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Alma máquina
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Libro electrónico894 páginas21 horas

Alma máquina

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Muchos de los interrogantes irresueltos de nuestros días, como el de la distinción entre mente y cerebro o el misterio de la conciencia, hunden sus raíces en una historia y un debate de siglos. En Alma máquina, George Makari nos narra cómo en los albores de la modernidad el concepto de alma fue poco a poco sustituido por el de mente, y cómo esta fue desligándose de lo divino para devenir natural, biológica. La mente parecía situarse en un lugar intermedio entre el alma y el cuerpo, entre lo etéreo y lo mecanicista, sin ser ninguna de las dos cosas. El nacimiento de la mente moderna vino acompañado de duras pugnas religiosas, filosóficas y científicas, fue un camino lleno de avances y retrocesos, muchas veces estrechamente vinculados a los vaivenes históricos, políticos y sociales del momento, tal como ocurrió, por ejemplo, con la Ilustración o la Revolución francesa.

Por esta obra monumental desfilan figuras como Hobbes, Locke y Spinoza –pensadores cruciales para que se produjera el tránsito desde la concepción religiosa del alma pecadora hasta la noción de una mente enferma que requiere un cuidado específico– o Rousseau y los filósofos idealistas alemanes –cuyo contraataque en favor del espíritu y sus profundidades ocultas actualizó una confrontación cuyos ecos aún hoy reverberan–, hasta desembocar en el psicoanálisis y la neurociencia de nuestro tiempo. Un debate, nos demuestra Makari de modo erudito y ameno, que no solo se dirime en el ámbito de las ciencias de la mente, sino que tiene consecuencias en nuestras actuales concepciones del ser, la sociedad, la política e incluso la ética.
IdiomaEspañol
EditorialSexto Piso
Fecha de lanzamiento14 sept 2021
ISBN9788418342608
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    Alma máquina - George Makari

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    Alma máquina

    GEORGE MAKARI

    TRADUCCIÓN DE EDUARDO RABASA

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    Todos los derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,

    transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

    Título original

    Soul Machine

    Copyright © GEORGE MAKARI, 2015

    Primera edición: 2021

    Traducción

    © EDUARDO RABASA

    Copyright © EDITORIAL SEXTO PISO, S.A. DE C.V., 2021

    América, 109,

    Parque San Andrés, Coyoacán

    04040, Ciudad de México

    SEXTO PISO ESPAÑA, S. L.

    c/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierdo

    28014, Madrid, España

    www.sextopiso.com

    Diseño

    ESTUDIO JOAQUÍN GALLEGO

    Formación

    GRAFIME

    ISBN: 978-84-18342-60-8

    logo_MCD

    Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte

    logo_CM

    Esta obra ha recibido una ayuda a la edición de la Comunidad de Madrid

    Para mis padres, Jack y Odette Makari y,

    principalmente, para Arabella.

    ÍNDICE

    PRÓLOGO

    PRIMERA PARTE

    LAS ALMAS PERDIDAS DE LA MODERNIDAD

    1. Una velada con el señor Espíritu y el señor Carne

    2. La ciencia y la cosa que piensa

    3. Brujas, melancólicos y fanáticos

    4. Una crisis de la conciencia

    SEGUNDA PARTE

    LA MENTE INGLESA

    5. «En medio de una tormenta»

    6. El astuto Locke

    7. Alboroto en Inglaterra

    8. Simpatía, idea, nervio

    9. La cura de un rey lunático

    TERCERA PARTE

    DEL ESPRIT FRANCÉS A LA ALIENACIÓN

    10. Los sensualistas franceses

    11. Vitalismo, el eslabón perdido

    12. El honesto Jean-Jacques y la moral de la sensibilidad

    13. El fuego invisible del doctor Mesmer

    14. Viaje al fin de la razón

    15. Ciudadanos y alienistas

    CUARTA PARTE

    LA SERPIENTE QUE SE MUERDE LA COLA

    16. Kant y la edad de la autocrítica

    17. Rapsodias para Psique

    18. La promesa de la frenología

    19. La mente eclipsada

    EPÍLOGO

    NOTAS

    AGRADECIMIENTOS

    CRÉDITOS DE LAS IMÁGENES

    PRÓLOGO

    Imaginemos un futuro en el que la mente pudiera viajar. Quizá esta podría habitar un torso o un rostro distintos. ¿Conservaríamos nuestra identidad, seríamos la misma persona? Casi todos estaríamos de acuerdo en que nuestra mente nos define, que ahí reside lo que somos, y que allá donde la mente vaya, vamos con ella. Una parte importante de la cultura occidental descansa sobre esta creencia. Constituye la base de buena parte de nuestra literatura, de nuestro arte, de nuestra política y de nuestra jurisprudencia. Es el cimiento de la psicología del sentido común, que resulta crucial para las interacciones sociales. Hallamos el concepto de mente por doquier, pero esta sigue siendo, curiosamente, ilocalizable. Las ciencias naturales, que se han convertido en el más poderoso árbitro de la vida contemporánea a la hora de determinar qué es lo verdadero, se niegan a confirmar su existencia. Aunque nuestra propia psique nos resulta algo absolutamente obvio, los esfuerzos por establecer su existencia objetiva se han visto envueltos en problemas aparentemente irresolubles. De esa forma, aunque la mente continúa siendo un concepto esencial para el pensamiento del siglo XXI, un nada desdeñable número de destacados neurocientíficos y filósofos asegura que no existe.

    Alma máquina se propone desentrañar estas contradicciones remontándose a sus orígenes, a los comienzos de la Edad Moderna, cuando las creencias religiosas, la filosofía, la medicina, la ciencia y el poder político estaban sujetos a un proceso de cambio constante. En cuanto al surgimiento de la mente como una creencia formativa, si bien jamás ha estado exento de controversia, no puede comprenderse fuera de este contexto histórico; no fue nunca el resultado de un interminable banquete filosófico entre Platón, Kant y Wittgenstein. Más bien, este libro se propone recuperar una genealogía perdida, de la que hace tiempo se desecharon algunas partes por con­siderarse vergonzosas, equívocas o irrelevantes. Este olvido colectivo ha conducido a discusiones empobrecidas y sesgadas entre distintos especialistas, y carecemos de un recuento histórico, de gran alcance, que rastree el nacimiento de la mente moderna.

    La invención de la mente no fue el resultado de un apacible debate académico. La mente fue una idea desestabilizadora, hereje, que surgió a partir de una discusión intensa, a menudo violenta. El presente libro no se limitará a ser el re­sumen de un debate académico: esta historia comienza y termina con sangre derramada. Por estas páginas no solo desfilarán pensadores cómodamente sentados ante sus escritorios, sino también profetas de mirada extraviada, doctores cuyos cuartos de huéspedes estaban atestados de cadáveres, espías políticos, refugiados resentidos, brujas, charlatanes y pornógrafos. Esta historia se desarrolla en universidades, cortes, hospitales, cafeterías londinenses y salones parisinos, pero también en campos de batalla, manicomios, albergues para indigentes y cárceles. Para bien o para mal, los defensores y enemigos de la mente no siempre se recluían en sus estudios. A menudo se encontraban en las barricadas.

    Cualquier historia de la mente moderna debe comenzar con sus orígenes antiguos. Cuando Sócrates se llevó el cáliz de cicuta a la boca, ya lo precedían casi dos siglos de reflexiones sobre el alma inmortal. Posteriormente, cuando el antiguo pensamiento griego se fusionó con la doctrina cristiana de los padres de la Iglesia, la visión de la naturaleza humana basada en el alma se convirtió en una de las principales nociones del pensamiento occidental. Para el cristianismo, el alma era «el nudo del universo», el eslabón que unía a la naturaleza, al hombre y a Dios, y el más valioso de los atributos humanos. Confería a los creyentes una dignidad universal, además de sosiego ante un mundo desconcertante y brutal, y consuelo ante la idea de la muerte.

