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Homo responsabilis: Valores, objetivos y acción para un mundo mejor
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Homo responsabilis: Valores, objetivos y acción para un mundo mejor
Libro electrónico489 páginas6 horas

Homo responsabilis: Valores, objetivos y acción para un mundo mejor

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Cambiar el mundo es posible, si sabes como.

Nuestra especie, Homo no-tan-sapiens, debe evolucionar como cualquier otra. Esta vez no para adaptarse al medio, sino para impulsar la profunda transformación que el planeta está pidiendo a gritos. La policrisis que padecemos -de valores, económica, ecológica, social, energética, institucional, política, de liderazgo-, amplificada por la COVID-19, nos obliga a repensar el actual modelo socieconómico. Más que en una época de cambio -que, como decía Heráclito, es lo único constante-, estamos ante un cambio de época.

Tenemos, por primera vez en la Historia, los recursos necesarios para construir entre todos un mundo sin pobreza extrema, con menos desigualdades, más seguro y respetuoso con la naturaleza. También hemos consensuado un plan maestro, reflejado en la Agenda 2030 y sus 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible. Sin embargo, el proyecto colectivo de mejora solo es posible si actuamos desde la responsabilidad, como virtud de virtudes. Si Homo responsabilis se abre paso y toma el timón de la nave Tierra.

Pero, ¿cuales son las palancas del cambio? ¿Qué principios y valores deben guiarnos? ¿Cuáles son los retos más importantes que tenemos por delante? ¿Qué es lo prioritario, por dónde empezamos? ¿Qué podemos hacer entre todos como sociedad? Y, sobre todo, ¿qué puedo hacer yo?

Homo responsabilis desgrana las claves del cambio social y muestra el camino para transitar hacia un futuro mejor. Un destino al que solo llegaremos reforzando nuestro compromiso ético, fijándonos metas y actuando como agentes de cambio. Porque, como dijo Jean-Jacques Rousseau, «lo bueno no es sino lo bello puesto en acción».

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 sept 2020
ISBN9788418073588
Homo responsabilis: Valores, objetivos y acción para un mundo mejor
Autor

Luis Casals Ovalle

Luis Casals Ovalle es abogado y ejerce en un despacho internacional, desde el que promueve la sostenibilidad y la responsabilidad empresarial. Colabora habitualmente con organizaciones sin ánimo de lucro y como profesor en diversas instituciones universitarias. Nació en Estados Unidos y ha vivido en Chicago, Barcelona, París y Madrid, lo que contribuye a la mirada global y sistémica que ofrece su libro Homo responsabilis.

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    Homo responsabilis - Luis Casals Ovalle

    Introducción

    La sensación de que otro mundo quiere nacer flota en el ambiente. Se avecinan nuevos tiempos, se intuye una profunda transformación. La policrisis que venimos padeciendo —de valores, de confianza, ecológica, económica, energética, social, institucional, política y de liderazgo—, espoleada por la COVID-19, ha desembocado en un clamor de cambio. Y es que el afán por mejorar, individual y colectivamente, está implícito en la condición humana. Si hiciéramos una encuesta global, la inmensa mayoría de los habitantes del planeta diría que aspira a un futuro sin pobreza, con menos desigualdades, más democracia y seguridad, menos violencia, y un mayor respeto por la naturaleza. Construir un mundo mejor es un deseo universal y, sin embargo, hacemos poco por cambiar el statu quo. A pesar de que, por primera vez en la historia, tenemos los conocimientos y medios necesarios para resolver problemas endémicos de la humanidad en un plazo razonable. La humanidad tiene una gran oportunidad, pero el Homo no-tan-sapiens parece no querer aprovecharla. Nos falta voluntad, convicción, compromiso y, sobre todo, responsabilidad para con el proyecto colectivo de mejora.

