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Cien años de sueño: Cien años de sueño
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Libro electrónico209 páginas3 horas

Cien años de sueño: Cien años de sueño

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Información de este libro electrónico

Aquí se reúnen diecinueve cuentos mexicanos del siglo XIX. La recopilación presenta un panorama de la literatura que empezó a escribirse en México mientras el país se conformaba como república. Los escritores incluidos en este libro reflejan un ánimo literario enfocado en relatar hechos sobrenaturales y explorar anécdotas sorpresivas. El presente v
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 ene 2022
ISBN9786076219676
Cien años de sueño: Cien años de sueño
Autor

Pedro Castera

Nació en 1838 y murió en 1906 en la Ciudad de México. Trabajó como minero en sus primeros años. Narrador, periodista y militar. Combatió contra la intervención francesa. Fue diputado federal. Sucedió a Ignacio Manuel Altamirano en la dirección de La República. Colaboró en El Domingo (1872-73), La República (en este periódico se imprimieron varias de sus obras) y en El Universal.)

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    Cien años de sueño - Pedro Castera

    PEDRO CASTERA

    SOBRE EL MAR

    Hace algunos años me encontraba en el pueblecillo de Coaguayutla en compañía de Emilio, uno de mis amigos a quienes profesaba mayor aprecio por su carácter extravagante y original.

    Ese pueblo se encuentra en el estado de Guerrero, y como a unas diez o doce leguas hacia la costa se hallaba situado un rancho pintoresco y accidentado, perteneciente a una familia de la ciudad de Morelia, y en el que por un capricho de Emilio nos detuvimos algunos días.

    El rancho se llamaba, en aquella época, Las Palmas; hoy ha variado de propietario y también de nombre.

    Había yo partido de México con el objeto de reconocer una parte del estado de Guerrero en sentido mineralógico, es decir, me llevaba la idea de galvanizarme, o como diría un moralista, la insaciable sed del oro.

    Supo Emilio que iba yo a partir y se propuso acompañarme, no por otra razón, sino por despejarse un poco del fastidio que, como a la mayor parte de los jóvenes acomodados de la capital, lo asediaba sin cesar.

    Emilio era franco, vanidoso y atrevido, locuaz y enamorado, vivo y caprichoso; sobre todo eso era, como ya he dicho, original, y, por consiguiente, un magnífico compañero de viaje.

    Entonces tenía veintitrés años.

    Partimos, deteniéndonos en el lugarejo llamado de Las Palmas. He aquí la posición de éste:

    En el centro de una inmensa herradura formada por la sierra, se eleva una pequeña colina rodeada de majestuosos palmares y en cuya falda se extendía el rancho muellemente, como una sultana en los divanes del harén: al frente, el río de Las Balsas cortaba la herradura haciendo zigzags; en el espacio que mediaba entre el ranchito y el río, se extendía un inmenso platanar de grandes hojas movibles y sonoras, y el horizonte se perdía en oleadas gigantescas de rocas que iban descendiendo lentamente hasta llegar a la mar.

    La finca estaba compuesta de ocho o diez piezas, establos, grandes corrales y, en su frente, un portal.

    Al llegar a él, Emilio quiso detenerse dos o tres días para tomar algunos baños en el río. Accedí sin oponer dificultad, pues uno de nuestros guías me había hablado, durante el camino, de una mina de oro muy rica, que no era más que llegar y comenzar a sellar hasta las piedras; el famoso hoyo aurífero se hallaba a una legua del rancho.

    ¡Ah, yo hice mal cálculo! Conté con la mina y con el rancho, pero no conté con la ranchera.

    Era ésta la única hija del propietario de la finca, que la había llevado, no a pasar una temporada de campo, sino a darle una serie de baños caloríficos, pues la temperatura era tan alta que la frente se convertía en un ojo que lloraba sin cesar lágrimas de sudor. Por otra parte, esto no carecía de atractivo, pues ver subir el termómetro de Reamur a 37 grados no es cosa tan vulgar.

    La joven contaba dieciocho mayos, era morena, de ojos negros, rasgados y grandes, de pelo negro también, una boca y unos dientes que pedían un beso, seno elevado y palpitante, cintura delgada, pies pequeños y provocativos, y, sobre todo, unas formas tan mórbidas y voluptuosas que parecían estar diciendo: tocadme. Agregad un cutis tan fino que se veían las venas inyectarse y desinyectarse al palpitar ardiente de aquel corazón; agregad una mirada lánguida por el deleite, una mirada de fuego, de brasa, de llama, ¡del demonio! Agregad todo lo que queráis, para figuraros el tipo tropical de aquella lindísima criolla, de aquella mujer incitante y mórbida como una turca, y flexible y resbaladiza como una anguila; era una Eva legítima, pero una Eva de Satanás.

