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Operación Chancho 6
Operación Chancho 6
Operación Chancho 6
Libro electrónico492 páginas7 horas

Operación Chancho 6

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Un consultor pesquero involucrado en el sabotaje a un criadero de cerdos.

El consultor pesquero Leonardo Cabestrello recibe el encargo de la periodista María Elisa Velero, asesora de una empresa de cerdos, de mandar un informante al Valle del Huasco para verificar si hay un plan para sabotear la planta de alimentos. Simultáneamente, otra persona, Benjamín Lucania, le pide realizar un sabotaje informático a la planta de alimentos del criadero. Debido a su crisis económica, Cabestrello acepta ambos encargos, servir a Dios y al Diablo, y descubre que ha sido engañado para cobrar la prima de un millonario seguro.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento19 sept 2018
ISBN9788417505769
Operación Chancho 6
Autor

Mario Osses

Mario Osses nació en Puerto Montt en 1959. Obtuvo su doctorado en Letras en la Universidad Complutense y un diplomado en Ciencias Políticas en la Escuela Diplomática de Madrid. Ejerció durante años como profesor de periodismo, como director de tesis de pregrado y como asesor especializado en temas de política, comunicación y análisis de contenidos. Es co-autor de Un grito en la pared, psicodelia, compromiso político y exilio en el cartel chileno, Premio Altazor 2010. Operación Chancho 6 es su primera novela que se publica en formato digital.

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    Operación Chancho 6 - Mario Osses

    1

    —Perdóneme la franqueza, don Alfonso, pero usted tiene la gran cagada allá en Copao, ¿ah? —dijo María Elisa sentada en el borde lateral de la larga y reluciente mesa de reuniones de la sala de juntas de la compañía—. Por eso a todos nos urge mandar lo antes posible un globo sonda, don Poncho, para que sepamos de primera fuente qué crestas piensa esa gente de Copao y qué mierda quiere.

    —Pero ¿cómo? —preguntó con hipocresía y desdén don Alfonso Palls, el activo, jorobado y octogenario dueño de Gran Agro, sentado en la cabecera de la mesa del directorio. En su fuero interno sabía que allá en el norte, en Copao, estaba la Gran Cagada, como Gran Agro, pero la Reverenda Cagada—. Si le hemos puesto una farmacia de las modernas, un cajero automático, un jardín infantil y los filtros holandeses para los malos olores que costaron una barbaridad, además de crear empleos bien remunerados.

    Pero la gente de Copao estaba hasta el perno.

    El criadero de cerdos había intervenido el cauce del río Huasco para dar agua a los cerdos y a ellos los habían dejado sin una sola gota para regar sus olivos. Después le habían comprado a la familia Canales el sitio de Piedras Grandes debido a la riqueza de sus napas subterráneas para el agua que necesitaban los criaderos y a partir de entonces fue propiedad privada. Piedras Grandes era una gran explanada que había sido hasta ese momento, por décadas, el lugar público de todas las celebraciones, de las misas de Semana Santa, de los torneos de fútbol, de las graduaciones de Enseñanza Media, de los asados de fin de año y de los encuentros sexuales furtivos de todos los miembros activos de la comunidad.

    Y finalmente, un olor «fecal ofensivo», un mal olor, un pésimo olor, un olor penetrante a mierda proveniente de los pabellones de cerdos de los criaderos de Manicillo y La Juliana invadió Copao y sus alrededores en oleadas e intensidades que fluctuaban con la dirección y velocidad de los vientos.

    Y eso que el criadero de cerdos aún no estaba operando a su plena capacidad.

    —Mucha ingeniería, don Poncho —agregó la experta en comunicaciones de crisis con un énfasis que dejaba muy claro su diagnóstico y delimitaba las responsabilidades de la situación—, mucha ingeniería fina, mucho diálogo con la comunidad, muchos voladeros de luces por aquí, muchas cortinas de humo por allá, pero ¿sabe qué? Igual está la gran cagada. Usted sabe que han apedreado hasta la caseta de vigilancia del criadero, tienen las carreteras bloqueadas con peñascos y neumáticos en llamas, Fuerzas Especiales de Carabineros tiene un contingente especial destinado en la zona, les han metido luma hasta en el culo a los activistas, sin distinción de sexo, don Poncho, ¿ah? Y ahora hemos sabido que quieren sabotear la planta de alimentos, ¿le parece poco, don Poncho?

    —O sea, que esos infelices ¡¿quieren destruirlo todo?! —preguntó con teatralizada ingenuidad, tomándose la cabeza entre las manos como si el mundo se fuera a acabar en ese preciso instante—. ¡Farmacia, cajero automático, jardín infantil!

