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Al abrigo de tu amor
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Libro electrónico250 páginas4 horas

Al abrigo de tu amor

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Aunque el título lo sugiera, esta no es una novela romántica: es una historia de amor real. Todo lo que en ella es narrado es verídico, la mayor parte basada en documentación escrita, fotográfica y fílmica. “Para la pequeña porción restante –explicó el autor– he apelado a mis recuerdos, que sólo he tomado en consideración cuando no he tenido duda alguna acerca de la fidelidad con la que los hechos fueron registrados por mi memoria”.
Entre episodios y personajes minuciosamente relatados, surgen desde mediados del siglo pasado postales de una Argentina de casi tres décadas. Seguramente, este libro prueba cómo muchas veces las historias comunes, aquellas a priori rotuladas de consumo privado o íntimo, son capaces de saltar a la consideración pública. Entre momentos de dicha y de inevitables opuestos, el camino de los protagonistas resulta así en un espacio de contemplación mucho más amplio que el diseñado originalmente por el autor.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 dic 2020
ISBN9789509932944
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    Al abrigo de tu amor - Héctor Sancho

    El autor

    El título de este libro parece sugerir que se trata de una novela romántica, pero es en realidad una verdadera historia de amor. La intención del autor fue compartir la fascinante experiencia de un amor conyugal entrañable, cimentado en la entrega mutua y, sobre todo, en las notables virtudes que adornaban a su esposa, entre las que sobresalían la dulzura, la bondad y una paz inalterable.

    © Héctor Sancho

    © 2020 Instituto de la Caja

    Álvarez Thomas 195 P2. 1427 CABA, República Argentina.

    info@frippeditor.com.ar

    Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723.

    Contacto con el autor: hectorsancho06@gmail.com

    No se permite la reproducción parcial o total, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.

    A mi amadísima esposa María del Pilar

    Una centella divina

    encendió nuestros corazones

    con el fuego inextinguible

    de su amor eterno.

    Prefacio

    Aunque el título lo sugiera, esta no es una novela romántica: es una historia de amor. Todo lo que en ella he narrado es verídico, la mayor parte basada en documentación escrita, fotográfica y fílmica. Para la pequeña porción restante he apelado a mis recuerdos, que solo he tomado en consideración cuando no he tenido duda alguna acerca de la fidelidad con la que los hechos fueron registrados por mi memoria. Por razones de privacidad, algunos nombres de empresas o personas que figuran en el texto son ficticios.

    Previendo que el material que entraría a formar parte de esta obra sería extenso, opté por ceñirme a la cronología de los sucesos y, de este modo, conferirle al relato un desarrollo lineal que favoreciera la agilidad de la narración.

    Destinada a familiares y amigos, publiqué esta historia en una edición en papel de tiraje reducido. Ante su buena acogida he resuelto, atendiendo al creciente número de personas que prefiere una modalidad de lectura distinta a la del libro tradicional, reeditarlo en e-book. Espero llegar así a un amplio y variado universo de potenciales lectores, a quienes propongo compartir la fascinante experiencia de un amor conyugal entrañable, cimentado en la dulzura, la paciencia y la bondad que, entre otras notables virtudes, agraciaban a mi esposa, verdadera forjadora de nuestra felicidad.

    Aspiro a que las personas a cuyas manos llegue este libro, tengan la perseverancia de leerlo hasta el final. Si lo consiguen, apreciarán que no he exagerado al afirmar que nuestro idílico romance alcanzó su plenitud al abrigo del amor de mi maravillosa esposa.

    Capítulo I

    1954-1957

    Ese lunes 23 de agosto de 1954 llegué a la oficina como de costumbre, cerca de las ocho menos diez de la mañana. Tenía una idea fija: decirle a María del Pilar que había soñado con ella la noche anterior. Los escritorios que ocupábamos –el suyo estaba a la derecha del mío–eran unos soberanos armatostes semejantes a grandes atriles de cuatro patas, sobre cuyas tapas, que caían en ligera pendiente a partir de una angosta meseta, se recostaban los voluminosos libros de hojas móviles –abiertos medían no menos de un metro veinte de ancho por cincuenta centímetros de alto– destinados a registrar las operaciones de la empresa en la que estábamos empleados. Dada la altura de esos gigantescos pupitres se podía trabajar parado, o bien sentado en un banco similar a los que se ven junto a la barra de algunos bares. La mencionada meseta, que abarcaba todo el ancho superior del mueble, tenía en el extremo derecho un agujero en el que se alojaba un tintero de porcelana blanca con su tinta, y servía además para que reposaran sobre ella lapiceras, lápices y otros útiles de escritorio.

