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Descubriendo el tiempo
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Descubriendo el tiempo

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«Lo posible se cumple siempre, solamente lo imposible no se cumple, algunas veces».

El estudio de la física ha hecho alcanzar a los humanos grandes logros, hemos aprendido a volar sin tener alas, a ver y oír donde nuestros ojos y oídos no alcanzan, descubierto la existencia de partículas inimaginables... Hemos construido nuevas y cada vez mejores teorías para tratar de penetrar en la realidad que subyace, pero hoy las dos teorías principales se encuentran encalladas en una especie de nudo gordiano, no solo incapaces de ensamblar, sino que resultan incompatibles.

De entre todos los parámetros o entes que aparecen en la física, existe uno que es, con diferencia, el más misterioso y extraño y que a pesar de estar presente en todo lo que sucede nadie sabe realmente lo que es: el tiempo.

En la segunda parte de Descubriendo el tiempo se expone una nueva teoría del tiempo, donde al descubrir su verdadera naturaleza se da respuesta a preguntas como ¿por qué existe el tiempo?, ¿existe algo que crea el tiempo?, en cuyo caso, ¿qué es lo que crea el tiempo? Y donde ahora las dos teorías principales vuelven a armonizar.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 sept 2020
ISBN9788418238796
Descubriendo el tiempo
Autor

Fernando Gallego Calvo

Fernando Gallego Calvo nacido en Ponferrada (León), estudió Ingeniería y Ciencias Físicas. Su vida profesional ha transcurrido principalmente dedicada al desarrollo de la tecnología, para asumir, en una etapa final, labores de dirección. Sin embargo, ya desde muy joven, movido por una gran curiosidad, sentía una fuerte inclinación e inquietud por el conocimiento y la investigación en la física y las ciencias de la naturaleza. Aunque, después, los azares del destino no propiciaron su dedicación a la investigación básica, sin embargo, toda su vida ha estado imbuida por la creación y la búsqueda de nuevos horizontes, que ha ido plasmando también en su quehacer profesional, a la vez que se mantenía informado de los nuevos logros de la física. Todas estas experiencias han ido atesorando en él un conocimiento, en el ámbito de la física teórica, que, ahora, quisiera contar a los demás.

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    Descubriendo el tiempo - Fernando Gallego Calvo

    Prólogo

    El tiempo es el ente o parámetro más misterioso y desconocido de toda la física, y a pesar de estar presente en todo, nadie sabe realmente lo que es. El tiempo es un tema recurrente que, sin darnos cuenta, condiciona todo nuestro quehacer diario, desde el mismo momento en que nos levantarnos cada mañana, hasta que llegada la noche nos quedamos dormidos en un reparador descanso. Nos condiciona tanto que es, seguramente, el tema sobre el que más hablamos los humanos cada día. Nos quejamos constantemente de que nos falta tiempo, y decimos que el tiempo es oro, por eso para aprovecharlo al máximo, prácticamente todos los humanos llevamos un reloj en la muñeca de nuestro brazo, que mide horas, minutos y hasta segundos.

    Nuestras vidas cabalgan a lomos del tiempo y todo lo que ocurre en nuestro universo pende también de él. Nacemos en el interior de un violento cosmos que evoluciona en el tiempo en un aparente caos, pero la vida solamente surge en pequeñas islas —llamémoslas planetas— donde aquella violencia queda suavizada por circunstancias del azar que perduran un largo y suficiente tiempo para que ese nuevo y extraordinario proceso de la vida pueda tener lugar. Pero no surge toda la vida en el mismo instante ni en el mismo tiempo, sino que, una vez iniciada, de cada ser vivo nace otro, y de éste otro, en una reacción en cadena sin saber muy bien cómo surgió el primero. De manera, que a lo largo del tiempo los seres vivos, al igual que el universo que nos contiene, evolucionamos transformándonos unos en otros en un cambio continuo sin saber cuál será nuestro destino. Nuestras vidas transcurren, pues, a lo largo del tiempo, somos parte de él, en una unión tan consustancial que sin tiempo no tendríamos vida. De forma muy similar a como le ocurre al viento, que desaparece en el mismo instante en que el aire se detiene y deja de moverse. A veces nos surge el deseo, como un intento desesperado de alargar nuestras vidas, de detener el paso del tiempo, pero el esfuerzo resultaría vano porque entonces nuestras vidas se detendrían también.

