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El canto del mirlo
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Libro electrónico269 páginas3 horas

El canto del mirlo

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¿Cuánto pueden el amor y la libertad dentro de una sociedad en guerra? "El canto del mirlo" –ficción atrapante y muy bien documentada– nos transporta a un pueblo de frontera en el noreste de Italia durante el siglo XIV. Se está levantando una muralla por miedo a los "otros". A esa comunidad en crisis llega Manfredo, un muchacho experto en el manejo de la espada, y conoce a Giuditta, la hija transgresora del gobernante, pero también a Manrico, su ambicioso hermano. Las aventuras y decisiones de estos protagonistas surtirán efectos a lo largo de los siglos por venir, según sabremos a través de nuevos personajes como Olivia y Gianni.El libro nos recuerda hasta qué punto la historia vive en el presente, y sobre todo nos hace querer a varias de esas personas imaginarias, aparentemente lejanas.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento12 nov 2021
ISBN9788726987706
El canto del mirlo

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    El canto del mirlo - Marisa Liliana Dalla Costa

    El canto del mirlo

    Copyright © 2018, 2021 Marisa L. Dalla Costa and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726987706

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Maróstica – Año del señor 1372

    Cabalgaba a través del bosque sin el coraje de mirar hacia atrás. Una vez en el sendero que conducía hacia la colina, espoleó su caballo que obedeció al instante. En la subida, la tensión y el golpe que produjo el pequeño látigo mientras lo azuzaba lo hizo relinchar, por lo que ella lo acarició al cuello para que no la delatara. Las crines le rociaban el rostro. El miedo y la ansiedad se apoderaron de Giuditta, pero una gran sensación de libertad y de excitación la invadía. El haber roto las reglas que se le imponían era, para ella, una satisfacción indescriptible y no era la primera vez que lo hacía, sin embargo, cómo podría explicarle esto a su padre que veía conjuras y amenazas por doquier. Le parecía escuchar sus palabras.

    —Si los Señores de Verona han decidido construir la muralla para que estemos protegidos será por alguna razón ¿No te parece? y bien sabemos nosotros cómo nos lo pasamos cuando no estaba. Además, no hay razón para que una jovencita de tu rango vaya por zonas inaccesibles y llenas de peligros, ni tan solo acompañada.

    Una cabalgata por las colinas se hacía junto a un caballero que pudiera protegerla, y ni siquiera de esta manera, ya que su padre consideraba tiempos muy difíciles y peligrosos para que ella saliera de las murallas de la ciudad.

    Giuditta, aprovechando la distracción del mozo de cuadra se había llevado su potrillo. Amaba atravesar el bosque que conducía a la colina de San Benedetto con su fiel amigo. Le encantaba llegar a la cima. Su caballo, una vez libre, comía la hierba fresca aún bañada de rocío. Ella se echaba y divisaba la torre imponente de Maróstica; la muralla de su ciudad relucía a nuevo a pesar de los muchos andamios y grúas que la cubrían. Los vigías se resguardaban en sus coquetas almenas.

    Con aplomo e inocencia, arrancaba pequeños tallos uno a uno, que acomodaba en precioso abanico. De vez en cuando daba una ojeadita a su caballo que pastoreaba manso y lánguido junto al viñedo que trepaba el terreno ondulado.

    Pese a la aparente serenidad que reinaba, se mantenía alerta, no quería encontrarse en aprietos si el ermitaño que vivía en la pequeña capilla la veía, habría dado la alarma y no quería arriesgar.

    Contemplaba sobrecogida, a lo lejos, la colina de San Appolinare. Algunos frailes, con la ayuda de cansados bueyes, araban el terreno y cargaban pesadas piedras que colocaban alrededor de la loma. Otros arrastraban rocas enormes que usaban como tapia para delimitar terrenos ya aptos para la labranza. Frailes Benedictinos, de andar lento, parsimonioso, interrumpidos por el solo tañido de una campana, liberaban grandes zonas de pantano o de malezas, dejándolas listas para el sembrado, con la esperanza de que la estación fuera clemente.

    Más allá, se extendía el denso bosque que, vanidoso, cubría la visual del gran río Brenta, una serpiente que se abría paso a gran velocidad.