    —Bueno —dijo María Elisa dejando su tablet a un lado, tratando de entender cómo ese magnate de la industria agroalimentaria se obstinaba en minimizar la situación y no ver la realidad del rechazo de la gente a ese gigantesco proyecto de producción porcina—, ese jardín infantil, don Alfonso, está pasado a caca. ¿Y sabe por qué ese asistencialismo socialista medio fuera de foco, medio trasnochado no sirve de nada? Por una razón muy sencilla, don Poncho, porque no tenemos la más puta idea de qué piensa y qué siente la gente de Copao, no sé si me explico.

    —¿Es así, Beni? —preguntó Alfonso Palls al huesudo señor Benjamín Lucania, su hombre de confianza, a quien últimamente había visto un tanto nervioso, un tanto distraído, como si el hombre estuviera en las Bahamas, en una playa de Jamaica o en el más puto limbo.

    —Puede ser —respondió dubitativo, reflexivo, con la imagen de la experta en situaciones de crisis de Clear Comunicaciones diluyéndose en la sala de reuniones del head quarter de Punta de Cortés—. ¡Es tan extraña la naturaleza humana!

    —Don Poncho, es lo último que faltaba —dijo María Elisa mirando a Benjamín Lucania como queriendo decirle «cómo tan imbécil», «cómo tan idiota», «cómo tan estúpido»—, empezar a hablar aquí de la «naturaleza humana» —entrecomilló con los dedos—. Mire, Alfonso, para colmo, no sé a quién se le ocurrió mandar a sus gerentes a Copao para que se hicieran pasar por personas tan sencillas como ellos, dispuestas a soportar el olor a la caca del criadero de cerdos y alojarse en modestas casas de pensión, ¿para mostrarle el lado humano de la empresa, tal vez? —preguntó María Elisa con tono de ironía—. ¿Qué tienen en la cabeza sus gerentes, don Poncho? La gente de Copao reaccionó exactamente al revés, con suspicacia, con enojo por sentir que la estaban tratando como niños, y el sentimiento negativo hacia el proyecto se radicalizó, porque ahora derechamente dicen que son unos papanatas, unos tales por cuales, no voy a reproducir los gruesos, muy gruesos epítetos que usan para referirse a usted, a Benjamín, a todos nosotros, y están dispuestos a sabotear la planta de alimentos, don Poncho, ¿me explico? ¡Hacer saltar por los aires la planta de alimentos! O sea, volarnos la raja a todos nosotros juntos, don Poncho.

    —¿Todos juntos?

    —Todos juntos, all together.

    —¡Esa planta costó una barbaridad! —dijo Alfonso Palls—. Es de última tecnología, holandesa hasta el último perno…

    —Hasta el último remache —reforzó Lucania.

    —Claro, hasta el último remache —repitió don Poncho—, hasta la última tuerca, vale casi la mitad de la inversión total. ¿Quieren volarla me dice usted, Elisita?

    —No está nada confirmado, don Poncho, pero tenemos información de tendencia y para nosotros es un escenario posible, volar la planta, hacerla reventar en el aire, eso es altamente probable, y quiero que quede muy claro aquí, don Poncho, que estoy poniendo en su conocimiento un posible acto de sabotaje al criadero y debido a esa probabilidad, yo creo que es altamente aconsejable mandar un globo sonda a Copao, un señuelo, un mugriento soplón, un cochino informante. Y mi recomendación, la recomendación de mi oficina, es que ese globo sonda sea Larry Carvajal.

    —¿Cómo? —preguntó don Poncho, sorprendido, pero no muy gratamente, desorientado más bien, extraviado, en ascuas si es que podría decirse—. ¿Larry Aceituno Carvajal, el de Cauquenes?

    —¿Pero no es de Aysén?

    —No es de Aysén, es de Cauquenes.

    —Mire, don Poncho, de Aysén o de Cauquenes, me da lo mismo, exactamente lo mismo, lo que yo sé es que a ese pelmazo sí le dirán cosas, la gente se abrirá con un dirigente social como él, con una persona pobre, sencilla, que creció en el barro y que seguramente vive todavía en el barro…

    —Bueno, ese tipo habla como raro —dijo don Poncho—, muy pintoresco, como jugando truco, como los empleados de la viña, de los otros criaderos. ¿Servirá para algo así, María Elisita? ¿Cree que así podríamos solucionar este asuntito?

    —Su patrimonio está en juego, Alfonso —dijo María Elisa observando a ambos.

    Nunca estaba segura de lo que pensaba Benjamín Lucania, como sucedía a menudo con los «hombres de confianza» de las empresas familiares. Eran personas de esfuerzo, que habían empezado como simples empleados, desde muy abajo. En el caso de Lucania, su lealtad perruna había sido recompensada con un pequeño paquete de acciones clase B y con un sillón en el directorio de la compañía. Las arrugas en su rostro huesudo, demasiadas, hacían difícil ver algún tipo de expresión de asombro, de enojo, de satisfacción o de tranquilidad. Siempre le había parecido un tipo de medio pelo.