    Sin embargo, a mediados del siglo XVII estas mismas creencias se consideraron una vastísima fuente de corrupción, terror y perpetuo conflicto, así como instigadoras de una crueldad de inmensas proporciones. Durante décadas, las sectas cristianas lucharon entre sí a causa de distintas visiones acerca del alma y su salvación. Los nuevos desafíos a los que se enfrentaban las ciencias naturales se combinaron con una permanente inestabilidad política para producir una crisis. El alma y la psique se habían venido considerando algo sinónimo, pero en ese momento algunos pensadores postularon una idea radical. ¿Qué pasaría si la mente no fuera espíritu sino más bien parte del cuerpo? ¿Qué pasaría si la materia pensante existiera dentro de la carne humana? Convertida en un objeto, también sería la sede de la subjetividad humana. Aunque fuera algo que Dios nos hubiera proporcionado, también era algo material y, por lo tanto, sujeto a enfermar y morir. En un principio la mente naturalizada emergió envuelta bajo estos enigmas.

    Una vez que la modernidad dio origen a la teoría de una mente corporal, las implicaciones fueron mayúsculas. Si lo que hacía que los hombres y mujeres pensaran, eligieran y actuaran como lo hacían no fuera el alma, sino una mente falible, entonces algunas creencias tan antiguas como arraigadas eran, necesariamente, erróneas. Era preciso modificar las creencias sobre la verdad y la ilusión, la inocencia y la culpa, la salud y la enfermedad, los gobernantes y los gobernados, así como el papel de los individuos en la sociedad. Por lo tanto, no resulta sorprendente que este concepto se considerara escandaloso desde su misma concepción. Sus primeros defensores se encontraban envueltos en nubes de ambigüedad; publicaban sus ideas de manera anónima, y cuando eran descubiertos, huían de censores y turbas enardecidas a toda prisa. Monarcas y teólogos denunciaban a estos herejes y azuzaban a sus fuerzas en su contra. La mayoría de los científicos naturales también se oponía a esta extraña noción, pues si la voluntad y la intención humanas emergían de la propia materia, ello implicaba que sus ideas mecanicistas sobre el mundo natural eran erróneas.

    A pesar de ser considerada hereje y carente de objetividad científica, esta idea continuó circulando. Después de 1700, el concepto de mente arraigó entre diversos pensadores de Inglaterra, Escocia, Holanda, Francia, Suiza, las colonias americanas y los territorios austríaco y alemán. A lo largo del siguiente siglo, conforme se desmoronaba el régimen feudal, las teorías de la mente florecieron junto con el liberalismo, el igualitarismo, la ética hedonista, el individualismo, la tolerancia política y la lógica racional de la Ilustración.

    Durante la segunda mitad del siglo XVIII se produjo otro viraje en este discurso emergente, a menudo clandestino. Si nuestra actividad mental realmente formaba parte de nuestros procesos corporales, entonces debía ser estudiada no únicamente como parte de la ética y la filosofía, sino como parte de la fisiología, la anatomía y la medicina. Ello condujo a la aparición de discursos híbridos, conforme philosophes con conocimientos de medicina y médicos filósofos comenzaron a ofrecer teorías biopolíticas y psicopolíticas para explicar un mundo sumido en una vertiginosa transformación. Los nuevos expertos crearon nuevos campos de investigación, si bien altamente inestables, como el magnetismo animal, la frenología, la antropología, las ciencias humanas, la psicología, la medicina mental y la psiquiatría.

    Conforme aumentaba el prestigio general de la ciencia, estos aspirantes a convertirse en un Newton de la vida mental buscaban vincular información proveniente de la experiencia y la introspección con revelaciones sobre anatomía: nervios, músculos contraídos y estructuras cerebrales. Se crearon nuevas taxonomías para catalogar diferencias y enfermedades mentales. Las normas éticas y de comportamiento, que alguna fueron dominio de la teología, comenzaron a ser codificadas bajo términos médicos, proceso que continúa hasta nuestros días. Con la divulgación de estas ideas entre la población, a los cristianos temerosos de perder el alma se les sumaron los modernos enfermos de los nervios, temerosos de perder algo que hasta hace poco ignoraban que tenían: sus mentes.

    Durante el siglo XVIII la idea de una mente corpórea constituyó el fundamento de la creencia en el reinado de la razón, la libertad de conciencia, el carácter contingente del conocimiento humano, el autogobierno y la búsqueda personal de la felicidad, así como la tendencia del hombre a caer en el prejuicio, el error, la manía y el engaño. Con la Revolución francesa, estas nociones quedaron al descubierto y fueron defendidas con mayor fervor que nunca.

    Tan solo unas décadas después se produjo el final de esta época. La primera oleada de mentalismo retrocedió tras la derrota de Napoleón, y comenzó un período de reacción en sentido contrario. No obstante, entre 1640 y 1815 se creó una tradición que no se perdería por completo. Había quedado establecido que los humanos poseían algo que era en parte alma y en parte máquina, pero no era completamente ninguna de las dos. Se trataba de una extraña entidad interior que podía pensar y desear, llamada mente. A mediados del siglo XIX, durante algunas décadas se apagó esa concepción de la humanidad, como si fuera una bomba con una larga mecha. Cuando estalló de nuevo, comenzó la segunda gran oleada de debates sobre la mente, que hasta la fecha no han concluido.

    La mente moderna nació durante la Ilustración, un período decisivo, aunque ahora controvertido, de la historia occidental. Hay quienes han cuestionado si dicha época existió alguna vez, y han argumentado la existencia de varias y distintas ilustraciones nacionales. El presente libro transita de las ilustraciones inglesa y escocesa a las francesa y alemana, pero como veremos, estas diferentes comunidades intelectuales se encontraban muy interrelacionadas. Aunque poderosamente influenciadas por las particularidades locales, las respectivas teorías de la mente podían verse como los capítulos de una historia europea interconectada.

    También se ha cuestionado la relevancia de este período histórico. Considerada antaño una gran época de progreso humano, la Ilustración ha perdido buena parte de su brillo. Para sus críticos, como el ampliamente citado Michel Foucault, se trató de un período de insidioso control social, de brutales prejuicios disfrazados de ciencia, de terror burocráticamente normalizado y de censura internalizada. Y aunque esta corriente académica no puede ser descalificada por completo, este libro no comulga con dichas ideas. Considero que, al escribir en la época posterior al Holocausto, muchos pensadores se extralimitaron en sus esfuerzos por encontrar los orígenes, no de la Ilustración, sino de los horrores de los totalitarismos del siglo XX. Dicho esto, reconozco que sería imposible regresar a las narrativas alegres promulgadas por historiadores anteriores, que trazaron una cronología que solo mostraba avances constantes, sin considerar los aspectos perniciosos de esa época.

    En un esfuerzo por integrar estas narrativas opuestas, la presente historia se aleja de la influyente –y ahora también criticada– trayectoria trazada por Foucault, al mismo tiempo que se sirve de algunos de sus supuestos. Es indudable que el ascenso de la fe en la mente, en la ciudadanía racional y en la concepción de los individuos como entidades morales y políticas, necesariamente terminó vinculada con hondas preocupaciones acerca de los riesgos de la irracionalidad y la inestabilidad mental. La Edad de la Razón, advirtió con agudeza Foucault, fue también la Edad de la Locura. He procurado comprender estas y otras complejidades, conflictos históricos en los que la tolerancia necesariamente engendró nuevas prohibiciones, en los que el materialismo radical constituyó, sin darse cuenta, la base para sostener creencias espirituales, y en los que la razón y la locura, como la sombra y la luz, se definían mutuamente.

    Sin embargo, seguir a Foucault en la argumentación de que los fenómenos vinculados con la mente moderna fueron exclusivamente medios para ejercer control social y político sería un error, como ya han demostrado el historiador Roy Porter y otros. También significaría la clausura de los debates que animan esta obra. ¿A qué nos referimos con el concepto de mente? ¿Es una teoría necesaria, una cosa física, un juego del lenguaje, o un prejuicio muy arraigado? Decidí utilizar la palabra «invención» en el subtítulo del libro como una manera de englobar estas preguntas, pues a la par de su significado contemporáneo, dicho término alguna vez hizo referencia a un proceso de descubrimiento. Así pues, teniendo en cuenta este sentido dual, la invención de la mente nos permite considerar libremente qué fue construido y qué fue hallado.

