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EN BUSCA DEL SUEÑO AMERICANO (Once años sin papeles en Estados Unidos)
EN BUSCA DEL SUEÑO AMERICANO (Once años sin papeles en Estados Unidos)
EN BUSCA DEL SUEÑO AMERICANO (Once años sin papeles en Estados Unidos)
Libro electrónico650 páginas22 horas

EN BUSCA DEL SUEÑO AMERICANO (Once años sin papeles en Estados Unidos)

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Información de este libro electrónico

En mi autobiografía narro en primera persona mi propia e irrepetible experiencia, dejando el anonimato de "uno de esos millones de migrantes" atreviéndome a contar con lujo de detalles cómo es realmente ese periplo. Le pongo voz, pero sobre todo -y literalmente- le pongo el cuerpo para hacer carne esa experiencia límite y relatarla tal cual suce

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 jul 2021
ISBN9781087895840
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    EN BUSCA DEL SUEÑO AMERICANO (Once años sin papeles en Estados Unidos) - VICTOR RIVERA JASSO

    En busca del Sueño Americano

    Once años sin papeles en Estados Unidos

    También de Victor Hugo Rivera Jasso

    EL ELEGIDO

    Corrección: Julián Chappa

    (www.julianchappaeditor.com.ar)

    Victor Hugo Rivera Jasso

    a

    En busca del Sueño Americano

    Once años sin papeles en Estados Unidos

    Índice

    ……………..

                            1.      Despedida                            1

                            2.      Entre fronteras                    7 

                            3.      Suplicio                              25

                            4.      Incertidumbre                    82

                            5.      Ángel de la guarda          106

                            6.      Sin licencia                      166

                            7.      El amor de su vida            175

                            8.      Ella                                    192

                            9.      Agonía                              262

                            10.      Mi mesías                          286

                            11.    Cárcel                                307

                            12.    Hastío y dolor                    325

                            13.    Mentiras                            369

                            14.    Amor redentor                    395

                            15.    Para siempre                    449

                            16.    Te quiero papá                  494

                            17.    Hasta siempre                  499

    Dedicatoria

    g

    Madre, gracias por el ejemplo de vida, dedicación y fuerza que me has otorgado. Con tus virtudes has sabido soportar los embates de la vida, y has llenado de vida a quienes cuidas y a quienes has cuidado.

    Gracias por soportar la lejanía sabiendo de antemano que había culpables… mi obstinación y mi egoísmo. Siempre has estado en mis pensamientos, sobre todo mientras vivía, padecía y escribía este libro. Para ti, hija, dedico este trabajo y te pido perdón, porque si bien me dolió estar lejos de ti, si no me hubiese mantenido lejos de todo no hubiera podido lograrlo.

    MB, gracias por todo lo que me has dado. Los besos. Las caricias de tus manos delicadas. Tu silencio acerca de mis secretos. Tu interminable sonrisa que iluminó mis heladas noches de invierno en Minnesota. Gracias por creer en mí, y por hacerme sentir que porque escribo soy escritor.

    Cuando era niño te veía partir esperando que voltearas a decirme adiós, y ese adiós nunca llegaba porque te perdías en la distancia. Crecí queriendo parecerme a ti porque, sin que lo supieras, fuiste un gran ejemplo para mí, y en este intento de escritura procuraré parecerme aún más llevando tu nombre: Santiago.

    Prólogo (o cómo utilizar el bisturí de la verdad)

    g

    En los Estados Unidos viven actualmente casi sesenta millones de personas de origen latino, de las cuales alrededor del 60% son mexicanos o de origen mexicano. Por tanto, existen millones de historias anónimas de personas que decidieron dejar tierras aztecas En busca del Sueño Americano. Muchos de ellos parten hacia Estados Unidos con una concepción totalmente idealizada de ese país, alimentada por relatos de familiares, amigos o conocidos que ya viven allí.

    Paradójicamente, una vez inmersos en ese nuevo mundo, son los recién llegados quienes también comienzan a construir la ficción de que en Estados Unidos se gana mucho dinero fácil y rápidamente, lo que contribuye a alimentar más y más el falso mito. Muchos migrantes maquillan su experiencia en Estados Unidos, ocultando todo lo negativo —sus fracasos, frustraciones y sufrimientos—, al punto de tornarla irreal y a la vez peligrosamente atractiva para las nuevas camadas de migrantes que anhelan un futuro mejor.

    El gran mérito de Victor Hugo Rivera Jasso es haber narrado en primera persona su propia e irrepetible experiencia, dejando el anonimato de uno de esos millones de migrantes y atreviéndose a contar con lujo de detalles cómo es realmente ese periplo. El autor logra ponerle voz, pero sobre todo —y literalmente— ponerle el cuerpo, hacer carne esa experiencia límite y relatarla tal cual sucedió, sin anestesia, sin exageraciones ni miedo a exponer su cruda realidad con todos sus matices, luces y sombras.

    Victor vierte en estas páginas una dosis de verdad realmente conmovedora sin un ápice de vanagloria ni presunción, sino con el coraje y la íntima convicción de dejar testimonio vivo acerca de la cara oculta de la inmigración, la que nadie quiere ni se atreve a mostrar ni contarle a los demás, la que muchos ocultan para evitar opacar el brillante Sueño Americano que creyeron serían sus vivencias en suelo estadounidense en cuanto cruzaran la frontera.

    Este libro rompe con la corrección política para dar paso a algo mucho más importante y valioso: relatar la verdad. Explícita, brutal, bella, ridícula, tragicómica, desesperada, urgente y palpitante. Pero siempre sin hipocresías, sin dejar nada en el tintero, exponiendo su intimidad con extrema valentía y sin pudor para sacar a relucir el tesoro más preciado: ser fiel a sí mismo para que su experiencia sirva a los demás.

    Tal honestidad acaba siendo liberadora, debido a que permite que a través de su testimonio el lector de esta obra conozca qué significa realmente jugarse la vida por un sueño propio en el país que vende al mundo el American Dream modelado por las luces de Hollywood pero sin mostrar las sombras de los extras y los personajes secundarios de esta película real cuyo rodaje sería imposible sin el aporte de esos millones de migrantes que hacen el trabajo sucio detrás de cámara.