    Don Poncho, en cambio, fue milagrosamente más expresivo porque su asesora en situaciones de crisis estaba en lo cierto: se trataba de un patrimonio de setecientos millones de dólares, que era la inversión estimada en el complejo agroindustrial de Copao, repartidas en setenta mil hectáreas de terrenos, en la genética de un millón y medio de hembras reproductoras, en galpones para las áreas de reproducción y de crianza, en una planta de alimento y de desposte, en más de ocho años de trabajo con más de un millón seiscientas mil horas por hombre empleadas en ingenieros, biólogos, bioquímicos, proveedores de equipos, abogados, topógrafos, médicos veterinarios, agrónomos expertos en genética, alimentación y producción animal y constructores especializados en obras portuarias para la instalación de un terminal marítimo en Huasco donde descargar el grano para los programas de nutrición, todo eso estaba por irse al fondo del apestoso y maloliente tacho de la basura o de saltar por los aires en miles de esquirlas, en miles de partes de metal y de aluminio y trozos de pernos, remaches y tuercas holandesas.

    —Pero a esa planta de alimento no le van a hacer ni cosquillas, tendrían que atacarla con artillería pesada. Y, además, si eso llegara a pasar, puede responder el seguro por todo eso —dijo Lucania volviendo de su ensimismamiento, de la ensoñación de alguna lejana playa de arenas blancas, chicas en bikinis diminutos y aguas turquesas frente al golfo de México.

    —Pero esa no es la idea —dijo María Elisa Velero—. El seguro puede responder por todo lo físico, por los activos, por los bienes de capital, por la inversión, claro, pero te recuerdo, Benjamín, que el seguro no repone la imagen de una empresa. Nunca en ninguna parte del mundo, hasta ahora que yo sepa, el seguro rehabilita o repara la imagen personal de los dueños, de don Poncho, la imagen de la marca… eso no tiene precio, y si jodiste una vez, te fuiste por un tubo, te lo digo derechamente, cagaste, la imagen es lo último que queda, es lo que permanece. Y por ahora de don Poncho ya están diciendo que usted es un viejo de la retuta tutate, con todo respeto, don Alfonso, con todo respeto a su familia, a sus tías y a toda su parentela.

    —Se agradece la franqueza, María Elisita, se agradece. Claro que no es la idea ver la marca por el suelo —confirmó Palls moviendo la cabeza, resignado ya a la idea de que el mundo se terminaba tal y como lo habían predicho los grandes profetas, impregnado de plagas, admitiendo una vez más que su asesora tenía razón—, ni que a mí me llamen de esa forma, después de más de cincuenta años de hacer empresas y de contribuir al país con la creación de puestos de trabajo y con el pago de impuestos. Además —agregó—, no te olvides de que tenemos conversaciones pendientes con los chinos para colocar parte importante de la producción de Copao en Beijing.

    —No me olvido, don Poncho —dijo Lucania—. Ya tenemos citado al señor Jiang Renjie, del Bitic.

    El China International Trust Bank, más conocido como Bitic, era un banco de inversiones chino nacido en la década de los 70 como producto de la apertura y las reformas de China y mantenía intacto hasta el día de hoy los valores de un espíritu pionero, un compromiso con la innovación y un enfoque en el largo plazo. La corporación había adoptado tecnologías de clase mundial con una plataforma de diversidad y de economías de escala para aprovechar las oportunidades de negocios donde se encontraran y ya la revista Fortune la había calificado como la corporación número ciento sesenta más grande entre las quinientas mejores compañías globales del planeta, con un capital propio de más de treinta y tres mil millones de dólares y más de ciento veinte mil empleados, todos ellos líderes en los negocios de los servicios financieros, recursos y energía, manufactura, contratista de ingeniería y bienes raíces. El Bitic Limited era el mayor conglomerado en China, un componente del índice Hang Seng y un pionero de China a través de la Bolsa de Hong Kong.

    Y que el señor Jiang Renjie fuera o no del Bitic, tuviera algún cargo relevante en esa corporación o no, a María Elisa le daba lo mismo, podía ser un heredero de la dinastía Ming y podía irse a la punta del cerro.