    Los seres vivos somos capaces de detectar el tiempo porque poseemos un órgano muy especial, el cerebro, que tiene memoria, donde permanecen registrados una gran parte de los sucesos que observamos a través de nuestros sentidos y que luego pueden ser procesados en un orden de llegadas, de manera que podemos diferenciar lo anterior de lo posterior. Y si por algún motivo este orden de los sucesos de nuestro cerebro es alterado, bien sea por alguna causa accidental o por un proceso degenerativo, nos produce tal confusión que perdemos la visión de la realidad y nuestra propia identidad. De forma similar a como ocurre cuando grabamos una canción en una de aquellas, ahora antiguas, cintas magnéticas o «casetes», de modo que los sonidos de la canción van quedando impresos a lo largo de la cinta y en cuyo espacio, que se extiende de forma longitudinal, se va expandiendo el tiempo. Estas vivencias y sensaciones del paso del tiempo las experimentamos desde el mismo instante en que nacemos, por ello tendemos a considerar al tiempo como algo propio de nuestras vidas e independiente de todo lo demás, hasta hacernos olvidar, o no percibir, que el tiempo es una característica fundamental, quizás la más importante, de nuestro universo, sobre el cual se escriben nuestras vidas para permanecer en él perennemente grabadas y no preguntarnos nunca el por qué existe el tiempo o cuál es la causa que lo origina.

    Este mismo olvido o falta de percepción parece ocurrir también en quienes estudian las ciencias de la naturaleza. En física fundamental hemos alcanzado grandes logros estudiando las fuerzas que actúan sobre los cuerpos y cómo estos se mueven; hemos descubierto la existencia de partículas inimaginables; hemos observado con perseverancia, y cada vez con mayor precisión, cómo es el cosmos que nos contiene; hemos imaginado la existencia de campos de todo tipo: eléctricos, magnéticos, … hemos aprendido a volar sin tener alas y a ver y oír donde nuestros ojos y oídos no alcanzan; se nos han ocurrido infinidad de conjeturas y hemos construido nuevas y, cada vez, mejores teorías que, sin embargo, no siempre conseguimos encajar. Tal vez por parecernos algo obvio o por la dificultad de separar los conceptos de tiempo y vida, se nos ha olvidado estudiar con más profundidad un parámetro, que como veremos a lo largo de esta obra, es en realidad el ente o variable más fundamental, en la cual están contenidas todas las demás: el tiempo.

    Jorge Luis Borges decía que el tiempo es el único misterio esencial, el mayor de los misterios, el enigma de los enigmas. Y es muy posible, estoy convencido, que nuestro concepto actual del tiempo es bastante incompleto y en consecuencia nuestra imagen actual de la realidad física que nos rodea es también muy parcial. Por lo que creo que una nueva concepción del tiempo podría ser fundamental para el avance de la física, pudiendo armonizar, incluso, teorías como la relatividad de Einstein y la física cuántica, hoy incompatibles.

    Pero definir un concepto general o universal del tiempo no es algo simple o trivial, como pudiera parecer. La física de Newton y las teorías de Einstein dibujan mundos muy diferentes porque discrepan opuestamente en la concepción del tiempo. El primero dice que es algo fijo e inmutable, y el segundo que, por el contrario, es algo que se puede estirar y encoger y hasta doblar, porque depende de otro parámetro, al que va íntimamente unido, como es el espacio. Pero independiente de cómo se comporte el tiempo, podríamos también hacernos otro tipo de preguntas todavía más fundamentales y transcendentes sobre el tiempo, como por ejemplo, ¿Por qué existe el tiempo?, ¿Existe algo que crea el tiempo?, en cuyo caso ¿Qué es lo que crea el tiempo?, y aunque todavía nadie ha dado ninguna respuesta a este tipo de preguntas, no cabe duda que dichas respuestas serán transcendentes para la física y para nuestras vidas.

    A lo largo de este ensayo iremos viendo cómo todo lo que sucede en nuestra realidad depende del tiempo, a la vez que intentaré dar respuesta a este tipo de preguntas. En él se amplían los conceptos de ciertos entes o variables que son fundamentales en la física como: energía, orden, información, espacio, gravedad, tiempo o cambio, porque creo que en la comprensión profunda de ellos y de su naturaleza se encuentran las respuestas que buscamos. Sorprende observar que cada vez que surge una nueva concepción del tiempo, se genera una nueva teoría que abre una inmensa ventana a una nueva realidad. O tal vez sea a la inversa, pero lo cierto es que el tiempo de Newton embebe toda la Física Clásica; el tiempo de Einstein contiene toda la Teoría de la Relatividad, y el tiempo cuántico es el paradigma de la Física Cuántica.