    Además, el autor logra plasmar un fresco de la sociedad estadounidense, su gente, sus costumbres, sus puntos más oscuros, sus contradicciones y maravillas. También su contracara, reveladora y esencial, describiendo cómo se relacionan los propios inmigrantes mexicanos entre sí, de qué modos construyen sus relaciones interpersonales en ese nuevo escenario cuyo idioma, reglas, usos y costumbres desconocen. Y, al mismo tiempo, cuan poco el ciudadano estadounidense en general, conoce a esos inmigrantes, al extremo que parecen vivir en realidades paralelas que no se tocan entre sí.

    El superlativo valor de este viaje al interior de la vida de Victor —ese joven de 27 años que se lanza con todas sus fuerzas para cumplir sus sueños con el bisturí de la verdad en sus manos— reside precisamente en que logra plasmar los miedos, fantasías, sueños y expectativas que anidan en el corazón de esos millones de mexicanos que, como él mismo, luchan por cumplir sus propios sueños en la tierra prometida.

    El editor

    Uno es uno y su circunstancia.

    José Ortega y Gasset

    Viernes 22 de agosto de 2003

    León, Guanajuato

    Despedida

    Desperté a las cuatro de la mañana sabiendo que tenía que partir hacia un país extranjero. Me quedé acostado un par de minutos sin querer irme, pero tuve que hacerlo porque mi amigo Alberto y yo habíamos decidido cruzar la frontera con Estados Unidos buscando un futuro mejor.

    Me lavé la cara y me vi en el espejo. Mis ojos —que según mi padre tienen mirada triste— escupían incertidumbre. El rojo de mi cabello contrastaba con el gris de mi playera. Por la tensión que sentía, a pesar de mi metro ochenta de estatura me sentía pequeño.

    Escuché que mis padres y mi hermano ya habían despertado y salí del baño para platicar con ellos. Los ojos de mi madre denotaban la tristeza que experimentaba a causa de mi partida, pero solamente dijo que me prepararía el desayuno mientras bajaba hacia la cocina. Platicando con mi padre y mi hermano repasamos mis planes, entonces les expliqué:

    —Llegaremos a Mexicali en la tarde y de ahí nos cruzarán hacia Calexico. De Calexico nos llevarán a Long Beach, y de ahí a Utah. En cuanto lleguemos a Utah voy a trabajar duro y ahorraré todo lo que pueda para regresar en dos años —mientras platicaba con ellos vi a mi hija dormida y por un momento consideré abandonar los planes de lograr el Sueño Americano para quedarme a verla crecer.

    Tocaron a la puerta y, suponiendo que era Alberto, me senté junto a mi hija y acariciando su pequeño rostro le dije que me iba. Ella se sentó en la cama y me abrazó con fuerza. Besando su mejilla le prometí que regresaría pronto. Sollozando me pidió que no la olvidara, y con su mirada me imploró que no me marchara. La abracé intensamente y parte de mí se quedó junto a ella cuando me puse de pie.

    Mi hermano Ángel y mi padre estaban parados junto a la escalera y les dije adiós. Al bajar el último escalón volteé hacia arriba y vi a mi padre de pie al borde de la escalera. Quise regresar a abrazarlo, pero la mala cultura de no abrazarnos que reinaba entre nosotros me lo impidió. Mi madre estaba parada junto a la puerta y la abracé con fuerza. Ella lloraba, le pedí que se cuidara y que velase por mi hija.

    Salí de la casa, y aunque no tenía maletas llevaba conmigo el beso de mi hija y su abrazo inundado de tristeza. Llevaba también un montón de sueños tomados de la mano, la tonta cobardía de no haber abrazado ni a mi hermano ni a mi padre, y el abrazo de mi madre.

    La casa de mis padres quedó atrás, y según mis planes dos años de mi vida aparecían frente a mí en un país desconocido. Recargué la cabeza en la ventanilla del coche, y recordando a mi padre parado al borde de la escalera me avergoncé de mi cobardía por no haberlo abrazado. Cobardía que se convertiría en dolor, porque el tiempo se encargaría de demostrarme que esa sería la última oportunidad que tendría no solamente de abrazarlo, sino también de verlo con vida.

    Viernes 22 de agosto de 2003

    Mexicali B. C., México

    Eran las dos de la tarde cuando bajamos del avión. Lo hicimos lentamente y nos recibieron el horrible calor que azotaba la ciudad y dos soldados muy serios. Vestían el clásico uniforme verde, botas negras hasta la mitad de las espinillas, cascos y cada uno de ellos portaba un rifle para lo que pudiera ofrecerse.

    Nos saludaron amablemente antes de pedirnos que tuviéramos listas nuestras identificaciones. El protocolo se debió a que debían asegurarse que fuéramos mexicanos y no algún extranjero que estuviera en México de forma ilegal. Lo irónico era que Alberto y yo estábamos tratando de hacer justamente eso, pero en el país vecino. Éramos unas doce personas en la fila. Como puede deducirse, el avión iba casi vacío. Tocó mi turno de darle el carnet al soldado.

    —¿Motivo de tu visita a Mexicali?

    —Vengo de vacaciones —respondí con serenidad.

    —¿Fecha de nacimiento? —preguntó mirando mi carnet, se la dije y continuó—. ¿Por cuánto tiempo estarás aquí? —consultó mirándome fijamente.

    —Por una semana, si es que no me aburro antes —le respondí, al tiempo que pensaba divertido Eso dependerá de la eficacia del coyote.

    El soldado sonrió ante mi ocurrente mentira y, devolviéndome la identificación, se hizo a un lado para cederme el paso al tiempo que me decía que disfrutara de mis vacaciones.

    Caminé hacia la pequeña sala de espera del aeropuerto y vi a Alberto parado detrás de la ventana. Como siempre, tenía las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Me reflejé en el cristal de la ventana, y a pesar de que por mi andar erguido cualquier persona hubiese pensado que me hallaba plagado de seguridad, noté temor en mi rostro.

