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El secreto del shaitan
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Libro electrónico277 páginas3 horas

El secreto del shaitan

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Un refrescante y novedoso non-stop de aventuras, acción, mucho, muchísimo humor, romance sorprendente y aprendizaje sobre la ancestral y apasionante mitología sobre los genios.

En una realidad que creemos nuestra, trasciende otra muy distinta. Unos seres aparentemente mitológicos llamados Djinn son muy reales y están llegando para quedarse. Un equipo de «personas» de lo más peculiares tratarán de impedirlo. Acompaña a nuestro héroe de calle, Rick, en su particular bajada a los infiernos, en la que sus queridos amigos no tendrán más remedio que seguirle hacia un final apoteósico y sorprendente.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento2 nov 2017
ISBN9788417164287
El secreto del shaitan
Autor

Óscar Rodrigo

Óscar Rodrigo, de cuarenta y cuatro años y nacido en Valencia, España, se define a sí mismo como «aprendedor». Es un escritor de ciencia ficción y novela fantástica, autodidacta y admirador de Lovecraft y Edgar Allan Poe. Viajero incansable e investigador de mitología antigua, es un lector adicto. Puede pasar sin comer un día pero no sin leer. Reside en la trepidante Nueva York desde hace algunos años con su esposa Evelyn.

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    El secreto del shaitan - Óscar Rodrigo

    Capítulo 1

    Primer contacto

    7:45 a. m. En algún lugar del metro de Nueva York

    De nuevo, otro día rutinario en la vida de Rick. Cogiendo el metro como cada mañana, pequeña carrerita y ¡pum!, dentro del vagón por milésimas. Tenía suerte de que ya se le hubiese pasado esa migraña tan fuerte de la noche anterior. Su problema con los dolores había ido in crescendo en los últimos años. Era demasiado potente la sensación en las sienes. Esa mañana le quedaba alguna reminiscencia todavía. Quizás demasiado café barato comprado a aquel pakistaní de la esquina, eso no le favorecía. Pero era un cafetero de tomo y lomo. No podía abandonar uno de sus pocos lujos de la noche a la mañana. Además, lo necesitaba para rendir en la oficina de Lexington Ave, donde trabajaba como un oficinista más.

    Atestado, ese día el vagón estaba atestado. Y la mezcolanza de perfume barato de señora y un leve hedor a sudor matutino, típico de la carrerita para coger el metro, dejaban en el infumable ambiente una percepción agridulce que, según Rick, casaba bastante bien con lo que podría definir el medio de transporte más usado en la city. Leve mareo... «Quizás esté bajo de defensas», pensaba Rick para sus adentros.

    ¡Sshhhhip!

    «¿Qué… qué ha sido eso? Pero...», Rick no se lo explicaba, estaba viendo por el rabillo del ojo izquierdo un par de manchas, una azul eléctrico y otra rosa-fucsia. Cuando trataba de fijar el objetivo con la mirada, aquello se desvanecía, solo desviando la vista volvía esa curiosa imagen. Era algo sorprendente y aunque lo atribuyó al remanente dolor de la migraña y ese leve mareo, algo en su fuero interno encendía una lucecita de alerta de que ahí había algo distinto, algo diferente, algo que a muchos nos da miedo siquiera plantearnos.

    El metro paró en la estación de la calle 96 y una manada de gente abandonó el vagón como en los documentales de ñus emigrando al sur. La migraña iba disminuyendo muy poco a poco, pero Rick lo pasaba bastante mal en esos momentos. Preguntaría al pakistaní de la esquina si tenía algo para paliar el dolor cuando saliese del trabajo. Rick iba ensimismado, cuando levantó la cabeza y vio frente a él, sentado, a un hombre trajeado de una edad indeterminada. El bueno de Rick no recordaba que esa persona estuviese ahí. Juraría que ese asiento lo ocupaba, un segundo antes, una india embarazada.