    Para dar más claridad a los nuevos conceptos que en esta obra se exponen, he creído conveniente dividirla en dos partes. En la Parte Primera se exponen los conceptos actuales de la física fundamental sobre la naturaleza del tiempo, pero destacando y ampliando ya aquellos aspectos o conceptos considerados fundamentales porque serán la base sobre la que se construirá la nueva teoría. En la Parte Segunda, donde se expone la nueva teoría del tiempo, descubriremos que al analizar en profundidad la verdadera naturaleza del espacio y revelar la importancia de su orden, encontramos que cuando en él surge la misteriosa masa se producen flujos de energía que inician un continuo cambio dando origen al tiempo.

    Parte primera

    Conceptos y teorías del tiempo actuales

    Capítulo I

    Una relación fundamental

    Existe algo a nuestro alrededor, que a su vez abarca a todo el universo, desde la partícula más pequeña hasta la galaxia más grande, que lo embebe todo en una secuencia de sucesos sin que nada escape a su control. Nada sucede sin él. A los humanos nos resulta tan cercano e íntimo como algo tremendamente familiar o propio ya que vive con nosotros, pero a su vez nos resulta extraño pues a pesar de conocerlo de toda la vida realmente no sabemos qué es. Aunque por ser tan conocido no reparamos mucho en él, resulta ser el mayor misterio de entre todos los misterios que no llegamos aún a comprender. Lo llamamos tiempo. Pero su naturaleza es extraña, no se puede coger o atrapar ni encerrar como si fuera un objeto, ni interacciona como una fuerza o un campo magnético, ni tiene nada que ver con la luz. Tampoco se puede aislar ni separar ni detener. Y para colmo es algo que no tiene existencia real puesto que el pasado ya no existe y el futuro no ha llegado todavía, y tan escurridizo es que cuando crees que lo has atrapado en el presente resulta que te encuentras ya en lo que era el futuro. Aunque el tiempo está presente en todas las cosas que suceden, solamente existe una manera de detectar su presencia: observando lo que cambia. Podemos dividir el tiempo en cuatro clases si atendemos a los procesos donde tiene lugar: biológico, fisiológico, molecular y cósmico, pero no son formas de tiempo distintas, sino manifestaciones diferentes de la misma causa.

    El tiempo de la vida

    La vida es un proceso dinámico que se desarrolla a lo largo del tiempo. Por ello, para poder sobrevivir en un mundo también dinámico y cambiante, todo ser vivo ha de poseer algún modo de retener la información de los sucesos que son captados por sus sentidos. A esta cualidad de retener la información la designamos genéricamente como memoria. Dicha memoria deberá ser direccionada y tener un procesador que pueda establecer un mapa secuencial capaz de diferenciar en su recorrido lo anterior de lo posterior. Esta capacidad de procesamiento es básica para que cualquier ser vivo pueda responder a sus estímulos, por lo que han de poseerla incluso las bacterias o el gusano más bobo.

    Los humanos, como seguramente otros muchos seres vivos, oímos el ruido que producen los mecanismos u órganos internos de nuestro cuerpo así como el constante trasiego de sustancias químicas necesario para mantener el complejo y delicado equilibrio de la vida biológica. Sentimos el latir rítmico de nuestro corazón en su ineludible misión de hacer llegar a cada rincón de nuestro cuerpo las sustancias vitales, en un constante ir y venir de entregas y recogidas, a través de una especie de autopistas y carreteras de diferente orden, como las arterias, venas y vasos sanguíneos. Notamos cómo nuestro pecho se hincha y deshincha como un fuelle, metiendo y sacando de nuestro cuerpo gases vitales para que se produzcan ciertas reacciones químicas. Nos vemos en la necesidad de introducir en nuestro cuerpo ciertas materias sólidas y líquidas, que llamamos alimentos, para que una complicada maquinaria interna las procese y obtenga de ellas los elementos básicos con los que construir y sostener nuestro cuerpo, así como la energía necesaria para mantener encendido todo el proceso vital, percibiendo cómo toda esta materia atraviesa nuestro cuerpo, entrando y saliendo a través de él. Y de cada latido de nuestro corazón, de cada inspiración de nuestros pulmones y de cada flujo y reflujo de nuestro cuerpo, tenemos percepción de lo que fue antes y de lo que fue posterior. Esta sucesión de continuos cambios nos dan la percepción de la existencia de un tiempo.

