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Nada es para siempre
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Libro electrónico280 páginas5 horas

Nada es para siempre

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 Ser la protagonista involuntaria del cuento de la Cenicienta no tiene ninguna gracia. 
 Hermenegilda se ha criado con una madrastra mala, una hermanastra aún peor y un padre indiferente, así que está acostumbrada a arreglárselas por sí misma. 
 Y como todo cuento que se precie ha de tener un príncipe, que resulta ser un caradura y que termina liándose con su hermanastra. 
 Así que cuando, por obligación, tiene que asistir a la boda, acepta la sugerencia de su mejor amiga y va acompañada de un desconocido con el que por lo menos pasará una noche entretenida. 
 El problema es que elige al hombre equivocado, pues el tipo tiene un pasado a cuestas y una misión que llevar a cabo, la cual afecta a la familia de Hermenegilda. 
 Entonces, cuando ella cree haber encontrado a alguien medio decente, se da cuenta de que va a tener que elegir entre traicionar a su familia y hacer lo correcto o seguir como hasta ahora y no sacar a la luz los trapos sucios. Haga lo que haga, sin embargo, nunca podrá estar con él. 
IdiomaEspañol
EditorialZafiro eBooks
Fecha de lanzamiento19 nov 2020
ISBN9788408235484
Nada es para siempre
Autor

Noe Casado

Nací en Burgos, lugar donde resido. Soy lectora empedernida y escritora en constante proceso creativo. He publicado novelas de diferentes estilos y no tengo intención de parar. Comencé en el mundo de la escritura con mucha timidez, y desde la primera novela, que vio la luz en 2011, hasta hoy he recorrido un largo camino. Si quieres saber más sobre mi obra, lo tienes muy fácil. Puedes visitar mi blog, http://noe-casado.blogspot.com/, donde encontrarás toda la información de los títulos que componen cada serie y también algún que otro avance sobre mis próximos proyectos. Facebook: Noe Casado Instagram: @noe_casado_escritora

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    Nada es para siempre - Noe Casado

    Capítulo 1

    El hedor procedente de la sangre, orines y otros desechos humanos hacía el aire irrespirable y se adhería a la basta tela del hábito. La ventilación de las celdas era insuficiente y la paja, que debía cambiarse cada diez días, se hacía cada treinta, porque el alguacil y los carceleros estaban conchabados con el paisano que debía ocuparse de que las condiciones de los reos fueran aceptables. Un negocio fraudulento que daba beneficios a quienes cobraban una miseria por trabajar; no era el único negocio en el que se falseaban las cuentas. Todos en aquella prisión tenían algún que otro chanchullo para meterse unas monedas extra en la bolsa.

    A pesar de que las ventanas de las celdas no disponían de cristal ni de ningún otro elemento que las cubriera y de que el aire atravesaba los barrotes, jamás se respiraba aire limpio. Ni siquiera en invierno, cuando soplaba el cierzo.

    Aquel olor tan nauseabundo no se iba nunca. Un olor que, por mucho que las lavanderas se empeñaran y dejaran durante días las prendas oreándose, nunca terminaba de eliminarse de la ropa. Aunque era superado por otro quizá menos habitual, el de la desesperación de los que iban a morir tras sufrir tormento, pues, culpables o no, su destino estaba sellado desde que se había formulado la acusación.

    El último interrogatorio al que me había visto obligado a asistir como inquisidor fue el de un hombre acusado de judaizante, porque una vecina aseguraba que no lo veía echar tocino en el puchero.

    Acusaciones como ésa eran comunes y la razón esgrimida por el reo era que no disponía de recursos para comprar tocino.

    Lo fácil hubiera sido hacer las comprobaciones, sin embargo, resultaba más ejemplarizante detenerlo y arrancarle una confesión bajo tormento. Y ahí lo había dejado, desangrándose, con una pierna rota, esperando ser ejecutado, aunque, dado su estado, lo más probable es que fuera una ejecución en efigie.

    * * *

    Bip... bip... bip...