    Afortunadamente, ya son muchas las personas que están mutando a una nueva especie: Homo responsabilis. Seres conscientes de los retos que tenemos por delante y nuestra capacidad para abordarlos. Cuyo ADN integra la preocupación por los demás, el bienestar del planeta y los seres que lo habitan. Comprometidos con el interés general. Cada vez con mayor presencia y prestigio en la sociedad, Gobiernos y empresas. Una nueva Ilustración se abre camino, a pesar del nacionalpopulismo, el autoritarismo y demás fórmulas de regresión tribal que se nutren del descontento de la gente. Si la primera se centró en el conocimiento y la razón, esta se basa en la responsabilidad y la persecución del bien común. En la construcción de sociedades del bienestar resilientes, que ofrezcan tranquilidad y oportunidades a sus ciudadanos. Una gran puerta se está entreabriendo y la posibilidad de abrirla de par en par a un nuevo mundo, ese que quiere nacer, nunca fue tan grande. Aceleremos los tiempos de transformación social, de aprendizaje colectivo y progreso moral. Dejemos que H. responsabilis tome el mando.

    Pero la tarea de transformar el mundo es ambiciosa y compleja. Los muchos retos que abordar, sus conexiones y la variedad de alternativas y posibles soluciones dificultan el camino. Esta complejidad no ayuda a que desarrollemos una conciencia, nos responsabilicemos y actuemos. Nos asaltan dudas del tipo: ¿qué es lo que debe cambiar? ¿Por dónde empezar, qué es lo prioritario? ¿Qué puedo hacer yo frente a los problemas globales? Esta obra pretende hacer abordable ese proyecto universal de transformación, que está ya en marcha. Sistematizarlo si se quiere, porque toda tarea compleja requiere método y organización. Ofrece al lector una visión conjunta de los cambios que el mundo está pidiendo a gritos. Examina las cuestiones que deberían preocupar a todo ciudadano responsable. Trata de principios éticos, identifica los desafíos que tenemos por delante y, sobre todo, propone líneas de actuación. Porque esta es la receta del cóctel que conduce al éxito: valores combinados con acción.

    Este libro se divide en tres partes. La primera de ellas analiza, a modo de marco conceptual, una serie de principios y valores necesarios para el cambio. No olvidemos que la clave del cambio está en cada uno de nosotros, en las actitudes personales. Un mundo mejor solo se construirá con mejores personas. De ahí la importancia de los valores, primero individuales y luego colectivos. Los grandes avances sociales se producen cuando una mayoría interioriza la necesidad de modificar determinadas situaciones e impulsa los cambios. Así sucedió con el sufragio femenino, la abolición de la esclavitud, el fin del apartheid o la caída del telón de acero. Y lo mismo ocurrirá con los cambios fundamentales que se avecinan. Necesitamos otra forma de ver el mundo, de relacionarnos con nuestro entorno y con los demás. Debemos revisar nuestro sistema de valores, redefinir conceptos —como los de desarrollo o bienestar— y adoptar estilos de vida sostenibles. Pensar en lo común, en los demás, en las generaciones futuras. En definitiva, asumir responsabilidad y, sobre ella, configurar una nueva ética planetaria.

    La segunda parte trata de los principales desafíos que tenemos por delante para transitar hacia un mundo mejor. La mayoría coincide con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de Naciones Unidas para 2030, una agenda vital para la humanidad. Identifica los problemas cuya resolución tendría más impacto en el bien común. Analiza retos en distintos ámbitos como el desarrollo humano, la política, la ecología o la economía. Pero lo hace desde una perspectiva sistémica, pues estos campos están íntimamente relacionados y no pueden tratarse separadamente. También se apuntan alternativas y propuestas, que no son exclusivas ni excluyentes. Y ello porque, adoptando una nomenclatura matemática, muchos de nuestros problemas son indeterminados. Es decir, pueden tener un número indefinido de soluciones.

    La tercera parte es un llamamiento a la acción. Contiene propuestas concretas para inspirar al lector y animarle a que tome partido. En ella se debate qué hacer para que una mayoría de personas «despierte», haga suyos los principios del cambio y actúe en consecuencia. Para que cobremos conciencia de las grandes cuestiones que nos afectan a todos y, a partir de ahí, impulsemos las transformaciones necesarias lo antes posible. Para que ciudadanos, administraciones, empresas, tercer sector, escuelas y universidades, medios de comunicación, líderes de opinión y demás actores sociales aunemos esfuerzos de forma coordinada. Para que, convertidos todos en H. responsabilis, actuemos como verdaderos agentes de cambio. Porque, como decía el literato, economista y político Gaspar Melchor de Jovellanos, «bien están los buenos pensamientos, pero resultan tan livianos como burbuja de jabón, si no los sigue el esfuerzo para concretarlos en acción».