    Existe un tiempo biológico, donde el ritmo de su reloj vendrá determinado por la velocidad de reacción de las moléculas que intervienen en los procesos fundamentales de la vida —biomoléculas— como hidratos de carbono, lípidos, proteínas, ácidos nucleicos, agua, algunas sales minerales, etc. que son comunes a todos los seres vivos: «reloj biológico». Y a su vez, existe un tiempo fisiológico, donde el ritmo de su reloj vendrá determinado por la velocidad de cada metabolismo, diferente para cada especie: «reloj fisiológico». Así, son diferentes los tiempos de procesamiento interno y de actuación de un mosquito, un ratón, un elefante, un perezoso o una planta. La velocidad de nuestro metabolismo es cambiante, dependiendo de la edad, del día o de la noche, del estado de buena salud o enfermedad, e incluso de otros procesos como, por ejemplo, el embarazo o el estado de alerta o peligro, etc., por lo que el ritmo del tic-tac del reloj fisiológico puede cambiar. Así, lo que le podría parecer a un niño un intervalo de tiempo excesivamente largo, podría pasar a una velocidad vertiginosa para alguien mucho mayor. En caso de un estado febril aumenta el ritmo metabólico, con lo que el tiempo parece demorarse. Los ritmos circadianos de dormir y despertarse están relacionados con este supuesto reloj fisiológico. Incluso cuando se les priva de la luz solar, los seres humanos y otros animales, siguen obedeciendo a un ciclo bastante regular de acontecimientos diarios. Por eso muchas personas consiguen despertarse a la misma hora cada día, adelantándose en unos minutos al despertador. En las mujeres se producen unos cambios bioquímicos de forma cíclica, que conocemos como ciclo menstrual, que se repite aproximadamente cada veintiocho días.

    Los estadounidenses J.C.Hall, M. Rosbash y M. W. Young, fueron galardonados con el premio Nobel de medicina 2017, por sus contribuciones en el descubrimiento de los mecanismos moleculares de los ritmos circadianos. Los galardonados aislaron el gen que controla el ritmo biológico diario al codificar una proteína que se acumula en las células durante la noche y se degrada durante el día. Este reloj adapta nuestra fisiología a las distintas fases del día, al denominado ciclo circadiano, regulando desde la conducta a los niveles hormonales, la temperatura corporal o el metabolismo. El biólogo Du Nouy se propuso buscar un medio por el cual pudiera averiguarse la velocidad del reloj fisiológico interior. Como medida de esta velocidad eligió el tiempo que tardan en cicatrizarse las heridas superficiales. Llevó a cabo el experimento con pacientes de 20, 30, 40, y 50 años de edad. Los valores que obtuvo del ritmo de cicatrización dependían de la edad. El tiempo del proceso de cicatrización aumenta considerablemente por el proceso de envejecer de un modo monótono y aproximadamente exponencial.

    Por otra parte, como seres inteligentes que somos los humanos, en nuestro cerebro se van acumulando los recuerdos y vivencias que van en aumento a medida que transcurren nuestras vidas. Así, a medida que nos vamos haciendo mayores, un año representa, matemáticamente, un porcentaje cada vez menor de nuestra vida. Para alguien que tenga cien años, un año representa sólo el uno por ciento de su vida, mientras para una niña de diez años, un año no es menos que un diez por ciento de la suya. Por consiguiente, a la niña el tiempo le parece pasar a una velocidad diez veces menor, puesto que los recuerdos y vivencias que va adquiriendo representan un porcentaje, respecto a los ya adquiridos en toda su pasada vida, diez veces mayor. Algo similar ocurre cuando nuestro cerebro adolescente percibe y se prepara para afrontar la cantidad de anhelos, ilusiones, retos, esperanzas y metas a alcanzar en el futuro venidero, que permanecen a la espera, en nuestro cerebro, del momento u oportunidad, propios de la vitalidad y de la juventud. Cantidad que va disminuyendo con el paso del tiempo así como su intensidad, sucediendo de modo inverso a como ocurre con los recuerdos, llegando incluso a desaparecer. Es un tiempo subjetivo, y sabemos, por experiencia propia, que durante las esperas el tiempo parece transcurrir más lentamente que cuando no esperamos nada.