    El maldito zumbido avisando que entraba un mensaje hizo que se sobresaltara. Por poco el móvil no acabó estampado contra la pared. Odiaba los adelantos tecnológicos, porque, a pesar de que hacían la vida más fácil a muchas personas, para él eran sin duda sinónimo de esclavitud. Incluso los avances médicos, que tantas vidas salvaban, no eran de su agrado, pues mucho hijo de puta se beneficiaba de ellos. Ya nada quedaba al azar, todo estaba contaminado.

    LM se incorporó maldiciendo. Se notó sudado y puso cara de desagrado. Tenía la espalda dolorida, ya que llevaba unos días durmiendo sobre un delgado colchón. Por alguna razón que prefería no analizar, se había impuesto un castigo que consistía en prescindir de ciertas comodidades. Intentaba que los malditos sueños no regresaran. Eran como una enfermedad que no se ha curado bien. De vez en cuando lo atormentaban impidiéndole dormir o, peor aún, haciendo que su humor, ya de por sí agriado, se agriara todavía más.

    Apartó la áspera sábana de un manotazo y se levantó para ir al baño. Ni siquiera se molestó en encender la lamparita que había colocado a un lado del colchón para leer de noche. Qué manía tenía la gente de abusar de la luz. Por la claraboya se filtraba la suficiente como para no tropezar con nada.

    Siempre que finalizaba una misión, buscaba un lugar apartado en el campo, donde por la noche la única luz fuese la del reflejo de la luna; y hasta ésta descansaba algunos días, proporcionándole oscuridad total.

    Tras orinar, regresó al desván que utilizaba como dormitorio y miró la hora. Apenas eran las cinco. Maitines, algo a lo que por mucho que pasaran los años seguía acostumbrado. Desechó la idea de volver a dormir, así que buscó algo con lo que cubrirse. En ese aspecto los avances sí le gustaban, con un pantalón y una camiseta estaba listo y la comodidad del algodón era muy de agradecer.

    Llevaba en esa vivienda poco más de un mes, lo justo para preparar la misión que le habían encomendado. Una de tantas. Ya no le importaban nada ni el motivo ni el posible beneficio, nada. Le daba todo igual, sólo cumplía con su parte del trato.

    Le habían enviado un maldito artefacto, tableta lo llamaban, en el que encontraría toda la información, sin embargo, él había insistido en que hubiese también documentos impresos. La tableta era otro cacharro que, igual que el teléfono móvil, evitaba.

    Lo primero que miró fueron los datos del compañero que le habían asignado y arqueó una ceja al ver la fecha de nacimiento, 1905. Eso no tenía sentido según las normas.

    Unas normas que todos, incluido él, habían aceptado sin cuestionarlas cuando se les ofreció una forma de redimirse.

    Cuando estaba a punto de morir, una mujer a la que no pudo ponerle rostro ni edad, le habló de la posibilidad de vivir para siempre a cambio de servirla. Cuando la acusó de bruja, sufrió unos dolores infernales, mucho más insufribles que las heridas que llenaban su cuerpo. Desde entonces, había sido tan necio y tan cobarde que nunca planteó la pregunta que se formulaba desde hacía siglos: ¿aquello acabaría alguna vez?

    No, no acabaría nunca. Sus misiones habían sido numerosas. Sólo cambiaba el país, la gente, las costumbres. El tiempo avanzaba, pero él no, él seguía siendo el mismo, eso sí, mimetizado con el ambiente para no llamar la atención.

    Debió cerrar los ojos, aguantar el dolor producido por aquellas cuchilladas que lo desangraban poco a poco y esperar la muerte en aquel camino embarrado a la salida de Medina del Campo. No lo hizo y ahora estaba harto, aunque resignado, y a punto de empezar otra misión con un «jovenzuelo».

    Según la norma, tras aceptar servir indefinidamente a cambio de salvar la vida, cualquiera de ellos debía pasar oculto en un monasterio al menos cien años desde su «muerte oficial», para que nadie pudiera reconocerlo.