    Primera parte

    Principios y valores del Homo responsabilis

    1

    Otra forma de ver el mundo

    Para alcanzar una sociedad más justa, pacífica y sostenible necesitamos algo más que prosperidad económica y estabilidad política. Ante todo, es precisa una transformación cultural, una forma distinta de entender el mundo y relacionarnos con los seres que lo habitan. Es tiempo de repensar nuestra civilización, porque no se trata solo de hacer las cosas de forma diferente, sino de replantear nuestra forma de estar en la Tierra. Debemos incorporar la sostenibilidad a nuestro sistema de creencias, entendida como la satisfacción de nuestras necesidades actuales sin comprometer el futuro de las generaciones venideras en los ámbitos económico, social y ambiental.

    Pero esta transformación no es nada fácil porque pasa por cambiar un imaginario que tenemos grabado a fuego. El economista John Maynard Keynes decía con acierto que «la dificultad no es tanto concebir nuevas ideas como saber librarse de las antiguas». Nuestra resistencia natural al cambio y el inmenso poder de la inercia son obstáculos importantes. A pesar de la más que evidente fatiga civilizatoria, nos negamos a cuestionar nuestras creencias, heredadas o adquiridas del entorno. Y así llevamos demasiado tiempo creyendo que lo material es lo más importante y principal. Que el crecimiento económico es la solución a todos nuestros problemas. Que hará desaparecer la pobreza y desigualdad extremas. Que los humanos somos dueños y señores de la naturaleza. Que podemos contaminar el planeta y consumir sus recursos sin límite. Que el calentamiento global y el cambio climático son cuentos chinos. Que la tecnociencia y los «mercados» se ocuparán de todo. Que la energía nuclear es barata y segura. Que si miramos por nosotros mismos nos irá mejor que si pensamos en el bien común. Que virtuoso es el que atesora dinero, poder y fama. Que competir es mejor que colaborar. Que solo los más fuertes sobrevivirán. Que no somos responsables de lo que ocurre en el mundo y a nuestros semejantes. Que algunos bancos son demasiado grandes para dejarlos caer. Que el hombre debe mandar y la mujer obedecer. Que el cerebro —la razón— debe primar sobre corazón y alma —las emociones—. Que la violencia y la guerra son inevitables. Que hay que defenderse de los demás en lugar de tender puentes. Que los grandes problemas de la humanidad son fatalidades sin remedio y que poco o nada podemos hacer para resolverlos.

    Ocurre que nuestras creencias no se sostienen. Estamos despertando del sueño y sufriendo las consecuencias. Vivimos en tiempos de crisis —en plural—, pero también de cambios. Cambios que han de ser profundos y no cosméticos, pues afectan a nuestro sistema de valores. Hacer de este mundo un lugar mejor para vivir no es tanto un reto de evolución como de transformación. No es tiempo de retoques tibios, sino de cambios de calado para acuñar una forma superior de cultura. El business as usual ya no es una opción, y menos aún tras la pandemia de COVID-19. Pero que nadie se asuste, no se trata de tirar por la borda todo nuestro bagaje y tradiciones. Debemos absorber el orden precedente y conservar sus mejores conquistas, no borrarlo del mapa. Quedémonos con lo bueno y cambiemos lo que no funciona o impide que avancemos en la dirección correcta. Pero seamos valientes y no finjamos, una vez más, que todo cambia para que nada cambie. Resistamos la tentación de volver a las andadas, de acomodarnos a lo que teníamos hasta ahora. No nos despistemos con el espejismo de una recuperación económica, pues el resto de crisis siguen ahí. Seamos capaces de aspirar a un mundo mejor, que no al mejor de los mundos. Sin olvidar que el cambio es algo dinámico, que no está escrito en piedra y debe evaluarse y ajustarse continuamente. Y, precisamente por ello, es mejor centrarse en el proceso que en los resultados. Es más útil pensar en lo que nos queda por hacer que en lo conseguido. Aunque, como veremos, también es importante medir los progresos, al igual que celebrar las victorias, por pequeñas que sean.