    El concepto de cambio que tenemos o percibimos los humanos, proviene de nuestra experiencia vital, por lo que está mediatizado por nuestras condiciones de supervivencia y nuestra mente. Así por ejemplo, cuando un escultor cincela sobre una piedra tosca e irregular la forma de un busto humano, o cuando un pintor plasma sobre un lienzo blanco un paisaje; evidenciamos que se ha producido un cambio en la piedra desde su forma tosca e irregular primitiva a la de un busto humano, o de la del lienzo en blanco a la representación colorida de un bello paisaje. Pero nos cuesta mucho interpretar los cambios cuando éstos son pequeños. Así, ocurre que en los ejemplos anteriores no ha habido un simple cambio sino una infinidad de múltiples y continuos cambios. De modo que la piedra tosca e irregular primitiva, ha sufrido un cambio cada vez que el escultor le arrancaba una simple esquirla, sumándose todos estos cambios hasta alcanzar su forma final de un busto humano. De la misma forma el lienzo en blanco ha sufrido tantos cambios como pinceladas haya dado el pintor. Pero estos pequeños cambios pasan desapercibidos, normalmente, para nosotros. Así, para un matemático el presente es un punto que separa el pasado y el futuro, y que se va desplazando continuamente, eternamente, inaprehensible y ciego a nuestras necesidades. Para un psicólogo, sin embargo, el presente es un intervalo de tiempo algo más amplio. Nuestro presente interior incluye sucesos del pasado inmediato y predicciones de lo que va a ocurrir próximamente. Si observamos cómo percibimos una melodía, veremos que: hay una nota que suena ahora mismo, pero sólo tiene sentido en comparación con las que vinieron antes, y sobre todo si la canción es conocida, con las que predecimos que vendrán después. En cierto sentido la melodía entera forma una unidad conceptual, como si fuera un acorde donde todas sus notas suenan al unísono. Así percibimos las secuencias de eventos.

    A veces, cuando observamos la evolución de un cambio relativamente rápido, nos produce la sensación de movimiento aún cuando éste no se haya producido. Así, cuando observamos la imagen de un objeto, en la pantalla de un televisor o en una sala de cine, que aumenta de tamaño de forma progresiva y muy rápidamente, tenemos la sensación de que el objeto se acerca a nosotros; y cuando la imagen del objeto disminuye de tamaño de forma progresiva y muy rápidamente, el objeto parece alejarse de nosotros. Esto es debido a la interpretación que hace nuestro cerebro ante el cambio de tamaño de las formas detectadas por el sentido de la vista relacionándolas con la distancia, interpretación nacida de nuestra propia experiencia vital. Sabemos que en la naturaleza no es posible que un objeto aumente o disminuya rápidamente de tamaño, una flor, un árbol o un niño aumentan de tamaño pero muy lentamente al crecer. Cuando nuestro sentido de la vista detecta un rápido cambio en el tamaño del objeto, nuestro cerebro interpreta que el objeto se acerca o se aleja de nosotros. En la naturaleza nunca vemos los cambios de imagen que las nuevas tecnologías son capaces de hacernos ver en una pantalla de cine, en la tele o en el monitor de nuestro ordenador. Esa misma sensación de movimiento también ocurre cuando observamos un objeto que cambia rápida y progresivamente de color. Vemos, entonces, que existe, o al menos así lo detectamos, una relación entre cambio y distancia, o lo que es lo mismo, como más adelante veremos, entre tiempo y espacio. De manera que nuestro cerebro establece siempre una relación entre el tiempo y el espacio, por lo que nos es fácil entender que la distancia París-Moscú es mayor que París-Roma porque la primera nos llevaría más tiempo recorrerla; de igual modo una leona que acecha a un grupo de gacelas sabe que le llevará menos tiempo y esfuerzo atacar a la gacela más cercana, aunque ésta sea menos apetitosa que la que está más alejada.

    Por otra parte, parece ser cierto que cada clase de molécula cambia más o menos con un ritmo propio característico cada millón de años. Este simple hecho constituiría en sí mismo un «reloj molecular» bastante preciso, que nos permitiría calcular no sólo qué parejas de animales tienen antepasados comunes más recientes, sino también cuándo vivieron, aproximadamente, así como fechar los puntos de ramificación del árbol evolutivo.