    Tomamos un taxi que nos llevaría al hotel en donde nos reuniríamos con el coyote. Mientras conducía, el taxista nos consultó mil cosas. Se hizo el gracioso. El amigable. Nos preguntó:

    —¿Necesitan alguien que los lleve a visitar el otro lado? Conozco quien puede ayudarles...

    —Venimos de vacaciones. Aquí vive un amigo y él nos mostrará la ciudad —respondí sonriendo.

    —¡Pero si Mexicali está muy feo! ¿Por qué vienen de vacaciones aquí? —me dijo soltando una risotada como si supiera la verdad, mientras se le movía la barriga.

    Nos contagió la risa y reímos con él. Como si supiese que ahí se hospedaba gente que quería visitar el otro lado, nos consultó:

    —¿Por qué se quedan en ese hotel?

    —Solamente buscamos un hotel para pasar la noche —le dije de forma tajante para terminar el interrogatorio porque ya nos resultaba un tanto incómodo.

    Por fin bajamos del taxi. El lobby del hotel era muy sencillo, tenía la respectiva recepción y en una esquina había una pequeña mesa con un microondas. Lo acompañaban dos vasos llenos de tenedores y cucharas de plástico. La recepcionista era una chica bastante guapa que vestía falda azul y camisa blanca con botones. Nos paramos frente a ella y pronuncié las palabras clave: Queremos visitar el otro lado. No dijo nada, pero noté que nos arrojaba una mirada que no logré descifrar si emitía asco o lástima.

    Nos entregó una llave y con sus labios carnosos pintados de rojo, que lucían listos para ser besados, nos indicó que el número de nuestro cuarto era el 311. Los pasillos del hotel eran insípidos, no tenían ni un solo cuadro colgado en las paredes, tampoco una planta en las esquinas que les otorgara un poco de vida. Nuestra habitación era igual de simple que los pasillos, poseía dos camas individuales y un buró entre ellas, un reloj con números digitales rojos y, claro, un baño. Encendimos el televisor para que la espera por el coyote no resultara tan pesada.

    Eran las seis de la tarde y seguíamos acostados, por momentos dormidos y por momentos viendo la televisión en nuestras respectivas camas, cuando de repente alguien entró bruscamente al cuarto sin avisar. Era un tipo gordo que vestía jeans azules y camisa blanca con botones. Sin decirnos su nombre nos preguntó:

    —¿Quién va a intentar primero?

    Alberto y yo estábamos recuperándonos del susto y volteamos a vernos sin saber qué decir.

    —¿Quién va primero? —me consultó Alberto.

    —Será mejor que vayas tú —le dije sabiendo que él era una persona muy nerviosa.

    —Paso esta noche a las ocho por el que sea de ustedes —escupió el coyote, mostrándonos que no se caracterizaba por ser muy paciente, al tiempo que nos daba un par de sopas de fideo instantáneas y se marchaba sin más.

    Un par de horas después de comernos las sopas, estábamos viendo el programa del Chavo del 8 cuando volteé para ver el reloj. Eran las ocho en punto y pensé: A ver si además de impaciente eres puntual. Justo en ese momento, como la primera vez, el coyote irrumpió en el cuarto sin avisar. Sin decirnos Buenas noches nos preguntó nuevamente quién iría primero.

    —¡Yo! —respondió Alberto, y el coyote lo instó a que se pusiera de pie y lo siguiese—. Nos vemos del otro lado —me dijo Alberto sin poder evitar exteriorizar su nerviosismo.

    —Cuando tu amigo haya cruzado vendré por ti —me dijo el coyote saliendo del cuarto y cerrando la puerta.

    Me quedé sentado en la cama sin saber qué hacer, y lo único que atiné a pensar fue que ojalá les fuera bien porque era Alberto quien tenía el dinero con el que le pagaríamos al coyote por sus servicios.

    El reloj marcaba las 9:20 p. m. y me acurruqué adoptando la posición fetal. Me puse una almohada entre las piernas, cosa que siempre hago, y cerré los ojos para tratar de dormir. No llevaba más de cinco minutos intentando hacerlo cuando regresó el coyote, se paró frente a la cama y me informó:

    —¡Listo, tu cuate ya pasó! Te toca a ti…

    —¿Tan rápido? ⎯le pregunté, sorprendido por su eficacia.

    —Alístate, paso por ti a las once de la noche —me dijo, y se fue de inmediato.

    Encendí el televisor y cambié de canal tratando de encontrar algún programa que ayudara a distraerme. Respiré profundo pensando: Teniendo en cuenta el tiempo que se tomó Alberto para pasar, a medianoche ya estaré con él.

    11:00 p. m.

    Entre fronteras

    El coyote y yo estábamos en su camioneta. Dábamos vueltas por el bulevar sobre el que se extiende la reja que divide México y Estados Unidos, reja que calculé mediría entre siete y ocho metros de altura. Tal vez debido a la hora que era, el bulevar estaba muy poco transitado. Las casas que pertenecen a Calexico aparecían a mi derecha, y a pesar que el bulevar de Mexicali y la calle de Calexico estaban muy poco alumbradas podía verlas bien. El coyote llevaba las ventanillas bajas y el aire caliente golpeaba mi rostro, entonces comenzó a darme instrucciones:

    —Subes la reja poniendo los pies entre las barras y, cuando llegues a la parte de arriba, te deslizas como bombero para bajar del otro lado —señaló una casa que tenía una barda de ladrillo que mediría metro y medio de alto y continuó diciéndome—. Cuando toques tierra corres hacia esa casa, brincas la barda del patio y sigues corriendo de frente. Vas a salir a la calle y verás una casa blanca que está justo enfrente, como referencia notarás que aparece un árbol grande justo frente a ella.

    Yo lo escuchaba y me sentía un poco intranquilo porque la calle que dividía las casas y la reja era ancha, mediría unos treinta metros de lado a lado. El coyote seguía diciéndome qué hacer.

