Planeta maldito
Por Daruma Neko
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Siglo 22: Hace tiempo que Marte fue colonizado por el ser humano. Conocido ahora como el Infierno Rojo, se ha convertido en una inmensa prisión para delincuentes, la Australia del espacio exterior.
Vivir allí es superar el reality más extremo. Algunos, pese a todo, lo consiguen.
Los que juegan con más ventaja son los organismos modificados genéticamente, versátiles y resistentes.
Herr Sputnik es uno de ellos, un híbrido. Destinado en una base científica de la región de Tarsis, se ve obligado a trabajar y convivir con colegas de lo más excéntricos.
La situación política, inestable como un electrón, tampoco ayuda.
Al final todo estallará a su alrededor: sus convicciones, la revolución y también el monte Olimpo, el volcán más grande del sistema solar, poniendo la traca final y permitiendo a Herr Sputnik abrazar al fin su destino.
Daruma Neko
Su nombre es japonés. 'Daruma' significa 'demonio' y neko, 'gato'. Es un gato-demonio. O un demonio de gato. Nuestro autor transespecista es un superviviente de Fukushima. Un gato radiactivo, fluorescente en la oscuridad. También desarrolló facultades humanas, como la de hablar o la de teclear con los pulgares. Y notó de repente unas dotes visionarias, de ahí que se animara a escribir para iPulp thrillers trepidantes con humor, romance, aventura y corrupción generalizada, que es lo que el público parece demandar estos días. Si ya los gatos son sabios, imagina uno mutante. Para Daruma el futuro es como un libro abierto.
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Planeta maldito - Daruma Neko
DE LOS ANTROS DE URANO A LOS SALONES DE TÉ DE MARTE
Jamás imaginé que pasaría la mayor parte de mi vida dando tumbos entre planeta y planeta, a la manera de un satélite averiado que se sale de su órbita y va por ahí dando bandazos. Como tampoco imaginé que sobreviviría a una lluvia de meteoritos en una cascada lanzadera china. La vida no hace más que asombrarte con sus extravagantes piruetas. Una de ellas, quizá la voltereta final, me ha traído hasta esta base científica, en el planeta que muchos conocen como El Infierno Rojo.
O lo que es lo mismo, Marte. Aquí, en este mundo gélido, vivo desde hace años y aquí trabajo en un proyecto estrella junto a un selecto grupo de investigadores. Bajo la dirección científica de la doctora Ingrid Tupolev, nos dedicamos a modificar los genes de los atletas con el fin de aumentar su rendimiento natural y evitar así que tengan que recurrir a sustancias prohibidas. En el labo, de momento, hemos creado ratas superfuertes a base de inyectarlas con un gen que alienta el crecimiento muscular. Estamos ya muy cerca de poder aplicar estas mejoras revolucionarias en atletas humanos. Entre tanto, cuando no estoy ocupado en crear máquinas humanas de alto rendimiento físico, me asomo por el telescopio y miro las estrellas. Es un sedante instantáneo: nada me da más paz. En el fondo me conformo con poco para ser feliz. Tampoco me puedo quejar, siendo realistas: a veces miro atrás y no puedo dejar de sentir un legítimo orgullo al ver hasta dónde he llegado. Mi posición es ahora envidiable, si se tiene en cuenta que llegué aquí con lo puesto.
De modo que yo a Marte solo puedo estarle agradecido. Me permitió reinventarme, empezar de cero, y la verdad es que no me ha ido nada mal: con toda su mala reputación, este planeta de atmósfera delgada y venenosa ha representado para mí la tierra de las oportunidades. No todo el mundo lo ve así, desde luego. Para muchos otros, este es un planeta demasiado ingrato. Su apodo de Infierno Rojo no resulta para nada gratuito. Pocos vienen a Marte por su propia voluntad. Las condiciones de vida aquí son extremas, sobre todo para los presos que se hacinan en las muchas colonias penales que se desperdigan por el planeta. Su existencia es pavorosa. Arriban todos los días por centenares en las naves acorazadas de alta seguridad, fuertemente escoltados. Entre ellos hay asesinos, estafadores, criminales, terroristas, disidentes políticos... Todos son deportados aquí. Marte se ha convertido en la Australia del siglo XXII, una prisión inmensa en el espacio exterior. El planeta recibe a diario un chorreo constante de delincuentes convictos, condenados a trabajos forzados en las minas y en las plantas de extracción de agua de los casquetes polares.
