Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

No me subestimes
No me subestimes
No me subestimes
Libro electrónico379 páginas4 horas

No me subestimes

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Pablo y Ricardo son dos amigos policías que viven y trabajan en la frontera mexicana y que acabarán convirtiéndose en aliados del FBI para resolver los más complejos crímenes y delitos que enturbian la vida de aquel lugar. Estos agentes son héroes, pero también sienten dolor, sufren y no abandonan sus obligaciones familiares: cambian pañales, limpian y dinamitan los cánones del policía duro y solitario.  No me subestimes  es una trepidante novela policíaca compuesta por las intrigas de unos personajes demasiado humanos y demasiado terroríficos, que tienen una vida más allá de sus complicados trabajos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 mar 2021
ISBN9788418527340
No me subestimes

Relacionado con No me subestimes

Libros electrónicos relacionados

Thrillers para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para No me subestimes

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    No me subestimes - Lourdes García Guindo

    Contraportada

    No me subestimes

    Capítulo 1

    Era una mañana perfecta, lucía el sol y empezaba a hacer calor. Para variar, en la comisaría había mucho movimiento. Trabajo en una pequeña comisaria de barrio, en el pueblo de Mazatian, cerca de la frontera con el País el Norte, el paraíso soñado, aquí decidí venir después de licenciarme en la academia de Policía. Siendo el primero de mi promoción podía pedir destino. Aparte, esta es mi ciudad natal. La comisaría está situada en una de las zonas más peligrosas del país y no me equivoqué, no hemos parado de resolver casos desde entonces. Hace seis meses que empezamos a colaborar con el FBI; mandaron un agente del país vecino y gracias a eso hemos arrestado al jefe de la banda de narcotraficantes más grande del país. Tres meses más tarde se escapaba de la cárcel. Durante el juicio juró vengarse de mi compañero y de mí, pero Luis, nuestro compañero y confidente en la banda, dice que no sabe nada de él. De mi compañero Ricardo qué puedo decir, es moreno, con los ojos marrones, se graduó conmigo en la misma promoción, él fue el segundo y por eso también podía escoger destino, pero decidió venirse conmigo a esta comisaría. Esperad, que entra por la puerta con mala cara, ¿qué le pasa?

    —Pablo, tenemos noticias y no son buenas.

    Me entrega un papel anónimo en el que dice:

    Si no queréis que le pase nada a vuestro confidente, acudid esta tarde a las cuatro al descampado donde detuvisteis a Frank. Venid solos y no le digáis nada a nadie o vuestro amigo lo pasará mal, firmado.

    Un amigo.

    Yo dije:

    —¡Esto es una trampa!

    —Soy consciente, pero si no vamos lo pagarán con Luis; tenemos que ir.

    —Tienes razón, pero ¿cómo iremos sin que se entere nadie?, ya sabes que tenemos vigilancia desde lo de las amenazas.

    —Sí, ya se me ocurrirá algo.

    Se queda pensando, se le ilumina la cara y con una sonrisa maliciosa en los labios comenta:

    —Ya sé lo que haremos, nos vamos a comer a un restaurante que tenga dos puertas, vamos al lavabo y nos vamos por la puerta de atrás.

    —Sí, es buena idea, puede funcionar, pero tenemos que hacer algo más, hay que llamar al grupo.

    —Claro, un poco de ayuda extra, los gorilas que llevamos son buenos.

    Dicho y hecho, llamé a los chicos del grupo, unos muy buenos amigos del barrio donde me crie, tienen una pequeña tienda de aparatos electrónicos. Me consta que realizan algún trabajo más turbio, pero no se lo reprocho, en este maldito pueblo todos sobrevivimos como podemos. Llamo a la tienda de electrónica, contesta Rudy, que en cierta manera es el jefe de la cuadrilla, el que está cara al público, recibe las llamadas y los encargos, y le digo:

    —Rudy, amigo, me temo que estamos en un lío.

    —¿Qué ocurre, amigo?

    —Han descubierto a Luis y nos han amenazado.

    —Bien, ¿qué necesitáis?

    —A ver, sinceramente no lo sé, nos tenemos que librar de nuestros guardianes, vamos a comer al restaurante del sur, tiene dos puertas y una de ellas está cerca del baño.