    De repente, aquel sujeto le tendió un ejemplar de USA Today. Rick lo tomó sin saber muy bien qué pretendía el misterioso tipo con traje gris marengo y comenzó a leer: «Nuevo meteorito cae sobre Manhattan. No hay pérdidas personales, por suerte, pero los daños materiales son cuantiosos. La ciudad entera entra en pánico». No era de extrañar, en lo que iba de año habían caído dos meteoritos más. Los climatólogos lo atribuían al cambio climático, lo cual no era muy convincente. Gracias a Dios no había habido que lamentar ninguna muerte o heridos, pues fueron a parar en la costa de Staten Island, casi en pleno océano.

    Unos instantes después, Rick entraba en el elevador del imponente edificio de arquitectura tudor, saludando y bromeando con los vigilantes de la entrada sobre el partido de los Mets y la minifalda de la secretaria del despacho de abogados de la planta diecisiete. Acceder al complejo de oficinas le producía un nerviosismo propio del primer día de colegio, pero a diario. En los fines de semana ni siquiera se atrevía a pasar por delante, debido a ese curioso malestar que le producía. Tal vez, fuera debido a la profusión en la última década de antenas de telefonía móvil, había visto un documental sobre ese extraño efecto.

    «Buenos días, Tom; hola, Úrsula...», entrando a la office, como cada día. Mismos saludos, mismas caras. Pasó de saludar a Juan, el típico lameculos que toda oficina trae de fábrica. Rick tenía la teoría de que los traían con el mobiliario de la oficina, los desempaquetaban y los dejaban frente al despacho del jefe.

    —Vaya, hombre, hablando del rey de Roma... —el inconfundible tonillo de reproche de profe de Primaria, oído tantas veces de boca de Mr. Doley, el jefe de la oficina de seguros. ¿De verdad iba a empezar con lo de siempre? ¡Ufff!—. Rick, Rick, Rick, pero ¿qué coño voy a hacer contigo, chavalote? ¿Cuánto llevas aquí currando? ¿Tres, cuatro años? No puedes llegar tarde una vez por semana, ¿sabes? Se trata de ser responsables y tener un equipo en el que… —Oh, joder, otra vez iba a empezar con lo del equipo, uno de sus discursos favoritos.

    El hastiado Rick hizo lo que le había recomendado una vez un compa que había dejado el currele hacía dos años: bajar la cabeza, no mirar a los ojos y asentir, aunque no supieras de qué carajo te estaba hablando el bueno de Doley. Sus oídos comenzaron a cerrarse cuando escuchó: «Fíjate en Juan...».

    —Hola, Ricky, ¡vaya carita que traes, hijo! ¿Una mala noche? ¿O una muy buena noche? —Esa era Dana, seguramente, la oficinista más sexy a aquel lado del Mississippi, como diría John Wayne. Tenía que mantener la compostura, esa fuerte migraña lo iba a matar. La tipa tenía una belleza rayana en lo absurdo. ¿Cómo es que esa mujer no era modelo o actriz o algo? Quizás era un pensamiento algo superficial, pero estaba seguro de que no era el único que pensaba así. Si al día siguiente él llegase a la oficina y le dijesen que Dana no había llegado por haber dejado el trabajo para hacer una nueva serie de Los vigilantes de la playa, no le habría sorprendido tanto como verla allí día tras día.

    —Bien, Dana, todo bien a este lado del cubículo. Salí con unos amigos a celebrar el premio gordo de la Mega Million. Ya sabes, nada del otro mundo: champagne, macrofiesta con las chicas de Victoria’s Secret, de casino en casino con mi reluciente Aston Martin... ¿Qué podía hacer, guapa? Me he convertido en el hombre más rico de Manhattan, bueno, el tercero.

    —Jaja, ja y más ja, Rickito. Si esa es tu forma de seducirme, mal vamos... —le espetó la diosa con una sonrisita traviesa.

    —Cariño, tenía que intentarlo. Creía que la vida que nos corremos los millonarios os atraía a las chicas como tú… ¡oops! —Demasiado tarde, se dio cuenta de lo que había soltado.

    —¡Aahhh, con que las chicas como yo! ¡La madre que lo p…! Mira, déjalo estar, graciosito, y ponte a hacer por lo que te pagan, que a eso has venido.