    Vemos pues, que percibimos el paso del tiempo sobre nuestras vidas a través de diferentes medios y de diferentes modos, como, por ejemplo, observando las cosas que se mueven, escuchando los sonidos rítmicos de nuestro corazón, notando cómo envejecemos, o simplemente por el paso regular del día y la noche. Pero en todos ellos hay algo en común que los aúna, y es que «algo cambia». Así, como cuando nuestro ánimo cambia de triste a feliz, de temeroso a valiente, de enfadado a contento, de enfermo a sano, de despierto a dormido, de joven a viejo, …notamos que ha pasado un tiempo. La vida cabalga a lomos del tiempo por lo que a veces es fácil confundir ambos conceptos ya que la vida es a su vez tiempo.

    Podemos pues decir finalmente que percibimos el tiempo porque notamos los cambios. Pero para ello será necesario poseer un cerebro con memoria de los sucesos y un discriminador que los diferencie. Nuestra experiencia nos dice que todo cambio necesita un tiempo, por lo que deducimos que cambio y tiempo son dos conceptos que están íntimamente relacionados. Si nada cambiara, no necesitaríamos memoria para captar los sucesos ni procesador para diferenciarlos, pero tampoco nos sentiríamos vivos.

    Concepto filosófico del tiempo

    Aunque la filosofía no puede considerarse estrictamente como una ciencia, puesto que no sigue ningún método ni exige verificación alguna, sin embargo, es una inquietud que surge como antesala de la ciencia actual, estableciendo ideas y teorías, en general, bien argumentadas. Aristóteles había definido el tiempo como «El número del movimiento según el antes y el después», entendiendo el movimiento en el sentido más general de «cambio», «transformación»; no precisamente de «cambio de lugar» de un objeto, sino de «cambio de cualquiera de sus cualidades». Aristóteles decía que el espacio ocupado por un objeto es la frontera estática más pequeña que lo contiene. El tiempo no tiene existencia real puesto que el pasado ya no existe y el futuro no existe todavía. El tiempo solamente existe en la mente, decía. Heráclito defendía que todo a nuestro alrededor se encontraba en un estado de constante fluir, que el cambio era lo único que permanecía, «nada escapa del cambio». Por el contrario para Parménides, el cambio era una ilusión, ya que para él era lógicamente imposible. Zenón, discípulo de Parménides, formuló las paradojas que le hicieron célebre. En ellas trataba de demostrar que el movimiento era imposible porque se componía de la suma de infinitas partes. Así, por ejemplo, Aquiles no podrá nunca alcanzar a la tortuga a la que dio ventaja en una carrera, porque cuando llega al punto en el que se encontraba el reptil un instante atrás, éste siempre habrá avanzado algo más. Parménides y Zenón asumían que el espacio y el tiempo eran continuos.

    Posteriormente, durante la Edad Media, el célebre erudito judío del siglo XII, Maimónedes, habló del atomismo temporal en su influyente libro titulado Guide for the Perplexed. En esta obra explicaba que el tiempo está compuesto por átomos, es decir, por muchas partes que debido a su breve duración no pueden dividirse. Maimónedes calculó, que estos átomos de tiempo tendrían una duración extremadamente corta: «Una hora está dividida en sesenta minutos, el minuto en sesenta segundos, el segundo en sesenta partes y así sucesivamente; por fin, después de diez o más divisiones sucesivas por sesenta, se obtienen unos elementos de tiempo que no son susceptibles de división y, efectivamente, son indivisibles». Para enlazar los momentos individuales, Maimónedes recurrió a la providencia divina. Él creía que Dios vuelve a crear de forma continua el universo. Si Dios desapareciera, el universo se quedaría congelado en un estado estático y no sería posible ningún movimiento.

    Leibniz, en el siglo XVIII decía que el tiempo es el orden universal de los cambios. Sin embargo, para Kant, el espacio y el tiempo son formas puras de la percepción. Por ejemplo, en su Opus Postumum —Kant murió en 1804— dice así: «Espacio y tiempo no son objetos de la intuición, sino formas de la intuición misma, y de la relación sintética de la multiplicidad dada en el espacio y el tiempo, y proceden a priori previamente a la existencia de los objetos sensibles… Sólo hay un espacio y un tiempo y sólo una experiencia… . Kant distingue tres modos de tiempo: duración, sucesión y simultaneidad. Estas concepciones kantianas influyeron también en los científicos.