    Esas aguas caudalosas transportaban las embarcaciones hacia Venecia; filas de troncos se dejaban llevar sin siquiera hundirse, ¿cómo harían para mantenerse a flote? —se preguntaba. Su mayor deseo era presenciar aquel magnífico espectáculo desde cerca. De hecho, aquella zona era muy peligrosa ya que hombres de Carrara de Padua lo vigilaban todo.

    ¿Podría alguna vez visitar esas ciudades tan mágicas donde las lenguas se entrecruzan y las profesiones se confunden con los oficios, donde todo es bullicio como también poesía? —reflexionaba mientras masticaba la hierba recién cortada y el sabor le invadía los sentidos. Durante la feria, mercantes ambiciosos, subían al castillo con sus nuevos productos y contaban, tal vez para justificar el precio de la mercadería, que aquella ciudad era un pulular de gente, embarcaciones provenientes de mundos lejanos que llegaban a Venecia con especias, sedas nunca vistas, alfombras de oriente.

    Una niebla fina e irrespetuosa cubría el horizonte, ella sabía que en días más limpios podía divisar Padua y sus montes Euganeos, Vicenza y hasta el mar.

    De inmediato sus facciones se endurecieron. Tal era su distracción que no se había dado cuenta de que el sol estaba muy alto, era ya la tercera hora. Se apresuró, montó su caballo tomándolo por las crines y queriendo emprender el sendero por el que había subido, vio un caballo que pastoreaba en la entrada de la capilla, dio un sobresalto al ver que la montura y la manta llevaban el símbolo de Carrara, temió que el güelfo la descubriera, por lo que decidió tomar otro sendero, tal vez más largo, pero que la llevaría directamente al camino romano que conducía a la ciudad. Mientras descendía la colina, divisó cerca de la iglesia de Santa Ágata a un grupo de caballeros de Carrara, armados de ballestas y arcos, que se empeñaban sin disimulo, a los gritos y con bastante violencia, en molestar al pobre fraile que intentaba, sin éxito, tomar una a una las aceitunas del olivar.

    Giuditta paró su semental de golpe, bajó y lo asió por las riendas, tratando de moverse sin ser vista. Junto a su corcel emprendió el descenso. Ya divisaba la carretera romana que conectaba las aldeas de Maróstica y Bassano, pero el camino serpenteaba y el bosque se adensaba. Mientras el corazón le latía pensó que al llegar podría mezclarse entre vendedores, carros y campesinos sin ser notada. Unos cuantos pasos y pasaría desapercibida, podría volver a su aldea sin grandes complicaciones.

    En el instante que calculaba su trayectoria, su caballo pisó unas ramas secas y el crujido puso en alerta a los hombres que, percibiendo una amenaza, la vieron. Giuditta subió de golpe, asió las bridas, castigó a su fiel animal que, como sabiendo, enfrentó a los hombres cortándoles el paso entre risotadas y amenazas.

    —¿A dónde va tan hermosa doncella? —inquirió un hombre robusto

    —¡Dejemos ya el fraile! ¡Bella potranca! —exclamó un hombrecillo sucio y desalineado

    —¡No la dejéis escapar! ¿A dónde va tan de prisa?

    Con fuerza el caballo se hizo paso entre los hombres y emprendió su carrera colina abajo.

    —¡A los caballos! —gritó uno de ellos.

    La joven, en su desesperada carrera, se hería al rozar los matorrales espinosos; su larga túnica se rasgaba dejando trozos de hilos en los secos arbustos; el corsé le apretaba a desmesura y si bien había aflojado las cuerdas que le ceñían el pecho, no lograba respirar. Sentía el jadeo de los caballos cada vez más cerca y el sudor de su fiel amigo le empapaba las piernas.