    —¡Sí, Herr Kommandant! —acertó a decir Rick, cuadrándose como un recluta borracho y guiñándole un ojo. «Si tuviera que pedir un deseo —pensó para sus adentros—, creo que ya sé cuál sería y qué parte de mi cuerpo lo pediría». Ese tipo de mujeres estaba al alcance de muy pocos y en los sueños de casi todos, como le había dicho su amigo Ismael un día.

    Después de unos minutos, Dana le dijo:

    —Es posible que para el sábado te haga un hueco en mi agenda, solo porque me has hecho reír, graciosito. Además, para ser el chico de la fotocopiadora tienes un pase. —Rick para nada era el chico de la fotocopiadora, pero su cerebro no procesaba mucha información con el hipnótico vaivén de su melena rubia que acababa donde la espalda pierde el nombre y las curvas de su compañera tambaleándose cual Lauren Bacall en una peli de cine negro. Solo le faltó decir a ella: «Si me necesitas, silba. Sabes silbar, ¿verdad?».

    El momento mágico terminó cuando apareció Mr. Doley.

    —Está bien, chicos. Ya no hay nada que ver, dispersaos. El incendio ya se extinguió—. Rick no estaba muy seguro de lo segundo y su bragueta, tampoco. Se percató de que todos los hombres de la oficina habían quedado petrificados escuchando con atención la «escenita» de Dana y Rick. Todos giraron sus cabezas, siguiendo los andares de la gacela como leones hambrientos, incluido el felizmente casado Doley y la lesbiana Doris de la ventana de la esquina. Su dolor de cabeza había desaparecido instantáneamente.

    Aquel día transcurrió sin pena ni gloria. Todavía estaba en shock por la insinuación del bombón de Dana. El que una chica así siquiera se hubiese planteado cenar con él era algo digno de los expedientes X de Mulder y Scully. Por otro lado, esa misma noche su mente ¿o quizás su corazón? lo ocupaba otra señorita. Solo habían quedado cuatro veces, pero sentía que esos encuentros con Rache iban a mejor. Una chica algo paradita, pero esa mirada queriendo decir algo que su boca no acertaba a transformar en palabras era turbadora y sexy. «El enigma de Rache». Desentrañar lo que había detrás de ese rostro, a la vez sabio e inocente, era lo que le quitaba el sueño, aparte de que la muchachita no estaba nada mal, claro.

    Llegando a su apartamento, se descalzó, se sentó o, mejor dicho, se desmoronó sobre el sillón orejero y comenzó a beberse esa cerveza fría que le había estado esperando todo el día hasta su llegada, como una esposa aguarda a su marido tras la puerta después de una noche de juerga con los amigotes. Se abalanzó sobre los restos de pizza margarita de la noche anterior, para quedarse dormido y babeando a los pocos minutos. Comenzó a hacer zapping, buscando algo que le entretuviese un rato. Al final, dio con un canal de noticias que llamó su atención. El informativo estaba dando la información sobre el meteorito que se había estrellado esa pasada noche en Queens.

    —¡Es la noticia que vi en el metro esta mañana! ¡Ha sido a unas manzanas de aquí! —exclamó Rick, exaltado.

    El chico se retrepó, incómodo, en el asiento y subió el volumen de la tele. La noticia decía que, según las autoridades, el meteorito había caído en un antiguo almacén abandonado de un bulevar cercano y que la fuerza del impacto había provocado un incendio bastante considerable.

    —Vaya, por los pelos no ha caído aquí —dijo Rick.

    La televisión seguía informando de que los bomberos tardaron un tiempo en sofocar el tremendo incendio que se había producido y que, lamentablemente, habían desaparecido en extrañas circunstancias tres bomberos que estaban peleando con las llamas. La noticia continuaba con que, según fuentes cercanas al lugar, del objeto vieron algo extraño aparecer y una serie de voces, además de un destello muy grande, aunque este dato no estaba seriamente contrastado, ya que procedía de unos vagabundos borrachos que estaban por la zona. Después de un rato y esperando a que dieran los deportes, no pudo aguantar para quedarse dormido y babear en aquel andrajoso y quizás pulgoso sillón.