    LM tuvo que sobrellevar los primeros años de su obligado retiro en la abadía de Hautecombe. No podían correr riesgos y por eso, cada pocos años, diez a lo sumo, se trasladaban a otro monasterio, siempre antes de que alguien se percatara de que no envejecían y comenzaran las preguntas incómodas. Por ese motivo se sorprendió al leer el expediente de quien iba a ser su compañero en aquella misión, porque el tal Bastien von Hayek, sólo llevaba setenta y cinco años recluido. Su última estancia había sido en el priorato de Silverstream, en Irlanda.

    LM frunció el cejo al seguir leyendo; no le hacía mucha gracia aguantar a un novato nacido en Hallstatt, Austria, y que en el momento de su «muerte oficial» tenía cuarenta años.

    El niñato, como lo llamaba ya mentalmente, había sido piloto de la Luftwaffe y, tras ser derribado, había conseguido escapar, pero debido a sus lesiones ya no le permitieron volver a pilotar, así que lo premiaron con un buen destino: el gueto de Terezín, en Checoslovaquia, con un alto rango dentro de las SS.

    Bueno, iban a formar una pareja sin igual, un inquisidor y un nazi. Tendrían mucho de que hablar, sin duda, pensó LM no sin cierta ironía.

    La misión consistía en acceder a los archivos de la familia Alcázar de Virrey. Era el primer paso para averiguar qué pasó con los cuadros expoliados en Austria a una importante familia judía tras la invasión nazi de 1938 y que, por diferentes motivos, acabaron en manos de un militar español.

    No se trataba del primer encargo de esa índole. Por desgracia, a lo largo de la historia habían sido innumerables los casos de arte robado, por lo que no suponía ninguna novedad. Además, casi siempre, por desgracia, se repetía el mismo patrón. O por suerte para él, porque así la tarea se simplificaba.

    Aunque ya hacía mucho que nada lo emocionaba, a veces agradecía que se complicaran las cosas, de esa forma se aburría un poco menos.

    LM llevaba ya un rato concentrado en la lectura y el día clareaba. Miró de reojo y con desconfianza la moderna cafetera. Odiaba ese brebaje traído de las Indias, que la humanidad tomaba cada día. Él prefería un sencillo cuenco de avena con miel, aunque los cereales de ahora sabían a tierra y la miel era una mierda adulterada.

    Como no disponía de avena, buscó algo de pan ya duro del día anterior, calentó leche en un cazo y lo fue partiendo en trozos irregulares. Echó una cucharada de azúcar y esperó a que el pan absorbiera la leche, mientras lo removía a fuego lento.

    Cuando se disponía a desayunar, sonó otro de los insufribles inventos que tanto le crispaban los nervios. ¿Por qué había que poner chicharras en todos los artilugios? A veces se confundía y en vez de descolgar el teléfono abría la puerta.

    Se quedó quieto en la cocina, esperando a oír de nuevo el sonido, para estar seguro de qué era. Para más inri, todo pitaba, hasta la maldita fresquera.

    Al deducir que era el timbre, caminó descalzo hasta la entrada principal y, precavido como era menester, fue a mirar por la mirilla, pero no la encontró.

    El timbre volvió a sonar y LM frunció el cejo, porque junto a la puerta en la que se suponía que debía estar la mirilla había una pantalla pequeña, como la del teléfono, ese maldito trasto que, invento de satanás, era una auténtica tortura, y que todo el santo día tenía que llevar a cuestas.

    A pesar de su naturaleza prudente, y en contra de la más elemental de las precauciones, optó por abrir sin ver antes la cara del visitante, eso sí, asomándose apenas por la rendija y apoyando su peso en la puerta por si debía tomar medidas, como por ejemplo cerrar de golpe.

    —¿Jugamos un poco más al escondite o abres ya de una maldita vez? —preguntó una voz un tanto burlona y LM identificó el acento.

    —El alemán, supongo.

    —Austriaco, si no te importa —puntualizó el recién llegado con cierto aire altivo, cercano incluso a la arrogancia.

    Durante la reclusión forzosa tras la «muerte», era obligatorio aprender idiomas, con el fin de que pudieran pasar inadvertidos en cualquier parte del mundo, pero el austriaco aún no había perdido el acento y por tanto su castellano era más bien forzado.