    —Entra a la casa por la puerta que tiene a un costado, y espera junto a la barda de madera que está al fondo del patio. Alguien pasará por ti, ¡pero no vayas a meterte a la otra casa porque hay un perro! —me advirtió al tiempo que detenía la camioneta y gritaba que me bajara.

    En cuanto pisé el suelo sentí que la adrenalina recorría mi cuerpo. Corrí, trepé la reja y al llegar a la cima volteé por un segundo hacia los lados y vi que al final de la calle que pertenece a Calexico había una patrulla fronteriza de cada lado. Sin perder tiempo me deslicé hacia abajo pensando que las patrullas se abalanzarían sobre mí. Corrí a toda velocidad hacia la casa a pesar que por momentos sentía que mis piernas flaqueaban. A la mitad de la calle volteé para ver las patrullas y comprobé que no se movían.

    Salté la barda de la casa y aparecí en el patio. Me tomé unos segundos para ubicar la puerta por donde debía salir y la encontré a un costado. Corrí hacia enfrente y busqué la casa con el árbol, pero cuando iba a media calle una patrulla fronteriza que venía sobre mi lado derecho frenó muy cerca de mí y pensé que me arrollaría. Para esquivarla salté de tal manera que me deslicé un poco por encima del cofre. Por fortuna no me caí, y entré a la casa que quedó frente a mí y agudicé la mirada para ubicar la barda de madera que sería mi trinchera. Para mi mala fortuna, de la oscuridad emergió un perro pit bull color blanco cuyos ojos destilaban furia. Entendí entonces que me había equivocado de casa.

    Mis ojos, que escupían el miedo que sentí al ver al perro, descubrieron que en lugar de barda de madera había una malla metálica. Seguí corriendo a toda la velocidad que mis piernas me permitían mientras el perro trataba de alcanzarme. A lo lejos, la malla parecía mofarse de mí pero gracias a la buena forma física en la que me encontraba logré llegar a la malla, y gracias a que no era alta salté sobre ella apoyando mis brazos y piernas al estilo de una estrella de Hollywood. Me sentí como Tom Cruise en sus películas, pero sin sus millones de dólares. Lo malo fue que la malla era tan débil que se dobló y caí en medio de la calle. Tirado sobre mi espalda vi que el perro saltaba sobre la malla también, logré ponerme de pie para continuar corriendo y al voltear a ver al perro observé que para mi buena fortuna la malla regresaba a su posición original y lo golpeaba. A pesar de la delicada situación me resultó gracioso, pero no tenía tiempo de burlarme de él. En la esquina apareció otro agente de migración, ahora se trataba de una camioneta.

    Estaba parado justo en medio de la calle en relación a lo ancho y a lo largo de la misma, y el agente se hallaba a unos cuarenta metros hacia mi derecha. Frente a mí había más casas, y en una de ellas se encontraba un hombre regando las plantas de su jardín frontal y la puerta de su patio estaba abierta. Corrí hacia el patio de la casa del hombre pensando que el agente se iría hacia la siguiente calle con la intención de atraparme allá. Cuando llegué al final del patio regresé a buscar el punto de encuentro original. Salí a la calle y vi con alegría que no me había equivocado, el agente ya no estaba. Me metí a la casa que tenía la barda de madera y me escondí en un rincón. Me sentía como un gato acorralado e indefenso.

    Minutos después oí que un automóvil se detenía junto a la persona que seguía regando sus plantas, y escuché que él y otro hombre entablaban una conversación en inglés. Acto seguido la luz de una lámpara se movió en la oscuridad. Desde mi escondite vi a un agente fronterizo que caminaba encima de las bardas y debido a la oscuridad de la noche no pude visualizar su cara pero sí su silueta alta y robusta. La luz de la lámpara comenzó a moverse cerca de mí e intenté fundirme con la oscuridad. Quise hacerme invisible para evitar que me encontrara, pero no pude porque no era una película sino la realidad. El agente apuntó la luz hacia mi cara y comenzó a hablarme en inglés. Al ver que no le entendía me dijo en español que no corriera, que era mejor dejarme arrestar. Hice lo que me sugería, y al caminar hacia él vi que su mano derecha estaba sobre la pistola que llevaba en la cintura. Me puso las esposas y, señalándome la calle de enfrente de la casa, me ordenó que caminara hacia allí.

    Me indicó que me sentara en la banqueta y llamó a alguien con su radio. Le vi la panza y pensé: Si no tuvieras pistola correría y te aseguro que no me alcanzarías. Como recurso desesperado le dije que me dejara ir. Sin voltear a verme, contestó:

    —No puedo hacerlo.

    —Sí puedes, solamente déjame correr y no me sigas.

    —Para dejarte ir tendría que quitarte las esposas antes que llegue la patrulla, y si lo hago podrían despedirme.

    —Por favor déjame ir, solamente quiero entrar a Estados Unidos para trabajar y darle una mejor vida a mi hija —insistí.

    —Si de verdad quieres cruzar seguirás intentándolo, y si continúas intentándolo lograrás pasar —me dijo volteando para verme.

    Fue curioso, pero sus palabras me sirvieron de aliciente. Minutos después iba en una patrulla junto con cinco personas más que, como yo, habían sido capturadas. Todos hombres. Todos teníamos cara de derrotados y sonreíamos con tristeza. Nos llevaron a un centro de detención en el cual había por lo menos treinta hombres más que, al igual que nosotros, lucían cansados y vencidos. Formamos fila ante un agente que estaba de pie frente a una computadora, y nos dijeron que uno a uno hablaríamos con él.

    Mientras aguardaba mi turno observé el centro de detención. Mediría unos treinta metros cuadrados y tenía un par de oficinas y un par de celdas. Las celdas eran cuartos de unos seis metros cuadrados. El oficial que estaba detrás de la computadora era alto y de cabello rubio y corto. Sus ojos eran azul profundo y se notaba que hacía ejercicio físico con frecuencia. Esa fue la primera vez que vi a un estadounidense como los que Hollywood muestra en sus películas. Lo que no sabía era que ya estando dentro del país no encontraría muchos como él.