    2

    Mejores personas para un futuro mejor

    «Si quieres cambiar el mundo, cámbiate a ti mismo». Mahatma Gandhi lo tenía claro. La clave del cambio está en cada uno de nosotros. Los avances se producen cuando una mayoría de individuos despierta, cobra conciencia y se une en una sola voz. Solo así se alcanzaron grandes logros sociales como la abolición de la esclavitud o el sufragio universal. Las transformaciones externas, impuestas por el poder político o económico, tienen poco éxito sin el cambio previo de valores y mentalidades. De modo que solo construiremos un mundo mejor siendo mejores personas.

    Por mejores personas debemos entender ciudadanos comprometidos, responsables. Capaces de empatizar y ponerse en el lugar de los demás, de pensar en el bien común. Preocupadas por lo que les ocurre a sus semejantes y a las generaciones futuras. Que vean los problemas con perspectiva, relativizando los propios y reconociendo la gravedad de los ajenos. Dispuestas a escuchar y dialogar con generosidad y flexibilidad. Con un sistema de valores equilibrado y ajustado a la realidad, que proyectan de forma coherente en lo que dicen y hacen. Conscientes de que, como decía el poeta y filósofo Ralph Waldo Emerson, «el pensamiento es la semilla de la acción».

    Y es que los gimnasios están atestados de gente cultivando su cuerpo. Las universidades, llenas de estudiantes cursando másteres y grados de todo tipo. Pero sorprende la poca gente que se preocupa por desarrollarse y crecer como persona, la asignatura más importante en la vida. Cultivamos nuestro físico y alimentamos nuestro conocimiento, pero no cuidamos nuestra alma. No nos preocupamos de ser más reflexivos, altruistas, generosos, empáticos o responsables. Pensamos en estas cualidades como accesorias, poco útiles para triunfar en la vida, que se tienen o no se tienen. Habilidades, principios y valores que, en el mejor de los casos, se transmiten por la familia. O bien se fían a la escuela, aunque los planes de estudio todavía prestan poca atención a la educación social y emocional.

    De ahí la gran búsqueda que existe en estos momentos. Más y más gente experimenta un horror vacui o miedo al vacío espiritual, individual y colectivo, que nos invade. Para ocupar ese hueco exploramos todo tipo de caminos, algunos de ellos peligrosos. Así muchas personas son víctimas del consumismo, el extremismo religioso o político, pseudogurús de la autoayuda o sectas de todo tipo. Llenemos ese vacío eligiendo la senda del verdadero desarrollo personal y colectivo: la del altruismo, la responsabilidad, la persecución del bien común. La humanidad lleva milenios preguntándose por el sentido de la vida. No vamos aquí a filosofar a este respecto, pero una simple colmena de abejas podría darnos alguna pista. Sus habitantes conviven en armonía, cada una haciendo su trabajo, sin pelearse, cooperando, por el bien de la comunidad, de la colmena. Su objetivo es cuidar de las larvas, la siguiente generación, y proteger la colmena, el hogar de todas. Ni más ni menos.

    Si queremos un mundo mejor, debemos hacer un esfuerzo individual, cada uno de nosotros. La conciencia social, el altruismo y la capacidad de empatizar con otros varía enormemente de unas personas a otras. La buena noticia es que estas habilidades se pueden aprender y cultivar. No hay razón que impida desarrollarlas entre la mayoría de la gente. Sobre todo, a edades tempranas, aunque los adultos también podemos aprender. Como veremos en la tercera parte, existen herramientas sencillas para mejorar individualmente y transformarnos en agentes de cambio. Ampliar el alcance de nuestro compromiso ético es la verdadera clave del progreso, porque un mundo diferente no puede construirse por gente indiferente.