    También se los sometía a un rígido entrenamiento militar, que, por supuesto, iba adecuándose a los avances de cada época. De igual modo, se estudiaban diferentes costumbres para pasar desapercibidos en cualquier sociedad.

    LM se hizo a un lado para dejarlo pasar. El tipo, vestido como un figurín, con traje y corbata, algo que LM odiaba por ser la prenda más asfixiante de cuantas había tenido que usar a lo largo de su vida, y eso que durante el siglo

    XVIII

    pensaba que terminaría asfixiado con tanta chorrera, arrastró dos enormes maletas y, una vez en el recibidor, observó con atención la casa antes de preguntar:

    —¿Cuál es mi habitación?

    El anfitrión señaló la escalera, aunque no hizo amago de ayudarlo con el equipaje.

    —Cualquiera de la primera planta, yo duermo en el desván —le dijo en tono áspero.

    —De acuerdo.

    —Ni se te ocurra poner un pie allí, ¿entendido? —le advirtió, antes de regresar a la cocina dispuesto a tomarse el desayuno.

    LM terminó su cuenco de leche con pan y, tras dejarlo en el fregadero, retomó la lectura del informe. Se le presentaba una misión complicada, en realidad como siempre, pues rastrear los errores y tropelías del pasado nunca era sencillo. Además, los protagonistas estaban muertos y los descendientes siempre escurrían el bulto, porque no querían perder las prebendas obtenidas con los atropellos llevados a cabo por sus antepasados.

    A medida que leía, hacía anotaciones en los márgenes con su extraña y anticuada caligrafía, algo que no había podido corregir. Aunque en aquellos tiempos ya nadie se fijaba en esos detalles.

    —Me gusta esta casa —dijo el austriaco entrando en la cocina—. Es agradable en comparación con el anodino monasterio del que vengo.

    LM lo miró de reojo.

    —En teoría, los monasterios son lugares de recogimiento, silencio y, por tanto, de paz.

    —Ya, bueno, pero podrían adecuarse a los tiempos, digo yo —lo contradijo el otro—. Con la de maravillas tecnológicas que hay ahora. No me canso de ellas. ¡Internet es la hostia!

    —No es oro todo lo que reluce —refunfuñó LM, porque, como solía reflexionar, si bien algunos adelantos facilitaban la vida de las personas, estaba convencido de que muchos otros la esclavizaban.

    —No es de extrañar que la fe católica se esté quedando sin fieles, no es nada moderna y si encima seguís prohibiendo la diversión...

    —Hace mucho que perdí la fe.

    —En eso estoy contigo.

    —Si no he leído mal, tú no fuiste católico.

    —Protestante poco o nada practicante, pero a pesar de los matices, es la misma mierda.

    LM prefirió no entrar en un debate teológico, así que se limitó a preguntar en tono seco:

    —¿Por qué te han asignado a esta misión?

    Bastien sonrió de medio lado y cruzó los brazos. Era de prever que cuestionara su participación, al fin y al cabo, su periodo oficial de internamiento no había concluido.

    Observó al que iba a ser su compañero en su primera misión y no le sorprendió su aspecto descuidado, así como su actitud distante.

    —Supongo que siempre ha habido clases —le respondió en tono arrogante y, tal como preveía, LM frunció el cejo.

    —¿Qué quieres decir con eso?

    —¡Joder, una de esas cafeteras de cápsulas! —exclamó Bastien, obviando la pregunta de su compañero—. Las ganas que tengo de tomar un buen café y no esa mierda que nos daban en el monasterio.

    LM resopló, otro adicto a aquel brebaje del demonio.

    —No compro café —le informó y ocultó cierto regocijo al ver su cara de desilusión—. Aunque creo que en un armario hay algo de achicoria.

    Un producto que encontró al mudarse a la casa y que debió de olvidar el anterior inquilino, así que a saber cuánto tiempo llevaba allí.

    —No, gracias —murmuró Bastien y, sacando un teléfono de última generación, como el que LM evitaba usar a toda costa, dictó un par de órdenes en alemán, entre ellas, comprar café.

    —Todavía no has respondido a la pregunta —le recordó LM.

    —Dime qué significa LM —replicó el otro, y él negó con la cabeza.