    Llegó mi turno y quedé frente al oficial. Con un español digno de mención por lo bien que lo hablaba, preguntó mi nombre y me pidió una identificación.

    —Me llamo Santiago —respondí mientras le entregaba mi carnet.

    —¿Cuál es tu fecha de nacimiento?

    Se la dije y revisó mi tarjeta. Tecleó la información en la computadora y me consultó:

    —¿Dónde naciste?

    —Monterrey —dije sintiendo nostalgia a pesar de que prácticamente había pasado toda mi vida entre Salamanca y León Guanajuato.

    —¿Con qué propósito intentas cruzar hacia Estados Unidos?

    —Para trabajar y ganar dinero —repliqué.

    Me devolvió el carnet y tomó mis huellas dactilares. Sin hacerme más preguntas me instó a entrar a una celda que se hallaba a su derecha.

    Cuando ya estábamos todos en las celdas, uno de los guardias se acercó a la mía y nos aclaró:

    —Debido a que es cerca de medianoche y que este es el tercer turno, tendrán que pasar la noche aquí. Saldrán mañana a las seis de la mañana —todos permanecimos callados.

    Mientras cenábamos un jugo artificial y unas galletas que nos dieron, uno de los tipos rompió el silencio para platicarnos sus planes. No dijo nada nuevo. Nos compartió que quería cruzar la frontera para conseguir un buen trabajo, ganar suficiente dinero para ahorrar y después volver a su país. Todos los demás en la celda hablaron de sus propios planes y dijeron a qué ciudad soñaban llegar. La mayoría eran urbes del estado de California. Yo no dije nada, solamente escuché y vi que casi todos ellos eran mayores y aún más humildes que yo.

    Esa noche no pude dormir a pesar de estar cansado. Tal y como nos dijo el agente, a las seis de la mañana nos trasladaron a Mexicali. Emprendí el camino en busca del hotel sin saber que esa sería la primera de cuatro ocasiones en que intentaría cruzar.

    Sábado 23 de agosto de 2003

    A las cuatro de la tarde llegó el coyote a mi cuarto. Me dijo que pasaría por mí a las ocho de la noche y me dio otra sopa instantánea. Me quedé acostado en la cama porque no tenía muchas opciones, no conocía la ciudad y tampoco tenía dinero para salir a recorrerla.

    Pasadas las ocho, como la noche anterior, dábamos vueltas en la camioneta y el coyote me impartía instrucciones:

    —Brincas la reja y corres hacia la misma casa de ayer. Te saltas la barda, sales del patio por el lado derecho y vas a toparte con un callejón. Corres de frente por el callejón y en algún momento vas a ver un carro abandonado a tu izquierda, te metes en el asiento trasero y te cubres con una cobija que vas a encontrar ahí —detuvo la pick-up y me dijo que me bajara.

    Corrí hacia la reja y la trepé, e igual que el día anterior cuando avancé hacia la casa las patrullas no se movieron. Salí corriendo al callejón siguiendo las instrucciones, de pronto escuché que alguien gritaba y descubrí a tres agentes que corrían hacia mí por la izquierda. Estarían a unos quince metros de distancia. En lugar de detenerme para dejarme esposar corrí alejándome de ellos y no supe si lo hacía en dirección hacia donde supuestamente estaba el carro en el que me escondería.

    Corriendo entre los callejones encontré una casa rodante que no tenía llantas y estaba encima de unos ladrillos y maderas. Volteé para ver a los agentes y seguían a una distancia de unos diez metros de mí. Tratando de confundirlos me metí debajo de la casa rodante por la parte trasera, y arrastrándome lo más rápido que pude salí por la parte de enfrente y me subí al toldo. Sentí que los agentes me buscaron debajo y adentro del camión, y asomándome un poco vi que dos de ellos siguieron su carrera para tratar de atraparme en algún lugar, y cuando supuse que el tercero haría lo mismo, para mi mala fortuna decidió revisar el toldo y me descubrió. Cansado de correr, me dejé atrapar.

    Se reinició el mismo proceso. Llamaron a una patrulla y me llevaron a los separos. Como la primera vez, tomaron mis datos y mis huellas dactilares, pero tuve la fortuna de que esa noche no la pasé en la celda. Uno de los agentes me explicó que sus turnos en esa zona funcionan como en muchos trabajos que manejan tres turnos. El primero comienza a las 6 a. m. y termina a las 2 p. m., el segundo se inicia a las 2 p. m. y culmina a las 10 p. m., y el tercero y último comienza a las 10 p. m. y finaliza a las 6 a. m. Como esa noche me capturaron alrededor de las 8:30 p. m., me dejaron salir a las 10 p. m., hora en que terminaba ese turno.

    Cuando apenas me había acostado en la cama del hotel tocaron la puerta. No sé qué me sorprendió más, que fuera el coyote y que haya tenido la decencia de tocar o que me haya llevado una torta para cenar. Sin mucho preámbulo me dijo que regresaría por mí en dos horas para que volviese a intentarlo. Cené con calma y decidí quedarme despierto para estar listo.

    Domingo 24 de agosto de 2003

    2 a. m.

    El coyote manejaba despacio frente a la reja, y apuntando su dedo hacia la misma casa del día anterior me dijo:

    —Ya sabes qué hay que hacer para llegar a la casa. Cuando salgas del patio hacia el callejón corre a la derecha y vas a encontrar un parquecito entre las casas, y en una orilla del parque verás un bote de basura, escóndete ahí y no salgas hasta que escuches que alguien dice tu nombre.

    Trepé la reja con la calma de quien juega a cruzar la frontera. Sabedor de que las primeras patrullas no se moverían de su lugar, corrí hacia la casa con cierta calma, salí al callejón y seguí corriendo buscando el parque. Para mi sorpresa ningún agente me persiguió. Encontré el bote y me metí pero no pude cerrar completamente la tapa porque si bien los botes de basura que se utilizan en este país son grandes, soy demasiado alto para caber en ellos.