    El padre era un buen hombre y se llamaba Mauro; la hija, una buena hija, y se llamaba Antonia. Fuimos recibidos por ambos con gran cordialidad, pero la joven produjo en nosotros diversos efectos: en mí, el calofrío que sentiría al ver a una pantera de Java echarse repentinamente a los pies del escritorio en que esto escribo, y en mi amigo, el que le producían todas las mujeres, es decir, la pasión; pero la pasión sin límites y sin freno alguno. Para él, ver a una mujer era querer a esa mujer; como materialista, creía que el lado noble del hombre era el lado sensual, y según sus ideas, amar era el seudónimo con que el público y la sociedad disfrazaban la palabra poseer. Dicho lo anterior, se me comprenderá al escribir que Emilio se enamoró de la linda criolla como un animal y nada más.

    La joven… yo no la juzgo, pero me pareció un sí es no es coqueta… Tal vez sus miradas incendiarias, sus sonrisas zalameras y sus modales un poco libres no serían más que una consecuencia del clima… Lo cierto es que, al día siguiente, Emilio y ella, o mejor dicho, ella y Emilio, ya se entendían a las mil maravillas.

    En la mañana salí a visitar la famosa mina, con el guía que fue a enseñármela. Volví, al mediodía, con la cara y el cuerpo chorreando sudor, y unas cuantas piedras de cal, eso sí, de finísima cal, como único resultado de mi exploración. En cuanto a la mina, no había más, en realidad, que un hoyo que probablemente sería un nido de víboras.

    Don Mauro roncaba pesadamente en una hamaca, colgada de las vigas del portal; pero al entrar yo despertó, e incorporándose, me dijo:

    —¿Qué tal la mina, joven?

    —Magnífica —le contesté—, es una riqueza inmensa, es…

    —¿Hay mucho oro? —agregó apresuradamente.

    —No, señor —dije, limpiándome el sudor que quería inundarme la boca—; lo que hay es mucha cal.

    Don Mauro no contestó sino sonriéndome, y entonces le pregunté por Emilio.

    —Ha ido con Antonia a pasear bajo los plátanos.

    Y don Mauro siguió su siesta como si tal cosa.

    —¡Hum! —me dije, dejándolo solo en compañía de algunos zancudos, para que durmiese mejor, y buscando la sombra de los árboles, me refugié al palmar—. ¡Hum! —repetía yo—, eso de bajo los plátanos no me huele muy bien. Porque, en fin… la naturaleza, el ardor del sol, la sombra y los perfumes, la edad, los ojos negros de la chicuela, la juventud y todas las otras razones que yo me sé, influyen naturalmente…

    Fui interrumpido en mi monólogo, porque vi un terrenito cubierto de césped y de sombra, en el cual tomé la postura más cómoda, es decir, la horizontal.

    A la media hora de reposar, ebrio por el calor, comencé a sentir una comezón terrible por todo mi cuerpo. Recuerdos de la niñez, me decía, paréceme como si me fuera a volver el sarampión. Pero crecía el escozor, a tal grado que me puse en pie para volver al rancho, rascándome con más furia que un mono de la Huasteca.

    —¿Qué te pasa? —me dijo, repentinamente, la voz juvenil de Emilio, que salió entre los troncos frondosos de algunos tamarindos que estaban antes de llegar al rancho—, te has metido en el palmar y te has empinolillado.

    —Es que estamos aún bajo las palmas —le contesté, pero sintiendo ya no como sarampión, sino como viruelas, y dejándome de rascar, porque la joven se nos había reunido. ¡Y cáscaras, que estaba bella la muchacha! Con el pelo suelto y los ojos creo que sueltos también, porque estaban húmedos; los labios frescos, rojos y entreabiertos; la respiración agitada, y muy encendida… ella, que ordinariamente era muy pálida; hay que añadir que al levantar la falda de su vestido para poder andar, enseñaba a veces un piecito cuco, gracioso y provocativo como un alacrán. ¡Qué piecito aquél!, me parece que lo veo juguetear sobre la hoja de papel en que trato inútilmente de describirlo, lo cual renuncio a hacer, porque desgraciadamente el recuerdo de un pie bonito de mujer pondría a mi cerebro en un estado en que no podría seguir.

    Emilio y ella se tomaron de la mano, comenzando a andar delante de mí, hablando en voz baja, mientras que yo proseguía rascándome como un desesperado, pues ya no eran viruelas lo que yo sentía, sino un hervor de sangre de primera fuerza y calidad.

    Algunas palabras de su diálogo llegaban a mi oído, y por el sentido que tenían, me hicieron murmurar:

    —¡Hum!, la cosa marcha…

    Ellos, repito que caminaban asidos de la mano, pero se conocía que con cierta intimidad, es decir, con alguna fuerza. Entretanto, el sol radiaba con esplendidez en la mitad del cielo, la brisa que corría bajo las palmas estaba perfumada y ardorosa, y el silencio del mediodía sólo estaba turbado por el canto monótono y triste de la chicharra, y por la voz armoniosa y fresca de la linda joven, que al andar se mecía imitando a las palmas bajo las cuales caminábamos con cierta languidez.

    Llegamos al rancho, en el cual cesó mi molesta comezón, gracias a una friega de aguardiente y tabaco que me apliqué con energía, y que quitó del mundo de los vivos a millares de pinolillos, que habían hecho de mi cuerpo un universo gordo, el cual trataban de repartirse como botín de guerra.