    —No hace falta entrar en asuntos personales —respondió.

    —Pues entonces, supongo que explicarte el porqué de mi presencia aquí también se puede considerar personal, por tanto, no hace falta mencionar las razones —alegó el austriaco—. Bien, pongámonos a trabajar.

    Pero cuando hizo amago de coger los documentos que estaban esparcidos por la mesa, LM colocó una mano sobre ellos impidiéndoselo.

    —No. Antes dejemos las cosas claras —dijo a continuación en un tono bajo y severo—. Aquí todo se hace según las normas y en tu expediente se ve que no las cumples. Así pues, por última vez, ¿por qué te han asignado a esta misión?

    Bastien no se amilanó. Aunque la mirada de LM era como poco para pensárselo, no iba a dejarse amedrentar por un tipo que tenía fama de cascarrabias. Y, qué coño, él había sido siempre el gallito del corral.

    —Tu tonito de inquisidor te lo metes por el culo —le espetó, y LM, que no estaba acostumbrado a que nadie le replicara, frunció el cejo—. El hecho de que lleves siglos metido en esta mierda no significa que yo te tenga que aguantar.

    LM agarró de malos modos los papeles, impidiendo que Bastien pudiera verlos.

    —Esto se acaba aquí —sentenció, dispuesto a actuar solo si era preciso.

    Una situación anómala, pues en todas las misiones actuaban en pareja para cubrirse las espaldas, pero estaba decidido a que esa vez no fuese así, con tal de pararle los pies al bravucón austriaco.

    Bastien, en vez de entrar al trapo, sacó su móvil y, con cierta chulería, buscó los documentos que su compañero se empeñaba en ocultar. Acto seguido, empezó a leer en voz alta, para cabreo de LM.

    —Leopoldo Alcázar de Virrey, hijo y nieto de militares, coronel del ejército de Tierra en la reserva, casado en segundas nupcias con Lourdes... Da igual el apellido, ella importa una mierda. Dos hijas, una de cada mujer. La segunda, Enriqueta, que tampoco nos sirve de nada, se casa con un niño bien y ésa será nuestra excusa para acercarnos a la hija mayor, funcionaria de Hacienda, la que debe de ser la oveja negra, dado lo sonados que han sido sus desencuentros con su padre. —Bastien hizo una pausa para mirar al gruñón de su compañero y disimuló una sonrisa antes de proseguir—: La familia Alcázar de Virrey, ahora atraviesa serios problemas financieros. El abuelito de Leopoldo amasó una fortuna durante la dictadura y su hijo la conservó, pero el nieto ha sido un desastre, así que planea vender parte del patrimonio artístico. Cuadros que obtuvieron de manera cuestionable y que han permanecido ocultos para evitar reclamaciones, esperando que el tiempo borrara las huellas de su origen. Desconocemos si han logrado legalizarlos. Y ahí entramos nosotros. Necesitamos pruebas para que los herederos de Etta Wagensberg puedan reclamar su propiedad antes de que expire el plazo. Ya han sufrido diversos reveses judiciales, porque en teoría sus alegaciones se basan en pruebas circunstanciales.

    LM gruñó al darse cuenta de que su reacción no había sido más que una pataleta y que el austriaco, con su maldito dispositivo electrónico, tenía acceso a toda la información.

    —¿Sigo? —preguntó con retintín Bastien—. ¿O vamos a continuar perdiendo el tiempo con tus estupideces?

    Capítulo 2

    —¿Cuál es la mejor forma de estropearle la boda a tu ex y de paso a la hermanastra mala?

    —He prometido portarme bien —le recordó Gilda sin mucha convicción.

    —Joder, tía, no sé cómo estás ahí, tan tranquila, viendo cómo tu exnovio, ese con el que te ibas a casar hace apenas un año, ahora se exhibe feliz con su mujercita, que, para más inri, es tu hermana.

    —Hermanastra —puntualizó Gilda, mirando de reojo a la feliz parejita, que bailaba acaramelada siendo el centro de atención de todos los invitados.

    Ganas de tirar un plato de la fina vajilla o cualquier otro objeto para llamar la atención y

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