    —Entonces ya lo tengo, ¿te he comentado que Rasty ya ha vuelto de su seminario en Hollywood? Tengo una sorpresa para vosotros.

    —Entonces nos vemos a la una en el restaurante.

    —Nosotros entramos en el lavabo, luego, discretamente, entráis vosotros y realizamos nuestra magia.

    —Claro, nos vemos.

    —Hasta luego.

    Vamos a comer al restaurante en cuestión, la escolta nos sigue, y nos acomodamos en una mesa cerca del lavabo. La puerta trasera está al lado de este, nuestra escolta se sienta en una mesa al lado de la nuestra, y, cuando nos hemos comido el primer plato, me vibra el móvil; la señal. Nos levantamos al lavabo, nuestra escolta nos sigue, entra, mira que todo esté en orden y se queda en la puerta controlando. Entonces, entran nuestros amigos, que ya se han camelado a nuestra escolta, y, sin tener tiempo para saludarnos, Rasty me dice:

    —¡Venga, vamos, no tenemos tiempo!

    Rasty se saca rápidamente todo lo necesario para realizar su trabajo de debajo de la ropa. Con profesionalidad, empieza a trabajar conmigo y cuando acaba se va a por Ricardo: nos ha disfrazado como ellos.

    —Rasty, eres auténtico.

    —Venga, a correr, que esos no tardarán en entrar a ver qué pasa.

    —¿Y vosotros qué vais a hacer?

    —No os preocupéis, ya nos apañamos.

    Saludándolos salimos por la puerta del baño a la calle, sin levantar sospechas y sin mirar atrás. Al poco, empezamos a correr hacia nuestra cita.

    —Pablo, lo hemos conseguido, les hemos dado esquinazo.

    —Sí, ¿te das cuenta?, ahora estamos solos y vamos hacia una trampa.

    —Lo sé, pero tenemos que ir, tenemos que salvar a Luis.

    —Tienes razón, calla, ya llegamos.

    A pocas manzanas nos paramos al lado de un contenedor, nos quitamos todo el montaje y seguimos corriendo hacia nuestro destino. Llegamos al descampado a la hora en punto, vemos una limusina muy grande, negra, con pinta de ser elegante y los cristales tintados. Cuando llegamos a su altura, se abre la puerta y una voz conocida nos dice:

    —Pasad, pasad, no seáis tímidos.

    —Hombre, Frank, cuánto tiempo sin vernos.

    —Mucho, mi querido Pablo, desde el juicio.

    —¿Dónde está nuestro amigo? —le pregunto mientras subíamos en la limusina y nos acomodábamos en el asiento de cara a nuestro enemigo; es mejor tenerlo de frente. Sin perder la compostura empezó a hablar con una voz que parece que te acuchilla con cada palabra.

    —Pronto lo veréis, pero ahora tengo que pediros un favor, acompañadme, seréis mis invitados, no es nada personal, pero no quiero que sepáis a dónde vais. Doctor, usted mismo.

    No sé de dónde han salido el doctor y toda esa gente, el caso es que nos cogen por detrás, nos inmovilizan. De repente noto un pinchazo y alguna especie de líquido entrando en mi organismo. Me arde la parte del cuerpo por la que pasa. Lenta pero inexorablemente se va apoderando de mí un sopor. Me rebelo, intento no cerrar los ojos, pero las manos que me inmovilizan dejan de hacer fuerza y que caigo inánime en el asiento, perdiendo el sentido.

    Capítulo 2

    Nos despertamos en una furgoneta con los cristales tintados, atados, amordazados y tirados en el suelo. Por lo visto, debemos ir por un camino, ya que nos bamboleamos por toda la parte de atrás de la furgoneta. Al poco rato, escuchamos el ruido de una puerta que se abre. Seguidamente, la furgoneta arranca y sube a un elevador; creo que está bajando. Al parar, varios tipos nos sacan del vehículo, nos desatan los pies y nos llevan a una habitación pequeña donde solo hay dos camas y una mesa con dos sillas. Nos sientan, nos sueltan las manos, nos quitan las mordazas, dos guardaespaldas se quedan en la puerta vigilando y al poco tiempo viene Frank, nuestro anfitrión, con su larga melena al viento. Se me queda mirando con esos ojos azabache, fríos, que destilan peligro:

    —Bienvenidos a mi guarida. Si sois tan amables de seguirme os enseñaré todo esto.