    Dicha apertura es necesaria dado que Alma máquina es una historia de los enfrentamientos críticos que contribuyeron a definir la cultura occidental moderna, y no porque hubieran llegado a ninguna conclusión decisiva, sino preci­samente porque eso nunca sucedió. La modernidad ha logrado dar respuesta a muchas preguntas, pero nunca ha encontrado una manera de reconciliar plenamente el complejo triunvirato de cuerpo, alma y mente. En su lugar, nos ha dejado afligidos, divididos frente a narrativas, valores y racionalizaciones que han estado enfrentados desde entonces.

    PRIMERA PARTE

    LAS ALMAS PERDIDAS DE LA MODERNIDAD

    Pero ¿de qué le sirve a un hombre ganar

    el mundo entero, pero perder su alma?

    SAN MARCOS

    Atrévete a saber.

    HORACIO

    1. UNA VELADA CON EL SEÑOR ESPÍRITU

    Y EL SEÑOR CARNE

    El 29 de mayo de 1660, el rey Carlos II hizo su entrada en Londres, la capital de la que había huido siendo un niño, tras la decapitación de su padre. Las masas, hartas del reinado puritano, atestaban las calles para darle la bienvenida. Dos o tres días después, a través de la reja de Little Salisbury House, Carlos se quitó el sombrero ante un partidario entrado en años que se encontraba entre la muchedumbre; era su antiguo tutor de matemáticas en París, uno de los hombres más singulares que jamás hubiera conocido, un tal Thomas Hobbes.

    El melancólico y tímido Hobbes había sido alentado por su muy bebedor amigo, John Aubrey, para acudir a toda prisa desde Derbyshire, saludar a su antiguo alumno y, quizá, ganarse sus favores. A Hobbes le hacía buena falta conseguir un protector. Con setenta y dos años, su longevidad resultaba algo sorprendente, dado lo temerario de su pluma: el final más lógico para él habría sido morir ahorcado años atrás debido a sus ideas. Si logró sobrevivir fue porque escapó a París cuando hizo enfurecer a los parlamentarios británicos, y se escabulló de nuevo en dirección a Londres cuando sus escritos indignaron a los católicos franceses.

    El viaje de Hobbes a Londres fue fortuito: se le concedió una pensión y acceso directo al rey. Cuando Carlos II ascendió al trono, este filósofo de mala reputación, cuyo nombre a menudo se utilizaba como insulto, no tendría que continuar huyendo. Sus inquietantes creencias tendrían que ser rebatidas con argumentos, y no con la hoja de una espada. Aún sería objeto de burlas, sátira y refutaciones, pero seguiría siendo un hombre libre, y se convertiría en el símbolo de una embrionaria tolerancia con el disenso moderado, «racional», que definiría a la Inglaterra de la Restauración y que condujo a algunos de los grandes debates que comenzaron a dar forma al mundo moderno.

    Para cuando se produjo la Restauración, habían transcurrido dos décadas desde que Hobbes abordara una crisis que se cernía sobre el cristianismo occidental. Se tambaleaban siglos de certezas sobre la naturaleza, la ética, la medicina, la ley, la política y Dios. Thomas Hobbes formaba parte de una heterogénea confederación de nómadas del siglo XVII que se desplazaban continuamente en busca de un lugar seguro donde poder considerar problemas nuevos y cada vez más acuciantes, pero prohibidos hace tiempo. Marginados, librepensadores, libertinos y filósofos naturales itinerantes eran todos miembros de una tribu invisible, la República de las Letras, como fue bautizada por Pierre Bayle. Estos pensadores se abrieron paso sin el apoyo de las universidades, que se encontraban dominadas por el clero; aquellos que no contaban con una riqueza propia se las arreglaban como tutores, médicos, clérigos y burócratas de rango menor. También hacían circular de manera clandestina sus tratados anónimos que cuestionaban creencias arraigadas sobre la naturaleza y sobre Dios; sobre la vida política, social y ética; arte; matemáticas; el cielo; y el cuerpo. Y en el centro de muchas de estas controversias subyacía la siguiente pregunta: ¿qué era el alma humana?

    Término traducido del griego psyche, del latín anima y del hebreo nepesh, el alma [soul] era una antigua palabra inglesa que arrastraba consigo una historia compleja. Sus orígenes en el mundo occidental se remontaban a las epopeyas homéricas del siglo VIII a. C., en las que se decía que la psyche se instalaba en el Hades como doble fantasmático, una sombra. De esa manera, el alma quedó vinculada a la noción de espíritu (del griego pneuma, del latín spiritus) que se refería al viento o al hálito de la vida. Doscientos años después, los filósofos presocráticos comenzaron a conferirle atributos a la psyche, incluida una capacidad infinita para el entendimiento. Para el siglo V a. C., los griegos habían añadido otras creencias acerca del alma, a menudo contradictorias entre sí. Los miembros del culto de Orfeo creían que era la esencia de la persona, atrapada en su cuerpo y que necesitaba ser liberada. Los seguidores de Pitágoras creían que la psyche era un daimon extraído del cielo, condenado a subsistir en una cadena de cuerpos materiales.

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    Figura 1. La muerte de Sócrates, de Jacques Louis David, muestra

    al filósofo preparándose para morir tras refutar argumentos

    contra la inmortalidad del alma.

    Para Platón, el alma era nuestra esencia espiritual, inmortal. El componente racional era como un auriga que conducía un carro tirado por dos caballos alados: uno noble, el alma valerosa, y el otro salvaje, el alma pasional. Todos los pensamientos, emociones y pasiones se encontraban en el ámbito de psyche, más allá del mundo natural. Sin embargo, como demostraron los acalorados debates sobre la muerte de Sócrates, esta creencia resultaba controvertida. Varios filósofos aseveraban que el alma estaba hecha de fuego o aire, agua o sangre. Si ese fuera el caso, lo que Sócrates y Platón consideraban eterno, perecería.

    Aristóteles tomó nota de estas posturas divergentes y presentó una poderosa síntesis en De anima. Para ese entonces, el pensamiento griego incluía creencias de que el alma era la chispa vital, el ser eterno de la vida después de la muerte, la fuente de la razón humana y la causa del movimiento corporal. Para integrar todos estos elementos, Aristóteles se refería a tres tipos de alma: dos de ellas eran materiales y la tercera era inmortal. El alma vegetativa era necesaria para que hubiera vida y se extinguía con esa misma vida. El alma sensible era la fuerza que ocasionaba el movimiento animal y la acción; era también materia. Únicamente el alma racional, equiparada con el intelecto, era eterna y divina.

    Parte del complejo entramado aristotélico coincidía con las verdades reveladas de la tradición judeocristiana. En el Génesis, el alma era aquello que daba vida al hombre. Sin embargo, las nociones bíblicas de la vida después de la muerte incluían el juicio final, y por lo tanto situaban la batalla por el alma justo en el centro de la ética y la metafísica cristianas. Pero la integración completa de las antiguas nociones griegas y cristianas, no se produjo hasta el siglo XIII, de la mano del fraile dominico Tomás de Aquino. El magistral santo Tomás sintetizó la teología cristiana con el pensamiento de Aristóteles, y también con el de Ptolomeo y Galeno. Su integración permanecería vigente a lo largo de cuatro siglos.