    En cuanto se entraba desde la calle, a continuación de un vestíbulo de regulares dimensiones se abría un vasto recinto de alto techo, cuya superficie central se había transformado en un largo y amplísimo pasillo flanqueado por dos relucientes mostradores de madera de oscuro lustre que corrían paralelos, a varios metros uno del otro, hasta apoyarse sus extremos contra los pilares de una artística abertura practicada en la pared del fondo del recinto, que daba paso a un pequeño hall de menor altura, en el que se destacaba una gran mesa de estilo con tapa de mármol y primorosa estructura de metal. A derecha e izquierda de este foyer se abrían los despachos que ocupaban los directores de la firma, una elegante escalera que llevaba al piso superior, otra que bajaba al subsuelo, y las magníficas puertas del salón donde el directorio se reunía casi todos los días a deliberar.

    Las secciones en las que estaba dividida la administración –Caja, Contaduría, Secretaría, Hacienda Lanar y Porcina, Hacienda Vacuna, Remates, Cereales y Frutos del País, y algunas otras– se ubicaban detrás de esos mostradores, en el espacio que quedaba entre éstos y las paredes laterales del recinto, a ambos lados del pasillo principal, y estaban separadas entre sí por vallas de madera lustrada de baja altura, construidas con columnas bellamente torneadas. Esta disposición permitía abarcar, de un solo vistazo, la totalidad de las secciones y a quienes se hallaban en ellas. Una vez traspuesto el vestíbulo de la entrada, hacia la derecha la primera que aparecía era la oficina de Caja seguida por la de Contaduría. El primer escritorio de esta última sección, separado del mostrador por un angosto pasillo, lo ocupaba María del Pilar (o Maruja, en adelante MP), y yo, como dije antes, el de su izquierda. Tanto MP como yo asentábamos manualmente, ella en fichas, y yo y otros cuatro colegas en los enormes libros contables que ya mencioné, las operaciones de la casa consignataria en la que ambos trabajábamos.

    –¡Hola, buen día! –me dijo sonriente, envuelta en su almidonado guardapolvo blanco– ¿cómo pasó el fin de semana?

    –Muy bien, gracias. ¿Y usted?

    –El sábado me fui derecho a casa, pero el domingo estuve con unas amigas en el club jugando un poco al tenis. ¿Y usted a qué se dedicó si puede saberse?

    –El sábado jugué al fútbol, como lo hago casi siempre ese día si el tiempo está bueno. El domingo por la mañana fui como de costumbre a misa y por la tarde visité a mis abuelos. Alrededor de las diez me acosté y durante la noche o quizá a la madrugada, no lo sé, tuve un sueño sorprendente.

    –¿Por lo menos soñó algo agradable?

    –Más que agradable. Maravilloso.

    –¿Se puede contar?

    –Por supuesto. Pero no me atrevo.

    –Si fue maravilloso, ¿por qué no se atreve?

    –Es que usted forma parte del sueño. Y una parte importante.

    –Mayor razón para que yo sepa de qué se trata.

    –Prométame que no se va a reír ni a tomarme por chiflado.

    –Se lo prometo, pero con una condición: si es gracioso me voy a reír.

    –Bueno… me soñé….me soñé…que…

    –Adelante, sin miedo. Mire que ya ha despertado mi curiosidad y, quizá, mi interés. Vaya uno a saber.

    –Me soñé que la invitaba a pasear y usted aceptaba.

    –No me diga…¿Y qué pasó? ¿Nos fuimos de paseo? ¿O quedó en la nada?

    –Ahí me desperté…. ¿Le gustaría que se convirtiese en realidad? ¿O le parece un despropósito?