    Nos obligan a levantarnos para que poder seguir a Frank por aquel lugar y lo que vemos es increíble. Parece una ciudad, con cines, restaurantes y todo lo que se pueda desear, con una particularidad, que no hay nadie:

    —¿Sorprendidos? Ahora está vacía, pero con el tiempo aquí habrá una ciudad llena de gente, ya os explicaré qué pretendo hacer. Ya hemos llegado a nuestro destino. Como podéis ver, esto es un hospital, pero pasad, no os quedéis en la puerta y os presentaré a alguien. ¡Doctor!

    Era el doctor Stromberg, un famoso médico experto en neurología con no sé cuántos títulos que fue despedido y encarcelado no me acuerdo ahora por qué. Después se escapó con nuestro anfitrión. Es una persona mayor, el poco pelo que tiene es blanco y da miedo, parece el típico doctor loco de las películas de terror, con una bata blanca y un estetoscopio colgando de su cuello. Nos introdujeron en una especie de hospital y nos invitaron a tumbarnos en unas camillas:

    —Bien, bien, ya los tenemos aquí. Pasad por aquí. ¡Enfermera!

    Entra una enfermera, una espectacular enfermera, joven, de pelo rubio y largo recogido en una cola, con una bata blanca ceñida que deja entrever su espectacular figura. Nos hace toda clase de pruebas mientras el doctor nos explica:

    —Necesitábamos dos conejillos de indias.

    —Y fue cuando pensaron en nosotros.

    —En efecto, yo necesitaba a alguien en quien practicar, y mi amigo una venganza.

    —Muy bonito.

    —Os estaréis preguntando a qué viene todo este montaje.

    —Pues la verdad es que sí —dice mi compañero.

    —Bueno, es muy sencillo, he descubierto un chip que controla las funciones vitales del cuerpo, como la sensación de hambre o sed, y controla las horas de sueño, pero tiene un pequeño problema: aún no lo he probado en humanos.

    —Y ahí es donde entramos nosotros.

    —Eso mismo, mi querido Pablo. Poneos cómodos, ya que pasareis aquí unos días.

    —Doctor, ya que nos va a implantar ese chip, nos gustaría saber cómo funciona —apostillo.

    —Ya contaba con ello, venid conmigo.

    Nos lleva fuera de la habitación, nos hace pasar por un pasillo largo y llegamos a una habitación que parece una sala de control. Hay un cristal desde el que se ve otra habitación con dos camillas llenas de correas. El doctor sigue con su explicación:

    —En esta sala estaréis hasta que compruebe que el chip funciona. Ahora mirad.

    Me fijo en el otro lado de la habitación: hay una mesa parecida a la del control de una radio, llena botones.

    —Con esto controlaré las funciones vitales más importantes del organismo.

    Veo tres botones con sus respectivas etiquetas debajo que señalan para qué sirve cada uno: hambre, sed y sueño.

    —¿Estáis viendo los tres botones?

    —Sí —dije.

    —Fundamentalmente, solo usaré este —señala el del sueño—, ya que solo os conectaremos y desconectaremos a la hora de dormir, los otros dos estarán desconectados siempre, solo los usaré para saber si el chip que os he implantado funciona correctamente. Como podéis ver, la escala del botón del hambre va del uno al diez, siendo el uno la sensación que tiene el cuerpo cuando lleva un día sin comer, y el diez treinta días de inanición completa. En cambio, el de la sed solo va del uno al tres, ya que, como debéis saber, un organismo humano privado de líquidos no vive más de tres días antes de morir por deshidratación. El del sueño solo tiene on y off, no necesito nada más. Es muy divertido.

    —Sí, me hago una idea. Supongo que querrá dominarnos a base de provocar en nosotros una sensación desagradable. Una pregunta.

    —Pregunta, chico, me gusta que seáis curiosos.

    —Pues ¿en qué sistema funciona? Porque no veo que ese chip tenga ningún cable para conectarlo en alguna máquina infernal de las suyas.

    —Es muy sencillo, el chip se recarga con la energía del cuerpo y la señal la recibe vía WiFi, lo cual, aparte de su función, también sirve para saber dónde estáis en todo momento, así también evitaremos tentaciones de fuga.