    En el centro de la visión tomista se encontraba una concepción del alma que resultaba lo suficientemente maleable para las cosmovisiones clásicas griega y cristiana. Había tres almas (o quizá una, dividida en tres partes; esta distinción mantenía a los metafísicos despiertos por las noches). Las entidades vivientes, como los árboles, se distinguían de la materia muerta por poseer un alma nutritiva. El alma apetitiva o sensorial ocasionaba el movimiento y era la fuente de los apetitos determinantes, que se hallaban tan solo en los animales. Por último, el alma racional era exclusivamente humana; si bien existía cierta discusión sobre sus facultades, a menudo se consideraba que eran la memoria y la razón. A lo largo de buena parte del Renacimiento, esta alma muy teorizada unió a los académicos y a los teólogos. Para los estudiantes universitarios, el último paso en su educación consistía en estudiar De anima, de Aristóteles, bajo el prisma del nuevo contexto cristiano.

    En las manos de santo Tomás, el alma racional coincidía idóneamente con la cristiana; separaba a los humanos de aquellas criaturas a las que podían esclavizar y matar, como los cerdos y las vacas. Vinculaba a los hombres y a las mujeres con el más allá y unía lo material con lo inmaterial.

    Gracias a estos tres tipos diferentes de almas, todo –piedras, bestias, ángeles– hallaba su lugar en el orden de las cosas. La jerarquía medieval conocida como la Gran Cadena del Ser clasificaba a todas las creaciones divinas. La naturaleza comenzaba con aquello inerte, que carecía de alma: cosas como las piedras. Después venían los seres vivos más primitivos: las plantas, desde el modesto moho hasta los robles de numerosas ramas. Seguían los animales, con sus apetitos enfrentados, que ascendían en complejidad desde los ostiones hasta los leones y los elefantes, considerados los reyes del mundo animal. Por último, y por encima de todas las cosas, vivas y muertas, se encontraba el alma racional. Tan solo los humanos poseían un alma que les concedía la razón y, por tanto, participaban en parte del poder divino.

    La razón. La capacidad para pensar y actuar libremente. Lo que elevaba a los hombres por encima de las bestias dominadas por las pasiones. Hacía que los humanos estuvieran en parte arraigados en la tierra, y en parte revoloteando con los serafines en las regiones celestes. Hechos de carne, desgarrados por el deseo, solo los humanos poseían algo de ese poder celestial que les permitía pensar y no ser esclavos de sus pasiones.

    Así que los ortodoxos consideraban que sabían todo cuanto hacía falta saber. Cada cosa tenía su lugar en el orden profundo dispuesto por el Creador. La naturaleza era lo que debía ser; los ángeles, demonios y estrellas estaban en su sitio, y también lo estaba el hombre, tanto su ser interior como su mundo social, ético y político, porque, entre los hombres, existía una jerarquía de almas determinada por Dios. El rey elegido por voluntad divina se encontraba más próximo a Él, seguido por los nobles, y por último, el campesinado. La sociedad y lo divino formaban una armonía, eran piezas de un gran sistema que dependían de esencias interiores distintas.

    De pronto, de manera casi imperceptible, a mediados del siglo XVI la mansión escolástica del conocimiento universal comenzó a resquebrajarse y derrumbarse. Había una creciente pandilla de rebeldes que se autodenominaban «modernos», ensañándose a martillazos con las fisuras de ese edificio. Entre ellos se encontraban hombres como el antiguo tutor del rey, el señor Thomas Hobbes.

    Hobbes era ampliamente detestado. Sin embargo, se reconocía que la tarea que había acometido era grandiosa. Se contaba entre un minúsculo grupo de intelectuales que consideraban que no se podía confiar más en el pasado, que la tradición, la ortodoxia y la palabra de sus venerados padres les había fallado. Algunos, como Bernard le Bovier de Fontenelle, se atrevían a afirmar que todo el aprendizaje escolástico no había sido sino un engaño colectivo. Se necesitaba una nueva forma de conceptualizar la naturaleza, al hombre y la sociedad, en la que Dios tuviera cabida, pero que no emanara únicamente de los postulados de la Antigüedad. Y todo ello porque las verdades que desde antiguo habían provisto de significado a hombres y mujeres conforme miraban a las estrellas y veían cambiar las estaciones, todas esas certezas que les ofrecían un consuelo cuando la enfermedad los golpeaba o cuando buscaban un sentido para sus vidas cotidianas, ese reverenciado entramado de significados parecía albergar un defecto cada vez más visible: estaba equivocado.

    Por decirlo de otra manera: los postulados tradicionales de Aristóteles, santo Tomás y sus leales estudiantes tenían que hacer frente a un creciente número de aseveraciones factuales que los contradecían. Y como el sistema de los letrados estaba tan profundamente interconectado, se temía que una nota en falso se extendería por doquier. Una duda en un asunto minúsculo podría derivar en el cuestionamiento de la lógica aristotélica, la medicina de Galeno, la cosmología de Ptolomeo, el excepcionalismo humano, la transubstanciación, el bautizo, los milagros, los ángeles, las brujas, el cielo, el infierno y, por último, el propio Dios. Los escolásticos se hicieron famosos por defender dogmáticamente incluso los temas metafísicos más triviales. Ninguna discusión era trivial para aquellos hombres empeñados en preservar esta estructura interdependiente.

    Al mismo tiempo, a lo largo del siglo XVI, los pensadores escolásticos fracasaron una y otra vez a la hora de responder a los desafíos que se les presentaban. Es sabido que Copérnico y Galileo refutaron la creencia de Ptolomeo sobre el movimiento de los cielos, con lo cual alteraron el lugar de descanso de Dios. Si bien esto quizá turbó únicamente el reposo de algunos miembros de las élites, otros muchos vislumbraron el fracaso de las antiguas creencias cuando cayeron enfermos. Cuando los doctores galénicos llegaban con sus lancetas, muchas pobres criaturas temblaban de miedo y se preparaban para presenciar de primera mano el fracaso de la tradición.

    Alrededor de 1600, la medicina occidental aún se regía por la más estricta ortodoxia, y su autoridad estaba en declive. La gran tradición de los humores corporales, establecida en el siglo II d. C. por Galeno, había resistido cualquier reforma significativa durante el lapso, impresionante, de más de 1300 años. Sin embargo, a comienzos del siglo XVII, la impotencia cotidiana que producían por toda Europa los galopantes embates de distintas enfermedades condujo a la creencia, cada vez más extendida, de que los médicos eran unos charlatanes inútiles, ávidos de riqueza, y que sus remedios tradicionales tan solo aceleraban la fatalidad. Además, desde el Renacimiento, anatomistas como Vesalio y posteriormente William Harvey habían encontrado serios errores en la anatomía de Galeno. Con la pérdida de prestigio del médico griego, creció la competencia entre empiristas sin preparación, peluqueros-cirujanos, boticarios, clérigos, parteras y sanadores alternativos que empleaban la astrología, métodos herbolarios populares, magia, alquimia y pociones secretas.

    La creciente incertidumbre con respecto a la medicina galénica tradicional también alcanzó a los médicos del alma, que se vieron sumidos en la discordia y la confusión. Tras la Reforma, los dominios del alma estaban llenos de sangre. Las guerras religiosas a lo largo de la cristiandad eran casi interminables. Los desafíos a la autoridad papal condujeron al cruce de espadas entre una verdad sagrada y otra verdad revelada; así pues serían los poderes terrenales los que habrían de dirimir qué verdad prevalecería. En 1648, la Paz de Westfalia puso fin a la Guerra de los Treinta Años. La única conclusión a la que se llegó fue que no podía haber ninguna verdadera conclusión en la violenta lucha por la supremacía entre las sectas cristianas. ¿Qué elegidos, qué visión de la redención y qué casta de hombres santos eran los verdaderos?