    Apenas me había acomodado por la rendija que me daba la tapa medio abierta, vi a un agente que traía una linterna en la mano derecha y se acercaba hacia mí corriendo. Con la estupidez del que está haciendo algo ilegal me quedé agazapado en el bote y el agente lo pateó con furia, abriendo la tapa me sacó a jalones y de su boca salieron palabras que no comprendí. Levanté las manos en señal de que no haría nada por escapar, y como respuesta él me las bajó bruscamente para ponerme las esposas. Las apretó tanto que me lastimaron. Aunque ya me tenía esposado y estaba claro que no haría ningún intento por escapar, me gritaba con rabia. De todo lo que gritó solo comprendí fucking mexican, y fue gracias a las películas en inglés que alguna vez había visto en México.

    Como en las ocasiones anteriores, me llevaron a los separos y el proceso fue el mismo, aunque esa vez obtuve un castigo. Cuando tocó mi turno de hablar con el agente que tomó mis datos, me explicó:

    —Ya tenemos tus datos, no necesito que me los des. Como has sido atrapado tres veces en los dos últimos días, como castigo, en lugar de tener el derecho de salir a las seis de la mañana te quedarás hasta las dos de la tarde.

    Como la nueva estadía sería larga, en la celda platiqué con dos muchachos que calculo tendrían la misma edad que yo. Congeniamos tanto que nos quedamos platicando hasta que nos dejaron salir. Ellos, como yo, también habían sido castigados. Entre otras cosas me dijeron que eran amigos desde su infancia y que su intención era llegar a Denver. Se portaron muy bien conmigo porque al salir, sabiendo que yo no tenía dinero, me invitaron a comer.

    Domingo 24 de agosto de 2003

    8 p. m.

    —Dicen que la tercera es la vencida y la cuarta la despedida —me dijo el coyote.

    Otra vez estábamos dando vueltas en su camioneta. Las indicaciones fueron idénticas a las de la vez anterior, me escondería en el mismo bote de basura. Bajé de la camioneta y ya no corrí hacia la reja, solo troté y me subí con calma. Me senté en la cima y respiré profundamente sin importarme cómo me veía allí sentado. Me deslicé y por cuarta vez pisé suelo estadounidense. Me moví con la confianza que me daba ya haber hecho lo mismo antes. Salí al callejón, y aprovechando la oscuridad de la noche me puse en cuclillas y me recargué sobre una pared. Razoné: De nada me sirve correr y esconderme, si me han de atrapar, lo harán corra o no. Troté hacia el bote de basura y sin sobresalto alguno llegué a él.

    Con el transcurso de los minutos, debido a que el tamaño del bote y el mío no eran compatibles, mis piernas y mis nalgas comenzaron a entumecerse. Tenía miedo que me diera un calambre en la parte posterior del muslo porque solía sucederme, y en general eran muy dolorosos. Por si fuera poco, sentí la urgencia de orinar. Pensé: Si salgo del bote para orinar podrían descubrirme, tendré que hacerlo aquí. Saqué mi pene, oriné como pude y no logré evitar sonreír al ver la orina acumulándose en el fondo del bote.

    Los minutos pasaron, y aparte de que me cansé de tener las piernas flexionadas, el dolor de espalda se instaló en mí. Me moví para acomodarme, pero perdí el equilibrio y me caí. Al tocar el suelo mis orines mojaron mi pantalón y la tapa del bote se abrió. Reaccioné rápidamente y la cerré todo lo que pude. Segundos después vi unas luces que destellaron como las del agente que me había atrapado el día anterior. Permanecí inmóvil y a cada segundo que pasaba sentía que el agente llegaría y me sacaría del bote. Al hacerse las luces más frecuentes y su brillo más intenso creí que el agente se estaba acercando. Cerré los ojos y esperé a que sucediera lo inevitable, pero aunque las luces seguían destellando nadie se acercó a mí. Levanté un poco la tapa y unas ligeras gotas de lluvia cayeron sobre mi cara. Entonces me di cuenta que las luces no eran más que las que proyectaban los relámpagos que provenían del oscuro cielo.

    Habrían pasado unos diez minutos después de haberme caído, cuando escuché que pronunciaban mi nombre dos veces. Levanté la tapa y miré hacia donde provenía la voz. Vi que un chico agazapado detrás de un coche me hacía señas para que fuera hacia él. Salí del bote y al ponerme de pie me dolieron las piernas. Se me entumecieron por tenerlas flexionadas tanto tiempo. Llegué adonde estaba el chico y me agazapé con él pero no pude verlo bien debido a la oscuridad de la calle. Me saludó y dijo que lo siguiera e hiciera lo mismo que él.

    Después de seguirlo por un par de calles llegamos a una casa a la cual no presté atención porque lo único que quería era entrar para sentirme seguro. El chico me indicó que me sentara en un sillón que estaba pegado a la pared que dividía la sala de la cocina, y él entró a la cocina. Regresó a la sala y muy amablemente me dio una hamburguesa, y me dijo que dormiría en el sillón mientras señalaba una cobija y una almohada que estaban junto a mí. Colocó unas botellas de agua sobre la mesa y me indicó apuntando hacia una puerta:

    —Ahí está el baño por si quieres tomar una ducha. En uno de esos cuartos está mi mamá, ella es buena persona, no te preocupes —abrió la puerta de la calle y antes de irse me dijo que Alberto se hallaba bien, que ya estaba en Long Beach y que en un par de días me llevarían para allá.

    Comencé a comer la hamburguesa y me sentía extraño porque no sabía si alguien más aparte de su mamá estaba en la casa. Al fondo a mi izquierda había dos cuartos, y por debajo de las puertas se podía notar que las luces estaban apagadas. Debajo del televisor ubicado frente a mí había un aparato de la compañía de cable y vi la hora, marcaba las 9:48 p. m. Después de tomar una ducha me acosté en el sillón y lo primero que vino a mi mente fue la imagen de mi hija. Derramé un par de lágrimas porque me mataba la tristeza que supuse ella estaría experimentando.

