Esclavos del pasado
Por Louise Fuller
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Romper con Farlan Wilder, su amor de juventud, había sido la decisión más dura que lady Antonia Elgin había tomado en su vida. Ahora, gracias a sus irresponsables padres, no le había quedado más remedio que alquilar su querido hogar, una mansión en las Tierras Altas de Escocia. ¡Pero lo peor era que Farlan iba a hospedarse allí!
Farlan, el chico pobre al que Nia había rechazado, se había convertido en un director de cine famoso. No obstante, el reencuentro con Nia le demostró que una cosa no había cambiado, su mutua atracción.
Louise Fuller
Louise Fuller was a tomboy who hated pink and always wanted to be the prince. Not the princess! Now she enjoys creating heroines who aren’t pretty pushovers but strong, believable women. Before writing for Mills and Boon, she studied literature and philosophy at university and then worked as a reporter on her local newspaper. She lives in Tunbridge Wells with her impossibly handsome husband, Patrick and their six children.
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Esclavos del pasado - Louise Fuller
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Louise Fuller
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Esclavos del pasado, n.º 2869 - agosto 2021
Título original: The Man She Should Have Married
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales , utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-912-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
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Capítulo 1
NIA ELGIN se apartó del rostro un mechón de su larga melena de color rubio oscuro, respiró hondo y, siguiendo a Stephen, el mayordomo, cruzó el vestíbulo de paredes forradas de madera del hogar de su familia, Lamington Hall.
Aunque, realmente, la hermosa casona georgiana había dejado de ser su hogar, de momento. Durante un año iba a vivir en la casa del jardinero.
Tom y Diane Drummond, una pareja americana, había alquilado Lamington. Se habían tomado un año sabático y habían ido a Escocia para rastrear las raíces escocesas de Tom.
Esa tarde había ido a la casa por primera vez en una semana, el tiempo que el matrimonio Drummond llevaba allí. Y le resultó muy extraño pasar por delante de los retratos de su familia y de las armaduras como invitada.
Pero no era esa la razón por la que le había dado un vuelco el corazón.
Mientras Stephen, con la mano en la manija, sujetaba la puerta, ella respiró hondo con el fin de mantener la calma, preparándose para lo que la esperaba.
Farlan Wilder.
Recordaba perfectamente el momento en que le vio por primera vez.
Por aquel entonces él tenía veintidós años, tres más que ella, con los ojos de color verde helecho y una sonrisa cautivadora.
Había sido un flechazo y él también se había enamorado de ella, igual que los protagonistas de sus libros preferidos.
Aquel verano, el verano de su amor, los días se le habían antojado más largos y cálidos, un calor que se había prolongado hasta finales de septiembre y los primeros días de octubre.
Seis meses y dos días después de conocerse, Farlan le había pedido que se casara con él. Y ella había aceptado. Pero habían decidido que, antes de casarse, iban a viajar.
El corazón parecía querer salírsele del pecho.
Y entonces, con la misma rapidez con la que había empezado, todo acabó.
Y había sido ella quien rompió la relación.
Como respuesta, él había abandonado la inhóspita costa de Escocia en busca de una vida nueva en otro país.
El estómago le dio un vuelco. ¿Cómo se le había ocurrido acceder a ir a cenar con Tom y Diane para celebrar la noche de Burns, el celebrado poeta escocés?
–¿Te importaría que hubiera otro invitado? –le había preguntado Tom. Y, por supuesto, sin pensar, ella había dicho que no, que no le importaba.
–Estamos encantados de que venga. Se suponía que no iba a venir hasta la semana que viene –había dicho Tom–. Además, se niega a festejar la noche del poeta Burns.
Nia no sabía a quién se había referido Tom y por eso no le había dado importancia.
Tom había sacudido la cabeza, como si no pudiera creer lo que estaba a punto de decir:
–Por lo visto, lo que le pasa tiene que ver con una mujer. Pero yo le he dicho que, siendo escocés, es imposible que se niegue a celebrar esta fiesta.
Nia se había echado a reír al ver el gesto de indignación de Tom.
–Dime, ¿qué le ha hecho cambiar de idea? –preguntó ella.
–Tú –había respondido Tom con una sonrisa traviesa–. Cambió de opinión en el momento en que le dije que lady Antonia Elgin iba a venir. Al parecer, os conocisteis hace años. Debiste impresionarle –Tom le guiñó un ojo–. Confieso que me sorprendió. Nunca he visto a Farlan cambiar de opinión.
Nia había sido incapaz de seguirle la conversación a Tom.
Debía ser una coincidencia. No podía ser Farlan, su Farlan.
Pero debía serlo, no podía ser otro.
Nia clavó los ojos en la espalda de Stephen.
Se le había hecho un nudo en el estómago. Le habría gustado poder darse la vuelta, salir corriendo de allí y esconderse en el refugio, el lugar al que había solido escapar de niña con el fin de evitar las incesantes exigencias de sus padres.