    El sendero se abrió dando inicio al bosque. Giuditta pensó que la protegería. Azuzó al caballo ayudándose con el pequeño látigo y con los talones. Mientras miraba hacia atrás no reparó en que el caballo la llevaba hacia un cúmulo de ramas bajas. El golpe que sintió en la cabeza fue ensordecedor. Arrancada de encima del animal, cayó como una bolsa de habas en el sendero húmedo, cubierto de hojas secas que el otoño escupía como atragantado. No lograba moverse. El corsé abierto casi totalmente, mostraba sus senos rebosantes de inocencia. Escupió algunas hojas con sabor a barro y abrió los ojos. Pudo ver que su mayor pesadilla se hacía realidad. Botas de fieltro y un sinfín de cascos de caballos la rodeaban. Risas acompañaron el sentido de oscuridad y de abandono que la invadió.

    El mozo de cuadra empezó a preocuparse. Había visto que el caballo de Giuditta había desaparecido. Esta tonta niña lo metía siempre en dificultad. Si su patrón se enteraba que había permitido a Giuditta salir con su caballo, él no perdería sólo el trabajo, no quería pensar a qué castigo tendría que enfrentarse. El señor del castillo dejaba a su hijo mayor la tarea de castigar. Era famoso por los latigazos que otorgaba y él no tenía la mínima intención de sufrirlos por esa malcriada. La tarde caía y pensó que, si advertía al patrón, los latigazos eran imperdonables, pero si no lo hacía le echarían la culpa a él. Se perdía en estas cavilaciones cuando la patrona entró en la herrería:

    —¿Ha venido por aquí Giuditta? —lo interrogó.

    —Es que…su caballo… lo estaba buscando…me di cuenta…pero… — contestó el mozo

    De prisa, de prisa, tocad la campana, algo le ha pasado.

    Al tañer las campanas los guardias del castillo se armaron mientras la pesada puerta del ingreso crujía perezosa su descenso. No alcanzó a tocar el suelo, ni a rebotar siquiera que los cascos de los caballos hicieron sentir su fuerza y su carrera.

    En el noroeste de Italia encuentros sangrientos entre Güelfos y Gibelinos perpetuaban una destrucción sin precedentes. En Verona nada quedaba del esplendor que reinaba durante el gobierno de Cangrande Della Scala, que en 1311 había conseguido la vicaría imperial, imponiéndose en todo el territorio, sembrando poder, prosperidad, anexando tierras y otorgando beneficios para la ciudad. Había hecho de Verona una ciudad rica, potente, donde el desarrollo del arte y de la cultura eran su fuerza. Una expansión basada en una relación óptima con sus súbditos y en el trabajo para el bien común.

    En poco tiempo después de su muerte, las sucesiones y conjuras de palacio, provocaron tal mutación que se elevaron quejas y súplicas. El abandono de caballeros y artistas aumentaba a medida que pasaban los días, preferían alejarse en espera de tiempos mejores —decían—. Permanecieron en la ciudad solamente juristas, burócratas y escribanos que se ocupaban de la administración de la ciudad. La moneda iba perdiendo valor y los impuestos seguían aumentando, lo que oprimía a una población, ya quebrantada por pestes y carestías. El sucesor, su hermano Cansignorio Della Scala, vio disminuir en gran número las aldeas que le eran fieles. Manifestaban descontento por la mala administración y por el despotismo que lo caracterizaba. A ello se sumaban los abusos, los malos tratos y los sobornos que se implementaban sin disimulo.

    Así pues, los dominios de los señores Della Scala se redujeron a las ciudades de Vicenza y Verona con sus propias aldeas. Entre ellas Maróstica, fronteriza, que sufría continuos ataques por ser la puerta hacia el condado de los Della Scala.

    Hacia el este, Verona se veía rodeada por potencias emergentes y en vía de expansión. Venecia, hasta el momento dominadora de mares, empezó a interesarse y a pretender las tierras del interior Véneto. La güelfa Padua, gobernada por la familia Carrara, reclamaba territorios y gozaba del dinamismo y la fuerza militar necesaria para apoderarse de ellos.

    Asimismo, sin ningún disimulo, desde Milán se perseguía una política de expansión que la corte de los señores Della Scala favorecía, aunque aliados, mantenían una relación de subordinación. Su influencia se remontaba a tiempos lejanos, quedaba en ellos la propensión por la auto celebración y el enriquecimiento personal.