    Cerré los ojos y me sentí desesperado porque desde que había salido de casa no había podido llamar a mis padres para decirles cómo estaba, no tenía manera de hacerlo. Intentando dormir a pesar de la incertidumbre que sentía al no saber qué me depararía el futuro, me pregunté qué haría si no alcanzaba las metas que me había propuesto. Entendí que no era sano pensar en eso y rememoré los hermosos momentos que había vivido junto a mi hija y eso me ayudó, porque me quedé dormido.

    Lunes 25 de agosto de 2003

    Abrí los ojos y vi a un niño de alrededor de cuatro años que me observaba mientras sostenía un biberón en la boca. Sonreí, y saludándolo le pregunté su nombre. No me respondió y corrió a hablarle a su mamá. Una mujer salió del cuarto diciéndome:

    —Lo siento mucho, ¿te despertó mi hijo? —se disculpó parándose frente a mí.

    Al observarla pude ver que tenía ojos negros y grandes, nariz mediana y labios carnosos. Su cara era medio redonda y su cuerpo evidenciaba la batalla de haber parido el par de hijos que hasta ese momento le conocía. Se presentó:

    —Me llamo Casandra.

    —Buenos días, soy Santiago.

    —Voy a preparar el almuerzo para que comas algo porque me imagino que has de tener hambre —me dijo sonriendo ampliamente camino a la cocina.

    Me quedé sentado en el sillón, y mientras escuchaba el movimiento de trastos que Casandra hacía en la cocina me envolvió una sensación de incertidumbre y soledad.

    Me senté en el comedor de cuatro sillas que tenía en la cocina, y lo hice en una de las sillas que estaba de frente a la ventana que daba hacia la calle. Quería ver hacia el exterior, aunque el panorama no era más que un árbol ubicado enfrente y más casas al otro lado de la calle. La luz del sol se hallaba en todo su esplendor.

    Casandra puso sobre la mesa una botella de refresco sabor naranja, bistecs y frijoles. Sin tapujo alguno me preguntó acerca de mi vida y mis planes. Yo, comiendo con decencia para tratar de disimular el hambre que tenía, durante el interrogatorio —que a la postre se convertiría en algo muy común en mi vida como indocumentado— le platiqué lo poco o nada que había logrado hasta ese momento. Le hablé de esto y de aquello, cosas triviales, pero sí puse énfasis cuando le hablé acerca del tipo de trabajo que quería obtener en Utah, y del tiempo que tenía planeado quedarme en ese estado.

    Cuando terminamos de hablar de mí, pasamos a hablar de ella. Lo primero que me dijo fue que no tenía nada que ver con los negocios de su hijo, que ella solamente trataba de ser amable con los que llegábamos a su casa. Noté que me lo dijo temiendo que yo fuera algún agente encubierto o algo así. Le agradecí su amabilidad y le aclaré que yo era solamente uno más de esos que soñaban con lograr un mejor futuro en Estados Unidos.

    Ya más tranquila me platicó que era divorciada, que por lo general los sábados iba a los bailes a divertirse y ¿por qué no? a tratar de encontrar un novio. Después de comer y de pasar por el interrogatorio, me dijo que su hijo mayor se había ido de compras y que no regresaría hasta el día siguiente. También me avisó que ella iría a visitar a una amiga y estaría fuera durante unas horas.

    Casandra regresó alrededor de las ocho de la noche, y en sus manos traía unas hamburguesas. Como yo había dormido un par de horas durante su ausencia, me sentía con entusiasmo para platicar con ella. Nos comimos las hamburguesas con tranquilidad, y mientras lo hacíamos me habló de lo divertido que había sido visitar a su amiga.

    Cuando terminamos las hamburguesas nos sentamos en la sala y seguimos platicando. Justo cuando parecía que sería una noche agradable tocaron bruscamente a la puerta tres veces. Me asusté porque pensé que era un agente de inmigración. Mi temor se acrecentó porque volvieron a golpear otras tres veces. Casandra me dijo que no hablara y caminó hacia allí. Por la rendija que quedaba entre Casandra y la puerta vi que era una mujer. Tenía cabello corto, su cara reflejaba malhumor y vestía un pantalón flojo color negro. Tenía la lindura de la mujer de rasgos mexicanos que ha crecido en Estados Unidos. Hablaban algo que no pude escuchar. La mujer entró a la casa, y sin siquiera saludarme ni decirme su nombre, me dijo que me iría con ella y que dormiría en su casa porque al otro día temprano me llevarían a Long Beach.

    Salí de la casa con la cabeza agachada y me subí al coche de la mujer. Ella condujo en silencio, y en unos minutos llegamos a su casa. La tenía decorada con buen gusto. La sala era amplia, al fondo estaba la cocina y a un costado había dos cuartos. A diferencia de Casandra y de su hijo, esa mujer fue bastante cortante al dirigirse hacia mí:

    —En la cocina hay agua por si tienes sed, y dormirás en el sofá. Mañana a las diez de la mañana pasará por ti una estadounidense un poco vieja que te llevará a Long Beach. Le gusta que le digan gabacha. Tienes que estar listo exactamente a las diez porque no le agrada que la hagan esperar.

    Asentí con la cabeza y continuó diciéndome:

    —La gabacha te hablará rápido y en inglés —y porque lo dio por asumido, y no se equivocó, luego aclaró—. Como seguramente no hablas inglés, te explicaré de una vez lo que la gabacha hará. Llegará y tocará la puerta. La abres. Cuando ella te vea abrirá la cajuela de su coche y te dirá que te metas y que al hacerlo deberás mantenerte quieto.

    Yo seguía escuchándola atentamente para no perder detalle:

    —Te dirá que hará dos paradas. La primera será en el retén, cuando sientas que el coche se detiene no te muevas porque seguramente le estarán preguntando cosas de rutina. Será rápido porque es estadounidense. La segunda vez que se detenga será para sacarte de la cajuela y decirte que te subas a otro carro —se dio la vuelta y se metió a su cuarto.

    Me quedé parado en la sala sin saber qué hacer. Me sentía incómodo por la actitud de la mujer porque me hizo sentir que le molestaba que estuviese en su casa. Como si olvidara que yo no tenía la culpa de que le gustase el dinero fácil y por eso ayudase a los indocumentados a cruzar la frontera. Me acosté en el sillón e intenté dormir, pero no pude porque sentí que la señora me diría que se lo ensuciaría. Opté por deslizarme hacia la alfombra, y fue buena idea porque me quedé dormido.