    3

    Narciso y la comunidad o del yo al nosotros

    Los seres humanos tendemos a superarnos, a perseguir nuevas metas. Lo hacemos de forma natural, tanto individual como colectivamente. El problema surge cuando el ego competitivo, encarnado en Narciso, se impone al «nosotros» cooperativo. Cuando creemos que el hombre es egoísta por naturaleza, como afirmaba Hobbes en su Leviatán. Cuando pensamos que la mejor forma de servir al bien común, de contribuir al bienestar de toda la sociedad, es que cada uno persiga su propio interés. Esta máxima del liberalismo, acuñada por el economista Adam Smith, ha amparado al capitalismo salvaje de las últimas décadas y sus distorsiones. Ha justificado la desigualdad extrema y los desmanes del poder político al servicio de las élites. Ha generado situaciones de dominación y explotación intolerables. Y ha contribuido al deterioro del medio, dando pie a lo que el ecologista estadounidense James Garrett Hardin denominó la ‘tragedia de los bienes comunes’, tragedy of the commons. Es decir, la utilización abusiva de recursos hasta agotarlos por individuos que persiguen su propio interés de forma «racional».

    Parece que existe un conflicto entre los intereses de individuo y sociedad cuando en realidad son convergentes. Si la contaminación en las grandes ciudades hace que la gente enferme, un problema colectivo genera a su vez problemas personales. Sin embargo, muchas personas no se sienten parte de sus comunidades ni responsables de lo que le ocurra al grupo, a sus congéneres. A pesar de que disfrutan de la protección del estado del bienestar, el más claro ejemplo de esfuerzo y proyecto colectivo. No han desarrollado un sentimiento de pertenencia, olvidando que la sociedad contribuye a formarlos, mantenerlos y cuidarlos. Solo miran por ellos y no se preocupan de los demás, pues no se identifican con sus semejantes. Interpelados para contribuir al bien común se preguntan «¿y qué gano yo?» sin encontrar respuesta. Justifican su actitud porque, como nos han repetido hasta la saciedad, el ser humano es egoísta por naturaleza.

    La forma en la que nos relacionamos con los demás en la actualidad tampoco ayuda a crear vínculos, compromiso y sentimiento de pertenencia. La comunicación digital, aunque imperativa durante situaciones como la provocada por la COVID-19, debilita las relaciones sociales al reducir la proximidad real entre las personas. Fuera de los mensajes de texto y las videollamadas, la interacción a veces se limita a exhibirse frente a los followers en redes sociales, en un puro ejercicio de narcisismo. Por otra parte, cada vez hay más trabajos individuales y menos tareas colectivas. Se potencia el emprendimiento, el sé tú mismo, la búsqueda de la realización personal, la libertad individual como máxima aspiración. Nuestros niveles de empatía se resienten y, con frecuencia, vemos a los demás como seres ajenos: «Es tu problema, no el mío». No se entiende cómo hay tanta gente capaz, brillante e inteligente dedicada exclusivamente a sí misma, a trabajar y ganar dinero, fama o estatus, aunque a veces limpien su conciencia con un donativo aquí y allá. El filósofo y sociólogo Gilles Lipovetsky afirma con razón que vivimos en tiempos de hipernarcisismo e hiperindividualismo.

    Con todo, la ciencia ha demostrado que, al igual que otros animales, somos seres sociales y estamos diseñados para ayudarnos los unos a los otros. En palabras del psicólogo Daniel Goleman, «nuestro cerebro está predispuesto hacia la bondad». No es que seamos generosos en todo momento y en todas circunstancias, pero el ánimo de favorecer al prójimo está en nuestros genes. Un estudio publicado en la revista Science muestra que existe un patrón universal de altruismo: los organizadores perdieron «al azar» diecisiete mil carteras en cuarenta países y trescientas cincuenta y cinco ciudades de medio mundo, algunas de ellas con mucho dinero; pero la gente que encontró las carteras las devolvió mayoritariamente. El estudio también demostró una mayor correlación entre carteras devueltas y desarrollo económico, democracia y mejores sistemas educativos. Y es que, como veremos en los capítulos siguientes, todo está conectado y debemos potenciar los círculos virtuosos.