    —Estamos impresionados, muy bueno.

    —¡Gracias!, ahora volved a vuestra habitación, que tengo que acabar de ajustar cuatro máquinas.

    Nos devolvieron a la habitación y se fueron, dejándonos solos.

    —Tenemos que salir de aquí.

    —Ya, pero ¿cómo? No sabemos dónde estamos ni por dónde ir para poder escapar. Además, la puerta está cerrada con llave.

    —Tienes razón, pero yo no tengo ganas de servir de conejillo de indias a un loco.

    —¡Shhht, calla!, que vienen.

    Nos vinieron a buscar un par de gorilas o armarios roperos, nos invitaron a sentarnos en unas sillas de ruedas y salimos de la habitación por un pasillo hasta la sala de las dos camillas. Nos tumbaron boca abajo, nos inmovilizaron y pusieron suero y vino el doctor. Lo último que recuerdo fue un pinchazo horrible en la nuca que provocó mi desmayo. Cuando me desperté intenté moverme, pero no pude. Escuché la voz de mi amigo, que decía:

    —No lo intentes, estamos inmovilizados, yo ya he intentado moverme.

    —Sí, pero ¿qué era ese dolor?

    —Creo que nos han puesto el chip ese.

    —Ya, y ahora lo probarán.

    —Sí, creo que ya han empezado, ¿no notas ese dolor?

    —Sí, como si lleváramos varios días sin comer. Esto es horrible.

    En efecto, el dolor era insoportable, como si llevara muchos días sin probar bocado: unos pinchazos en el estómago, un mareo y un dolor de cabeza muy intenso que pasó pronto, de repente.

    —Mira, ya pasó, ahora es la sed. Creo que esto funciona.

    En efecto, funcionaba, ya que lo que vino a continuación fue una sensación de sed impresionante, como si llevara varios días sin beber. Se me secó la boca de repente, me cogió otra vez un dolor de cabeza intenso, pero también esa sensación pasó pronto.

    —Sí, ya solo falta que…

    —¿Estás ahí?

    —Sí, es que creo que eso era la función de dormir. ¿Estás ahí?

    —Sí. Confirmado, eso era la función de dormir. No está mal ese médico, lástima que utilice su talento para hacer el mal.

    Fue una sensación muy rara, como si me desconectaran. Estaba hablando y de repente la oscuridad. Me desperté como si no hubiera pasado nada y sin saber si el tiempo que estuvimos inconscientes habían sido horas o días. De inmediato vinieron a buscarnos otra vez con las sillas, nos obligaron a sentarnos y nos condujeron a la habitación que ocupamos al principio. Casi sin darnos cuenta vino Frank, nuestro anfitrión, que nos dijo:

    —Bueno, ya habéis visto que ese doctor es muy competente.

    —Sí, ya lo hemos notado —dije.

    —Bien, ahora os voy a contar lo que pretendo: no es otra cosa que dominar el mundo.

    —Ja, ja, ja, qué divertido.

    —No, Pablo, esto no es de risa, ya has visto lo que he hecho con vosotros. Mi idea es ponerle un chip a cada uno de los habitantes de este planeta y así los dominaré a todos.

    —Pues ya puedes empezar, que tienes mucho trabajo, ja, ja, ja.

    —No os lo toméis a risa, que a vosotros os tengo preparado algo mejor.

    —Cuente, cuente, estamos impacientes —afirmó Ricardo.

    —Lo primero que quiero que sepáis es que tengo una dietista que os ha creado una dieta personalizada.

    —Qué bien, así no engordaremos —contesté.

    —No os lo toméis a broma, que no tiene gracia; comeréis y beberéis una vez al día, trabajaréis para mí y, lo más importante, cuando estéis aquí y sintáis una sirena vendréis a la cama, ya que será la señal de que os desconectaremos en breve.

    —Me parece bien, ¿puede saberse qué quiere decir eso de trabajar para usted? —dijo mi compañero.

    —Lo que habéis oído, y ahora acostaos, que mañana os espera un día muy largo.

    Dicho esto, se marchó. Nosotros, obedientemente, nos acostamos.

    —¿Qué es lo que pretenderá este loco?

    —No sé, mañana lo sabremos, buenas noches —dije.

    Ya no me contestó, seguidamente caí en un dulce sueño.

