Tres rendijas parar mirar al mundo
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Tres rendijas parar mirar al mundo - José Antonio Bustelo
© Derechos de edición reservados.
Letrame Editorial.
www.Letrame.com
info@Letrame.com
© José Antonio Bustelo Lutzardo
Diseño de edición: Letrame Editorial.
Maquetación: Juan Muñoz
Diseño de portada: Rubén García
Supervisión de corrección: Ana Castañeda
ISBN: 978-84-1114-140-6
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PRÓLOGO
El ser humano puede ser extraordinario pero también detestable. Tenemos una capacidad innata para buscar la discordia donde no existe. Se han escrito, por ejemplo, miles de líneas acerca de si ciencia y literatura van de la mano o por el contrario miran hacia horizontes distintos. El poeta John Keats dedicó unos versos a quejarse de Newton que «destejió el arcoíris» al reducirlo a los colores prismáticos. Hay cierta elegancia en que esta frase fuese utilizada por Richard Dawkins para titular su libro de 1998 Destejiendo el arcoíris. Dawkins, uno de los más prolijos escritores y divulgadores científicos de nuestro tiempo, opina que la ciencia, lejos de provocar frialdad y desolación, puede provocar asombro reverencial mostrando el sentido de lo maravilloso que hay en el mundo. Las resoluciones pueden en ocasiones ser más bellas que los propios enigmas y tras cada respuesta pueden aparecer otros enigmas que inspiren una poesía más elevada.
El escritor Aldous Leonard Huxley suspiraba por un futuro utópico en el que científicos y artistas fuesen de la mano «en las regiones, en constante expansión, de lo desconocido». Creía tan fuertemente en esta unión que dos meses antes de su muerte, publicó su último libro titulado Literatura y ciencia. Estaba aquejado de un tumor en la lengua que sufrió y trató durante 3 largos años en los que, sin embargo, nunca dejó de dar conferencias y atender a sus obligaciones. Falleció el 22 de noviembre de 1963, el mismo día del asesinato de John F. Kennedy. Pocos años antes, el físico y novelista Charles Percy Snow llamaba la atención en su discurso Las dos culturas (1957) sobre la brecha existente entre los científicos y los intelectuales literatos, «quienes, por cierto, mientras nadie miraba, empezaron a referirse a sí mismos como intelectuales
como si no hubiesen otros». En su obra, lamenta que la cultura tradicional no haya comprendido la revolución industrial y mucho menos la revolución científica «que son, junto con la revolución agrícola, los únicos cambios cualitativos que ha conocido realmente la especie humana». Snow tuvo la gran suerte de codearse con eruditos tanto de humanidades como de ciencias y observaba a unas mentes privilegiadas renegar de los ámbitos de estudio de las otras. No pocos hemos detectado que se llama inculto a quien no conoce cierta obra literaria y sin embargo se disculpa a quien no haya oído hablar de tales otras teorías científicas. A mí me parece que ambos se pierden una parte fascinante de la realidad que les rodea.
Aunque pensadores tan influyentes como Karl Popper han afirmado que el pensamiento científico es completamente reducible a la razón y no le debe nada a la imaginación, Paul de Kruif en Cazadores de microbios (1926) escribe que «un científico, un investigador verdaderamente original de la naturaleza, es como un escritor, un pintor o un músico. Es en parte artista, en parte frío investigador». Esto es especialmente cierto en las pioneras y los pioneros de la investigación que deben hacer un ejercicio especial de creatividad y proyección a futuro; un esfuerzo en el que pueden francamente fracasar y solo el tiempo y los experimentos les dirán si están en lo cierto. En este sentido, el Nobel Peter Brian Medawar aseguraba que la comprensión científica comienza siempre con un esfuerzo de la imaginación, un salto especulativo que reconstruye lo que podría ser verdadero, «una preconcepción que siempre, necesariamente, va un poco (y a veces mucho) más allá de aquello en lo que tenemos motivos lógicos o factuales para creer».