El trato que se les da supera la descripción más horrenda. Malviven en hangares destartalados, desnutridos y apaleados, soportando una presión descomunal y unas temperaturas extremas. Los presos lo pasan fatal, mueren por docenas en las minas cada día, pero nadie se compadece de ellos. En la Tierra los consideran la escoria de la humanidad y están muy satisfechos de haberlos, literalmente, desterrado –‘higiene social’ lo llaman−. Es verdad que a veces me quejo de mi existencia monótona en la base, pero si se compara con las condiciones de vida en cualquiera de las cárceles marcianas, esto es un campamento de verano.
En Marte también recibimos turistas, pero son pocos. Este no es el destino ideal de vacaciones. Es un planeta duro y antipático. No todo el mundo lo soporta. Hay que estar hecho de una aleación especial. O estar desesperado. Marte es tierra de frontera, con unas condiciones atmosféricas endemoniadas. Pero también, por la misma razón, es una tierra de promisión donde puedes encontrar tu lugar. Y hasta prosperar, si realmente estás dispuesto a trabajar duro. Mucha gente −como yo− viene a establecerse aquí buscando una segunda oportunidad. Quieren partir de cero, hacer borrón y cuenta nueva con su pasado. Aquí quien más quien menos huye de algo así que, por lo general, te aceptan enseguida sin hacer demasiadas preguntas. Marte es el sitio perfecto para quien quiera reiniciar su vida: está lo bastante lejos de la Tierra como para que tus antecedentes allí no importen. Al final la pereza se impone y nadie se molesta en hacer averiguaciones, por lo que aquí en Marte, como tantos otros, me he inventado una nueva identidad: me hago llamar Herr Sputnik.
Mi verdadero nombre, aclaro enigmático a quien me quiera escuchar, murió con mi verdadera persona en un gulag norcoreano.
−¡Amigo −me dicen admirados−, pero entonces eso fue hace muchos años!
−Es probable −contesto sin darle importancia−. Pero por muchos que sean, ¿acaso importa? ¿Qué representan 50, 100 o 200 años sino motas dentro de la sobrecogedora eternidad del tiempo?
Mis superiores entonces me riñen:
−Aquí queremos científicos, no poetas.
Siempre me pasa: nunca me adapto. Soy un apátrida, un desclasado y, ahora que vivo en Marte, no me negarán que un auténtico cosmo−polita. Ante todo, oculto mi pasado. No es que tenga nada que ocultar, pero lo prefiero así. Si quieren referencias mías, les remito a mi trabajo. A mi labor científica. Esa sí que habla por mí. Lo demás carece de importancia.
−Vamos, vamos −comenta jocoso el profesor Moebius−. Todos sabemos lo que le gusta hacerse el interesante.
Se me da bien hacerme el misterioso, lo admito, aunque así solo consiga excitar más la intriga de mis compañeros, que no dejan de atosigarme con sus preguntas. Yo les cuento siempre lo mismo, que logré escapar del campo de concentración y reinventarme lejos.
−En Marte, nada menos, comenta Moebius después de un silbido de admiración.
−I’ve come a loooong way, baby, canturreo guiñándole un ojo.
De todos modos, antes de continuar, hay un dato que quisiera dar por bien sentado. He podido rebotar por todo el sistema solar, he podido cambiar de nombre, de rostro, de sexo, pero lo que no he podido cambiar jamás es de oficio. Estoy sellado por mi destino genético. Porque sí, lo confieso: soy uno de los muchos niños de la generación X,33² diseñados a la carta.
El proceso era entonces muy sencillo. Mis padres solo tuvieron que rellenar un formulario en el centro de planificación familiar. Cuando se lo entregaron a la funcionaria, esta lo leyó por encima y después miró a mis padres con una repelente mueca de suficiencia.
−¿También quieren un niño con tirabuzones rubios y hoyuelos en las mejillas?, preguntó irónica.
Mamá titubeó:
−Pues... sí.
La funcionaria replicó:
−A fuerza de quererlos distintos, los están haciendo en serie.
Mi padre terció, molesto:
−¿Se le ocurre a usted algo más original?
−Pues sí −respondió ella, sobrada−. ¿Se acuerda de Michael Jackson?
−¡Qué horror! −exclamó mamá, realmente escandalizada−. ¿Quién puede querer tener un hijo que se parezca a Michael Jackson?
La funcionaria dio un respingo y dijo:
−Señora, si yo le contara... Ayer, sin ir más lejos, vino una que quería que su hijo fuera como el oso de peluche de su infancia.
−Bueno, suave el niño será.
−Y tuerto −añadió la funcionaria secamente−. Es que lo quería tal cual,