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La promesa de la curación en la medicina tradicional y alternativa
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La promesa de la curación en la medicina tradicional y alternativa
Libro electrónico273 páginas3 horas

La promesa de la curación en la medicina tradicional y alternativa

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La medicina tradicional, alternativa y sus terapias no convencionales son objeto de preocupación tanto para las políticas de salud pública a nivel internacional como para la academia. De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, se trata de sistemas médicos que han sido reconocidos como una opción complementaria para la atención de la salud y la enfermedad en distintas comunidades.
En antropología médica son bien conocidos los estudios sobre sistemas médicos en comunidades indígenas y rurales, donde la figura del chamán, el curandero, y las formas de atender y cuidar la salud y la enfermedad, han ocupado un lugar preponderante. Y salvo las investigaciones históricas adelantadas en Inglaterra, algunos países de Europa y Estados Unidos, y algunas investigaciones en Colombia, actualmente no se registran trabajos antropológicos o sociológicos que analicen estos sistemas médicos como partes activas de mercados terapéuticos.
De esta manera, bajo una perspectiva interdisciplinaria, este libro toma el concepto de medical marketplace, empleado por los historiadores anglosajones de la medicina, para estudiar las formas de producción, reproducción y apropiación actual de estos sistemas médicos en contextos urbanos. Mediante la realización de un trabajo de campo, principalmente en Bogotá, esta obra presenta, analiza y estudia casos de la oferta y demanda de servicios de un mercado terapéutico urbano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 may 2020
ISBN9789587844108
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    La promesa de la curación en la medicina tradicional y alternativa - Omar Alberto Garzón Chiriví

    investigaciones.

    Introducción

    Itinerarios etnográficos

    La obra que ustedes, estimados lectores, tienen en sus manos es el esfuerzo de varios años de trabajo. Por lo que me implicó como autor involucrarme con un tema tan sensible para la condición humana como es la salud y la enfermedad, veo necesario, a manera de introducción, dedicar una corta narrativa donde se ilustren los pormenores que motivaron la escritura de este libro. Quizás algunos compartan mis apreciaciones sobre ciertos tópicos, quizás otros difieran de ellas. Si ello es así, la narrativa habrá cumplido su cometido.

    Desde 1994 me inquieté por los ‘curanderos’ de algunas comunidades indígenas en Colombia.¹ Gracias a un curso de Antropología Lingüística, que tomé en el marco de mi formación de pregrado como Licenciado en Lingüística y Literatura de la Universidad Distrital en Bogotá, conocí a don Alejandro Gaitán (q. e. p. d.), un curandero tradicional sikuani, quien vivió en el resguardo indígena Wakoyo, ubicado en Puerto Gaitán en el departamento del Meta. Durante mi trabajo de campo en esta comunidad, recopilé cuatro cantos de curación de don Alejandro. Con ayuda de hablantes nativos de la lengua sikuani tradujimos los cantos al español. Este trabajo no solo me permitió conocer las particularidades míticas de estos cantos, sino que me acercó también de manera próxima al mundo de estos personajes hasta entonces inéditos para mí.

    Las curaciones de don Alejandro estaban enmarcadas en los cánones de su tradición: el empleo de rezos y conjuros entonados en su lengua nativa para sacar la enfermedad, el uso de plantas con poder alucinatorio para comunicarse con los espíritus de la curación y el intercambio de dones como forma de retribución por su trabajo, elementos que le daban prestigio a su oficio dentro de su comunidad.

    A partir de lo anterior, me dediqué a estudiar la estructura lingüística de estos cantos y su poética. El ejercicio inicial me revelaba que estos cantos eran el canal que permitía la comunicación entre el chamán indígena y un mundo paralelo poblado de espíritus que eran fundamentales para el éxito de la curación. El hallar el hilo de los cantos de curación me condujo a preguntarme por aquellos elementos de orden cultural que no solo hacían creíble, sino también eficaz el trabajo de estos personajes, dentro y fuera de sus comunidades.