Lo cierto es que el arte encuentra inspiración en la ciencia y la ciencia tiene en el arte la herramienta perfecta para ser recreada. Pocos negarán que la mejor representación de la genialidad del Nobel Santiago Ramón y Cajal son sus ilustraciones. El padre de la neurociencia moderna conjugó como nadie su amor por la pintura y el detalle requerido para llevar a cabo sus investigaciones. Tampoco he escuchado a nadie que diga que las obras de Leonardo da Vinci son menos bellas por emplear una anatomía correcta, posiciones astronómicas o conceptos matemáticos. Hace un par de años conocí la iniciativa Binomio, un diálogo entre arte y ciencia, un proyecto de arte inspirado por la ciencia realizado en el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO). En el contexto de la exposición, la científica María Blasco aseguraba que «científicos y artistas siempre hemos mirado de frente a lo desconocido, a la oscuridad, y no hemos temido adentrarnos en ella, con la mente abierta, para poder aprender».
Si bien con todos estos ejemplos es evidente que ciencia y arte van de la mano, en el caso de la divulgación científica esa mano no nos debería soltar en ningún momento. Los humanos somos consumidores empedernidos de historias. Dedicamos gran parte de nuestro tiempo y esfuerzo a escucharlas, a leerlas y también a contarlas. En un estudio publicado en 2017 en Nature Communications titulado «Cooperation and evolution of hunter-gatherer storytelling», se propone que la narración de historias es un rasgo cultural con un gran valor adaptativo ya que ayudó a articular eficaces sistemas de cooperación en las sociedades de cazadores-recolectores. Se resalta además el hecho de que ciertos comportamientos o rasgos beneficiosos para el grupo, también se seleccionaban de manera individual. En el estudio se observó que la presencia de buenos narradores mejoraba la colaboración y la coordinación del comportamiento social. Y no solo eso, los mejores narradores eran preferidos como compañeros de cuadrilla, amigos y como compañeros reproductivos. Pero esto no resulta extraño, ¿verdad? Todos tenemos en nuestro grupo de amigos y amigas aquella o aquel que siempre tiene algo que contar y que nos hace disfrutar con una buena historia, chiste o anécdota. Además suele ser el que más liga.
Pero contar historias va más allá de la cohesión del grupo. Nuestro cerebro entiende y recuerda los discursos ordenados, las secuencias emocionantes y las imágenes bellas. La divulgación de la ciencia recoge hoy una extensa tradición que proviene de los relatos populares que se contaban —y aún se cuentan— en los pueblos. Esas historias que narran sucesos acaecidos en épocas o lugares remotos. La tradición oral trasciende el entretenimiento y la diversión ya que sirve para conocernos a nosotros mismos. De alguna forma nos tranquiliza saber que lo que nos pasa hoy ya sucedía hace mucho tiempo… y tenía solución.
El autor de este libro, José Antonio Bustelo, tiene un alma compleja y amalgamada de letras y números. Su producción literaria no es una mera deposición sedimentaria de datos y lecturas sino que es una verdadera cultura metamórfica que conjuga lo mejor de ambos mundos —si es que existen por separado—. Sus textos rezuman conceptos científicos y los convierte en bellas letras con un orden preciso y elegante. Hay que conocer bien un terreno para recorrerlo pero hay que conocerlo mucho mejor para dibujar un mapa, y José Antonio es un verdadero cartógrafo de la literatura científica. Conocí a Bustelo en redes sociales y pronto me llamó la atención su actividad comunicadora de la ciencia a través de textos ora en verso, ora en prosa. No en vano tiene una escuela de literatura científica creativa y un merecido premio Prismas a la Divulgación, concedido por A Casa das Ciencias da Coruña que en 2004 reconoció su ópera prima en forma del libro Equilibrio de tensiones (2005).
Tras muchas interacciones en redes por fin pudimos conocernos en persona en Desgranando Ciencia, el evento de divulgación que organizo junto a la Asociación Hablando de Ciencia (HdC) desde 2013. En la sexta edición, celebrada en 2019, nos hizo un regalo precioso en forma de varios textos que sirvieron para presentar las diversas sesiones. Recuerdo con especial cariño el imposible diálogo entre Miguel de Cervantes y Albert Einstein acerca de la ciencia moderna y de la necesidad de su divulgación. Resulta que la relatividad especial tenía explicación incluso para los gazapos del Quijote. Solo Bustelo puede convertir a don Quijote de la Mancha en un verdadero hidalgo relativista y cuántico.