    Capítulo 3

    Me desperté. Un olor a algo dulce llenaba la estancia. Nos dirigimos a la mesa y nos sentamos uno frente al otro. Lo que teníamos para comer no era muy divertido: una especie de pasta asquerosa en la que habían metido no sé qué y un vaso grande de agua.

    —Espero que el trabajo no sea a galeras.

    —Sí, porque si es así no aguantaremos ni media hora.

    Empezamos a desayunar y, cuando acabamos, mi amigo dijo:

    —Creo que pronto sabremos en qué consiste el trabajo, por ahí vienen.

    En efecto, se sentían unos pasos, eran de nuestro anfitrión y unos cuantos secuaces armados hasta los dientes:

    —No necesita la caballería, no creo que podamos ir muy lejos.

    —Es solo por precaución, créeme, Pablo, te conozco bien. ¿No tenéis curiosidad?

    —Un poco sí —repliqué.

    —Os he traído algo para que os pongáis.

    No me gustó un pelo: dos trajes de mayordomo.

    —Ya os dije que no os rierais tanto, que no era cosa de risa. Ahora haced el favor de cambiaros.

    —¿Y si nos negamos? —dijo mi compañero.

    —Yo no os lo aconsejaría, ya que, si no, os dejaré en manos de mi amigo Hugo. ¡Hugo, ven! Mis invitados estarán encantados de volver a saludarte.

    Se me heló la sangre, era el guardaespaldas de Frank, el individuo más grande y bestia que había visto en la vida; una torta suya y creo que criaríamos malvas.

    —De acuerdo, está bien, no se ponga así, ya vamos.

    —Así me gusta, que seáis razonables. Dejadles cinco minutos para arreglarse.

    Dicho esto, se marchó, Ricardo comentó:

    —Esto no me gusta.

    —Ni a mí, pero prefiero el traje antes que dos minutos con el bestia ese.

    —Estoy contigo, a mí tampoco me hace ninguna gracia.

    Nos cambiamos y a los pocos minutos Frank nos vino a buscar. Con mucha sorna, le comenté a nuestro anfitrión:

    —Felicite a la cocinera, muy buena la comida, un poco escasa pero sabrosa.

    —Ya se lo transmitiré de vuestra parte, pero con lo de escasa no os creáis, la dietista ha confeccionado un menú con lo que necesitáis cada día por vuestra complexión, masa muscular, etc., así que tenéis todo lo que vais a necesitar cada día en una ración y el agua justa.

    —¡Qué bien!, gracias, me quedo más tranquilo, me gusta cuidarme.

    Llegamos al sitio donde tendríamos que realizar nuestro trabajo. La sala era enorme, parecía un comedor, lleno de mesas, sillas, un aparador enorme lleno de platos y comida por todas partes. Frank nos puso un plato delante:

    —Quiero todos los platos así.

    —Qué bien, cómo nos vamos a divertir —dije.

    —Bueno, yo me voy, tengo asuntos pendientes, pero os dejo a un amigo para que os haga compañía. Hugo, ven, vigílalos, y si no trabajan, ya sabes.

    —¡Sí, señor, les doy una colleja!

    —Ah, se me olvidaba, no podéis hablar, solo laboro, laboro, laboro.

    Así estuvimos no sé cuánto tiempo, montando un plato tras otro después de haber almorzado solo esa bazofia de comida y con unas ganas de devorar todo lo que teníamos a nuestro alcance, pero con ese bestia vigilando, cualquiera se atrevía. Cuando por fin acabamos de montar todos los platos nos llevaron de nuevo a nuestra habitación, donde nos encontramos una nota encima de la mesa.

    «Queridos chicos, en el lado derecho de la habitación encontraréis el cuarto de baño, id allí, os espera una sorpresa».

    Menuda sorpresa: un lavabo enorme con una taza de váter, un bidé y un plato de ducha, sin espejos, y colgado de una percha un uniforme blanco, hasta las zapatillas y los calcetines; y otra notita.

    «¿Qué os parece la sorpresa? Espero que os guste, esta es la ropa que llevaréis cuando no estéis trabajando. Quitaos una y poneos la otra. Que lo disfrutéis».

    —Parece que nos hemos escapado de una secta —dijo mi compañero.

    —Sí, creo que esta gente no está muy bien de la cabeza.