    En la tarde, don Mauro, Emilio, la señorita Antonia y yo fuimos a pasearnos a un bejucal que se hallaba a la orilla del río. El sol descendía en medio de una bruma densa, luminosa y chispeante; parvadas de cotorras, guacamayas y pájaros de esmaltados colores pasaban sobre nuestras cabezas haciendo un ruido infernal, al que se mezclaban los lejanos cantos de los pastores, los balidos del ganado y el murmullo de las aguas del gran río. Allí vimos terminar el crepúsculo y comenzar la noche, una de esas noches serenas abrillantadas y resplandecientes que hay en nuestras costas y que imitan lo espléndido que tienen las del cielo indiano.

    Al volver escuché como el rumor sordo y confuso de una tempestad lejana.

    —¿Qué cosa es? —pregunté a don Mauro.

    —El tumbo del mar —contestó.

    La noche fue tranquila, no recuerdo sino que me dormí arrullado por el ladrido de los coyotes y de los perros, por el grito de uno que otro chacal, y por el dúo que cantaban los alacranes y los mosquitos.

    Durante ocho días me fue imposible arrancar a Emilio del condenado rancho, era cosa concluida; los dos chicos se bombardeaban todo el día, y las palabritas de mi corazón, mi alma mi vida, y otras usadas en semejantes casos, se repetían hasta el fastidio. Don Mauro lo sabía todo y parecía que lo aprobaba. Mi amigo y la inocente paloma se salían del rancho todos los días a las nueve de la mañana y volvían a las dos o tres de la tarde. ¿Adónde iban? Pues, claro: bajo las palmas.

    Viendo que aquello marchaba, partí para Acapulco dejando a Emilio enamorado, a la chicuela apasionada y a don Mauro embobado. Volví a pasar por allí, tres meses después… El rancho había desaparecido, un montón de escombros ocupaba su lugar, los jacales de los peones también estaban destruidos, y por aquellos restos se notaban señales de incendio.

    —Ya sé lo que es esto —me dije—, por aquí ha pasado la mano de la Revolución… pero, ¿y ellos?

    Hacía algún tiempo que me hallaba en la capital cuando vi anunciarse la ópera italiana. El mundo delirante de México, es decir, el mundo farsante, corrió en tropel a llenar las butacas y las bolsas del empresario, y a oír notas arrancadas de gargantas que se titulaban modestamente de cristal, pero que eran más bien formadas de carrizo. Un espiritista amigo mío me contó que había visto en el foro la sombra sagrada de Rossini tapándose los oídos, y a la de Bellini arrodillada pidiendo al Autor de lo creado que no cantasen ninguna de sus óperas; yo refiero el hecho sin comentarios.

    Una noche se daba La Traviata. Estaba rodeado de algunos amigos, entre los cuales se hallaban Proteo, que se frotaba con júbilo las manos; Calibán, que preparaba juiciosamente una llave para silbar, y mi querido Omega, tan gordo como yo, que se había propuesto producir un cataclismo en las bancas.

    La concurrencia estaba formada por doscientas pollas convertidas en estatuas, para no perder la tersura de su piel barnizada; veinte ángeles que no usaban nada postizo, diseminados entre ellas; por el doble de los pollos fatuos, y por el cuádruple de necios que aplaudían frenéticamente si alguna de las actrices levantaba un pie, o se sonaban acordándose de que aún no habían perdido las narices.

    —¿Quién es aquel san Pedro con faldas? —pregunté, viendo a una señora que entraba en un palco, con una frente que inspiraba envidia, porque era de tal naturaleza que producía un cardillo.

    —Es mamey… —me contestó mi amigo Omega, agregando después—: ¿Conoces a la que ocupa el palco opuesto?

    —¿Cuál? —pregunté, volviendo la cabeza de un modo indiscreto para ver el palco.

    —Esa mujer sombría y luminosa como la noche, con ojos de lucero, boca de aurora y cabellera de diosa, ¿la has visto ya?

    —No —dije, afectando indiferencia—, no la conozco.

    El acto comenzaba y el silencio reinó. Yo me quedé inquieto, porque en el palco había una mujer de hermosura soberbia, de pelo y ojos negros, morena, y que no era otra más que Antonia. Un poco atrás se balanceaba mi amigo Emilio, con la cara más petulante del mundo y con unos aires de conquistador que comprendí; pero lo que es don Mauro, ni su sombra ni su luz.

    En el entreacto pasé del salón al corredor de los palcos, y me hice el encontradizo con Emilio, el cual por poco me hace reventar de un abrazo impolítico y ordinario, que le espetó a mi persona sin más aviso que el sofocón al dármelo.

    —¿Qué te has hecho? —le grité casi asfixiado.

    —Nada, o poca cosa; me robé a mi Antonia; el bestia de don Mauro creía que iba a casarme con ella: he hecho cosa mejor, ahora es mi querida, ven a hablarle. En cuanto al viejo, se ha metido a la

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