    Ante tanta amenaza externa y queriendo tomar manos en el asunto, Cansignorio Della Scala, aplicó una política de defensa. Por un lado, dejó a su caudillo Giacomo Cavalli que se encargase de potenciar las defensas del territorio, por otro lado, consciente de que los tiempos habían cambiado y de lo imposible que era hacer que Verona volviese a ser protagonista, se rodeó de esplendor, manifestó un alto estilo de vida. Hizo alardes de su riqueza con banquetes, música, cantos, torneos, juegos. Celebraciones lujosas por una parte y edilicia defensiva por otra, empobrecían a la población día a día. Pretendía impresionar al visitante cubriendo sus dominios con murallas y castillos enrocados, indiferente a la presión fiscal que imponía a sus súbditos y a la relación ciudadano señor que se iba resquebrajando. Se les exigía impuestos para contribuir a sus aspiraciones, mientras hacía oídos sordos a las quejas que se elevaban en todo el condado.

    Fue así como Vicenza y sus aldeas sintieron que los vientos de crisis la sacudían y que la incertidumbre echaba raíces. Maróstica, aldea de frontera verá crecer su muralla. La protegerá de un fácil asalto de parte de Carrara desde Bassano, que pretenderá la toma de la aldea fronteriza para asegurarse la entrada a Vicenza y por lo tanto a Verona. Sin la muralla, a sus enemigos les bastaría con atravesar el río, diseñador natural de frágil confín entre ambas tierras, por lo menos así pregonaban desde Verona.

    —La gente protesta por los impuestos, mi señor —se atrevió a decirle su encorvado consejero.

    —Fabbricare è un dolce impoverire –querido Ruggero

    —No quisiera contradecirle, pero la hambruna y la carestía no dan tregua a la pobre gente —repuso

    —Veras qué dirán cuando sean atacados y se les llene de extranjeros la propia casa, rogarán a su señor que siga construyendo murallas. Cada torre, cada fortaleza muestra el poder y la fuerza de la que somos capaces y el pueblo no se da cuenta. Que nos dejen a nosotros las decisiones y que paguen los impuestos para que podamos hacerlo. Se puso de pie dando fin a la conversación.

    Ruggero no se animó a agregar más, pero en su interior sabía que construir lazos era más difícil que fortalezas. Muy bien conocía los miedos que éstas aprisionan e incluso, la decadencia a la que lleva.

    Ermita - Colina de San Benedetto - Maróstica Primavera 1373

    El fraile inclinado sobre su atril intentaba robarle a la pequeña ventana toda la luz que atrapaba. La precisión en sus trazos era importante y las miniaturas lo estaban dejando ya sin vista. Mezcló los colores. Con el sacapuntas perfeccionó el extremo del cálamo, lo dejó que se humedeciera de tinta, luego, dejó escurrir unos segundos antes de apoyar su vértice en el pergamino. Apenas se veían las líneas que iban de foro a foro. Estas, previamente delimitadas le ayudarían a mantener un trazo prolijo. La mano debía moverse de tal manera que pusiera de relieve la capacidad del amanuense, a pesar de que su experiencia le daba cierta seguridad, quería mantenerse concentrado para que la escritura fuera derecha, perfecta. Frunció las cejas como lo hacía cada vez que se concentraba, la tensión en sus manos se percibía, en voz alta se repetía: -trazo grueso, trazo fino, trazo grueso, trazo fino.

    El secreto estaba en la inclinación de la mano, en la cantidad de tinta y en la calidad de esta. La tenue luz franqueaba las recias ventanas, la densa humedad penetraba en los huesos. El silencio de abstracción se veía interrumpido por el restregar de la pluma en el pergamino.

    Mientras se movía sobre el manuscrito le parecía recordar las palabras de su maestro en el Scriptorium de Verona, cuántos códigos había transcripto allí. Al recordar no pudo evitar una sonrisa melancólica.

    De repente el ladrido de su perro lo desconcentró. ¿Quién vendría a estas horas a romper su silencio? -se interrogaba. Ya minutos antes había sentido pasar un caballo y ahora esto. Este día no querían dejarlo en paz.

    Se levantó con dificultad, apoyó el cálamo con delicadez, puso su mano en la cintura como para aliviar el dolor que le afectaba. Con pasos lentos se acercó a la puerta cuando sintió:

    —¡Nuestro señor Jesucristo sea bendecido! hermano Tadeo

    —¿Quién anda por allí? —respondió el fraile mirando una sombra en la abertura del claustro exterior de la ermita.