    Midiendo el tiempo

    Conscientes de que nuestras vidas están limitadas por el tiempo, los humanos, ya desde que nacemos, vivimos obsesionados por el paso del tiempo, siendo ésta una de nuestras preocupaciones más importantes si no la fundamental. Quisiéramos controlarlo, pararlo y a veces acelerarlo, pero nos estrellamos con una barrera infranqueable. Lo sentimos pasar, notamos que se mueve, pero no podemos atraparlo, no podemos separar tiempo y vida. A veces resulta desesperante, parece una quimera inalcanzable. Y cuando ya vencidos en todos nuestros intentos reflexionamos y admitimos la mayor de nuestras ignorancias, decidimos hacer lo único que, de momento, nos es factible hacer: medirlo.

    En un principio, la evidencia más clara de su paso nos la da el cambio del día y la noche. Este cambio que sigue un ciclo continuo y muy preciso permitió, a nuestros ancestros, una primera medición del tiempo. ¡Y cómo no íbamos a adorar al Sol, quien si fallar una sola vez, nos regalaba cada día nuestro tiempo!. Después, observamos también, cómo las diferentes estaciones se repetían una y otra vez, a ese tiempo lo llamamos año. Pero todo eso empezó a parecernos insuficiente, pues teníamos necesidad de aprovechar mucho mejor ese tiempo para mejorar nuestra supervivencia, y el día y la noche contenían también otros muchos tiempos que necesitábamos aprovechar. Así que empezamos a fijarnos en el cambio de posición que tenían los astros del cielo, como el Sol, la Luna o las estrellas.

    Observando cómo las sombras cambiaban según la posición del Sol en el cielo, llegamos a concebir el primer artilugio o reloj para medir el tiempo. Era algo muy simple, consistía en un palo puesto vertical y unas marcas hechas en el suelo a su derredor. Sucedió hace unos 4.000 años en Egipto y lo llamamos «reloj de sol». Durante unas recientes excavaciones de un templo egipcio fue encontrado otro artilugio llamado Clepsidra, datado en más de 3.000 años, era un «reloj de agua» que indicaba la hora durante la noche al vaciarse el agua que contenía. Durante el siglo XVI, en Europa, se empezaron a usar los relojes de arena, que medían la duración de las misas en las iglesias. Sus tiempos dependían de la cantidad de arena que contenían y del tamaño del orificio de paso.

    Fue ya en el siglo XVII cuando se inventa el primer reloj mecánico de péndulo. El notable físico holandés Cristian Huygens, quien descubrió los anillos de Saturno y propuso la teoría ondulatoria de la luz, debe, sin embargo, su mayor fama a la invención del reloj de péndulo. Ya Galileo, observando las oscilaciones de una lámpara en la catedral de Pisa había descubierto que el péndulo invierte el mismo tiempo en cada oscilación independientemente de la amplitud del desplazamiento, siempre que se mantenga pequeño el ángulo máximo respecto de la vertical. En 1657, Cristian Huygens obtuvo de los Países Bajos una patente para ese reloj. No obstante, no se hallaba plenamente satisfecho de su invento, porque se dio cuenta de que el tiempo requerido por un péndulo para describir un ciclo completo dependía de la amplitud de la oscilación. Dicho con otras palabras, el péndulo circular no era isocrónico; no siempre describía su vaivén en un mismo período, y ello, desdichadamente, provocaba irregularidades en la marcha de los relojes. Así pues, se preguntó Huygens, ¿Existe un péndulo perfecto? De ser así, tendría que ser construido de modo tal que su ápice describiera una línea isócrona. Se trataría de una curva sobre la cual un punto material carente de fricción se movería siempre desde cualquier punto inicial A hasta el punto más bajo de la curva L, en el mismo intervalo de tiempo, independientemente de cuál pudiera ser la altura de A sobre L. Ver Fig. 1-1.

    Fig. 1-1

    Huygens descubrió que la curva isócrona no era sino la cicloide. Así fue cómo el mayor relojero de todos los tiempos, como ha sido llamado, ideó y dio a conocer en su tratado de 1673, el Horologium Oscillatorium, un reloj cuyo péndulo describía al oscilar una cicloide. El artificio técnico consistió en utilizar un péndulo flexible que oscilaba entre dos largueros cicloidales. Tal artificio se basaba en otro precioso hallazgo matemático de Huygens, según el cual la involuta de una cicloide es nuevamente otra cicloide. Lo cual significa lo siguiente: Imaginemos un hilo flexible, aunque inextensible, que yace a lo largo de un arco E de una cicloide que se extiende desde A hasta B. Ver Fig. 1-1. Vayamos desenvolviendo el hilo, manteniéndolo siempre tirante, de modo que su extremo libre se tienda siempre tangencialmente a E. La extremidad B describirá una curva L llamada involuta, mientras que E se llama evoluta —de la palabra latina evolvere, desarrollar—. Tanto la involuta como la evoluta de las cicloides son cicloides. En definitiva Huygens encontró que la oscilación de un péndulo de reloj podía tener cualquier amplitud siempre que la lenteja del péndulo describiera una cicloide.