    Es más, el ordo amoris, ‘orden en el que amamos’, al que se referían san Agustín y el filósofo Max Scheler, que empieza con familiares y sigue con amigos, vecinos, colegas de profesión o conciudadanos, puede extenderse a los demás. Incluso a aquellos con los que no tenemos relación, a la naturaleza, a los seres no humanos del planeta. Así lo creía también el filósofo griego Hierocles, quien para «hermanarnos» proponía imaginar círculos concéntricos que podríamos llamar círculos de empatía: el individuo está en el centro y en los siguientes su familia, amistades, vecinos, conciudadanos y así hasta el último círculo, el de la humanidad; para concluir que deberíamos tratarnos todos igualitariamente, pues todos los círculos están llenos de seres humanos como nosotros. En la misma línea, el también filósofo Montaigne decía que debemos «ver en todo hombre a un compatriota». Para Séneca los seres humanos «somos olas del mismo mar, hojas del mismo árbol, flores del mismo jardín». Y Saadi, el gran poeta persa, se expresaba así: «Todos los seres humanos somos parte de un mismo cuerpo. Cuando la vida afecta a un miembro el resto del cuerpo sufre por igual. Si no te afecta el dolor de los demás es que no mereces llamarte humano». La idea de la pertenencia a una única humanidad y nuestra vocación altruista están igualmente implícitas en la «regla de oro», recogida de una forma u otra por la mayoría de tradiciones religiosas y filosóficas: trata a los demás como te gustaría que te trataran.

    El caso es que, afortunadamente, el bien común y el interés general están desplazando al egoísmo e individualismo reinantes durante las últimas décadas. De ahí que el altruismo sea un valor al alza y se hable ya de la generación G, de generosidad: personas comprometidas socialmente, más dedicadas al grupo y al bien común que a su propio interés. Varios estudios demuestran que los millennials y generaciones posteriores son más altruistas y piden a empresas y Gobiernos que estos, a su vez, sean más responsables socialmente. Estas generaciones ya cuentan con el ADN de Homo responsabilis y tendrán cada vez más influencia y presencia en nuestras sociedades.

    El reto, por tanto, está en equilibrar la necesaria autoafirmación individual, representada por el ego, con los intereses colectivos. Fomentar en paralelo el crecimiento de las personas y las sociedades a las que pertenecen. Superar el individualismo imperante y volver a pensar en lo común. Aceptar que los intereses generales están por encima de los beneficios privados. Promover la participación y responsabilidad ciudadana para desarrollar un sentido de pertenencia a la comunidad —la COVID-19 nos ha recordado que nos necesitamos los unos a los otros, que somos vulnerables y estamos todos en el mismo barco—. Debemos también canalizar el potencial individual que tenemos hacia la inteligencia y acción colectivas. Todo ello para transitar, en definitiva, del «yo» al «nosotros», dejando atrás al Homo narcissus.

    Igualmente, es necesario superar la tendencia a que cada grupo, cada colectivo, cada país mire solo por sus propios intereses. Porque, cuando hablamos de grandes retos como la lucha contra la destrucción del medio, las migraciones o la desigualdad imperante, es necesario aunar esfuerzos. Los Estados son demasiado pequeños para los desafíos globales y demasiado grandes para los problemas pequeños. Es necesario que colaboren y compartan el poder, con otros países e instituciones internacionales para afrontar retos globales y con entes y organismos locales para los asuntos de ámbito más reducido. No es cuestión de perder soberanía, sino de alcanzar acuerdos que beneficien a todas las partes. Puede resultar paradójico, pero países pequeños, como los europeos, ejercen su soberanía precisamente agrupándose, para ser relevantes y hacerse oír.

    A la postre se trata de que todos los colectivos, grupos o países cedan para salir todos beneficiados. Debemos pasar de un egosistema, en el que cada uno defiende sus propios intereses, a construir un ecosistema, entendido como el mundo interrelacionado en el que habitamos todos. Un ecosistema en el que las partes no contemplen únicamente su punto de vista y consideren la perspectiva de otros jugadores, especialmente los débiles. Solo así podremos cocrear un futuro que persiga el bienestar de todos y no solo de unos pocos. El paso de una realidad formada por miles de conciencias fragmentadas, de egosistemas, a una conciencia basada en el concepto de ecosistema es vital en nuestro proyecto de mejora colectiva. Como las abejas, de las que ya hemos hablado: grupos con roles distintos viven en armonía y trabajan por el bien de la colmena, asegurando el futuro de las que están por nacer. Las obreras no intentan destruir a los zánganos ni estos sobresalir por encima de aquellas o perjudicarlas. Incluso hay una reina y no hay igualdad, pero todas comen y están protegidas. Los humanos también deberíamos aprender a no organizarnos por grupos de interés y hacerlo en torno a una intención común, superando antagonismos crónicos de todo tipo: derechas e izquierdas, ricos y pobres, empresarios y trabajadores, autóctonos e inmigrantes, judíos y musulmanes…