    Cuando Carlos II regresó a Inglaterra para derrocar a los puritanos y restablecer el reinado anglicano, se enfrentó con una torre de Babel de creencias en disputa. Cada credo se hallaba en dura pugna con muchos otros, que iban desde los protestantes radicales hasta los jansenistas, los jesuitas y los ultramontanos. Esa incertidumbre con respecto a la única y verdadera palabra de Dios debía sacudir necesariamente los cimientos de la propia autoridad política, pues los monarcas europeos extraían su autoridad del derecho divino. Al tiempo que los monarcas de diferentes bandos proclamaban su derecho divino, Europa misma parecía un manicomio en donde varios de los internos proclamaran ser Jesucristo. Mientras que algunos, como Carlos II, procurarían en vano un orden en vías de colapsar, otros como su ambicioso tutor reconocían que el Viejo Mundo ya había estallado en pedazos. Hobbes rebuscaría entre los escombros para construir un nuevo sistema que unificara materia, hombre y sociedad. Al darle la espalda a los escolásticos y a los antiguos, la suya era una nueva cosmovisión, que habría de llamarse moderna.

    De Thomas Hobbes no cabía esperar una ambición grandiosa de ese tipo. Es cierto que había estudiado en Oxford y que había entablado amistad con el ilustre fundador del empirismo, sir Francis Bacon, a cuyas clases asistió. Sin embargo, Hobbes no logró producir gran cosa durante su juventud. Tras publicar una traducción de Tucídides, guardó silencio durante décadas. Pero a lo largo de este período de inactividad se incubaban en su interior nuevas ideas. A finales de la década de 1620, Hobbes había descubierto la geometría, y estaba obsesionado con la idea de que las matemáticas podrían ser la clave para…, para todo. En un viaje a París realizado en 1634 junto con su patrón aristócrata, William Cavendish, entró en contacto con un círculo de pensadores franceses que también estaban comprometidos con el uso de las matemáti­cas y otros métodos para crear una nueva visión unificada del mundo.

    En el centro de esta comunidad se encontraba el improbable promotor del pensamiento moderno temprano, el curioso y erudito monje Marin Mersenne. Lejos de hacer un voto de silencio, el padre Mersenne sostenía un diálogo incesante mientras promovía visiones modernas en reuniones y a través de una inagotable correspondencia. Se convirtió en el secretario no oficial de la República de las Letras y se erigió en el vínculo entre pensadores dispersos como Galileo, Descartes, Hobbes y Pascal. Pero Mersenne no fue simplemente un facilitador o un conducto para la transmisión de las ideas de otros. Tras haber estudiado con los jesuitas en La Flèche, este ferviente religioso llegó a la conclusión de que ya había pasado el tiempo de Aristóteles y santo Tomás. Eran ídolos desmoronándose. El padre Mersenne comunicaba al círculo de librepensadores que se reunían con él en el convento de los frailes mínimos situado junto a la Place Royale su convicción de que los dogmas antiguos, tan fervientemente defendidos en universidades e iglesias, eran obsoletos. Habían fracasado y no resistían los ataques de los escépticos o, peor aún, las doctrinas heréticas de los naturalistas del Renacimiento.

    La autoridad menguante de la escolástica, pensaba Mersenne, exponía al cristianismo al riesgo de que el vacío resultante fuera llenado por nociones de la naturaleza que estaban mezcladas con ocultismo mistérico y magia, un conjunto de ideas platónicas, cabalísticas, alquimistas y esotéricas, herejías todas que reemplazaban la autoridad central de Dios con un alma universal o con una fuerza natural similar a Dios. Los «animistas» del Renacimiento –aquellos que pensaban que el mundo espiritual existía dentro del material– eran los herejes a quienes más despreciaba. Italia había producido varios de estos pensadores a lo largo de un siglo: Pietro Pomponazzi, un médico condenado por la Inquisición, afirmaba que los milagros eran tan solo sucesos naturales de difícil explicación. Girolamo Cardano, médico y matemático, pensaba que las estrellas podían influir en las acciones de los hombres. El más famoso de estos herejes paganos, Giordano Bruno, fue quemado en la hoguera en 1600 a causa de su panteísmo. En Inglaterra, la obra La trágica historia del doctor Fausto, del dramaturgo Christopher Marlowe, había azuzado el miedo a dichos hechiceros. En ella se contaba la historia de un estudioso, astrólogo y mago, cuyo intenso deseo por conocer la poderosa magia oculta en la naturaleza lo había conducido a venderle su alma al diablo. Durante las siguientes tres décadas se acuñaron varias leyendas sobre esta obra, y se decía que, durante su representación, miembros del público veían demonios, mientras que otros simplemente enloquecían.

    Marin Mersenne odiaba estas herejías. Y las temía. En 1624, el fraile comenzó a buscar una alternativa para reemplazar la escolástica y refutar al mismo tiempo a los animistas naturalistas, aquellos cabalistas que situaban el alma en las estrellas y en sus pócimas, y en la Tierra entendida como un todo. Se precisaba una alternativa que conservara la distinción categórica entre el alma del hombre y la naturaleza, un límite que era borrado o negado por herejes como Bruno. Mersenne halló su respuesta en la nueva filosofía, basándose en un improbable prototipo: las máquinas.

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    Figura 2. Marin Mersenne se situó en el meollo de los debates modernos tempranos sobre el alma y la naturaleza.

    Era posible concebir la naturaleza como una gran máquina, como un mecanismo que brindaba sus secretos si se la analizaba como un conjunto de cuerpos en movimiento. Esta filosofía mecanicista no se originó con Mersenne, pues varios pensadores de comienzos del siglo XVII también habían estudiado matemáticas, geometría y física, hasta desarrollar un entendimiento mecánico de la naturaleza. El más famoso, Galileo Galilei, llevó a cabo estudios decisivos sobre la materia en movimiento en la Tierra, los mares y los cielos. Mersenne se convirtió en un gran seguidor del atribulado italiano, incluso después de su arresto domiciliario por parte de la Inquisición. En París, el fraile se atrevió a promover las ideas de Galileo y lo tradujo al francés. Mersenne añadió sus propios comentarios y publicó La mecánica de Galileo en 1634, y cuatro años después, El nuevo pensamiento de Galileo.

    En adelante, Mersenne profesó una creencia casi evangélica en la mecánica como la ciencia de las apariencias, el baile exterior de la naturaleza. Su campaña sería tan efectiva que, unas pocas décadas más tarde, uno de sus antiguos acólitos, Christiaan Huygens, para entonces el líder de la ciencia francesa, proclamó que la única filosofía verdadera de la naturaleza era la mecánica.

    Al padre Mersenne le entusiasmaban tanto los puntos fuertes como los puntos débiles de esta nueva filosofía. La mecánica derrumbaba los dogmas agotados y hacía posible una emocionante y escéptica investigación de la naturaleza. Al mismo tiempo, esta visión minaba las creencias animistas y mágicas. Si bien el naturalismo renacentista había socavado las ideas bíblicas sobre la divinidad y la ética cristiana al convertir el alma entera, incluso el alma racional, en una parte de la viviente Madre Naturaleza, la mecánica hacía justo lo contrario. Extraía el alma de la Tierra, las estrellas y nuestros cuerpos. Los espíritus mágicos y las fuerzas vitales eran sinsentidos. La materia en movimiento explicaba las obras de la naturaleza. La mecánica dictaba un frío análisis de las acciones y las reacciones de la materia. A partir de este razonamiento, la astrología se convertiría en astronomía, y la alquimia en química.

    Al mismo tiempo, el alma cristiana de Mersenne podía descansar tranquila, pues las máquinas, incluso las más gloriosas e ingeniosas, mostraban claros límites. Si la naturaleza era un reloj, como lo estipulaba la común analogía, entonces siempre habría algo que faltaba. Ningún reloj se construye a sí mismo: hacía falta un relojero. La materia en movimiento no podía decidir o desear o pensar. Los resortes y engranajes de una máquina podían registrar el tiempo, pero jamás contemplarlo, de manera que los límites de la mecánica felizmente abrían paso a Dios. La mecánica requería de las elevadas propiedades de la experiencia humana, que dependían de las revelaciones bíblicas. Si la naturaleza era solo materia en movimiento, entonces el alma permanecería en otro reino, siempre divina.