    MP se puso seria y me aseguró que, cuando volviéramos de almorzar, me contestaría.

    Después de haber comido apresuradamente, mientras regresaba en subte desde mi casa, –yo vivía con mis padres y mis hermanos en Palermo Viejo (hoy Palermo Hollywood)– retrocedí en el tiempo hasta el día en que, once meses atrás, ingresé como dactilógrafo en la sección Contaduría de la tradicional casa consignataria Pedro y Antonio Lanusse, ubicada en la calle San Martín entre Cangallo y Sarmiento, para confeccionar los resúmenes de cuenta que se enviaban a los clientes de la firma. Los copiaba de las hojas móviles de los libros contables y de las fichas en los que se registraban las operaciones que se verificaban diariamente entre quienes remitían en consignación sus animales o productos, y los que resultaban compradores de los mismos. Los primeros diálogos, muy breves por cierto, que mantuve con MP tuvieron que ver, en casi todos los casos, con las dificultades que yo tenía para entender sus abreviaturas, sobre todo porque muchas veces correspondían a nombres de localidades del interior que yo desconocía. Recuerdo una en particular por la que le pregunté en más de una ocasión, que ella abreviaba Hca.Rco. y cuyo nombre completo era Huinca Renancó. No fueron pocas las oportunidades que tuve que consultarla, porque su letra minúscula, fina y apretada –a la que la obligaba el poco espacio de que disponía en las fichas para registrar palabras completas– hacía casi imposible que yo pudiera descifrarlas.

    Pasados unos pocos meses, el empleado responsable de uno de los libros se retiró de la firma. Tanto por el buen concepto que me había ganado, como por el gran prestigio que en esa época tenía la Escuela Carlos Pellegrini, a la que yo concurría y en la que estaba cursando el sexto y último año, el contador me ofreció hacerme cargo del puesto vacante. Eso significaba para mí un ascenso y correlativamente un buen aumento de sueldo. Haber logrado a mis dieciocho años cumplidos no hacía mucho tiempo, estar a la par de gente que más que me duplicaba en edad, con excepción de MP que hacía poco había cumplido veinticinco, me llenaron de orgullo.

    También recordé que a mediados del mes anterior formé parte de un equipo de empleados de Lanusse, que jugó un partido de fútbol contra otro integrado por empleados de la firma Philips. MP, que vivía cerca del estadio de Quilmes, en cuya cancha tuvo lugar el cotejo, se acercó y estuvo detrás de uno de los arcos mirando las alternativas del juego y al finalizar el encuentro se retiró. La mayor parte de los que concurrimos al evento se trasladó a la casa de uno de nuestros compañeros, ubicada en Bernal, bastante cerca del estadio, y en ella todos participamos de un asado. Durante el mismo entablé relación con una agraciada señorita del bando contrario, unos años mayor que yo, –quizá más de ocho– a quien, por insistencia de un compañero suyo y ex empleado de Lanusse, después de haber concurrido todos a una confitería céntrica acompañé al anochecer hasta su casa. La aventura no tuvo consecuencias pero quince días después cuando el mismo ex empleado me llamó por teléfono a la oficina para invitarme, solo a mí, a otro ágape que harían sus compañeros de trabajo, mientras esperaba al teléfono mi respuesta, se lo comenté a MP y ella me sugirió que no fuera. Y no fui. Me parece recordar que nada le había contado acerca de mi efímero contacto con la joven del asado. Pero no estoy seguro.

    Me bajé del subte en la estación Florida y, diez minutos antes de la hora a la que debíamos reanudar nuestro trabajo, ya estaba yo sentado a mi escritorio ansioso por conocer la respuesta de MP.

    Casi enseguida llegó, se sentó mirando hacia mí y, con el rostro radiante, me dijo:

    —Acepto.

    —¡Cuánto me alegro! –atiné a decirle.

    Yo no estaba solo alegre. Estaba loco de contento. Esa tarde, y a la noche en la escuela, apenas pude concentrarme en lo que hacía. No lo podía creer. Porque hay que señalar que MP era una joven hermosa, ojos verdes, cabellos entre rubios y cobrizos, alta, delgada, muy bien proporcionada, elegante, de suaves y finas maneras. Una verdadera joya.