    Ahora bien, para que el altruismo, la defensa de lo común y la conciencia de ecosistema ganen terreno necesitan apoyo, medios y un caldo de cultivo adecuado. La educación —familiar, escolar y universitaria— es clave en este proceso. Al igual que lo son las administraciones públicas, empresas y organizaciones civiles. Construyamos innovaciones culturales y creemos incentivos que faciliten la participación ciudadana y el trabajo en pos del interés general. Especialmente en épocas de crisis e incertidumbre, en las que, paradójicamente, surge una oportunidad para el cambio social, pero crece el individualismo, el sálvese quien pueda. Por el contrario, luchemos contra factores que impidan el florecimiento de estos valores, como es el caso de la pobreza. El que no llega a fin de mes difícilmente puede pensar en ayudar a los demás o en el interés general, pues bastantes problemas tiene.

    4

    Responsabilidad y conciencia planetaria

    La evolución cultural y social ha ido cambiando las sociedades durante miles de años. Este proceso siempre ha estado mediado por la mente humana, que puede dirigirse a cualquier fin que podamos imaginar. Pero esta evolución solo tenderá a promover una sociedad más justa y sostenible si esta está guiada por consideraciones morales. Dicho de otro modo, la construcción de un mundo mejor pasa ineludiblemente por el retorno de la dimensión ética a la actividad humana. Debemos reabrir el debate moral con respecto a las grandes cuestiones. Volver a sensibilizarnos frente a la pobreza extrema, los horrores de la guerra, el sufrimiento de los desplazados, la destrucción del medio, el derroche de dinero, la corrupción de la clase política y la codicia de algunas multinacionales. El primer paso es reconocer que cada uno de nosotros tiene responsabilidad sobre muchas de las cosas que no funcionan. Nuestras acciones y omisiones tienen repercusiones globales porque vivimos en un mundo interdependiente. La COVID-19, por ejemplo, nos ha enseñado cómo podemos contagiar a otros o protegerles, según actuemos. Algunos países, como Suecia o Corea del Sur, no han impuesto medidas de distanciamiento social porque la gente es responsable y disciplinada, mientras que en otros lugares muchos no respetaron el confinamiento obligatorio. Es cierto que nuestra responsabilidad es proporcional al saber y poder que cada uno tiene, pero casi todo lo que hacemos tiene un efecto positivo o negativo sobre otros seres. No podemos delegar nuestra responsabilidad, porque llegaríamos a una situación en la que nadie se hace cargo, nadie se responsabiliza. Además, el impacto de nuestros actos, individualmente considerados, puede no ser relevante, pero si sumamos los de todos el daño es evidente. De ahí que hablemos de una responsabilidad colectiva o compartida. De la necesidad de un actuar consciente, asumiendo deberes y obligaciones frente a los demás.

    Aunque no siempre los efectos negativos de nuestras acciones son apreciables a simple vista. Sin darnos cuenta tomamos diariamente muchas decisiones que tienen impacto en el medioambiente y en la vida de otros. Si vertemos basura en un bosque, el daño es directo y visible de inmediato. Pero, como dice el proverbio chino, «el aleteo de las alas de una mariposa se puede sentir al otro lado del mundo». Vivimos en un mundo cada vez más interrelacionado y nuestros actos pueden tener consecuencias en lugares muy lejanos. Esta realidad se ha descrito como el «efecto mariposa», del que muchas veces no somos conscientes. Por ejemplo, la mayoría de teléfonos móviles contienen una pequeña cantidad de tántalo, material que se produce a partir del coltán y cuyas principales reservas están en la República Democrática del Congo. Las explotaciones de coltán en este país están controladas por guerrillas de Uganda y Ruanda, que, según han denunciado diversas ONG, supervisan un trabajo semiesclavo. Para extraer el mineral las guerrillas a menudo utilizan niños, quienes, además, se ven afectados por la radiactividad asociada a este material. Por no hablar de la destrucción de zonas de alto valor ecológico y hábitats de especies protegidas. Así que cada vez que cambiamos de móvil, influimos de alguna forma, sin darnos cuenta, en la vida de los que habitan ese rincón del mundo. Lo mismo ocurre si compramos ropa hecha en Bangladesh con productos tóxicos o piñas cultivadas en Tailandia con nitratos contaminantes: nos guste o no, somos responsables de que esto suceda. Alguien dirá que a veces el sistema nos fuerza a dañar a otros y al medio, aunque no lo sepamos. Y es que, como veremos, para tomar decisiones responsables necesitamos transparencia en los procesos productivos, a la vez que incorporamos al precio de los productos los costes sociales y ecológicos derivados de su fabricación.