    Una vez que vislumbró este camino bifurcado por donde seguir adelante, Marin Mersenne lo promovió incansa­blemente. Cuando su convento de los mínimos se dio a conocer como el centro del debate de la nueva filosofía natural, Mersenne acogió a un variado grupo de escépticos antiaristotélicos, sin mostrar tolerancia alguna con los naturalistas animistas, a quienes consideraba blasfemos. Cuando Tommaso Campanella, un astrólogo que defendía a Galileo, huyó de Italia a Francia, se presentó en el convento de los mínimos. El padre Mersenne lo rechazó. Los astrólogos eran pecadores y falsos profetas. La naturaleza no era el reino de lo milagroso, sino tan solo de lo mecánico.

    Conforme libraba esta batalla para redefinir las fronteras de la ciencia y la religión, Mersenne conoció al brillante Pierre Gassendi, un cura católico que contaba entre sus amistades a uno de los más grandes libertinos franceses, y cuyo pen­samiento jamás fue fácil de encasillar, cuestión que proba­blemente contribuyó a su desaparición relativa de la historia. No obstante, en el siglo XVII Pierre Gassendi era un gigante, un pensador cuyos esfuerzos por redefinir la naturaleza y el alma fueron sumamente influyentes, si bien pasaron inadvertidos.

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    Figura 3. Pierre Gassendi, el pensador francés antiescolástico.

    Joven prodigio nacido en Provenza, Gassendi recibió su doctorado, fue ordenado sacerdote y parecía destinado a dedicar su vida a la Iglesia. Sin embargo, en 1617 se postuló para la cátedra de filosofía en Aix-en-Provence, cátedra que finalmen­te obtuvo. Y allí le fue asignada la tarea de transmitir los dogmas aristotélicos de los que ya se había desencantado, gracias a su lectura de fuentes clásicas como Cicerón, Horacio y Lucrecio, y de autores modernos como Michel de Montaigne. Al tiempo que Gassendi enseñaba diligentemente a sus alumnos el pensamiento escolástico, también criticaba con encono a sus predecesores. No resulta sorprendente que este profesor de espíritu crítico fuera expulsado cuando los jesuitas tomaron el control de la universidad en 1622.

    Dos años después, el exprofesor profirió un aullido de protesta. Exercitationes Paradoxicae Adversus Aristoteleos resultó un visceral ataque al statu quo. Esta feroz ofensiva incluía la promesa de siete libros más, cada uno de los cuales pretendía ser otro clavo en el viejo ataúd de Aristóteles. El primer libro se encargaría del dogmatismo del filósofo griego, el segundo de su dialéctica, el tercero de su física, y así sucesivamente. El quinto volumen, anunció Gassendi, echaría abajo las falsas creencias en lo referente a la naturaleza de la vida, así como varias nociones erróneas de la razón y del alma. Los volúmenes siguientes reescribirían la metafísica y la filosofía moral. En resumen, el tempestuoso Gassendi anunciaba una revolución. Y les ofrecía a sus enemigos una advertencia por anticipado de sus planes bélicos.

    En 1625, este autor de provincias viajó a París y descubrió que el viejo orden estaba listo para recibirlo en pie de guerra. Dos meses antes de su llegada, la poderosa Facultad de Teología de la Sorbona promovió cambios legales en el parlamento que criminalizaron la promulgación de ideas antiaristotélicas. Tres pensadores renegados habían sido señalados, uno de ellos arrestado. Acechado por los escolásticos, el joven sacerdote decidió presentarse al padre Mersenne, quien lo acogió y lo instó a dejar que el enfermo Aristóteles muriera por sí solo. Resultaba innecesario e insensato atacar a los vapuleados escolásticos. Sin embargo, los tiempos requerían con urgencia la creación de un nuevo fundamento para el estudio de la naturaleza que fuera a su vez un baluarte para la cristiandad.

    Gassendi se tomó en serio el consejo de Mersenne: el siguiente volumen de su propuesta polémica contra los escolásticos terminó por aparecer tras la muerte de su autor. Los demás volúmenes jamás llegaron a escribirse. En 1630, cuando le preguntaron por las razones para descontinuar su crítica de Aristóteles, Gassendi confesó que se había tratado de un asunto de seguridad personal: la publicación del primer volumen casi acabó en «tragedia». La suya, sin lugar a dudas.

    Y aunque a partir de ese momento Gassendi fue muy cuidadoso con lo que publicaba, nunca se retiró del todo. Más bien adoptó una máxima de Horacio que, durante los siguientes 150 años, se convertiría en un llamamiento para todos aquellos que se consideraban ilustrados: Sapere aude, «Atrévete a saber». Gassendi abandonaría París y se ganaría la vida como profesor itinerante bajo la protección de patrones ricos. Y aunque se retiró del duelo con los teólogos de la Sorbona, terminó por proponer una nueva cosmovisión. Si Tomás de Aquino entretejió a Aristóteles con las Escrituras, este sacerdote pensaba que otro filósofo de la antigüedad, Epicuro, proporcionaba una base más estable para nuestra comprensión del mundo natural, la ética y la cristiandad.

    La elección era inexplicable, espeluznante y escandalosa. Epicuro era un vilipendiado hereje, detestado por las autoridades eclesiásticas, cuyas ideas jamás se habían reconciliado con el cristianismo. Considerado por muchos un ateo y un vil hedonista, se le concedió un lugar especial en las profundidades del Infierno de Dante:

    En esta oscura zona están enterrados

    Epicuro y sus seguidores

    que hicieron que el alma muriera con el cuerpo.

    La concepción de la naturaleza de Epicuro resultaba terrible para un cristiano. La naturaleza, in toto, estaba compuesta por átomos, la materia minima del mundo, por lo cual no existía la Providencia. Y como estos infinitos trozos de materia lo integraban todo, esto incluía el alma humana, lo cual implicaba que el alma sufriría el mismo destino de podredumbre.

    Para empeorar la situación, Epicuro suscribía principios hedonistas que resultaban escandalosos: la ética, argumentaba, se basaba en la búsqueda humana de placer y en evitar el dolor. Existen quienes han considerado que la tradición filosófica es una historia de malentendidos creativos o polémicos. Y ese fue sin duda el destino de Epicuro. Cualquiera que lo lea atentamente puede comprobar que, en realidad, para él, la serenidad del alma era el mayor de los placeres. De modo que este filósofo griego se mostraba escéptico en lo referente al abandono inmediato de tipo hedonista o sexual, pues le parecía que dichos espasmos de felicidad podrían enturbiar al alma durante años. Al parecer, Epicuro y sus seguidores llevaban vidas más bien ascéticas. Pero aun así su ética fue caricaturizada por sus rivales, desde los estoicos hasta los primeros cristianos, como si no fuera más que una filosofía de cerdo, dedicada a la gratificación salvaje, orgiástica. Los padres de la Iglesia denunciaron a los epicúreos, y entre ellos al brillante Lucrecio, tildándolos de lujuriosos, paganos y anarquistas. Este era el mismo Epicuro al que Pierre Gassendi había colocado como piedra fundacional de una nueva cosmovisión cristiana. Atrévete a saber, y de qué manera.

    Pues Gassendi advirtió que este antiguo filósofo ateniense y sus seguidores postulaban asuntos importantes. La visión de que la naturaleza se componía de pequeños átomos en mo­vimiento encajaba a la perfección con el estudio de la materia y el movimiento, con la filosofía mecanicista que este sacerdote había adoptado gracias a su lectura de Galileo y a instancias de Mersenne. El propio Gassendi comenzó a realizar observaciones serias de las estrellas y los planetas, y procuró contribuir también en este campo. Al igual que Mersenne, buscaba desacreditar a los naturalistas renacentistas y sus espíritus animistas, e incluso escribió una diatriba contra el astrólogo inglés Robert Fludd. En esta lucha, Epicuro se convirtió en un aliado poderoso, pues consideraba que la naturaleza era pura materia, convicción que no dejaba ningún resquicio para hablar de fuerzas naturales místicas, anima mundi platónicas u otras herejías.