    —Por eso —continuó María Elisa, pasando por alto la mención del Bitic—, sondear a la comunidad, aun cuando pueda haber reparos éticos o morales, que no creo en todo caso que los haya porque las cosas se harán de acuerdo a una metodología, es por ahora una salida, una alternativa para superar esta crisis, en la que sus gerentes nos han ido hundiendo cada vez más. Imagínese que descubramos que el mal olor no es el verdadero problema, ¿usted ve? Los holandeses viven pasados a olor a caca de los criaderos de cerdos y no dicen nada o la gente de Talcahuano, que vive con olor a pescado podrido y no sale a tirar piedras a la calle, ¿ve? Podríamos llegar a una solución sin tener que adivinar, sin dar palos de ciego, sin emprender acciones que después se vuelven en contra nuestra, en contra de la marca. ¿Qué pasa si nos enteramos de que no es verdad que quieran sabotear la planta de alimentos, ah?

    —¿Pero quién querría sabotear la planta? —preguntó Lucania, articulando una expresión de inocencia en su rostro, del candor que se confundía con la estupidez humana o con la astucia, abriendo los brazos y buscando una respuesta en el cielo falso de la sala de juntas del head quarter de Punta de Cortés.

    —Es lo que no sabemos hasta ahora, Benjamín —advirtió María Elisa— y que tú deberías ya saber, pero al parecer todavía no lo sabes. Yo, como ustedes suponen, no puedo revelar mis fuentes, pero sí estoy en condiciones de asegurar que el sabotaje a la planta puede ser una amenaza real y nos podemos ir todos a la cresta.

    Se produjo una breve pausa de silencio.

    —Les quiero decir además que en las investigaciones sociales, en la etnografía, en las encuestas, en los sondeos políticos, esto no es nada nuevo —agregó poniéndose de pie y paseándose con sus altas botas negras de montar—. Hay que meter gente a revolver el gallinero, hay que tener informantes fiables, no hijitos de papá de la alta dirección de la empresa que se quieren hacer pasar por campesinos malolientes en poblaciones de medio pelo. Si no queremos ver parte importante de esa inversión saltar por los aires, debemos sondear a la población con un globo sonda, no un globo de caca que reviente en el aire, no, un globo sonda como un globo meteorológico, que vea la temperatura ambiente, y que entregue información confiable.

    —Temerario, muy temerario me parece una cosa así —dijo don Alfonso Palls—. Está bien, puede haber amenazas de sabotaje, María Elisa, amenazas de atentados con bombas incendiarias, hasta de secuestros, Dios no lo permita, pero ¿no te parece muy arriesgado dejar caer así, de la noche a la mañana, un hombre como ese tal Larry al que conoce todo el mundo en Copao? La gente dirá: «¿Qué hace este gallo aquí?».

    —Pero estamos tratando de proteger su patrimonio, Alfonso, su imagen de marca, su prestigio como empresario y como persona.

    El dueño de Gran Agro movió la cabeza asintiendo. Muy a su pesar, debía reconocer que el objetivo superior de María Elisa Velero era proteger su marca y su prestigio y que esta niñita de cincuenta, pollona madura ya, tenía razón.

    —¿Y no hay otra forma de hacer las cosas, María Elisita?

    —No —dijo tajante María Elisa.

    —¿Nada que no se haya hecho antes?

    —No.

    —¿Algo que le podamos pedir a Ortoza, a Bolos o a Alar?

    —A esa santísima trinidad, no. Todo el mundo sabe que el señor Ortoza, el señor Bolos y el señor Alar son gente de la empresa, vinculados a usted, a Benjamín, son los gerentes destinados allá que se han hecho pasar por esa gente pobre. Con ellos no se puede hacer nada, son perfectamente inútiles, están marcados, nadie les cree nada, ¿no es así? —María Elisa dirigió la pregunta hacia el propio Lucania, quien debió reconocer sin decir palabra que eso era efectivo.

    —¿Y él sabe de qué se trata?

    —¿Quién?

    —Este sujeto, el tal Larry.

    —El tipo este no sabrá nada.

    —¿Entonces las cosas se harán solas?

    —Nada de eso, don Alfonso. Sé cómo llegar a él, hay intermediarios, conozco a personas que lo conocen bien, pero no les puedo decir nada más al respecto —dijo María Elisa, manteniendo la más estricta reserva sobre los nombres de Agustín Cucho Senda y el consultor pesquero Leonardo Antonio Cabestrello, a quien tenía marcado en la agenda de su tablet con un ticket de asunto pendiente—. Vuelvo a decirles que esta operación será un globo sonda cuyo manejo dependerá de mi oficina, yo y mi socia Nina estaremos personalmente a cargo.

    —¿Algo que decir, Beni?

    —No, nada, don Poncho.

    —¿Tomaste notas, Beni?

    —Tomé notas —dijo Lucania, esta vez pensando en una noche libre, sin ningún tipo de control en los casinos y restaurantes de Las Vegas.