    Al respecto, la lectura del artículo del antropólogo francés Claude Lévi-Strauss El hechicero y su magia (1995), me sugería algunas ideas sobre las cuales poner a cabalgar mis observaciones de campo. Allí el autor afirmaba:

    No hay razones, pues, para dudar de la eficiencia de ciertas prácticas mágicas. Pero al mismo tiempo se observa que la eficacia de la magia implica la creencia en la magia, y que ésta se presenta en tres aspectos complementarios: en primer lugar, la creencia del hechicero en la eficacia de sus técnicas; luego, la del enfermo que aquél cuida o de la víctima que persigue, en el poder del hechicero mismo; finalmente la confianza y las exigencias de la opinión colectiva, que forman a cada instante una especie de campo de gravitación en cuyo seno se definen y se sitúan las relaciones entre el brujo y aquellos que él hechiza (Lévi-Strauss, 1995, p. 196).

    Sin duda estaba frente a uno de los conceptos centrales de la obra de Lévi-Strauss que me permitían una explicación razonada de lo que estaba registrando en mis diarios de campo: la eficacia simbólica. Sin embargo, lo siguiente detuvo aún más mi atención en la lectura de este texto:

    Cuando el hechicero pretende extraer por succión, del cuerpo de su enfermo, un objeto patológico cuya presencia explicaría el estado mórbido, y presenta un guijarro que había disimulado en su boca, ¿cómo se justifica este procedimiento ante sus ojos? ¿Cómo logra disculparse un inocente acusado de brujería si la imputación es unánime, puesto que la situación mágica es un fenómeno de consenso? En fin, ¿cuál es la parte de credulidad y cuál la de crítica en la actitud del grupo, respecto de aquellos en los que reconoce poderes excepcionales, a los que otorga privilegios correspondientes, pero de los cuales exige asimismo satisfacciones adecuadas? (Lévi-Strauss, 1995, p. 196).

    Las similitudes entre el texto de Lévi-Strauss y lo que había podido observar en una de las curaciones llevadas a cabo por don Alejandro en su comunidad eran evidentes. Don Alejandro no solo se apoyaba en sus cantos para conjurar la enfermedad, sino que, succionando la coronilla de su paciente, extraía una pequeña larva de color blanco que, luego de escupirla sobre su mano, me mostraba diciendo que era la enfermedad de su paciente cuyo origen estaba relacionado con un maleficio (daño) que le habían hecho. El paciente, por su parte, no solo aprobaba el método de su médico, sino que sentía alivio de su malestar. El contraste entre mis observaciones de campo y la lectura antropológica me hacía pensar en la autenticidad y la universalidad de este oficio.

    No obstante, los límites a las explicaciones lingüísticas y antropológicas se rompieron cuando fui objeto de una de sus curaciones. Sin que mediara una consulta previa y mientras conversábamos sobre su oficio, don Alejandro me miró y de manera contundente me dijo: Usted tiene la enfermedad de los blancos. ¿Cuál es?, le pregunté con inquietud. La tristeza, me respondió y procedió a curarme según su tradición.

    Dos años después visité al taita Martín Agreda en el valle de Sibundoy, ubicado en el alto Putumayo (sur de Colombia). El taita Martín (q. e. p. d.) era un yajecero de la comunidad kamsá, ampliamente respetado y conocido por el éxito de sus curaciones con yajé (Banisteriopsis caapi). Dediqué mi estudio a un trabajo de etnografía del habla para describir el contexto social y cultural del uso de la ‘lengua del yajé’ o lengua ritual, como la denominé en su momento (Garzón, 2004).

    De forma distinta a lo observado en la comunidad sikuani de Puerto Gaitán con don Alejandro, quien no contaba con muchos visitantes foráneos, el número de personas ajenas a la comunidad que participaba en las sesiones de toma de yajé con el taita Martín era notorio. Muchas personas venían de ciudades del interior del país e, incluso, algunas de países extranjeros. En los rituales, además del yajé, se empleaban otras plantas con propiedades curativas. Las imágenes de la religión católica y el uso de algunas oraciones donde se alternaba el código lingüístico entre la lengua kamsá y el español estructuraban los recitativos de curación que el taita empleaba. Allí, la autenticidad se desvanecía y los universales solo podían ser comprendidos en su contexto de realización. De la experiencia en Sibundoy, la transculturación emerge como un concepto que permite explicar la forma en que saberes propios y ajenos crean una nueva realidad, compuesta y compleja, una realidad que no es una aglomeración mecánica de caracteres, ni siquiera un mosaico, sino un fenómeno nuevo, original e independiente (Ortiz, 2002, p. 125), cuya función no solo es resistir a los embates del colonialismo, para mantener vigentes las particularidades culturales, sino también adecuarse a las nuevas realidades que le propone la sociedad occidental.