O, mejor aún, le habría gustado volver atrás en el tiempo y, con gesto de disculpas, decir al matrimonio Drummond que lo sentía mucho, pero que ya había hecho planes para aquella noche.
Sin embargo, la situación no tenía remedio. Ahí estaba e iba a tener que aguantar el tipo.
Stephen abrió la puerta y ella lo siguió. Miró a su alrededor y, sorprendentemente, solo vio a Tom y a Diane, sonriéndole.
Con un esfuerzo, caminó en dirección a Tom, que había abierto los brazos en señal de bienvenida.
–Buenas tardes, lady Antonia. ¿O debería decir fáilte?
Nia sonrió, disimulando su malestar. No podía permitir que Tom y Diane sospecharan nada sobre su relación con Farlan en el pasado.
Pero… ¿Y Farlan? ¿Cómo iba él a reaccionar?
–Farlan bajará dentro de un momento –dijo Diane–. Ha llegado a Esocia apenas hace unas horas; al mediodía, para ser exactos.
–En su propio avión –Tom sonrió traviesamente–. Y aquí, a casa, ha venido en helicóptero, lo ha pilotado él mismo. Ahí está el aparato, en el campo, detrás de la casa.
–¿En serio? Sorprendente –logró comentar ella sonriente.
Tom le ofreció una copa de champán.
–Por la noche de Burns –brindó Tom–. Slànte mhath.
Nia alzó su copa automáticamente y bebió.
En cierto modo, no podía creer lo que estaba pasando. Hubiese jurado que aquella era la última casa en el mundo a la que Farlan iría. Lo sabía porque él mismo se lo había dicho.
Se le encogió el corazón al recordar aquella última y terrible conversación telefónica.
Aunque, en realidad, no había sido una conversación sino un monólogo, el suyo propio, en un intento por disculparse, explicar, rogarle que la comprendiera.
Farlan no había abierto la boca hasta el final, y lo había hecho para decirle que era un fraude, una esnob y una cobarde, y que era menos que nada.
El tono gélido de Farlan le había dolido. Mucho.
Con un esfuerzo, volvió al presente.
–Slànte mhath –repitió ella.
–No puedes hacerte idea, Antonia, de lo feliz que me hace poder pronunciar estas palabras en la tierra de mis antepasados y en tu preciosa casa.
–Esta noche es tu casa –protestó Nia–. Y, por favor, llámame Nia. Es así como me llama todo el mundo que me conoce.
–Muy bien, Nia –contestó Tom antes de desviar la mirada hacia la copa de ella–. Deja que te la vuelva a llenar, estamos de fiesta.
Nia no estaba para fiestas, pero era una invitada y debía comportarse como tal. Permitió que Tom le llenara la copa de champán y, al verle tan contento, no pudo evitar sonreír sinceramente.
–Tom, estás guapísimo. Sé que, siendo una Elgin, no debería admitirlo, pero los cuadros escoceses de los Drummond son unos de mis preferidos.
Y era verdad. Los cuadros rojos y verdes clamaban un orgullo de clan sin complejos. Por el contrario, los marrones y cremas del clan Elgin daban la impresión de ser inhibidos y tímidos.
Evidentemente halagado, en broma, Tom hizo una reverencia.
–Es un tejido de cuadros escoceses muy bonito. A mi hermosa esposa le sienta muy bien.
Tom acercó a Diane hacia sí y le dio un beso en los labios.
Semejante muestra de afecto era inusual en aquella casa. De hecho, Nia no recordaba la última vez que alguien la había abrazado o la había besado.
No, eso era mentira.
Recordaba perfectamente cuándo la habían besado allí por última vez y cómo la habían besado. Y, lo más importante, quién lo había hecho.
Pero no podía pensar en eso en aquellos momentos.
Sería demasiado doloroso revivir el pasado y vivir el presente al mismo tiempo.
–Estoy completamente de acuerdo. Estás guapísima, Diane.
Diane se echó a reír.
–La verdad es que me encuentro bastante bien con esta ropa –la expresión de Diane se suavizó–. Pero tú, querida, estás encantadora.
Nia se miró el vestido negro de una sola hombrera y se sonrojó. En su vida diaria, nadie le decía cosas bonitas.
Sabía que era una buena jefa y que sus empleados la tenían aprecio, pero era ella quien tenía que elogiar el trabajo de ellos, no viceversa.
Y aunque sabía que sus padres la querían, ambos, como era común en gente de su clase, esperaban absoluta perfección y solo se fijaban en los defectos, por pequeños que fueran.
Al no tener hermanos, ser lady Antonia Elgin era un privilegio y una carga, ya que toda la atención se centraba en ella.
De repente, se le cerró la garganta. Farlan había sido la única persona que la había hecho sentirse especial, y le había dejado marchar. De hecho, le había apartado de sí.
–Gracias –dijo ella–. Hacía mucho que no me vestía para una fiesta.
Últimamente, su vida social se limitaba a algún almuerzo con sus amigas y a los eventos