    —Y que lo jures.

    Pasamos un rato descansando hasta que sonó la puerta y Hugo nos dijo:

    —Cambiaos, os toca trabajar un poco.

    Nos cambiamos y nos llevaron otra vez al comedor de marras. Había más platos que antes y tuvimos que montar primeros, segundos y postres, con una horrible sensación de hambre en el estómago. Nos acordamos de la maldita dietista y de su graciosa dieta, pero seguimos al pie del cañón, sin tocar ni una miga. Cuando acabamos de servir la comida nos llevaron otra vez a la habitación, donde, una vez cambiados, se presenta la enfermera. ¿Qué hacía? Se desabrochó un botón, insinuando el escote, y nos dijo:

    —¡Hola! Chicos, a ver, remangaos.

    Vaya susto, una inyección más grande que yo. Nos tomó la tensión, nos sacó sangre, nos miró las constantes y tomó muestras de orina. Ni en el hospital se hace un reconocimiento tan extenso. Otra cosa no, pero si tenemos cualquier cosa seguro que este loco lo descubre. La enfermera se marchó, nos volvimos a quedar solos y mi compañero se fue a dar un paseo por la habitación. Yo me quedé sentado en la mesa pensando un plan para poder escapar. Al rato vinieron otra vez a buscarnos para montar primeros, segundos y postres. Si hubiera querido ser camarero no hubiera estudiado tanto para ser policía. Cuando acabamos, la sirenita de marras y a dormir.

    Capítulo 4

    El segundo día discurrió igual: el almuerzo asqueroso con el vaso de agua, el trabajo, la enfermera; un día de trabajo ideal.

    El tercer día algo cambió. Nos despertamos con la sensación de no haber dormido mucho, y cuando fuimos a buscar la comida no había nada, solo el vaso de agua.

    —¿Pero qué broma es esta, este tipo qué quiere? Ahora nos van a matar de hambre.

    —Ahora ya sé quién es el doctor —apostilló mi compañero—, ¿te acuerdas de ese doctor que asesinó a un becario porque se le fue la mano dejándolo sin oxígeno?

    —¿Ese que planteó la teoría de la resistencia humana, que le dieron un premio y después se supo que experimentaba con seres humanos?

    —Sí, ese.

    —Pues estamos jodidos, porque seguro que ahora va a experimentar con nosotros.

    —Seguro que quiere saber lo que aguantamos sin comer antes de atacar la comida del restaurante —siguió.

    —Pues a ese juego voy a jugar, a ver quién puede más.

    —De momento, estoy contigo.

    —Muy bien, a ver qué pasa.

    Nos fueron a buscar después de cambiarnos y nos llevaron al comedor. Al llegar fue horrible, el olor a comida, con el hambre que teníamos, es la sensación más horrible que creo haber tenido en la vida. Un sudor frío me invadió, mi estómago empezó a sonar y me mareé, ¡qué horror! Pero aguantamos, a ver qué pasaba. Acabado el trabajo nos devolvieron otra vez a la habitación y nos desplomamos en la mesa. Y eso que acabábamos de empezar, cuando lleváramos varios días de abstinencia no podríamos con nuestra alma. Cuando llegó el turno de la enfermera, nos tomó las constantes otra vez.

    —No queráis haceros los héroes.

    —Tranquila —dije—, cuando vea que no puedo más, pararé.

    —Eso espero, no me gustaría tener que hacerte la autopsia.

    —Ni yo lo querría, valoro en extremo mi vida.

    Dicho esto, se marchó sonriéndome de manera picarona. Casi de inmediato, Hugo nos vino a buscar, Mientras nos cambiábamos, Ricardo me comentó:

    —La cena.

    —Sí, ya llevamos un día de ayuno, yo estoy bastante bien.

    —Y yo, pero no sé si podré aguantar mucho más.

    —Pues tú, cuando quieras, para, yo intentaré aguantar un poco más, sabes que estos retos me motivan.

    —¡Basta de cháchara, cambiaos y a trabajar! —gritó Hugo.

    Nos condujo al restaurante, y, entre el calor, el hambre y ese olor a comida, no paraba de salivar, pero aguantamos.

    Capítulo 5

    Nuestro segundo día de dieta forzada. Creía que Ricardo no iba a aguantar más. Fue la

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1