    —¿Pero es que ya no me reconoce? Soy Manfredo, hijo de Giovanni de Tezze.

    —¡Hombre! ¿Qué te trae por aquí?, no me parece que sean tiempos para visitas.

    —Lo sé padre, pero es importante que hable con usted, debo vaciar mi espíritu inquieto.

    Mientras circulaban por el deambulatorio, fray Tadeo pidió a Manfredo que escondiera su caballo.

    —Rumores entre las tropas hablan de una conjuraexpresó Manfredo entre murmullos.

    —No me metas en esto, sabes cómo terminan los traidores, torturados, con los miembros cortados o colgados en las plazas para que se desangren como pollos.

    —Lo sé…es que he sido testigo, sin quererlo, de una conjura en la que participa el Conde Enrico, a quien sirvo, contra nuestro señor, Francisco de Carrara, a quien ambos hemos jurado fidelidad. Si de los dos soy siervo fiel, ¿A quién he de servir primero? Cualquier decisión tome destruye mis principios y mi palabra dada no tendrá más valor. Sufro por esto.

    —Ante todo, eres siervo de Dios, y a él respondes, sin embargo, interpreto tu dilema. Dios en su gran sabiduría nos pone en el camino obstáculos que miden nuestro temple — sentenció el fraile.

    —Venecia ha ordenado que ninguna mercadería proveniente desde Padua y alrededores entre en los dominios Venecianos, para debilitar los intereses económicos de mi señor Francisco de Carrara, pero esto provoca descontento de parte de quienes pretenden comerciar con Venecia y, a través de sus puertos con el resto del mundo. Algunos nobles, entre los cuales el conde Enrico, mi capitán, traman conjura. Por otro lado, Francisco de Carrara atacará Venecia por todas partes y a todo el que esté con ella. Hasta Maróstica caerá en sus manos para destruir a los señores de Verona aleados con Venecia. — dijo Manfredo ensimismado, arrepintiéndose al instante por haber revelado informaciones confidenciales.

    —¡Dios nos guarde de tanto mal! —agregó el fraile. Esta aldea, por ser frontera ¿debe seguir sufriendo las penas del infierno? —continuó— ¿Tienes idea de lo que pasó en ella años antes en 1311 cuando el ejército de Bassano atravesó el canal de defensa y las trincheras sin grandes dificultades, arrasándolo todo? Claro que el poblado no tenía la hermosa muralla que están terminando de construir, sin embargo, en aquella época fueron cinco días de infierno, máquinas de guerra que entraban y destruían todo, incendios y saqueos. Se cortaban cabezas por doquier, soldados que se movían por un pueblo cubierto de muerte, vanagloriando sus hazañas, riendo y bebiendo por la ciudad con restos de vísceras en las manos. – contaba el fraile y el desaliento quedaba enredado en su voz temblorosa. El estaba en condiciones de impedirlo y así lo haría, les debía mucho a los señores de Verona —pensó el cura.

    El fraile disimulando no dar peso a sus palabras continuó:

    —En este momento tú formas parte de ese ejército sanguinario, ¿crees que podrás mantenerte ajeno a la decisión de tu capitán y pasar indemne si lo traicionas? Las órdenes tendrán que ser respetadas ¿acaso no ves los indumentos que llevas del ejército de Francisco de Carrara?

    —Claro que lo sé, mis tripas se remueven desde hace días, Venecia soborna a nobles de Padua y Bassano, ofreciendo tierras y beneficios mercantiles. Carrara por su parte soborna a hombres de Venecia, es un enrejado de odios y conjuras. ¿En quién confiar? pero mi señor es mi señor, no puedo ir contra él.

    —Haz lo que indica tu consciencia, será Dios quien te guie, ponte en sus manos, pondrá en tu camino la respuesta, tendrás sólo que saber verla. Los instrumentos de nuestro señor son infinitos.

    —No puedo mantenerme al margen porque no estoy de acuerdo. Un caballero obedece, no discute —exclamó Manfredo alzando

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