    Aun así, todo seguidor cristiano de Epicuro debía enfrentarse a serias contradicciones, pues su filosofía sugería que las recompensas o castigos del alma, en el cielo y en el infierno, se basaban en una mentira. Las almas formadas de átomos debían morir. Determinado, Gassendi deseaba rehabilitar y modificar el pensamiento de Epicuro y escribió una radiante biografía, proyecto que después se convirtió en una exposición completa de sus teorías. Antes que aceptar un universo compuesto por aleatorios átomos en movimiento, Gassendi argumentó que Dios les había dado a los átomos su primer empujón. Como el Padre Celestial originaba todo el movimiento, su presencia y cuidado se cernían sobre el resto.

    Al mismo tiempo que Pierre Gassendi comenzaba a trabajar en una versión moderna del pensamiento epicúreo, Thomas Hobbes llegó a París. Es posible que Mersenne lo introdujera en las creencias de Gassendi sobre el atomismo y el materialismo. Pronto, Hobbes regresó a Inglaterra decidido a introducir estas ideas en su muy osada summa, una filosofía de la naturaleza y el hombre completa, universal, mecánica y materialista. Al igual que Epicuro, cuya filosofía abarcaba la física, la lógica y la ética, Hobbes dividió su teoría unificada en tres ramas: la física y el universo, la psicología y los procesos internos del hombre y, por último, el orden político. Y todo ello se entretejería en un gran tapiz . Frente al resquebrajamiento de la visión escolástica, Hobbes planeaba volver a unificar todo el conocimiento a través de la utilización de dos cimientos de gran simpleza, la materia y el movimiento, de manera que siguió tajantemente el camino de la mecánica hasta alcanzar conclusiones asombrosas. No existían fuerzas sobrenaturales, ni gradación de ningún tipo desde los objetos inertes hasta los seres humanos y, por último, lo divino. La materia estructuraba el mundo natural y creaba al hombre, su alma y su Dios. Los fantasmas, los ángeles, los pensamientos inmateriales y los espíritus etéreos eran fantasías, una especie de pesadilla comunal.

    Hobbes esperaba que el primer volumen de su mecánica demostraría que el mundo físico se basaba por completo en un movimiento determinado por leyes. El segundo volumen se ocuparía del alma y sus pasiones «desde sus causas originales», con lo cual se refería a su sustrato material. La memoria, los sueños, las ideas y las alucinaciones no se explicarían a través del alma, sino que se considerarían perturbaciones mecánicas del cerebro. También se explicaría la conexión entre el alma y el cuerpo: las ideas del cerebro generaban acciones en el corazón, lo cual producía placer o dolor. Las imaginaciones tristes eran susceptibles de afectar al bazo, y los bazos fuertes podían a su vez ocasionar sueños terroríficos. En el tercer y último volumen de esta obra, Hobbes se proponía detallar cómo su esquema materialista revelaba la verdadera naturaleza de la ética. Aspiraba a crear una ciencia de la política, basada en los mecanismos subyacentes del mundo natural y del ser interior del hombre.

    En 1640, a la edad de cincuenta y dos años, Hobbes concluyó un borrador de esta cosmovisión unificada. Pero mientras trabajaba en su obra maestra, Inglaterra comenzó a despeñarse por el abismo de la guerra civil. Su país «ardía con preguntas sobre la soberanía y la debida obediencia de los ciudadanos». Como defensor de los Estuardo, y desde hacía tiempo al servicio del polímata William Cavendish, el conde de Newcastle-upon-Tyne, Hobbes se dio un respiro de su principal ambición para escribir un panfleto anónimo plagado de convicciones monárquicas. Cuando se descubrió que él era el autor, se convirtió en un hombre perseguido. Huyó a París y en ese momento parecía que abandonaba su sueño de dar con una síntesis unificada de la física, la psicología y la ética.

    Hobbes volvió a unirse al ilustre grupo del padre Mersenne en el convento de los monjes mínimos, una vibrante comunidad de médicos, aristócratas y religiosos que compartían la pasión por la geometría, la mecánica y aspiraban a una reescritura racional de la naturaleza. En 1641, Hobbes ya había entablado amistad con Gassendi, con quien desarrolló un estrecho vínculo que se consolidó ante la amenaza de un enemigo común. Ambos se enfrascaron en acerbas disputas con otra luminaria del círculo de Mersenne, otro hombre que aspiraba a ser el equivalente moderno de Aristóteles: el vanidoso, brillante y huraño René Descartes.

    Nacido en 1596, hijo de un miembro de la baja nobleza francesa, René estudió en La Flèche, la misma rigurosa academia jesuita que formó a Mersenne. Posteriormente abrazaría la vida militar y se presentó como voluntario para ir a la guerra. En el transcurso de sus aventuras conoció a Isaac Beeckman, un devoto de la filosofía natural, que introdujo al espadachín en las bellezas de la geometría y, por lo tanto, alentó su sueño de utilizar la matemática para crear un opus infinitum. Una fría noche de noviembre, Descartes tuvo una serie de tres sueños que lo llevaron a la epifanía de que los problemas espaciales podían interpretarse como problemas algebraicos, lo que cristalizó en una visión del mundo natural como algo determinado por las leyes matemáticas. Era el tipo de vislumbre susceptible de transformar la vida de un hombre, y así sucedió. A lo largo de la siguiente década, Descartes se dedicaría a este ambicioso proyecto unificador.

    En 1628, durante una lectura pública en París en la que un alquimista criticó a Aristóteles, Descartes, que se hallaba entre los asistentes, reveló a los allí presentes algunos de los frutos de su trabajo, con la intención de cuestionar la veracidad de esta teoría. Creía que se requerían mejores métodos y principios como base para un conocimiento sólido. El escepticismo podía combinarse con un proceso que consistía en descomponer los problemas en partes más pequeñas para, a partir de ahí, llegar a conclusiones. Entre el público se encontraba el cardenal De Bérulle, quien de inmediato comprendió el poder de las propuestas de Descartes y se convirtió en su mecenas, con la esperanza de que sus ideas conducirían a avances prácticos y a reformas en los viejos campos del saber, incluida la medicina, que era uno de los ámbitos que más interesaban a Descartes.

    Tras asegurarse el apoyo del cardenal, Descartes se dirigió rumbo a Holanda, donde vivió recluido hasta dos años antes de su muerte. No eligió aquel sitio por casualidad. En el siglo XVII los holandeses se habían granjeado una reputación por albergar a librepensadores y minorías perseguidas, desde los judíos «marranos» de España o los hugonotes franceses, hasta quienes quedaran desvalidos en Inglaterra. Descartes necesitaba esa libertad, pero también quería desaparecer. Era un solitario que nunca contrajo matrimonio y que cambiaba periódicamente de ciudad para garantizar su soledad. Mersenne se contaba entre los pocos que conocían con certeza su paradero. Descartes vivía entregado a sus estudios, sus aposentos incluían un jardín para observar la vida vegetal y una habitación equipada para realizar disecciones. Mediante sus estudios intentaba establecer una nueva visión del cosmos y del hombre, que plasmaría en un libro que pretendía titular, escandalosamente, El mundo.

    Descartes era un creyente fervoroso que buscaba reconfigurar el estudio de la naturaleza al mismo tiempo que profesaba la fe cristiana. Siguiendo los pasos de Mersenne, llegó a una solución. Era posible deshacerse del dogmatismo escolástico y sus minuciosas doctrinas no comprobadas si se consideraba a la naturaleza como un objeto mecánico masivo, de manera que cualquier objeto por encima y por debajo del sol estaría sujeto a un cuestionamiento escéptico. Al mismo tiempo, existiría una frontera infranqueable. Las explicaciones mecánicas serían inútiles ante preguntas concernientes a acciones de mayor nivel, cualquier cosa dirigida, con voluntad y propósito. De ese modo, este marco conceptual dejaba a la ciencia las manos libres para descubrir todo lo que pudiera sobre la naturaleza-máquina, mientras preservaba el necesario lugar de Dios en la existencia humana. La naturaleza era materia pasiva que rezumaba movimiento, pero la deidad y su representante en el ser humano, el alma, seguían siendo el Motor Inicial, la única fuerza activa para la vida. En 1628 Descartes compartió su punto de vista con Mersenne, y pronto conseguiría su influyente apoyo.