    —Bien —dijo María Elisa—, y al igual que en los modelos de investigación social, todos nosotros debemos tener un apodo técnico, un alias.

    —¿Cómo es eso, María Elisa? —preguntó un Alfonso Palls sorprendido, pero en realidad debía admitir que le atraía una idea tan rocambolesca como mandar un globo sonda a Copao.

    —Un alias, una chapa, Alfonso —le aclaró Lucania—. Supongo que será para encriptar o para codificar las comunicaciones, ¿no?

    —Ya.

    —Es una medida nada más que precautoria —informó María Elisa—, puede que nunca usemos nuestros apodos, pero los necesitamos para crear un anillo de seguridad en torno al globo sonda, evitar las filtraciones, impedir que la prensa meta las narices en esto. Estas deben ser las condiciones para tener bajo control este plan de acción, que es un plan de comunicaciones, Alfonso, es un plan de investigación social y es igualmente un plan estratégico de negocios. Claro, ustedes son nuestros clientes, nosotros somos sus asesores, asesoras más bien, y estamos enfrentando una posible amenaza de sabotaje a la planta de alimentos, eso es lo más importante.

    —Y en ese caso, ¿cómo nos llamaremos? ¿Ya tienes el casting de este largometraje? —preguntó Palls con cierta ironía.

    —Muy simple, don Alfonso, usted debe ser «Dominó», el que nunca pierde, el dueño del juego, el oráculo de todas las partidas —dijo María Elisa Velero con la más absoluta seriedad—. Yo y Nina seremos Chancho Dos. Larry Aceituno Carvajal, obvio, ese es nuestro globo sonda, nuestro Chancho Seis, don Poncho. Y nuestro amigo Benjamín, aquí…

    —Déjame adivinar, María Elisa, yo seré… —Teatralizó un poco las palabras con cierto suspenso—, yo seré… Chancho Cinco, ¿no?

    Los tres sonrieron.

    En ese momento entró la señora del servicio con una bandeja con tazas pequeñas y vasos relucientes con café, té, endulzante, agua mineral y galletitas obleas y le sirvió a cada uno de ellos lo que fuera de su preferencia. Cuando se retiró la anciana intrusa del servicio haciendo temblar las cosas encima de la bandeja, María Elisa Velero volvió a la carga.

    —No hay otra alternativa, don Alfonso, y te pido formalmente que autorices esta operación, de lo contrario yo no puedo garantizar lo que pase de aquí en adelante. Te recuerdo además que está en juego el nombre y el prestigio de mi propia oficina, lo que no es asunto menor.

    Ciertamente, y ese era un argumento de peso.

    Clear Comunicaciones no era cualquier oficina de manejo de situaciones de crisis. Entre los casos que habían visto y solucionado a favor de las corporaciones se podía mencionar a Pelco y su responsabilidad en la mortandad de la población de cisnes de cuello negro en el río Cruces; Best Gold y su participación en la remoción y derretimiento prematuro de los glaciares Toro Uno y Toro Dos en la zona andina de Pascua Lama; un fabricante de lácteos para bebés prematuros que dejó con graves secuelas neurológicas y motoras a la población completa de la sala cuna de una industria siderúrgica por una alteración accidental en el gramaje de ingredientes del producto lácteo.

    —Si no se aprueba mi idea del globo sonda, yo renuncio, don Poncho, hasta aquí no más llegamos, me avisan y dejamos su archivo en recepción, para que lo retiren cuando lo deseen. Ni yo ni mi oficina podemos continuar exponiéndonos a todo tipo de torpezas y gestiones erráticas de parte de sus gerentes e ingenieros, nos han metido ahora a todos en el mismo saco, y así como ellos están pasados a olor a caca, a nosotros nos llaman de la peor manera, don Poncho.

    —¿Y cuánto me va a costar esta payasada? —preguntó don Alfonso Palls recuperando la seriedad.

    —Pregúntese mejor cuánto va a perder si no gasta en esta «payasada».

    2

    La impresión que tuvo María Elisa Velero de Leonardo Antonio Cabestrello al reunirse con él en la terraza del sector de fumadores del Orange Jarr, en la esquina del bulevar de Almirante Gotuzzo con calle Moneda, fue que estaban ambas, ella y su amiga Nina van de Telle, frente a un sujeto de cierto carisma, con control de la situación, con algo de liderazgo y con una alta capacidad de recepción. Sin duda era el hombre que necesitaban.

    Eran las once de la mañana, el tiempo corría deprisa, no podían darse muchas más vueltas en ese asunto, estaban seguras que aceptaría la propuesta que pensaban hacerle, algo sabían de unos emprendimientos de innovación en el negocio pesquero que lo habían dejado económicamente muy debilitado.