    En Puerto Gaitán y en Sibundoy no solo reconocí formas distintas del oficio de los curanderos indios, como denomina el antropólogo Michael Taussig (2002) a los chamanes indígenas, también tuve que ser testigo de la crudeza y los efectos históricos del colonialismo y de la guerra contra estas comunidades. Su historia a partir de la Conquista española está ligada a la evangelización violenta por parte de la Iglesia católica, a los efectos devastadores de la guerra de los últimos 60 años en Colombia y al racismo.

    Para el caso de los grupos indígenas cazadores-recolectores de los Llanos Orientales, se recuerda la impune práctica, iniciada en la segunda mitad del siglo XIX, de cazar indios cuivas y guahibos (Gómez, 1998). Esta manera de colonización, ejecutada por colonos y hacendados, conocida en la historia como las ‘guajibiadas’, tenía como fin apropiarse de las tierras de estos grupos y restringirles el acceso a los recursos de sus territorios (p. 352). Justamente, el grupo indígena sikuani (llamados guahibos) con el que tuve la oportunidad de compartir durante varios años en Puerto Gaitán (departamento del Meta, Colombia) era un reducto de una migración que había sido obligada a desplazarse a esta región.

    Para el caso de los grupos indígenas inga y kamsá de la región del valle de Sibundoy, localizados en el departamento de Putumayo (Colombia), se ha documentado la acción de la misión capuchina, la cual bajo el peso de […] prejuicios raciales y racistas, pero también bajo el pretexto del ‘salvajismo de los indios […] emprendió, desarrolló, y consolidó su poder sobre los grupos inga y kamsá del valle de Sibundoy con el propósito de usurpar sus tierras, de controlar y de usufructuar su mano de obra (Gómez, 2005, p. 58).

    De tal suerte que la descripción densa (Geertz, 2000) de los eventos que presenciaba y sobre los cuales comenzaba a elaborar mis primeros textos etnográficos me interrogaba acerca de mi responsabilidad de denunciar los vejámenes a los que se sometía a las comunidades. Como lo expresará en su momento James Clifford: Los contactos culturales modernos no necesitan romantizarse borrando la violencia del imperio y las formas perpetuantes de la dominación neocolonial (2001, p. 30). En consecuencia, estos factores históricos y sociológicos fueron importantes para estudiar las transformaciones y desplazamientos de estas prácticas curativas.

    Por razones de mi trabajo en la Fundación Gaia Amazonas, institución dedicada al apoyo de la preservación del territorio y la cultura de comunidades indígenas de la Amazonía colombiana, conviví durante diez años con las comunidades indígenas del río Apaporis (departamento del Vaupés, Colombia). Allí apoyé a los profesores comunitarios indígenas en temas de política educativa indígena y gestión curricular (Garzón, 2006). Gracias a este trabajo entré en contacto con los chamanes de la selva pluvial (Reichel-Dolmatoff, 1997).

    El espacio geográfico por donde me desplazaba hace parte del resguardo denominado Yaigojé Apaporis. Allí viven comunidades indígenas tucano oriental, especialmente grupos macuna y tanimuca. El término yaigojé (yai: tigre; gojé: hueco), o ‘hueco de tigre’, es una alusión al espacio habitado por este felino, pero también se emplea para referirse al poder de los chamanes de esta región, quienes son reconocidos por su capacidad para ‘ver’ la enfermedad y curarla. A este respecto, un curandero de una comunidad indígena en el departamento del Amazonas me explicó que entre los médicos tradicionales hay dos especialidades: aquellos que tienen el poder del tigre para ‘ver’ la enfermedad y sacarla; y aquellos que sin ‘ver’ la enfermedad la pueden curar con el pensamiento. Según este curandero, cuando un chamán o curandero se enferma, solo los que son capaces de ‘ver’ la enfermedad pueden curarlos. De tal forma, mi contacto con los chamanes de esa región y con sus virtudes para la curación me llevó al ámbito de lo mítico, de lo que en la literatura antropológica se conoce como el chamanismo.

