que el mundo no es aprehensible directamente, sino que pasa por el tamiz de los sentidos y las categorías del pensamiento que construyen la experiencia, la percepción de la realidad tiene un rasgo de virtualidad inevitable. Ese rasgo es magnificado por el cine a través de la diégesis cinematográfica, produciendo un traslape de imaginarios, de niveles de realidad y de experiencias vividas.

    Los videojuegos fueron los dispositivos encargados de llevar ese traslape a niveles antes inconcebibles, gracias a los vertiginosos

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