    Ese 23 de agosto nació un amor que, con el tiempo, se fue haciendo tan entrañable que llegó a la cumbre del verdadero amor: estar uno dispuesto, sin la menor vacilación, a dar la vida por el otro.

    Queríamos mantener en secreto nuestra relación. Por eso no nos tuteábamos en la oficina. Sólo Susana B., una señora muy amiga de MP, que también trabajaba en Contaduría, supo de lo nuestro y lo aprobó con entusiasmo.

    El viernes decidimos que nos veríamos el día siguiente a eso de las cuatro frente a la entrada del club de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires, del cual MP era socia, muy cerca de los jardines del rosedal, en Palermo. Cuando nos encontramos nos saludamos con un ¡Hola! ¿cómo está? Nos costaba tutearnos. De tanto en tanto aparecía el usted, pero nos fuimos acostumbrando y al cabo de un par de semanas lo desterramos. Consideramos que era ridículo no hacerlo también en la oficina, por lo que a partir del día de la primavera dejamos de lado esa formalidad. A fin de cuentas ya éramos novios. Tanto ella como yo participábamos por primera vez en esa carrera que, si todo marchaba bien, tenía por meta el matrimonio.

    –¿Pensás decirlo en tu casa? – le pregunté.

    –No es el momento. Mi mamá está un poco enferma y es probable que no le caiga bien. No tenemos apuro.

    –Tampoco yo voy a decir nada en la mía. No van a aceptar que mi novia tenga casi siete años más que yo. Porque no te conocen, claro.

    Con respecto a la edad, nunca nos planteamos la cuestión ni nos pusimos de acuerdo sobre qué contestar en caso de que alguien nos preguntara. Por otra parte, como en Lanusse todos la sabían nada teníamos que ocultar.

    Paseamos por los jardines y de tanto en tanto nos sentábamos en alguno de los bancos emplazados aquí y allá. Al cabo de unas tres horas nos fuimos hasta la estación Palermo del subte. Antes de que ella bajara las escaleras, nos dimos un beso…..en la mejilla. En la estación Diagonal Norte (hoy Nueve de Julio) ella haría la combinación con la línea que la llevaría a Constitución, donde tomaría el tren que en veinticinco minutos la dejaría en la estación Don Bosco, a dos cuadras de su casa.

    Hasta noviembre, mes en el que terminaría el secundario, al salir de la oficina yo me iba derecho a la escuela y ella a su casa. Una vez que mis obligaciones escolares se acabaron, solíamos ir a un bar que estaba a pocos metros de la esquina de Esmeralda y Lavalle que, si la memoria no me falla, se llamaba Pretty y nos tomábamos un café con leche con medialunas o nos comíamos un pancho con una Crush o una Bidú. Otras veces nos íbamos por Cangallo derecho en dirección al río, cruzábamos el puente que unía los diques 3 y 4 –cuando tenía que pasar un barco, cada una de sus mitades se elevaba hasta quedar en posición casi vertical, obligándonos a esperar hasta que se cerrara– y nos sentábamos en alguno de los bancos del boulevard de la Avenida Costanera, frente al río. Otras, caminábamos hasta Galerías Pacífico, cuyas entradas daban a la Avenida Córdoba y a las calles Florida, San Martín y Viamonte. Había en ella numerosos locales comerciales, amplios y muy bien presentados, dedicados a una vasta gama de rubros. Entre ellos, la galería de arte L´Amateur, donde años más tarde adquirimos dos importantes grabados del conocido pintor español G.P. de Villa Amil, uno que mostraba las Ruinas del Castillo de Alcalá de Guadaira y el otro La Iglesia de los Dominicos en Calatayud. En la casa central de esa galería, ubicada en la calle Esmeralda casi Charcas, compramos el grabado de gran tamaño que, al igual que aquéllos está colgado en sendas paredes del living de casa, llamado Le Ménage Hollandais, cuyo original al óleo pintado por Gerrit Dou (l6l3-l675) y que lleva por título De jonge moeder (Young mother with her child), vimos en el museo Mauritshuis de La Haya en abril de l998, en el cual, entre otras, compramos una tarjeta que lo reproduce y que conservamos en nuestra nutrida colección de postales. En esa galería no faltaban algunos bares: en uno de ellos, muy pequeño, tanto que ni siquiera había lugar para sentarse, solíamos comernos unos riquísimos panchos con mostaza acompañados por bebidas sin alcohol, apoyando las vituallas en una de las dos altas mesitas instaladas frente a la entrada de ese local.