    Los relojes de péndulo todavía son de uso corriente hoy en nuestras casas. El tiempo lo marcan la posición cambiante de dos o varias agujas que giran de forma continua pero a diferente velocidad sobre un círculo, al que se le llama esfera y sobre el que hay gravadas varias marcas o números. El avance en la precisión de la mecánica permitió hacer versiones suficientemente pequeñas y ligeras para uso personal, pero manteniendo el sistema de agujas y esfera. Recientemente, el desarrollo y miniaturización de la electrónica, ha permitido el control preciso de un intervalo de tiempo mediante osciladores de cuarzo muy estables, en versiones de señalización numérica o digital. Y ya en el culmen de la obsesión humana por el control cada vez más preciso del tiempo, los físicos han desarrollado los llamados relojes atómicos basados en las frecuencias de resonancia atómica. Y así los relojes atómicos basados en las propiedades físicas de las fuentes de emisión de cesio han conseguido fiabilidad suficiente como para que la Oficina Internacional de Pesas y Medidas eligiera la frecuencia de vibración atómica como nuevo patrón base para la definición de la unidad de tiempo físico. Según este patrón, un segundo se corresponde con 9.192.631.770 ciclos de la radiación asociada a la transición hiperfina —microondas— del isótopo de cesio 133. La precisión alcanzada por este tipo de relojes es tan elevada que admite únicamente un error de un segundo cada decenas de miles o incluso de varios millones de años.

    Vemos, pues, que sea cual fuere el método que usemos para medir el tiempo, siempre hemos de fijarnos en algo que cambia. Por lo que podemos decir que el tiempo surge cuando algo cambia, sin cambio no es posible detectar el tiempo. No existiría el tiempo si nada cambiara, por lo que podríamos definir el tiempo como la medida del cambio, y escribir la siguiente relación fundamental:

    POSTULADO I

    Cambio ≡〉 Tiempo

    donde ambos conceptos, tiempo y cambio son inseparables, expresando diferentes aspectos de un mismo ente o fenómeno, y que constituyen un parámetro propio de un proceso fundamental de nuestro universo, como más adelante veremos. Pero esta interrelación entre cambio y tiempo es ambivalente, fluye en ambos sentidos, esto es que si se produce un cambio entonces ha de existir también un tiempo y viceversa, si existe el tiempo es que se está produciendo un cambio. Esta ambivalencia que fluye en ambos sentidos es la que queremos expresar con el símbolo 〈≡〉. Este postulado estará presente a lo largo de toda la exposición de la obra y nos ha de ayudar a profundizar y comprender la naturaleza del tiempo, además de deducir otras relaciones o proposiciones importantes.

    El tiempo cósmico

    Sin embargo, el concepto de tiempo no es algo simple o trivial, como pudiera parecer en un principio. El tiempo no es sólo una sensación interna que sentimos los humanos o los seres vivos, sino que es algo superior que nos transciende. Observando el cielo que nos rodea podemos ver que existen otros objetos o cuerpos que cambian de aspecto o de posición, que se mueven, como las nubes, el Sol, la Luna, las estrellas, … y todo lo que observamos, hasta lo más lejano del profundo cosmos, es cambiante. Si nuestro universo cambia es que entonces el tiempo también rige en él. Incluso sabemos que la luz —energía fundamental de nuestro universo— es algo que se mueve con velocidad limitada, por lo que también tardará un tiempo en sus viajes. Observamos, pues, que existe otro tiempo que fluye ajeno a nosotros, independiente de nuestras vidas que rige el movimiento de los astros y de todo el cosmos. Podíamos imaginarnos el tiempo como un escenario fijo donde suceden las cosas que cambian, y considerar que es todo lo demás lo que fluye y cambia, pero entonces, ¿Cómo ordenaríamos los sucesos, aquellos que ocurren antes y aquellos que ocurren

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