El año 2020 ha sido un año duro y seguramente nos esperan otros cuantos complicados. Las conferencias pasaron a ser HdConline y en la inauguración, José Antonio volvió a sacarnos una media sonrisa acariciada de lágrimas. En aquella ocasión nos dio a conocer un sciku cuya explicación incluye en este libro.
Paradoja celular.
La vida tiene libertad de ser
solo si está confinada.
Lo que seguramente no se puede transmitir es que escuchar esas palabras en pleno decreto del estado de alarma por pandemia y sin poder celebrar nuestro querido evento de manera presencial, fue una de las caricias más dolorosas que un texto ha podido ejercer sobre nuestro corazón. Y es que los textos de Bustelo tienen ese poder punzante y balsámico a la vez.
Te invito, pues, a introducirte en este libro que teje y desteje la ciencia y la literatura. Un texto que forma parte de ese futuro distópico en que científicos y artistas van de la mano «en las regiones, en constante expansión, de lo desconocido» hacia la tercera cultura. En sus páginas verás muchos conceptos de ciencia, pero te van a parecer cantos de sirena que te trasladarán al mundo de la imaginación. Déjate llevar.
ÓSCAR HUERTAS-ROSALES
Licenciado en Bioquímica y Doctor en Microbiología
Divulgador y CEO de LANIAKEA M&C, SL
INTRODUCCIÓN
«Sándwiches peligrosos». Este es el título de un artículo publicado en la revista médica The Lancet en su número del 20 de diciembre de 2008. En él, cardiólogos del Hospital Universitario de Birmingham describen el caso de una joven de 25 años que alega frecuentes episodios de mareos, náuseas y desvanecimientos.
La paciente llevaba ocho años con los mismos síntomas: breves episodios de mareo que en ocasiones desembocaban en pérdida de conciencia. Este cuadro, que duraba en torno a diez segundos y no iba acompañado de crisis epilépticas ni convulsiones, podía repetirse varias veces a la semana sin que los médicos fuesen capaces de averiguar la causa.
La batería de pruebas, que se repetían una y otra vez, incluía análisis de sangre, de función tiroidea, de celiaquía, radiografías de tórax, electrocardiogramas y electroencefalogramas. Ante unos doctores desconcertados, nada anormal se atisbaba en los resultados hasta que la joven recordó, con evidente angustia, que recientemente se había desmayado conduciendo su coche mientras aliviaba la gazuza con un sándwich. La bombilla se encendió.
Los cardiólogos pidieron que prepararan un sándwich mientras colocaban los electrodos a la extrañada paciente. Cuando el apetitoso emparedado llegó al Departamento de Cardiología, el doctor Christopher Boos conectó el electrocardiógrafo mientras le deseaba bon appétit. Los síntomas no tardaron en aparecer con los primeros bocados, mientras el trazo sobre papel milimetrado mostraba una alteración en el ritmo de los latidos del corazón que detenía su pulso durante dos segundos y medio. La paciente fue, por fin, diagnosticada de síncope deglutorio, un efecto de los reflejos del esófago que inciden en el corazón. Los impulsos nerviosos provocaban la bradicardia y el consecuente desmayo en la joven.
Nicole Dyer, por aquel entonces editora de la revista Popular Science, se hizo eco de este curioso caso publicando estas breves líneas:¹
Eating sandwiches
sometimes made her faint. But why?
Case solved. The answer
cuyo equivalente en castellano podría ser algo así:
Un sándwich le provocaba
misteriosos mareos y desmayos
hasta zanjar el enigma.
Esta condensada composición se conoce con el nombre de haiku y comenzó a gestarse en el Japón del siglo XVII.
Tanka, renga y haiku
En contraste con la tendencia europea, que creaba epopeyas con miles de versos, en Japón se inició un camino poético hacia la brevedad. En torno al año 760, una composición llamada tanka se había convertido en la forma poética dominante. Una tanka se crea con cinco versos cuya métrica es 5-7-5-7-7 y que, aunque admite rima asonante, es usual que no incorpore rima alguna. En El oro de los tigres (1972) Jorge Luis Borges escribe seis tankas, de los cuales el sexto dice así:
No haber caído,
como otros de mi sangre,
en la batalla.
Ser en la vana noche
el que cuenta las sílabas.
En las notas al final de la obra, Borges puntualiza:
He querido adaptar a nuestra prosodia la estrofa japonesa que consta de un primer verso de cinco