    Para las comunidades del río Apaporis, el lugar que ocupan sus chamanes sigue siendo de vital importancia para el sostenimiento social, cultural y político del ecosistema. Allí las formas de curar están asociadas a toda una cosmogonía basada en mitos y leyendas que hace parte de los recitativos de curación. En este sentido, toda curación debe realizar un recorrido completo por los mitos de origen del grupo y por los ‘lugares sagrados’, ubicados a lo largo y ancho del territorio. La enfermedad y la curación son interpretadas a la luz del territorio y de las afectaciones que este pueda tener en el cuerpo social e individual de quien enferma. Los rituales tienen la función de corregir las ‘infracciones culturales’ a que haya lugar y que explican el origen de la enfermedad. Esta manera de comprender los fenómenos de la enfermedad y la curación puede inscribirse en la corriente de pensamiento ecosófico (Guattari, 1998); es decir, de la relación entre el individuo, la comunidad y el medio ambiente.

    En consecuencia y durante mi permanencia en esa región, constaté el papel preponderante que cumple la labor de los chamanes para realizar lo que ellos llaman la curación del mundo, la cual consiste en una negociación permanente con los dueños de la naturaleza y de los animales para lograr la preservación del grupo. La curación es un ethos cultural inherente a la inmensa mayoría de las prácticas cotidianas de estas comunidades de la selva. Se cura para un buen alumbramiento, para un buen viaje, para la cacería, para la siembra, para aprender brujería propia y de los otros y para que la comida no haga daño, entre muchas otras actividades que representan beneficio o riesgo para la salud individual y colectiva.

    Es tal el efecto simbólico de la curación que cuando alguien se debe enfrentar a una travesía o a un trabajo que requiera algún tipo de destreza particular o que implique poner en peligro la vida, se dice en el habla cotidiana que esa persona está curada pa’ eso, lo que retira todo motivo de preocupación respecto a esa persona y a su empresa.

    De tal forma, mis estadías en la selva amazónica colombiana me permitieron experimentar una manera de ser del chamanismo y de la curación, en contextos totalmente distintos a los vividos en Puerto Gaitán y el valle de Sibundoy. Nuevamente fui testigo de la forma como estas tradiciones se transforman, se adaptan y se reinventan para responder a los retos que les proponen los tiempos actuales. El interés cada vez más creciente por integrar estas comunidades a la sociedad colombiana, mediante la inversión en proyectos de equipamiento básico en salud y educación, y el impulso a la formación de líderes comunitarios que representen a las comunidades indígenas de la región ante el Estado han incidido en la configuración de nuevas realidades culturales. En ese sentido, los chamanes locales orientan su oficio para curar en el contexto de estas nuevas realidades.

    Don Alejandro, el taita Martín, los chamanes de la selva pluvial y las condiciones sociales y culturales que tuve la oportunidad de vivir me permitieron secularizar (Fabián, 1983) mi mirada en relación con los curanderos de las comunidades indígenas que había tenido la suerte de conocer. En este punto había entendido, como lo señala Clifford (2001), que los productos puros enloquecen (p. 15); que toda identidad es coyuntural y transitoria; y que, por lo tanto, la tradición también puede ser inventada (Hobsbawm, 2002); y, finalmente, que el terror y el infortunio en la vida cotidiana son la regla y no la excepción, como muchas veces quisiéramos pensar (Taussig, 1995). Estas experiencias me permitieron explicar las ideas previas que poseía sobre estos personajes y sus prácticas de curación, deconstruirlas y avanzar en la elaboración de una narrativa que permitiera registrar la aparición de nuevos órdenes tradicionales (Clifford, 2001).