    Desperté alrededor de las ocho de la mañana y la dueña de la casa estaba por irse. Me senté en el sillón, y cuando ella notó que ya estaba despierto me dijo que recordara estar listo a las diez en punto. Le dije que sí. Volvió a recordarme que a la estadounidense no le gustaba esperar. No le dije nada. Ella se dio la vuelta y salió de su casa.

    Exactamente a las diez de la mañana tocaron la puerta y supuse que era la gabacha. La abrí y me topé con una mujer vieja de espalda algo encorvada y cabello gris que traía recogido en una cola de caballo. Las arrugas de su cara estaban muy marcadas. En cuanto puso sus ojos azules en mi persona me ametralló diciéndome mil cosas en inglés. Por supuesto que no entendí una sola palabra.

    Al ver que la gabacha tenía la cajuela abierta decidí meterme para dejar de escucharla. Ella captó el mensaje, y antes de cerrarla me dio una bolsa blanca de plástico. Pensé con cierto sarcasmo: ¿Querrá que me autoasfixie en caso que me atrapen para que deje de sufrir?. Me puse en posición fetal, y sonriendo por mi ocurrencia abrí la bolsa y encontré una hamburguesa y una botella de agua.

    Si bien yo no era un feto, durante el trayecto me comporté como uno de cinco meses porque me la pasé revolcándome todo el tiempo. Giré a la derecha. Giré a la izquierda. Me puse boca arriba. Hice todas esas cosas acompañado de mi hamburguesa. Nada más me faltó chuparme el dedo y patear la tapa de la cajuela para de verdad parecer un feto. No puedo decir a qué velocidad íbamos, pero sí que avanzábamos más rápido que muchos carros porque sentía los movimientos que produce un coche al rebasar a los demás. Pensé con cierto temor: Ojalá que no choquemos para que mi historia no sea una de esas que terminan en tragedia y salga en las noticias como el ilegal que dejó sus sueños en la cajuela de un coche.

    Alrededor de tres horas después percibí que el auto se detenía y recordé que la primera vez que lo hiciese podría ser un retén. Dejé de comportarme como feto y me quedé quietecito. Escuché que la gabacha se bajaba del coche y decía algo. Me pregunté asustado: ¿Estará hablando con los agentes del retén?. Metieron la llave en la cerradura de la cajuela y forcejearon un poco como tratando de abrirla. Cerré los ojos, y los abrí al escuchar que la gabacha decía algo. Me confundí al verla haciéndome señas de que saliera de la cajuela. Mi mente me traicionó pensando: Seguramente los agentes del retén le dijeron que me saque de la cajuela, estoy jodido. Mi cuerpo entumecido por haber estado tanto tiempo allí dentro hizo que saliese como en cámara lenta.

    Para mi sorpresa vi que estábamos en una gasolinera y no en un retén. A base de señas la gabacha me invitó a entrar a la gasolinera. Sintiendo que se me quitó un gran peso de encima, la seguí. Ingresamos a la gasolinera, y mientras yo me preguntaba si acaso nos habíamos detenido en el retén y no me había dado cuenta, la gabacha me hacía señas como preguntándome si quería algo. Agarré una hamburguesa y más agua, y le di las gracias con una sonrisa. Salimos de la gasolinera y con señas me dio a entender que el peligro había quedado atrás, que podía ir adelante con ella. Sentado junto a la gabacha fue la primera vez que suspiré tranquilo y disfruté del paisaje y de la atmósfera que se respira en este país.

    Llegamos a un edificio de departamentos y nos estacionamos junto a un carro que estaba ocupado por un hombre y una mujer. La gabacha platicó algo con ellos y luego me dijo algo por medio de señas. La mujer que estaba en el otro coche me dijo en español que me cambiara de coche, que ellos me llevarían adonde estaba Alberto. Aprovechando que esa mujer hablaba español le pedí que por favor le diera las gracias por mí a la gabacha. A fin de cuentas se portó bien conmigo y me había regalado dos hamburguesas y agua.

    Llegamos a otro vecindario y el hombre sacó su teléfono y marcó un número. Dijo algo en inglés, e instantes después se detuvo frente a una casa que quedaba en una esquina. Me pidió que bajara del coche y esperara en la banqueta, que alguien saldría por mí. En cuanto me bajé del coche se fueron, y por un costado de la casa apareció un hombre panzón y medio pelón. Me dijo que le decían Bola y me invitó a pasar. Abrí la pequeña puerta del barandal y lo seguí. Volteó un poco para verme y me preguntó si me había resultado difícil cruzar la frontera. Levantando los hombros le respondí que no había sido tan difícil. Él, soltando una carcajada, me dijo:

    —La persona que te ayudó en Mexicali me dijo que eres una gacela para correr.

    Alberto estaba parado en medio del patio con las manos dentro de los bolsillos del pantalón. Me acerqué a saludarlo de manera efusiva, pero él estaba tan tenso que cuando lo abracé no me devolvió el abrazo. Le pregunté qué le ocurría y con voz seria me dijo que había estado preocupado por mí porque no lograba pasar, y que había pensado en regresar a la frontera para buscarme. Sonreí y le palmeé la espalda para que se relajara. Bola rompió la tensión del momento al decirme que sería él quien nos llevaría a Utah, y que nos iríamos en su van ese mismo día a medianoche.

    Del viaje hasta Utah no hay mucho que contar. Como dijo Bola, salimos a medianoche. Me instalé en la parte trasera de la van con la intención de dormir. Por momentos lo logré, pero en más de una ocasión desperté por los gritos de Alberto que me urgían a que platicara con ellos. Otras veces desperté al sentir que la camioneta se detenía para que hiciéramos nuestras necesidades. Algunas veces entreabrí los ojos cuando escuché que Alberto le advertía a Bola que manejaba demasiado rápido. La parte triste del

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