    Otro ejemplo claro de irresponsabilidad colectiva es la exportación de daños, esencialmente ecológicos, a países pobres. Además del ahorro en puestos de trabajo, las economías del norte han «deslocalizado» las actividades más contaminantes y destructivas del medio. Por ejemplo, en Europa ya no talamos árboles, sino que importamos carne de otros países para que la deforestación se produzca allí. Continuamos con nuestra way of life y otros territorios sufren las consecuencias. El metabolismo de las economías ricas se nutre de materias primas, pero también de bienes y servicios, producidos o prestados en países pobres a bajo coste. De este modo, los daños ecológicos —y para la salud— derivados de la extracción, transporte o producción se quedan en esos países y no afectan a nuestras poblaciones y trabajadores. Así, exportamos residuos y actividades contaminantes de todo tipo. La exportación de plásticos para su reciclaje es un buen ejemplo: en 2017 se enviaron a estos países más de 11,2 millones de toneladas de plástico, cuya mayor parte acabó en vertederos incontrolados o en los mares. Esta externalización de daños, sin embargo, vuelve a Occidente en forma de migraciones y cambio climático, en lo que sería un efecto bumerán. La gente emigra por las grandes diferencias de ingresos o porque ya no puede vivir de la tierra que trabaja.

    También intentamos subcontratar actividades peligrosas. En 2006 el portaaviones francés Clemenceau se dirigía a la India para ser desguazado en Alang, en el océano Índico. Centenares de obreros debían desmontar las veintisiete mil toneladas del portaaviones en condiciones precarias. Pero la nave, botada en 1957, llevaba al menos cuarenta y cinco toneladas de amianto, altamente tóxico y prohibido en la actualidad. Para desmantelarlo en la Unión Europea los trabajadores habrían tenido que estar protegidos y el coste de la operación se habría multiplicado. Pero no en India, donde se calcula que uno de cada seis trabajadores muere prematuramente a causa del amianto. Mientras el Tribunal Supremo de la India dirimía el asunto, en febrero de 2006 el presidente francés Jacques Chirac, acuciado por las presiones de Greenpeace y las críticas de su Consejo de Estado, ordenó el regreso del barco al puerto de Brest.

    No solo somos responsables frente a personas de lugares lejanos, también lo somos en distintos ámbitos que están interrelacionados. La lucha contra la pobreza, las relaciones económicas, la situación política, la seguridad global, o el cuidado de nuestro entorno son cuestiones entrelazadas que deberían preocupar a todo ciudadano responsable. Porque ¿acaso es aceptable preocuparse por los bosques del Amazonas o las ballenas, pero no por los tres millones de niños que mueren de hambre al año en el mundo? ¿Es ético luchar contra la pobreza sin combatir la corrupción que invade la clase política en los países pobres y que redunda en más miseria? La respuesta es negativa y, por tanto, es necesaria una ética global y extensa. Una responsabilidad compartida por todos respecto de las grandes cuestiones que nos afectan y que, como hemos visto, están interconectadas. Por nosotros y nuestro bienestar, pero pensando también en las generaciones futuras, en lo que sería una responsabilidad intergeneracional. Algunos dirán que quien mucho abarca poco aprieta, que no podemos ocupamos de todo a la vez. Y tendrán razón. Precisamente por ello es necesario que establezcamos prioridades. Cuando mucha gente no sabe si va a cenar, no tiene sentido obsesionarse con la comida orgánica. Está bien que comamos de forma saludable, pero es más importante que comamos

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