    El mundo abarcaría la naturaleza, el cuerpo humano y el alma. En la primera sección Descartes, al igual que Hobbes, consideraba que la naturaleza era simple materia en movimiento. Proponía una teoría de corpúsculos mediante la que objetos de diferentes tamaños se movían en vórtices y patrones geométricos complejos que conformaban el mundo celestial. Así, la naturaleza, desde las estrellas hasta el guijarro más pequeño, podía explicarse mediante acciones causales predecibles que obedecían a unas leyes y que estaban interrelacionadas.

    A finales de 1632, Descartes se dedicó a escribir la segunda parte, que se publicaría como Tratado sobre el hombre. Aquí descartaba la división escolástica de los tres tipos de almas que animaban a las plantas, los animales y el hombre, y declaraba que toda la creación, todo objeto animado y con un propósito carecía de alma, excepto el ser humano. Los perros y los tigres eran máquinas, al igual que los autómatas que Descartes presenció en las fuentes acuáticas de los jardines reales de Saint-Germain-en-Laye, donde un ingenioso artesano italiano había creado estatuas propulsadas hidráulicamente que giraban, aniquilaban dragones y, para gran asombro del público, hacían sonar trompetas. Impresionado por este espectáculo, Descartes empezó a considerar a los animales como máquinas de una especie similar.

    ¿Podía aplicarse esto mismo al cuerpo humano? Descartes llevaba años estudiando anatomía y fisiología en serio; en 1635 quedó fascinado al alquilar en Ámsterdam una casa cercana a los carniceros locales, donde a menudo presenciaba las matanzas y recogía órganos de vacas desechados para diseccionarlos en la quietud de su hogar. Devoró el revolucionario libro de William Harvey sobre la circulación de la sangre, que constituía otra andanada a la teoría de Galeno. Y comenzó a imaginar una fisiología mecánica que prescindiera de la teoría de los humores.

    El interés del filósofo por la medicina no era algo inusual. En el siglo XVII las universidades tan solo contaban con tres categorías de estudios avanzados: teología, derecho y medicina. De modo que el estudio de la naturaleza humana recaía en caballeros con estudios médicos, así como en aficionados con educación. Descartes pertenecía a la segunda categoría, aunque se tomaba sus investigaciones con absoluta seriedad. Cuando en 1637 concluyó su revolucionario Discurso del método para conducir bien la propia razón y buscar la verdad en las ciencias, su autor afirmaba que su ardiente deseo era producir conocimiento pragmático de un tipo específico, y anunció que el resto de sus días los dedicaría a adquirir «algún conocimiento de la naturaleza que pudiéramos deducir a partir de las leyes de la medicina». Este interés predominante lo conduciría a excluir «cualquier otro tipo de proyecto».

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    Figura 4. Esta autómata del siglo XVI tocaba la cítara

    y giraba la cabeza cuando se movía.

    Descartes se consideraba en cierto sentido un médico. Como nieto de dos doctores, sabía que la prueba más concluyente para sus propias teorías fisiológicas era si curaban o prevenían la enfermedad. Sin ningún tipo de modestia, afirmaba que, a pesar de su débil constitución –siendo niño, los médicos habían predicho su temprana muerte–, viviría más de un siglo, siempre y cuando perfeccionara sus teorías médicas. Pocos años después, Descartes compartió su investigación sobre las formas erróneas en que la gente vivía: a partir de estos estudios, prometía construir un compendio médico que serviría para el «aplazamiento de su sentencia». En algún momento sugirió que consideraba que la longevidad de los patriarcas bíblicos que, según el Génesis, superaba los nueve siglos, estaba a su alcance. Entre los cognoscenti de Europa se corrió el rumor de que Descartes había solucionado el enigma de la mortalidad. Comenzó a recibir cartas que le pedían consejos médicos, y no vaciló en prescribir tratamientos. Al final, confiaba en que una medicina cartesiana radicalmente nueva demostraría sus méritos.

    En noviembre de 1633 a Descartes le asombró descubrir que Galileo había sido condenado por la Inquisición a causa de su visión heliocéntrica. En ese momento el francés se preparaba para escribir la última sección de El mundo, dedicada al alma. Aterrorizado, barajó la posibilidad de quemar todos sus escritos. Dejó de lado El mundo para siempre.

    Siete años después, el 11 de noviembre de 1640, Descartes hizo saber a Mersenne que un emisario holandés, Constantijn Huygens, llegaría a París con un manuscrito sin título. Descartes esperaba que el fraile distribuyera esta breve serie de meditaciones tanto en la conservadora Facultad de Teología de la Sorbona como entre los librepensadores de su círculo. Cuando recibió el manuscrito, Mersenne lo abrió y descubrió las Meditaciones metafísicas en las que se demuestran la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Dicha obra adoptaba el artificio literario de seguir a un filósofo durante seis días enteros de contemplación. Quizá la asociación con el Génesis era involuntaria, pero los lectores europeos concluirían que durante esos seis días Descartes había realizado algo asombroso.

    Publicadas por primera vez en latín en 1641, las Meditaciones fueron traducidas y publicadas en francés en 1647, junto con varias objeciones orquestadas por el maestro de los mínimos, escritas por él y por Pierre Gassendi, Thomas Hobbes y otros más. A pesar de las muchas contradicciones y dudas que estos interlocutores profirieron, el tour de force de Descartes pronto ganó adeptos, pues aunque su obra desechaba el viejo orden en favor del escepticismo, del libre cuestionamiento y de un enfoque de la filosofía natural en clave matemática, las Meditaciones ratificaban la cristiandad contundentemente. Descartes había empuñado la espada de los escépticos para volverla en su contra en el último momento, abriendo con ello una vía para los filósofos naturales devotos de la religión.

    En soledad, Descartes había luchado contra el terrible problema al que se enfrentaban los modernos y lo que se conocía como su philosophie nouvelle. En el Discurso del método contaba la historia de su madurez intelectual, una historia que les resultaba familiar a muchos sabios de la época. Se había dedicado a hacer acopio de conocimiento en el Collège de la Flèche, una de las grandes instituciones educativas en Europa y, al final de sus rigurosos estudios, concluyó que no sabía nada. No esperaba obtener mucho más de los libros, pues ahora se daba cuenta de que las mejores mentes no creaban sino opiniones, por lo que al graduarse decidió estudiar el libro del mundo; viajó, fue a la guerra y, para su desazón, descubrió que, bajo el disfraz del sentido común y la costumbre, buena parte de lo que se consideraba verdadero era absurdo. Rodeados por una ortodoxia en descomposición, muchos de sus lectores cultivados estuvieron de acuerdo.

    Descartes buscaba someter todo a la duda, y mientras lo llevaba a cabo, se preguntaba dónde habría de desembocar. Si la sabiduría recibida era poco más que costumbre mal encauzada, si la razón estaba plagada de ideas falsas, uno debía dudar hasta de su propio pensamiento. Mientras que Aristóteles comparaba la percepción con la fidedigna impronta que un objeto dejaba en la cera, para Descartes, al igual que para Hobbes y para Gassendi, se trataba de una idea muy ingenua. A menudo la percepción demostraba ser falsa, y por lo tanto no era como una huella directa. La vista, el oído y el tacto tan solo conducían a información mediada y cuestionable. Y una vez que dicha duda se alojaba en la percepción, se esfumaba la verdad absoluta.

    Sin embargo, en el Discurso del método, el narrador proponía una solución que había desarrollado en las Meditaciones. Entre toda esa incertidumbre había una realidad que parecía irónicamente indudable: que dudaba. En 1637 escribiría el célebre Cogito ergo sum: «Pienso, luego existo». En las Meditaciones, Descartes regresó al piso inferior, el lugar sólido desde el que se podían construir otras verdades innegables. Solo había una realidad incuestionable: «Soy,

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