    Las historias contadas sobre la selva y sus curanderos se van tornando añejas. Las imágenes coloridas y exóticas de lugares desconocidos ceden al paso del tiempo, se hacen borrosas y los recuerdos adquieren el color sepia de las fotografías antiguas. La necesidad de otras composiciones, de nuevas imágenes, se convirtió, para mi caso, en una tarea apremiante.

    La importancia de la elaboración de narrativas que registren nuevos órdenes tradicionales está sugerida por James Clifford (2001), quien afirma: Es más fácil registrar la pérdida de los órdenes tradicionales de diferencia que percibir la aparición de otros nuevos (p. 31). Esta crítica resultaba sugerente para observar lo que venía ocurriendo con los curanderos indígenas, quienes se estaban desplazando hacia ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, para ofrecer sus servicios.

    Fue así que, gracias a mi relación con los taitas tomadores de yajé, decidí empezar a seguir sus rastros en las ciudades de Bogotá y Medellín. La presencia de algunos curanderos indígenas, en particular de las comunidades inga y kamsá, se puede rastrear en algunas ciudades colombianas, como Bogotá, Cali y Medellín, y en ciudades de países como Panamá y Venezuela desde la década de 1950 (Ramírez de Jara y Urrea, 1990; Moreno, 2012). Sin embargo, sus desplazamientos se hicieron más notorios desde mediados de la década de 1990, gracias al auge de los rituales de yajé que semanalmente se siguen ofreciendo en varias ciudades colombianas, así como en otras ciudades en Estados Unidos y Europa (Caicedo, 2015).

    Si bien los ingas y los kamsás han sido los curanderos más populares en el paisaje bogotano y con quienes he tenido una mayor relación a nivel personal, no son los únicos que visitan la ciudad para ofrecer sus servicios como curanderos. Recientemente han aparecido, por las redes sociales, invitaciones para participar en ceremonias para ‘sorber yopo’ (Anadenanthera peregrina), dirigidas por curanderos de la etnia sikuani; así mismo, he sido informado de la presencia de curanderos de la Sierra Nevada de Santa Marta que celebran ritos con fines curativos donde se usa la hoja de coca como parte de las ceremonias y de la etnia uitoto que realizan ceremonias llamadas círculos de la palabra, donde emplean la coca procesada —conocida como ‘mambe’— y el ambil o tabaco cocinado para llevar a cabo curaciones.

    Cada tradición curativa cuenta con sus respectivos grupos de apoyo. En su mayoría, estos están conformados por jóvenes de distintas clases sociales, motivados principalmente por discursos sobre la recuperación y protección de las tradiciones de los grupos indígenas de Colombia, por la búsqueda de alternativas espirituales y de curación, y por el deseo de experimentar con el yajé, el yopo y la hoja de coca para buscar algún tipo de conexión con entidades abstractas o ‘espíritus’.

    En mi caso, las actividades laborales y de investigación a partir de las cuales me vinculé con estas comunidades y sus curanderos me permitieron crear una alianza de larga duración, situación que hemos logrado aprovechar en beneficio mutuo. En consecuencia, me fue dado el contribuir en la construcción, ampliación y afianzamiento de las redes de usuarios de los servicios de salud que prestan estos curanderos en Bogotá, lo cual ayudó, a su vez, a generar algunos réditos económicos para estos mismos curanderos. A lo largo de los años, también he tenido la oportunidad de servir de enlace y de asesor especializado entre las instituciones del Estado encargadas de atender los asuntos étnicos y las comunidades, con el fin de resolver problemas relacionados con la gestión de proyectos. Esto por solo mencionar algunas de las actividades con las cuales me siento comprometido con las comunidades indígenas del país. A cambio, me he beneficiado largamente de sus curaciones, sus remedios y su alegría.

    Como resultado de mis observaciones y vivencias, he podido constatar que la ciudad es un escenario importante de reconocimiento y revitalización del oficio de los curanderos indígenas. No obstante, en este escenario, deben buscar un lugar para ofrecer sus servicios de curación, ocupado por ‘curanderos mestizos’ (formados

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