    De todos modos, ellas no esperaban encontrarse con la reencarnación de sor Teresita de Los Andes ni con algún discípulo de San Francisco de Asís o del Dalai Lama.

    Ambas habían puesto sus tarjetas de visita sobre la mesa, en la que figuraban como socias directoras de Clear Comunicaciones y le mencionaron que venían de parte de Cucho. Agustín Cucho Senda era un importante accionista de la South Fishing Company, empresa que operaba con una poderosa flota de buques de pesca de arrastre en las frías y turbulentas aguas exteriores de la región de Aysén. Era también uno de los directores del Cluster del Salmón y la Trucha tipo Raya, tenía liderazgo, era carismático y su sombra siempre se proyectaba para bien o para mal sobre las leyes del sector pesquero que se aprobaban en el Congreso. Era una especie de comodín que a sus cercanos les permitía abrir muchas puertas, cerrar otras y algunas, dejarlas entreabiertas.

    —Cucho nos dijo que habláramos contigo.

    —No puedo decirle que no a Cucho —dijo el consultor pesquero.

    —Nadie puede.

    Ya de entrada, mientras Cabestrello fruncía el ceño al levantar la taza de su express con el meñique arriba y bebía a sorbos su café, les pareció ser sencillamente un pintamonas.

    María Elisa y Nina pasaron por alto a Cucho, pisotearon la mención de su nombre, ¿a quién crestas le interesaba ahora Agustín Senda? Faltó poco para que escupieran sobre él y enfocaron su mirada en ese sujeto medio canoso, bajo y con aspecto vulgar que tenían al frente.

    —Sí, claro —dijeron ambas, desentendiéndose rápidamente de Cucho para ir directamente al asunto mientras Nina sacaba y encendía nerviosamente un cigarrillo—, pero a nosotros no nos interesan los industriales de la pesca, no nos interesan esos ricachones que se creen todos jefes, nosotros queremos ayudar a tu gente y queremos que tu gente nos ayude a nosotros.

    —No faltaba más —dijo Leo Cabestrello, anteponiendo su amplia disposición para ayudar a esas dos brujas cincuentonas bien pasadas ya de la menopausia, en el climaterio ya, con cero producción de estrógenos, que venían del barrio alto, estaban bien alimentadas y que se trataban el sobrepeso y las arrugas en el Balthus de Vitacura y acudían a sesiones de bótox dos o tres veces al año—. Ustedes dirán, cherris.

    —No —replicó María Elisa—, primero, no somos «cherries», y segundo, nosotras no te diremos nada, nosotras te diremos lo que tienes que hacer si quieres mantener tu buena onda con Cucho Senda.

    —Vale —dijo Cabestrello, sopesando la importancia que tenía Senda para mantenerse activo en el negocio de las consultorías pesqueras, aunque ahora estuviera pasando por dificultades económicas porque no le habían depositado. Por otro lado, no dejaba de ser estimulante impresionar a esas dos viejas que tenía al frente que se vestían como jovencitas veinteañeras, pero ya no tenían ni las caderas ni el tronco para lucir como si fueran unas cero kilómetros, recién salidas de fábrica.

    —Tú sabes —continuó María Elisa—, me imagino, Leo, que sabes, que estás informado de lo que está pasando en Copao. La gente rechaza tajantemente la permanencia del criadero de cerdos de Gran Agro a causa del pésimo olor.

    —Espantoso —confirmó Nina—. Yo estuve allá y es horrible, asqueroso, pésimo…

    —Sí, no huele nada bien —dijo María Elisa de forma cortante para no contradecir a su socia—, y la gente protesta y no quiere saber nada de los chanchos.

    —Qué problema, ¿no?

    Las expertas en comunicaciones de crisis, porque eso era Clear Comunicaciones, una gran oficina ubicada en el barrio del Rosario norte, en la comuna de Las Condes, especializada en conflictos de imagen corporativa y temas afines, tenían toda la razón, estaban frente a un gran problema. Y eso era lo que estaba leyendo Leo en sus tarjetas de presentación.

    —Tienen las carreteras bloqueadas —dijo Nina.

    —Tienen las carreteras bloqueadas —repitió María Elisa y posó su mano sobre el antebrazo de su socia para que la dejara hablar a ella— con piedras y pedazos de cemento, hay piquetes de activistas que se han enfrentado abiertamente a las Fuerzas Especiales de Carabineros, han quemado vehículos policiales y de empresas de seguridad…

    —En rechazo… —dijo Nina

    —En rechazo al criadero de cerdos —concluyó María Elisa—, el resto ya te los puedes imaginar.

    —La gran cagada —dijo Leo.

    —Más o menos —confirmó Nina.