    Concluidos los paseos nos íbamos a la estación de subte de Diagonal Norte (hoy 9 de Julio), donde MP tomaba el que la dejaba en Constitución con tiempo suficiente para alcanzar el tren de las 20:35 que la llevaría a Don Bosco. Yo, por mi parte, me iba en el que me trasladaba hasta Palermo y desde allí recorría a pie, como lo hacía cuatro veces por día para ir a la oficina y volver, las diez cuadras que me separaban de mi casa.

    Enseguida que terminé mis estudios en la escuela secundaria logré convencer a MP de que nos inscribiéramos en la facultad de Ciencias Económicas para cursar la carrera de Contador Público. En enero de 1955 MP se fue con su madre y su amiga Odilia P. a Mar del Plata donde pasaron dos semanas de vacaciones. Durante ese lapso le escribí un par de cartas y, para que su madre no se enterara, el sobre lo metía dentro de otro que dirigía a nombre de su amiga.

    En marzo iniciamos en la facultad los cursos prácticos que se extenderían hasta noviembre. Si los aprobábamos podríamos rendir los exámenes finales en diciembre, conjuntamente con los de las otras materias de primer año que no los exigían. A favor de esta coyuntura convinimos en que MP le diría a sus padres que los fines de semana iría a su casa un compañero de trabajo que estudiaba con ella en la facultad y que por haber concluido hacía poco la escuela secundaria, podría ayudarla a recuperar los conocimientos que ella había adquirido en el transcurso de su paso por el nivel medio hasta recibirse de perito mercantil ocho años atrás.

    Fue así que comencé a frecuentar la casa de Don Bosco donde, por cierto, estudiábamos, aunque aprovechábamos los ratos que nos dejaban solos para exteriorizar nuestro incipiente amor.

    El 16 de junio de 1955 se produjo el levantamiento de una parte de las fuerzas armadas contra el régimen de Juan Domingo Perón, a la sazón presidente de nuestro país. Ese día MP y yo habíamos llegado como de costumbre a la oficina, donde trabajamos normalmente durante la mañana. Alrededor de mediodía, cuando me fui a casa –ella no salió a almorzar a raíz de los rumores que nos llegaban por boca de los clientes que venían de la calle– la situación estaba por demás tensa. No obstante conocer que aviones de la Marina habían bombardeado la Casa Rosada, preocupado por MP volví a la oficina a pesar de que me advirtieron que algunas personas habían muerto en Plaza de Mayo, apenas a tres cuadras de la Casa Lanusse. Como el subte llegaba sólo hasta la estación Diagonal Norte porque la terminal Florida (hoy Catedral) estaba cerrada a raíz de los incidentes, allí bajé y me fui caminando por Corrientes, doblé en San Martín y, al cruzar Sarmiento, vi que desde la Plaza de Mayo venía en mi dirección, por la calzada, un numeroso grupo de la Alianza Libertadora Nacionalista con banderas y entonando cánticos contrarios a los militares sublevados. Corrí la media cuadra que me faltaba para llegar a las puertas de la oficina que, para mi disgusto, encontré cerradas con cortina metálica. Gracias a Dios, el mayordomo me vio a través del vidrio de una puerta lateral, me abrió y pude entrar justo en el momento en que los manifestantes pasaban frente a nosotros. La mayor parte del personal de la firma estaba adentro, esperando los acontecimientos.

    A eso de las cuatro de la tarde parecía que las cosas se habían calmado un poco. MP y yo decidimos arriesgarnos y nos fuimos. Sabíamos que los subtes no funcionaban, por lo que acordamos que lo mejor era que yo la acompañara hasta Constitución. Caminamos por San Martín, doblamos en Cangallo (hoy Presidente Juan D. Perón)

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