    De pronto, algo lo despertó, sobresaltándolo. Alguien estaba golpeando la puerta repetidamente, una y otra vez, a lo Woody Woodpecker. Rick lo ignoraba, estaba demasiado cansado y no estaba para abrir la puerta a nadie. De repente, escuchó junto al insistente toqueteo en la puerta una voz que le llamaba.

    —Rick, Rick, abre, hombre, abre, que soy yo. Abre de una vez —susurró la voz familiar. En lo de pájaro loco no se equivocaba.

    —Buff… —se decía Rick, que ya había reconocido la voz. Era una vez más su vecino y amigo Chuck. El chico se levantó y abrió la puerta.

    —¿Qué pasa?, ¿qué quieres a esta hora? Estoy reventado, tío…

    —Hola, Rick, ¿qué pasa?, ¿un mal día? —le dijo Chuck.

    —Dime, ¿qué quieres? Rápido, me quiero ir a la cama —balbuceó Rick, medio dormido.

    —Oye, ¿no tendrás unos limones y hielo? Porque necesito prepararme unas copas.

    —Creo que sí, pasa y sírvete.

    Chuck pasó a la cocina y de paso echó una ojeada, activando sus cualidades de cotilla de barrio tomando nota de cómo tenía el comedor Rick y dijo en tono burlón:

    —¿Qué pasa?, ¿has discutido con la mujer de la limpieza otra vez?, ¿no estaba suficientemente buena o no ha querido limpiarte nada a ti?

    —No, tu madre me ha dado plantón. Anda, coge los limones y vete, déjame dormir —dijo Rick algo malhumorado y renegón.

    —Vale, Ricky, ya no te molesto más, es que Tania está al llegar y quiero ver si cae con unos cuantos margaritas —le dijo Chuck, guiñando un ojo y poniendo los dos pulgares hacia arriba.

    —Cuando dices «margaritas» no te refieres a un ramo de flores, ¿verdad? Ya veo, tus viejos trucos de seductor de pacotilla. ¿Qué Tania?, ¿quién es? Bueno, me da igual —dijo Rick, cerrando la puerta.

    Chuck, mientras se cerraba la puerta, le decía:

    —Tania, la de la cafetería de la esquina. Estatura mediana, morena, pelo largo, ya sabes —haciendo un gesto con las manos de dos balones en su pecho—, la de las tet… —Rick cerró la puerta de un golpe y no le dejó terminar la frase.

    —¡Grandeees! —gritó Chuck desde el pasillo—. ¡Gracias, Rick, ya te contaré cómo me ha idooo! —Y se fue tarareando hacia su apartamento una canción de Barry White que se escuchaba desde su apartamento. El pobre Rick decidió irse a la cama a dormir por fin.

    Un golpe seco, como de portazo. Se levantó como un resorte, mirando a un lado y a otro con dificultad para respirar regularmente. Estaba seguro de que era el ruido seco y duro de la madera chocando contra la madera, la puerta de la entrada, alguien estaba dentro, allí en plena oscuridad, con él. ¡Dios, ese terrible dolor no se iba! Zzzz, una mosca distraída pasaba volando sobre su cara una y otra vez, cual helicóptero de reconocimiento buscando supervivientes de un naufragio adheridos a su nariz.

    El corazón le iba a mil por hora y había comenzado a sudar copiosamente. Estaba nervioso y tenía miedo.

    En un acto reflejo, más propio de un ave rapaz que de un ser humano, aplastó a la asquerosa mosca.

    —Un momento —miró al bicho desvencijado en su palma derecha— es... ¿azul?, ¿la sangre de las moscas es azul?, ¿no se supone que es roja?, ¿o depende de la especie? —comentó en voz alta para sí. Se limpió al intruso en el pantalón y siguió husmeando en la oscuridad de su pequeño salón. Nada, ningún ruido. Ningún movimiento tras las cortinas, nada típico de las pelis de asesinatos, ¡joder!, el pecho le iba a estallar, ¡allí había alguien, alguien o

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