    —Hay preocupación en la Secretaría de Interior, esos focos de conflictividad social no los pueden extinguir. La gente está dispuesta a todo. De hecho, hay tres iconos de llamas que un empleado de Gobierno ha colocado en la parte norte del mapa territorial. Tres iconos son la calificación máxima para un conflicto de esas características. O sea, está la cagada —concluyó María Elisa.

    Nina asintió aspirando con los dedos temblorosos con intensidad patológica lo que quedaba de su Marlboro light y aplastó la colilla en el cenicero Cinzano con cierta ira. Leo pensó que sus problemas de insomnio o de trastornos en su vasodilatación eran evidentes.

    —Y grande —dijo Nina tragando humo y exhalándolo.

    —Está corriendo el rumor de que quieren sabotear la planta de alimentos… y eso nos preocupa mucho…

    El consultor pesquero se distrajo un momento con el extraño mensaje de texto en la pantalla de su teléfono de un tal Lucania que deseaba hablar con él. Tragó mal, se atoró y salpicó un poco de su express moka 3. María Elisa limpió las manchitas de café de su blusa con una servilleta que luego pasó a Nina para que hiciera lo propio. ¿Quién podía ser ese tal Lucania?

    —Obviamente no te estamos pidiendo que tú sabotees la planta de alimentos —dijo María Elisa bromeando, segura de afirmar algo muy opuesto a la realidad, algo realmente imposible que sucediera o llegara a suceder y deseando demostrar con eso que ellas confiaban plenamente en él.

    Pero la bromita no le cayó bien a Leo.

    —Yo creo que Cucho se equivocó de persona —dijo—. Sabotear una planta de alimentos, esas son palabras mayores, es un delito… es algo que está fuera de la ley, no sé de qué me están hablando. ¿Qué les dijo Cucho de mí?

    —Era una broma, Leo.

    —Sí, a veces a María Elisa se le pasa la mano.

    —Miren, queridas amigas, yo no sé cómo podría ayudarlas en todo este enredo —dijo el asesor pesquero, vacilando y recuperando rápidamente presencia de ánimo—. Yo manejo temas de la pesca artesanal, legislación, concesiones para las explotaciones acuícolas, certificaciones pesqueras, no sé nada de chanchos.

    —No es necesario —dijo María Elisa—, para nada. Solo necesitamos que vayas tú con tu amigo Larry para hacer un sondeo de la situación, saber realmente qué piensa la gente de Copao, si es real o no la amenaza de un sabotaje, a Larry la gente le dirá la verdad.

    —Los queremos a Larry y a ti en Copao —recalcó Nina aprovechando un espacio de silencio para reafirmar la propuesta de María Elisa.

    El dirigente sindical Larry Aceituno Carvajal se había hecho famoso a causa de veintidós días de protestas durante el mes de febrero en el extremo sur de Aysén, que finalizaron con pérdidas por cuarenta y cuatro millones de dólares y una serie de acuerdos con el Gobierno central, que desistió de aplicar la ley 12.927 de Seguridad Interior del Estado. «No se le puede poner el pie encima a los movimientos sociales,» declaró en ese entonces Larry Aceituno Carvajal a la radio, a los diarios y a la televisión, «no es posible aplicar una ley que combate el terrorismo a veinte personas inocentes, dueñas de casa, empleados jubilados, algunos muy enfermos ya, ¿se imagina usted a esa clase de personas, viejitos, abuelitos, todos tatitas, casi ciegos y sordos ya, algunos de ellos en sillas de ruedas, otros con mal de párkinson y otros con degeneración progresiva de sus órganos lanzando bombas Molotov o levantando barricadas en el puente?».

    A partir del momento en que el mismo empleado del Gobierno comenzó a sacar los mismos iconos de llamas de «zona inflamada» de Aysén del mapa territorial de la oficina de la Subsecretaría del Interior, la imagen del dirigente sindical comenzó a verse casi todos los días en casi todos los medios de la prensa regional y local, en entrevistas, en crónicas, en reportajes, en ceremonias de premiación, en charlas motivacionales, en eventos filantrópicos...

    Cuando la preguntaron si su vida había cambiado en algo, Larry Aceituno Carvajal dijo con una sonrisa que mostraba una dentadura precaria: «Lo único que ha cambiado es que ahora no puedo caminar tranquilo por la calle, la gente se acerca a saludarme, me pide autógrafos, me detiene, no puedo avanzar…Y uso papel confort doble hoja. No se imagina lo que es pasarse años limpiándose la raya del culo con el papel de los boletines que escriben e imprimen los consultores pesqueros».

    —Un globo sonda entonces… —dijo Leo Cabestrello, pensativo.

    ¿Qué estaban fumando estas muñecas? ¿Qué distorsión y de proporciones tenían en su cabeza? ¿Les estaban afectando sobremanera el insomnio, las cefaleas, la pérdida definitiva de la juventud?

    —Tú lo has dicho, un globo sonda… Con un informe de respaldo, para que podamos pagar tus honorarios… —dijo María Elisa—. Nada es gratis.

    —Todo tiene su precio.

    —Valores acotados, Leo —dijo María Elisa—, precios razonables para no reventar el negocio, lo que vale en el mercado un informe de este tipo, un informe bien hecho, bien escrito, con informaciones de primera fuente, el informe de un viaje de prospección para saber si realmente esa gente quiere sabotear la planta de alimentos del criadero.

    —Un informe, entonces…

    —Un informe. No haremos nada que perjudique a Larry, creemos que es un gran líder social surgido del barro, de la miseria, de la cosa fétida, y la visita a Copao lo puede potenciar. Solo tienen que conversar con la gente y saber qué siente realmente, si de verdad piensan sabotear la planta de alimentos o no.

    —Un viaje relámpago —agregó Nina.

    —Una blitzkrieg… —dijo Leo.

    —Ponlo como quieras con un sólido informe final —agregó María Elisa.

    —Tengo que decirles algo —dijo Leo, prolongando la reunión más allá del tiempo estimado.

    Ambas quedaron en ascuas, en actitud de escucha, vigilantes. Temieron que la idea del globo sonda reventara en el aire y que la iniciativa de María Elisa, que no era repentina, sino fruto de una laboriosa búsqueda de opciones para lo que ellas llamaban «control de daños» de su cliente, se evaporara y quedara en conocimiento de un extraño como Leo Cabestrello, a quien, eso era seguro, nunca más volverían a ver. Sabían que corrían ese riesgo cuando acudieron a la cita del Orange Jar, pero valía la pena intentarlo, peor hubiera sido nada, había que estar allí, eso tendría que ponerlo Nina en el otro informe, el informe que debía salir de los computadores de la prestigiosa oficina de Clear Comunicaciones.

    —No sé si Larry querría ir… —dijo apelando a la autonomía del dirigente social para tomar sus decisiones, cuando en realidad era suficiente que él lo llamara para ponerse de acuerdo y lo apretara con la amenaza de que Cucho Senda no les compraría más sus tiques de cuotas de pescado. Y María Elisa y Nina lo sabían, pero le siguieron el juego.

    —Ya… —dijo María Elisa, aliviada, porque ambas supusieron que podría haber algo más grave en el fondo—. Pero eso tendrías que verlo tú. Larry no tiene por qué saber que el viaje lo has acordado con nosotras.

    —Por ningún motivo —agregó Nina—. Lo último que debería saber Larry es que te pusiste de acuerdo con nosotras para organizar el viaje.

    —Sería un vil engaño, una cruel mentira —dijo Cabestrello con la genuina preocupación de quien sabe cuánto esfuerzo y cuántas energías se requieren para mantener en la línea de flotación los dobles propósitos.

    —No sería un vil engaño, una cruel mentira —dijo Nina—, de ninguna manera.

    —Desde luego que no, Leo. Sería una «operación» —agregó María Elisa fijando su mirada en el consultor pesquero con una leve sonrisa.

    Leo Antonio Cabestrello admitió que la mirada de María Elisa tenía un brillo especial, de una persona loca, enajenada, demente o poseída por el demonio.

    —Sería la Operación Chancho Seis.

    —Operación Chancho Seis —repitió Leo.

    —Afirmativo, Leo, y aquí tienes un pendrive que te puede servir como charla de inducción. No querrás irte así, en pelotas, a Copao.

    3

    El sobrino del señor Jiang Renjie, el joven y famélico Xu Maiyong, a quien su tío lo tenía trabajando en un escritorio frente a un computador al borde de una gran ventana del piso décimo de su oficina de la calle San Ignacio, localizó en una sencilla operación de rastreo, de rutina, archivos sobre unos activistas de Copao que al parecer habían sido comprimidos y exportados a un pendrive para su distribución.

    Abrió algunos de esos archivos, en donde había fotografías y descripciones de varias personas muy parecidas entre sí y numerosos recortes de prensa acerca del rechazo de la comunidad de Copao a un gran criadero de cerdos, y juzgó conveniente informar a su tío sobre su hallazgo casual, ya que sabía que el banco Bitic le había pedido que iniciara conversaciones para tener un estimado de los precios de exportación de la carne de cerdo.

    Entró al privado del señor Renjie cuando este estaba atendiendo la llamada de la embajada china en Santiago de Chile, en la que una secretaria de Asuntos Consulares le pedía que se presentara de inmediato en la sede diplomática de la calle Pedro de Valdivia porque había un problema con un familiar suyo directo, el joven Xu Maiyong, su

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